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PROMETO intentar no escribir «Hi ho» todo el tiempo.
Hi ho.
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Nací aquí mismo, en la ciudad de Nueva York. En ese entonces no era un Narciso. Fui bautizado con el nombre de Wilbur Rockefeller Swain.
Tampoco estaba solo. Tenía una hermana gemela heterocigótica. Se llamaba Eliza Mellon Swain.
Antes que llevarnos a una iglesia, prefirieron bautizarnos en el hospital; tampoco asistieron nuestros parientes ni los amigos de la familia. Y es que Eliza y yo éramos tan feos que nuestros padres se sentían avergonzados.
Éramos unos monstruos y no se esperaba que viviésemos mucho tiempo. Exhibíamos seis dedos en cada manita y otros seis en nuestros piececitos. También teníamos tetillas supernumerarias: nos sobraban dos a cada uno.
No éramos niños mongólicos a pesar de nuestro pelo negro y grueso, típico de los mongoloides. Constituíamos algo nuevo. Éramos neandertaloides. Ya en nuestra tierna infancia poseíamos los rasgos de un fósil humano adulto: frente huida, espesas cejas unidas y mandíbula de excavadora.
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Se suponía que no teníamos inteligencia y que moriríamos antes de los catorce años.
Pero yo estoy vivo y coleando, gracias. Y no dudo que Eliza también lo estaría de no haber muerto aplastada por un alud en los suburbios de la colonia china del planeta Marte.
Hi ho.
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Mis padres eran jóvenes, bellos y encantadoramente tontos, y se llamaban Caleb Mellon Swain y Letitia Vanderbilt Swain, de soltera Rockefeller. Fabulosamente ricos, eran descendientes de estadounidenses cuya única actividad había consistido en arruinar el planeta mediante una especie de desvarío que les hacía transformar en forma obsesiva el dinero en poder y luego el poder en dinero para volver a convertirlo en poder.
Pero Caleb y Letitia personalmente resultaban inofensivos. Mi padre era muy bueno para el backgammon y no tan bueno para la fotografía en colores, eso es lo que dicen por lo menos. Mi madre participaba en la Asociación Nacional para el Desarrollo de la Gente de Color. Ninguno trabajaba. Tampoco tenían un título universitario aunque ambos lo habían intentado.
Hablaban y escribían con elegancia y se adoraban. Reconocían con humildad su fracaso como estudiantes. Eran buenos.
Y no puedo criticarlos porque se sintieran anonadados después de traer al mundo a un par de monstruos. Cualquiera que hubiera dado a luz a Eliza y a mí hubiera quedado deshecho.
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Y por lo menos Caleb y Letitia fueron tan buenos padres como lo fui yo cuando me llegó el turno. Yo no soportaba a mis hijos aunque eran normales en todos los aspectos.
Quizás les habría tenido más afecto si hubiesen sido monstruos como Eliza y yo.
Hi ho.
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Al joven Caleb y a la joven Letitia se les aconsejó que no destrozaran sus corazones ni arriesgaran su mobiliario intentando criarnos a Eliza y a mí en la Bahía de las Tortugas. Según sus consejeros teníamos tanto parentesco con ellos como dos pequeños cocodrilos.
Caleb y Letitia reaccionaron en forma humanitaria, cara, y sumamente gótica además. Nuestros padres no nos ocultaron en hospitales especializados. Nos sepultaron en una mansión antigua y tenebrosa que habían heredado. Estaba situada en medio de un terreno de doscientos acres cubierto de manzanos en la cumbre de una montaña, cerca del caserío de Galen, en Vermont.
La casa había estado deshabitada durante treinta años.
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Se contrataron carpinteros, electricistas y fontaneros para que la convirtieran en una especie de paraíso para nosotros. Debajo de las alfombras, que cubrían el suelo de una pared a otra, se colocó una gruesa protección de goma para que no nos hiciéramos daño si nos caíamos. Las paredes del comedor estaban cubiertas de azulejos y había desaguaderos en el suelo para que después de las comidas se pudiese limpiar la habitación, y los niños, con una manguera.
Más importantes quizá eran las dos verjas de tela metálica que se elevaban a gran altura y tenían alambradas de púas en la parte superior. La primera rodeaba el huerto. La segunda separaba la mansión de los ojos curiosos de los trabajadores que de vez en cuando tenían que atravesar la primera verja para cuidar de los manzanos.
Hi ho.
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El personal se reclutó en el vecindario. Había un cocinero, dos hombres y una mujer que se hacían cargo de la limpieza, dos enfermeras experimentadas que nos alimentaban, nos vestían y desvestían, y nos bañaban. Al que recuerdo mejor de todos ellos es a Ancas Potrancas, una combinación entre cuidador, chofer y factótum.
Su madre era una Ancas; su padre era un Potrancas.
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Tal cual, y era gente de campo, sencilla. Con excepción de Ancas Potrancas, que había sido soldado, nunca habían salido de Vermont.
De hecho, rara vez se habían aventurado a más de diez kilómetros de Galen.
Inevitablemente todos eran parientes, la endogamia estaba tan extendida como entre los esquimales. También tenían, por supuesto, un lejano parentesco con Eliza y conmigo, ya que nuestros antepasados de Vermont en un tiempo se habían contentado con un interminable chapotear, por decirlo así, en la misma charca genética.
Pero como estaban las cosas en los Estados Unidos en aquella época, el parentesco que tenían con nuestra familia era el mismo que une a las carpas con las águilas, por ejemplo. Porque los miembros de nuestra familia habían evolucionado hasta convertirse en multimillonarios y turistas del mundo.
Hi ho.
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No resultó difícil para nuestros padres comprar la fidelidad de estos fósiles vivientes de nuestro pasado familiar. Se les pagaban sueldos mínimos que les parecían enormes porque los lóbulos de sus cerebros encargados de obtener dinero eran sumamente primitivos.
Se les proporcionaron agradables aposentos en la mansión y televisores en color. Se les estimuló para que comieran como reyes, mientras nuestros padres corrían con los gastos. Tenían muy poco trabajo.
Mejor todavía, no necesitaban tener demasiada iniciativa. Estaban bajo las órdenes de un joven médico que vivía en el caserío, el doctor Stewart Rawlings Mott, quien se encargaba de darnos una mirada todos los días.
A propósito, el doctor Mott era tejano, un joven melancólico e introvertido. Hasta el día de hoy no sé qué fue lo que le indujo a alejarse tanto de su gente y de su ciudad natal para ejercer la medicina en un pueblo de esquimales en Vermont.
Como una curiosa nota al pie de la historia y probablemente sin ninguna importancia, mencionaré que el nieto del doctor Mott llegaría a convertirse en el rey de Michigan durante mi segundo período como presidente de los Estados Unidos.
Debo hipar una vez más: Hi ho.
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Lo juro. Si vivo el tiempo suficiente para terminar esta autobiografía, la revisaré y eliminaré todos los «Hi ho».
Hi ho.
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Había un rociador automático contra incendios y alarmas contra los ladrones en las ventanas, en las puertas y en los tragaluces.
Cuando nos hicimos más grandes y más feos y capaces de romper brazos y arrancar cabezas, se instaló un gran gong en la cocina. Estaba conectado con unos botones color cereza colocados en todas las habitaciones y a intervalos regulares en todos los corredores. Los botones brillaban en la oscuridad.
Sólo se debían pulsar en caso de que Eliza o yo comenzáramos a jugar a cometer un asesinato.
Hi ho.
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