«Ello» o Fragmentos y cosmos.

VII

¿Quién o qué creó el universo?

¿Quién o qué puso las estrellas en el cosmos?

¿Quién o qué acciona la palanca de distribución de la creación y se entretiene en hacer chocar estrellas, en hacer explotar soles y en lanzar galaxias enteras unas contra otras?

¿Quién o qué infundió el soplo de la vida?

¿Quién o qué determinó la formación de la vida inteligente, el que nosotros seamos lo que somos?

Si todo lo que existe fue creado por un Dios único, entonces este Dios tendría que ser justo, todopoderoso y bueno ya que todo ha sido creado por su propia voluntad. ¿Por qué este Dios todopoderoso permite las guerras, el derramamiento de sangre y lágrimas?

¿Por qué tolera este Dios justo que se cometan crímenes contra niños inocentes?

¿Si este Dios sabio desea que los hombres le sirvan, como afirman las religiones, por qué permite que hayan en un solo planeta cerca de 20 000 religiones y sectas distintas que se combaten en su nombre?

¿Cómo puede concebirse que en nombre de este Dios que, como dicen las religiones, se hizo hombre y por consiguiente comprende a los hombres en su felicidad y en su miseria, se bendigan instrumentos bélicos de bandos opuestos? ¿No debería el buen Dios favorecer solamente a los que combaten realmente en su nombre, por su causa y por disposición suya?

¿Cómo es posible que infames, malvados, usureros y falsos jueces participen de la felicidad de las buenas criaturas bajo el Sol de Dios?

¿Cómo puede permitir un Dios bueno y sabio que los ricos se hagan cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, siendo todos sus hijos?

Pero, por encima de todo, ¿con qué finalidad ha creado Dios estos seres inteligentes?

El biólogo molecular Jacques Monod, director del Instituto Pasteur de París y premio Nobel de 1965 causó conmoción y sobresalto en el mundo creyente con su libro El azar y la necesidad, e incluso los ateos quedaron indignados con las tesis de Monod pues presentían en su énfasis filosófico de los fenómenos biológicos una religión sustitutiva.

En su obra, Monod menciona las tres etapas que hicieron posible la vida:

Monod se basa en los más recientes descubrimientos de la biología molecular y de la genética: hace miles de millones de años llegaron a la atmósfera y superficie terrestre determinados compuestos sencillos del carbono (como el metano), más adelante se formaron el agua y el amoníaco. A partir de estos compuestos sencillos, se formaron numerosas substancias, entre ellas nucleótidos y aminoácidos que finalmente se unieron en la masa primitiva para dar origen a la primera célula, el primer ser vivo. Esto sucedía en una época en que los fenómenos químicos y físicos aún no estaban ligados a la presencia de seres vivientes (Regreso a las estrellas, págs. 37 y sig.). «El pequeño resto» hasta el desarrollo del homo sapiens se lleva a cabo, según la teoría de la evolución, con toda tranquilidad, sin ninguna intervención especial.

El núcleo de las tesis de Monod es que el acontecimiento decisivo y determinante en la formación de la vida se dio una sola vez. Dice Monod: «Al fin el hombre ha llegado a saber que se encuentra solo en la indiferente inmensidad del universo, de la cual surgió por azar. En ninguna parte se decidió ni su destino ni su deber».

La vida: ¿el premio gordo de la lotería de la naturaleza?

Puede que las ideas del profesor ateo tengan un excelente fundamento científico, pero en todo caso la cuestión decisiva queda sin resolver: ¿cuál fue la fuerza que determinó la formación de las substancias químicas necesarias para el nacimiento de la vida? ¿De dónde salieron los ingredientes para la masa primitiva en la cual correteaba la vida como los ojos de grasa en el caldo?

De la atmósfera, por supuesto, contesta la ciencia. Pero esta respuesta no me basta. Como niño curioso sigo preguntando: ¿y de dónde salió la atmósfera? —de la envoltura de la Tierra que se enfriaba, hijo mío—. ¡Ah! ¿Y de dónde salió la Tierra? —es una parte del Sol, hijo mío—. ¿Y el Sol? —es una parte de la Vía Láctea, hijo—. ¿Y de dónde vino la Vía Láctea? —Es una parte de todas las vías lácteas del universo—. ¿Y de dónde vienen las vías lácteas? —sobre eso hay teorías solamente, hijo mío.

El profesor Georges Lemaitre, físico y matemático de Bruselas, concibió una aguda hipótesis para explicar la formación del universo. Hace miles de millones de años, toda la materia del cosmos estaba concentrada en un átomo primitivo, una masa densa cuya cohesión mantenía a las partículas unidas al núcleo; las enormes fuerzas se multiplicaron de tal manera que el trozo de materia explotó. Desparramadas en miles y miles de millones de trozos, la materia pasó por un prolongado período de consolidación en el curso del cual las partículas fueron reuniéndose en un inmenso número de galaxias. El físico ruso George Gamow (1904) desarrolló, a partir de la hipótesis de Lemaitre, su teoría del «big-bang».

Esta teoría del «big-bang» (gran explosión) tiene, en comparación con las demás teorías, la ventaja de poderse apoyar en el efecto Doppler. El físico austríaco, profesor Christian Doppler (1803-1853) descubrió en 1842 el efecto que lleva su nombre y que se observa en todos los fenómenos ondulatorios —luz o sonido—: El efecto Doppler consiste en la alteración del tono que se comprueba cuando la fuente emisora del sonido o bien el observador están en movimiento; al aumentar la distancia entre fuente y observador, el sonido cobra un tono más bajo, al disminuir la distancia entre ambos, el tono se vuelve más agudo. Esto se puede observar, por ejemplo, en el silbido de una locomotora en movimiento. Tratándose de la luz, se observa durante el movimiento de la fuente luminosa hacia el observador un desplazamiento del espectro hacia el azul y durante el movimiento de la fuente luminosa alejándose del observador se observa un desplazamiento hacia el rojo. Basándose en el efecto Doppler, se puede medir la velocidad de todas las estrellas porque se ha demostrado que la composición química es la misma en todas ellas y presentan condiciones físicas análogas a las estrellas de nuestra galaxia.

El astrofísico Edwin Powell Hubble (1889-1953) comprobó en 1929 en el Mount Wilson Observatorium, durante sus trabajos sobre nebulosas cósmicas y constelaciones, que el espectro de las galaxias que se alejan de nosotros se desplaza hacia el rojo. Dice el doctor Hannes Alfven, profesor de física del plasma en la Real Escuela Técnica Superior de Estocolmo: «Las galaxias se alejan de nosotros con velocidades proporcionales a su distancia de la Tierra». Para formarnos una idea podríamos imaginarnos un globo de goma. Antes de llenarlo de aire, marcamos puntos rojos en su superficie y luego lo inflamos; en esta forma, cada punto se va alejando de los demás y con velocidad proporcional: cada punto se aleja más rápidamente cuanto más inflado está el globo. Está claro que, conociendo las velocidades de los puntos, que son función de su distancia, como asimismo las direcciones en que se mueven, puede calcularse cuándo estuvieron todos reunidos en un mismo lugar.

Mediante este método del desplazamiento hacia el rojo del espectro, se ha podido calcular la edad del universo, la cual se ha estimado entre seis y diez millones de años terrestres. Apenas el mundo se había puesto de acuerdo con este cálculo cuando, en noviembre de 1971, tomó la palabra Georges Abell, director del Departamento de Astronomía de la Universidad de California, y dijo: «¡Es un error, honorables colegas! ¡Después de 13 años de observación de ocho galaxias muy alejadas entre sí, puedo demostrar que la edad del universo es el doble de la supuesta hasta la fecha!».

¡Big bang!

El universo no es una dama a quien podamos ofender con una apreciación exagerada de la edad. A mí me da lo mismo que la explosión primitiva haya tenido lugar seis, diez o veinte mil millones de años atrás. ¡La edad no tiene nada que ver con el origen de la vida! Cuando quiera que haya tenido lugar la explosión, antes tuvo que haber algo allí. La explosión del átomo original podrá explicar la formación de las galaxias con miles y miles de millones de estrellas, los científicos de todos los sectores, incluso los filósofos podrán ahondar cada vez más en los misterios del átomo como origen de todas las cosas, los ateos podrán negar cada vez con mayor vehemencia la existencia de una fuerza que llamamos «Dios».

Al comienzo había una creación.

Si la materia de todas las estrellas proviene del átomo, es lógico concluir que las estrellas de todas las galaxias están hechas de la misma materia, consisten de los mismos elementos.

En efecto, en el curso de los últimos años se han descubierto cada vez más aminoácidos y combinaciones moleculares complejas en la materia extraterrestre. Los geólogos Goesta Vollin y David B. Ericson, de la Universidad de Columbia, New York, anunciaron el 29 de octubre de 1971 en la revista Nature que, en investigaciones de laboratorio, ha sido posible, mediante la irradiación de una mezcla de cuatro sustancias cuya existencia en el espacio ha sido comprobada, obtener aminoácidos como productos de la reacción. Casi simultáneamente, investigadores del observatorio radioastronómico de Green Bank, West Virginia, dieron a conocer que en la nebulosa B2 de la constelación de Sagitario habían detectado una sustancia que poseía todas las condiciones para la formación del ser vivo. Se trata del cianoacetileno, la combinación química de mayor complejidad que ha sido posible constatar hasta la fecha en el cosmos. En el universo se han podido detectar sustancias como hidrógeno, monóxido de carbono, amoníaco, agua, hidrógeno cianuro, formaldehido, ácido fórmico, alcohol metílico y una serie de hidrocarburos; en meteoritos y piedras lunares ha podido constatarse la existencia de aminoácidos. Los científicos de la NASA anunciaron en octubre de 1971 que en los meteoritos de Murchinson and Murray (así llamados por el lugar donde fueron encontrados) pudieron identificar 17 (!) aminoácidos (entre ellos algunos aptos para la formación de proteínas). En análisis de piedras lunares traídas por la tripulación del Apolo XI se reconocieron dos aminoácidos constituyentes de las proteínas: glicina y alanina.

En realidad, el hombre, ser sociable, debería sentirse muy feliz de saber que cada día se encuentran nuevos indicios que no está solo en el cosmos, que, por el contrario, hay muchos compañeros de juego que están a la espera que reconozca las huellas que ellos dejaron durante su visita. En todo caso, según el estado actual de nuestros conocimientos puede suponerse que:

¿Y qué lugar queda para el «Buen Dios» en este esquema del universo que han concebido los hombres de ciencia? La personificación de la fuerza que debió haber existido antes de la explosión primitiva bajo el nombre de Dios y las ideas que emanan de este concepto y que han sido difundidas por la catequesis entre los fieles obstruyen la visión.

La fuerza original era una entidad neutra. Ello existía antes del Big Bang (Gran Explosión). Ello desencadenó la gran destrucción. Ello formó, mediante una explosión, todos los mundos del universo. Ello, fuerza primitiva incorpórea y determinante, se transformó en materia: Ello conocía lo que sucedería después de la explosión. Ello deseaba adquirir experiencia viva.

En muchas discusiones, he procurado ilustrar esta idea mía con una comparación, si bien resulta demasiado simplificada.

Piénsese, he argumentado, en un ordenador que trabaja con 100 000 millones de unidades de pensamiento (bits en el lenguaje técnico). Según el profesor Michie de la Universidad de Edimburgo, el diseñador del prototipo del primer computador pensante, este aparato posee una «conciencia personal». Esta conciencia personal del computador está firmemente ligada a la máquina con sus miles de millones de conexiones.

Si este computador estallase, su conciencia personal quedaría destruida definitivamente, siempre que el inteligente aparato no hubiese tenido la precaución de magnetizar todos los miles de millones de bits antes de la explosión. Tiene lugar la explosión. Cien mil millones de bits salen proyectados con distintas velocidades, según su tamaño, en todas direcciones. Ya no existe más la conciencia original centralizada del ordenador, pero el astuto suicida había programado el futuro después de la explosión: todos los bits magnetizados con sus informaciones elementales volverían a encontrarse nuevamente en el centro de la explosión. Cada bit trae a su regreso algo nuevo, su granito de arena de contribución a la primitiva «conciencia personal» de la gran máquina. Este enriquecimiento de la «conciencia personal» es la «experiencia personal». Desde el momento de la explosión hasta el instante del regreso, ningún bit «sabía» que era solamente una ínfima partícula de la gran conciencia. Si uno de estos bits con su limitada capacidad hubiese podido plantearse la pregunta «¿cuál es el fin de esta loca carrera?», o bien «¿quién me ha creado, de dónde vengo?», no hubiese podido encontrar respuesta alguna. No obstante, era comienzo y fin de un acto, de una especie de «creación» de la conciencia enriquecida en una nueva dimensión: la experiencia.

Tal vez esta comparación, aunque un tanto grosera, pueda ayudar a vislumbrar el fenómeno Ello: todos somos partes constituyentes de este Ello primitivo. Solamente al final, en el «Punto Omega» de Teilhard de Chardin «recordaremos» que somos a la vez causa y producto de la creación.

Que el Ello, sinónimo de Dios, tiene que haber existido antes de la explosión original, me parece una idea irrecusable. El evangelista Juan, que en sus revelaciones demuestra que tuvo acceso a los antiguos textos sagrados, escribió sobre la creación:

«En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Éste estaba en el principio en Dios. Y por Él han sido hechas todas las cosas y sin Él no se ha hecho nada de cuanto ha sido creado».

Todo esto sería lógico si el concepto de Dios, a través de dos mil años, no hubiese ido incorporando todo un lastre de ideas extrañas que hacen posible relatar una historia de la creación a la medida de niños y de rústicos, pero que impiden ir al fondo del misterio de la creación.

Siendo que el Ello (Dios) decidió transformarse en materia, es por consiguiente a la vez la creación y un producto de su creación. Como dice el profesor D. L. Pieper, de la Universidad de Stanford: «¡El pánico ante el error es la muerte de todo progreso, el amor a la verdad es su salvaguardia!».

Como los bits del computador, habremos de reunimos nuevamente. Somos partes, partes insignificantes del Ello que hemos de confluir finalmente en una sola y eterna comunidad cosmológica. Todas las filosofías se revuelven con desesperación en torno a las preguntas «¿Por qué?», y «¿De dónde?». «El conocimiento», escribe el teólogo profesor Puccetti, «no se adquiere solamente por la vía científica, y en realidad no hay ninguna verdad religiosa de importancia a la cual se haya llegado de este modo».

En el umbral de los años dos mil, el mundo aparece dividido en cinco grandes religiones rivales y miles de sectas fanáticas.

La técnica hará posible, con toda seguridad, el contacto con otros seres inteligentes en el cosmos.

¿Cómo nos presentaremos? ¿Como católicos? ¿Como protestantes? ¿Como luteranos? ¿Como husitas? ¿Como mormones? ¿Como mahometanos? ¿Como budistas? ¿Como hindúes? ¿Como griegos ortodoxos?

¿Estamos acaso dispuestos a presentarnos como subdesarrollados mentales al abstenernos de accionar el conmutador de la luz en día sábado (judíos ortodoxos), al privarnos de la carne de cerdo (mahometanos y judíos) y al venerar vacas desnutridas y ratas sobrealimentadas (hindúes y religiones afines) o porque clavamos cruelmente en una cruz a nuestro Dios todopoderoso?

Tengo el presentimiento que con la entrada al año dos mil y a la era interestelar se pondrá término a esta división religiosa.

Bajo el supuesto que todos somos partes del poderoso Ello, ya no existe más la paradoja de un Dios que es incomprensiblemente bueno y malo a la vez; este Dios ya no es el causante del sufrimiento y de la felicidad, de la prueba y la providencia. Somos nosotros los que llevamos las fuerzas positivas y negativas dentro de nosotros mismos porque todos provenimos del Ello que existió siempre.

No me resulta posible eludir la cuestión del Ello o de Dios, entre otras cosas porque tengo la convicción de que las religiones con sus innumerables dioses entraban el progreso. ¡Cuántas guerras, sufrimientos y horrores han desencadenado las religiones y sectas en nombre de sus respectivos dioses! Y si esto no cambia, serán una de las causas de la ruina de la humanidad.

El analista de sistemas Jay W. Forester, del Massachusetts Institute of Technology, ha realizado, valiéndose de un modelo matemático, un profundo estudio sobre las tasas de crecimiento humano y sus consecuencias. En su libro The limits of the growth, publicado en 1972, el profesor Dennis Meadows, apoyándose en los cálculos de Forester, expone al mundo las sombrías perspectivas que le aguardan. Diariamente, hora tras hora, crece la población del planeta. Una marea humana inunda la tierra.

Todos necesitan alimento, vestido, techo. Todos dan lugar a desechos y basuras e incrementan la cantidad de nitrógeno en el medio ambiente. Se precisan más materias primas y más superficie cultivable de la que hay disponible en el mundo. Cual metástasis de un tumor canceroso, las ciudades y colonias van cubriendo la faz de la tierra. Si en último extremo se pretendiese talar selvas y bosques, la humanidad se asfixiaría a sí misma: destruiría las fuentes de oxígeno. El elixir de la vida, el agua, ya no alcanzará, aun cuando se tomen en cuenta los océanos y los hielos polares. Los hombres de ciencia lo advierten: antes del año 2100 sucumbirá nuestro planeta. Sólo queda una solución para este problema: un inmediato y riguroso control de los nacimientos. A él se oponen los amos de todas las confesiones religiosas, grandes y pequeñas, como por acuerdo de un gigantesco consorcio mundial. Cada grupo religioso cuenta sus ovejitas y mientras más ovejitas más poder. Lo que aquí se hace en nombre de Dios es política de poder con las pobres criaturas; en un crimen contra la humanidad.

¿No debería comenzar por fin el hombre a considerarse como parte esencial del cosmos? Una tal filosofía le proporcionaría un bienhechor sentimiento de su propia importancia. La navegación espacial se hará indispensable en el futuro —el viaje a la Luna fue sólo un comienzo— porque necesitaremos cada vez más materias primas y espacio, pero, además de esto, la navegación espacial nos procurará también, casi con certeza, el encuentro con el «señor del otro planeta».

Este encuentro no parece halagar mucho a las 20 000 religiones y sectas. ¡La ovejita tiene que seguir siendo el centro de la creación! ¿Y qué pasaría si de repente nos encontráramos con seres muy superiores a nosotros en otros planetas, seres existentes al margen del acto creador de Dios? Es tan difícil dejar de lado leyendas tiernas y entrañables.

Hay poderes que con astucia luciferina tratan de sabotear esta técnica del futuro y sus objetivos. Se previene contra los resultados de las investigaciones encaminadas a este fin. Este criterio se va infiltrando en forma tan solapada que hay muchos críticos inteligentes de los planes espaciales que ni siquiera sospechan quién escribe con su pluma en sus argumentaciones…

Bueno ¿y qué hacer?

¿Habrá que volar templos, demoler iglesias?

Nunca jamás.

Doquiera los hombres se congregan y alaban al Creador, experimentan un sentimiento de solidaridad reconfortante y bienhechor. Como evocado por la vibración de un diapasón, surge en el ambiente un común presentimiento de algo grandioso. Templos e iglesias son lugares de recogimiento, lugares de alabanza a lo Indefinible, al Ello que hemos aprendido a llamar Dios. Estos lugares son necesarios. El resto sobra.