38
Piratas
Nate estaba con Clay en la pasarela del Clair mientras entraba en el canal Auau.
—Será mejor que te pongas crema protectora, Nate.
Nate se miró los antebrazos. Había perdido casi todo el moreno mientras estaba en Villababa y sentía que el sol lo estaba cociendo incluso a través de la camiseta.
—Sí. —Miró hacia Lahaina, el mismo puerto en el que había entrado mil veces. El barco era tan grande que tendrían que echar el ancla al otro lado del rompeolas, pero a pesar de todo era como volver a casa. El viento era cálido y dulce y el agua, del azul tierno de los ojos de un recién nacido. Una ballena jorobada restalló la cola a unos setecientos metros al norte; la cola relucía al sol como si estuviera recubierta de lentejuelas.
—Aún nos queda un mes de temporada —comentó Clay—. Todavía podemos trabajar un poco.
—Clay, he estado pensando. A lo mejor deberíamos ser un poco más decididos en nuestro trabajo. Defender la conservación de una forma un poco más activa.
—Me parece bien. A mí me gustan las ballenas.
—Lo que estoy diciendo es que ahora disponemos de los recursos necesarios y que, aunque consiguiera demostrar el significado del canto y descifrar el vocabulario de algún modo, no podría demostrar para qué sirve. Ya sabes, sin poner a Villababa en peligro.
—No sería una buena idea. —Nate se lo había explicado todo durante el viaje de regreso.
—En otras palabras, que no hay ningún motivo para que no hagamos buena ciencia y también, ya sabes…
—Demos un poco de caña.
—Bueno, sí.
Clay afectó un exagerado acento griego.
—A veces, jefe, hay que bajarse los pantalones y salir a meterse en líos.
—¿Zorba?
—Sí. —Clay sonrió.
—Un libro estupendo —comentó Nate—. ¿Ese es el Atontado?
Clay sacó unos prismáticos y enfocó a una lancha motora que estaba rodeando el rompeolas de Lahaina, haciendo más espuma de la que debería en el puerto. Kona estaba pilotando el Atontado.
—Mi barca —murmuró Clay, con cierta preocupación.
—Tienes que superarlo, Clay.
La lancha motora adoptó un rumbo paralelo al del Clair cuando este apagó los motores, disponiéndose a echar el ancla. Kona estaba saludando y gritando como un loco.
—¡De puta madre, bwana Nate! ¡De puta madre! ¡El león ha vuelto a casa! Alabado sea Jah. ¡De puta madre!
Nate bajó por las escaleras de la pasarela hasta la cubierta. El resquemor que antaño le había inspirado el surfista había desaparecido. La amenaza que había percibido en el chico se había disipado. La irrelevancia que la juventud y la fuerza de Kona habían puesto de manifiesto en su propio carácter era irrelevante. A lo mejor había llegado el momento de que se convirtiera en un ejemplo en lugar de un competidor. Además, se alegraba sinceramente de verlo.
—Hola, chaval, ¿cómo estás?
—Estoy que lo flipas, para que lo sepas.
—Me alegro. ¿Te apetece hacerte pirata?
Como la marina no tenía una sede permanente en Maui, al capitán L. J. Tarwater le habían asignado un despachito realquilado en el edificio de la Guardia Costera, lo que significaba que, al contrario que en las bases navales, el público entraba y salía cuando le venía en gana. Así que el militar no se extrañó demasiado cuando vio que alguien atravesaba tranquilamente la puerta de la oficina. Lo que lo sorprendió fue que se tratara de Nathan Quinn, al que creía ahogado, y que llevara un tarro de cristal de quince litros lleno de un líquido claro.
—Quinn, pensaba que te habías perdido en el mar.
—Y me había perdido. Pero ya me han encontrado. Tenemos que hablar. —Depositó el tarro encima del escritorio de Tarwater, dejando un cerco húmedo en unos cuantos documentos, se dio la vuelta y cerró la puerta que daba a los demás despachos.
—Mira, Quinn, si esto es una especie de jugarreta, como pintar abrigos de piel con aerosoles, estás perdiendo el tiempo. Os comportáis como si el ejército fuera el Gran Satán. Yo he venido a estudiar a estos animales. Soy de la misma generación que tú, al igual que la mayoría de los soldados de la marina que hacen lo mismo que yo. No queremos hacerles daño.
—Vale —dijo Nate—. Solo tenemos que hablar de dos asuntos. Y después te enseñaré una cosa.
—¿Qué hay en ese tarro? Será mejor que no sea queroseno ni nada de eso.
—Es agua salada. La he cogido en la playa hace diez minutos. No te preocupes por eso. Mira, lo primero es que vas a terminar el estudio y vas a recomendarle encarecidamente a la marina que no instale el campo de tiro de torpedos en el santuario. No puedes permitirlo. Los animales se sumergen hasta profundidades en las que pueden afectarles las explosiones, y les harán daño las explosiones, que ni siquiera detonaréis para defender al país sino para afinar vuestra puntería.
—No hay pruebas de que se sumerjan a más de sesenta metros.
—Las habrá. Estoy recibiendo datos del continente, tendré cifras dentro de un mes.
—A pesar de todo…
—Cállate —lo cortó Nate, que al momento cambió de idea y añadió—: Por favor. —Y continuó—: Lo segundo es que tienes que hacer todo lo que esté en tu mano para que se cancelen las pruebas del sonar activo de baja frecuencia. Sabemos que mata a los cazadores submarinos como las ballenas de nariz de espada y es probable que también haga daño a las jorobadas, y eso no te conviene bajo ninguna circunstancia.
—¿Por qué?
—Sabes en qué trabajo desde hace veinticinco años, ¿no?
—Estudias el canto de las jorobadas. ¿Qué? ¿Intentas descubrir para qué sirve?
—Ya lo he descubierto, Tarwater. Es una oración. Los cantantes están rezando.
—Eso es absurdo. Es imposible que sepas eso.
—Estoy seguro. Completamente seguro. Sé que es una oración y que la base de torpedos y el sonar activo de baja frecuencia harán daño a criaturas temerosas de Dios. —Nate hizo una pausa para que Tarwater asimilara aquella información, pero este lo estaba mirando como si fuera un enojoso ratón que hubiera salido arrastrándose de los campos de caña.
—¿Cómo es posible que sepas eso, Quinn?
—Porque sus oraciones obtienen respuesta. —Nate sacó una grabadora portátil del bolsillo de la camisa y la depositó encima del escritorio, al lado del agua salada, en la que ya había disuelto una parte de la Baba que le había dado Amy. Apretó el botón de «play» y el despacho se llenó del sonido del canto de las ballenas jorobadas.
—Esto es ridículo —protestó Tarwater.
—Observa —dijo Nate, señalando al agua, donde habían empezado a formarse remolinos y en el centro un pequeño vórtice rosa.
—Largo de aquí. No me impresionan tus trucos de magia, Quinn.
—Observa —repitió Nate. El vórtice rosa aumentaba delante de sus ojos mientras sonaba el canto de ballena, hasta que medio tarro quedó lleno de una mancha rosa en movimiento. Entonces Nate apagó la grabadora.
—¿Y qué? —dijo Tarwater.
—Observa con más atención. —Nate abrió el tarro, metió una mano, extrajo una porción de materia rosada y la arrojó sobre el escritorio de Tarwater. Habías unas gambas diminutas, de apenas dos centímetros y medio de largo, coleando en el secante—. Krill —señaló.
Tarwater no dijo nada. Miró el krill, se echó un poco en la mano y lo examinó más de cerca.
—Es krill.
—Ajá.
—Esto es como esos monos marinos, ¿no? Habías metido huevas de gamba ahí dentro.
—No, capitán Tarwater, no había metido nada. Las jorobadas rezan y Dios les responde dándoles alimento. Si repitiéramos este pequeño experimento cien veces, el agua estaría limpia al principio y llena de krill al final. Confía en mí, ya lo he hecho. —Y era cierto. La dosis de Baba que había en el agua obtenía el krill de la otra vida que contenía, la ubicua bacteria SAR-11 que estaba presente hasta en el último litro de agua salada del planeta.
Tarwater cogió el krill.
—Yo creía que no se alimentaban aquí.
—Estás pensando en una escala demasiado pequeña. Durante cuatro meses no se alimentan, pero después no hacen otra cosa que alimentarse. Están pensando con antelación, como tú cuando piensas en el desayuno antes de acostarte por la noche. Lo cierto es que no tiene importancia. Lo que tienes que hacer, capitán, es todo lo que esté en tu mano para que se cancelen la construcción del campo de tiro y las pruebas del sonar activo de baja frecuencia.
Tarwater se mostraba desconcertado.
—No soy más que un simple capitán.
—Pero eres un capitán ambicioso. Puedo dejar un tarro de agua salada en la recepción de la secretaría de la marina dentro de diez horas. ¿De verdad quieres tener que explicarle a esta administración que estás haciendo daño a una criatura que reza a Dios? ¿A esta administración en concreto?
—No, señor, no quiero —contestó Tarwater, decididamente más asustado que hacía un segundo.
—Sabía que eras un hombre inteligente. Confío en que te ocuparás de esto y que nadie más sabrá nunca de este tarro.
—Sí, señor —dijo Tarwater, más por costumbre que por respeto.
Nate cogió la grabadora y el tarro y se fue, sonriendo para sus adentros, pensando en las oraciones de las jorobadas. Por supuesto, no se trata de tu Dios, pensó, pero sí que rezan y su dios las alimenta.
Volvió a Papa Lani para hacer unas llamadas y escribir el artículo que torpedearía las esperanzas de Jon Thomas Fuller de construir un zoológico de delfines en Maui.
El trabajo de los piratas no se acaba nunca.
Tres meses después, el Clair se internaba en las frías aguas de Chile, dirigiéndose hacia la Antártida para interceptar, detener, hostigar y en resumidas cuentas complicarle el negocio a la nave ballenera japonesa Kyo Maru. Clay estaba frente al timón y cuando la nave se encontraba en un punto determinado del GPS ordenó que apagaran los motores. Era un día soleado, extraordinariamente apacible para aquella región del Pacífico. El agua estaba tan oscura que parecía casi negra.
Clair estaba en uno de los camarotes. Había estado descompuesta durante buena parte de la travesía, pero había insistido en acompañarlos a pesar de las náuseas, empleando sus dotes de persuasión afiladas como sables sobre el capitán. («¿Quién tiene el botín del pirata? Pues venga, ayúdame a hacer las maletas.»)
Nate estaba en la cubierta de proa, rodeando con el brazo a Elizabeth Robinson. Una zódiac de casco rígido de cinco metros y medio se balanceaba en lo alto de una grúa, lista para que la arrojasen al agua cuando fuera necesario. Había otra en la popa, donde antes habían estibado el submarino. Kona estaba escrutando las aguas de los alrededores desde la pasarela con unos prismáticos «de grandes ojos» instalados sobre una pesada montura de hierro que estaba soldada a la barandilla.
—Ahí hay una, a novecientos metros.
Clay se encaramó a la pasarela al lado de Kona. Todos se volvieron hacia estribor, donde flotaba una nube residual de aliento de ballena sobre las plácidas aguas.
—¡Otra! —exclamó Clay, señalando una segunda exhalación a babor, más cerca de la nave.
Entonces estallaron en el aire como si las hubiera desencadenado una mecha en cadena: exhalaciones de ballenas de diferentes formas, alturas y ángulos, tremendas explosiones de espuma que detonaban tan cerca de la nave que las cubiertas relucían de la humedad. Los lomos de las grandes ballenas se dieron la vuelta, grises, negros y azules, colinas de carne resbaladiza por todas partes, moviéndose despacio y tendiéndose sobre el agua. Nate y Elizabeth se dirigieron a la barandilla de la proa y observaron a un grupo de ballenas de esperma que se habían repantigado en el agua como troncos a pocos metros del barco. Al lado de estas había una corpulenta ballena franca meciéndose suavemente sobre la corriente; solo las perezosas sacudidas de la cola indicaban que estaba viva. Se puso sobre el costado y los miró con un ojo saltón.
—¿Estás bien? —preguntó Nate a Elizabeth, apretándole el hombro. Era la primera vez que se hacía a la mar en más de cuarenta años. Aferraba una bolsa de papel marrón entre las manos.
—Siguen siendo asombrosas de cerca. Lo había olvidado.
—Espera.
Ahora había unas cien criaturas de diferentes especies alrededor de la nave, la mayoría de las cuales estaban tendidas de costado, abultando un ojo para enfocar en el aire. Sus exhalaciones adoptaron una cadencia sincopada, como cilindros de un motor grande, disparando sucesivamente.
Kona estaba dando saltos al lado de Clay, alabando a Jah y riendo cada vez que las ballenas exhalaban o restallaban la cola.
—¡De puta madre, amigas ballenas! —vociferaba, saludando a las que estaban cerca del barco.
Clay se resistía desesperadamente al impulso de coger una cámara y grabar películas y vídeos digitales. Tenía ganas de mear por los ojos, muchas ganas.
—Nate —dijo, señalando una nube de burbujas que se estaba formando al otro lado del círculo de ballenas flotantes. Las habían visto docenas de veces en Alaska y Canadá: se trataba de una jorobada que estaba describiendo círculos y exhalando chorros de burbujas para acorralar a un banco de peces mientras otras se precipitaban a por ellos por el centro. El círculo de burbujas aumentó en la superficie, como si el agua estuviera hirviendo, y lo franqueó una jorobada que salió completamente del agua y aterrizó sobre el costado en un cráter blanco de agua y espuma.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Elizabeth. Nerviosa, sepultó la cara en la chaqueta de Nate, pero enseguida volvió la vista atrás para no perderse nada.
—Se están luciendo —dijo Clay.
Las ballenas que estaban repantigadas se apartaron, chapoteando perezosamente, abriendo un pasillo hasta el barco. La jorobada se impulsó hasta la proa, con el rostro abultado sobre el agua. Cuando se encontraba a escasos diez metros de ella se irguió en el agua, abrió la boca y apareció Amy al lado de James Poynter Robinson.
—Eh, ¿podéis echarnos una escalera? —gritó Amy.
—Alabada sea la gracia de Jah —exclamó Kona—, la Galletita Nevada ha vuelto a casa.
Nate arrojó una red de carga sobre la borda y descendió hasta medio camino para ayudarla, sosteniéndola mientras el barco se movía con la corriente. Amy trató de darle un beso y estuvo a punto de romperle un diente.
—Échame una mano con Elizabeth —dijo Nate.
Entre los dos bajaron a la Vieja Zorra por la red de carga y se la entregaron a su marido, que estaba en la lengua de la ballena y la abrazó después de no haberla visto desde hacía cuatro décadas.
—Qué joven estás —comentó Elizabeth.
—Eso podemos arreglarlo —repuso Poynter.
—¿Vas a envejecer?
—No. —Se volvió hacia Nate y lo saludó al estilo militar. Nate oyó las risitas de los balleneros dentro de la ballena.
—Te he traído un sándwich de pastrami con pan de centeno —dijo ella.
Poynter aceptó la bolsa de papel que le ofrecía como si fuera el santo grial.
Nate y Amy treparon por la red de carga y se plantaron en la proa mientras la ballena se alejaba.
—Gracias, Nate —dijo la Vieja Zorra, despidiéndose—. Gracias, Clay.
Nate sonrió.
—Nos veremos dentro de poco, Elizabeth.
—Es verdad, ¿sabes? —dijo Amy mientras la nave-ballena se cerraba para sumergirse de nuevo entre las olas.
—Lo sé.
—Tengo que volver cada pocos meses, ¿sabes?
—Lo sé.
—Durante toda mi vida.
—Sí, lo sé.
—Ahora soy la nueva coronela. Me han puesto al mando, ya sabes, porque soy la hija de su dios. Así que tendremos que pasar algunas temporadas allá abajo.
—¿Tengo que llamarte «coronela»?
—¿Qué pasa, tienes un problema con eso?
—No, no me importa.
—¿Eres consciente de que es posible que la Baba decida acabar con la especie humana en cualquier momento?
—Sí. Como siempre.
—¿Y sabes que si me quedo aquí fuera no siempre tendré este aspecto?
—Lo sé.
—Aunque siempre estaré buena y tú… tú siempre serás un empollón sin remedio.
—Un empollón de acción —la corrigió Nate.
—¡Ja! —exclamó Amy.