37

Una muerte de ballena

Nate estuvo otros cinco días solo en el apartamento antes de que fueran a buscarlo. Cuando amaneció el sexto día observó que se estaba formando un grupo de balleneros debajo de la ventana. Desde que le revelara el plan del coronel a Cielle había habido humanos en las calles, pero Villababa todavía no había vuelto completamente a la normalidad (aunque en Villababa la normalidad seguía siendo algo extraordinariamente raro). Se notaba que tanto los humanos como los balleneros estaban nerviosos. Ese día no había humanos en las calles y todos los balleneros estaban emitiendo sonidos estridentes que Nate estaba seguro de haber oído antes, aunque por extraño que fuera no en la ciudad submarina. Oír llamadas a la cacería en aquellas circunstancias le daba escalofríos.

Los observó mientras se congregaban, restregándose los unos contra los otros, como si estuvieran reforzando el vínculo que había entre ellos, deambulando en pequeñas manadas, nerviosos, y de tanto en tanto alzando y emitiendo aquella llamada a la cacería; enseñando los dientes y chasqueando las mandíbulas como si fueran trampas para osos. Sabía que irían a buscarlo.

Estaba vestido, esperándolos, cuando abrieron la puerta. Cuatro de ellos lo apresaron y se lo llevaron en volandas, bajaron por las escaleras hasta la calle y se internaron en los túneles. La turba fue tras ellos y sus gritos se hicieron más frecuentes, ensordecedores y estridentes dentro de aquellos espacios más reducidos.

Aunque sus captores le estaban clavando los dedos en la carne, experimentaba una tranquila resolución, un estado casi de trance: la aceptación de que todo acabaría pronto. Miró a ambos lados, solo para que le gruñeran con unas bocas llenas de dientes; a pesar de la exaltación, de tanto en tanto se oían las características risitas sofocadas de los balleneros. Sí que saben divertirse, pensó Nate.

Enseguida reconoció el camino que habían tomado. Oyó los gritos de centenares de ellos, que retumbaban en las cavernas desde el anfiteatro de madreperla. Tal vez toda la población de balleneros lo estuviera esperando allí.

Cuando entraron en el anfiteatro y los gritos llegaron al paroxismo, Nate estiró el cuello y vio a dos grandes hembras de color de ballena asesina que estaban sujetando al coronel en el centro de la cámara. Los balleneros que llevaban a Nate lo pusieron de pie y dos de ellos lo empujaron contra los bancos para mirar igual que los demás.

Una de las grandes hembras que habían aprehendido al coronel profirió un chillido largo y destemplado y los espectadores se calmaron; no guardaron silencio, pero tampoco se oyeron nuevas llamadas a la cacería. El coronel tenía los ojos como platos y a Nate no le habría extrañado que se hubiera puesto a gruñir y echar espumarajos por la boca. Cuando el ambiente se hubo acallado lo suficiente para que lo oyeran empezó a gritar. La corpulenta hembra que lo aferraba le tapó la boca con la mano. Al ver que el coronel se estaba asfixiando, Nate forcejeó con sus raptores, movido por la empatía. Entonces la hembra tomó la palabra (en aquella lengua de silbidos y chasquidos) y la muchedumbre dejó hasta de reírse. Abrieron desmesuradamente los ojos y volvieron la cabeza hacia un lado para escucharla con más atención.

No entendía mucho de lo que estaba diciendo, pero no le hacía falta conocer el idioma para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba enumerando los delitos del coronel y dictando sentencia. Nate pensó que era irónico que los balleneros que se encargaban de la justicia tuvieran los colores de las ballenas asesinas, los mamíferos marinos más inteligentes, organizados, gloriosos y horribles de todos, las únicas criaturas, aparte del hombre, que habían demostrado tanto crueldad como compasión, pues la primera no era posible sin el potencial para la segunda. A lo mejor los memes estaban triunfando sobre los memes, después de todo.

Cuando terminó, le ofreció a la otra hembra el brazo del prisionero, de modo que este se dobló hacia delante con las manos apresadas detrás de la espalda. Entonces la hembra profirió otro chillido estridente y prolongado y el techo del anfiteatro se oscureció paulatinamente hasta apagarse por completo. Al concluir el grito, las luces volvieron a encenderse. El coronel estaba chillando a pleno pulmón, soltando juramentos sin sentido y declaraciones descabelladas, llamando a los balleneros «abominaciones», «monstruos» y «bichos raros», desgañitándose como un profeta loco con el cerebro frito por las huellas digitales de Dios. Pero cuando las luces volvieron a encenderse por completo miró a Nate a los ojos durante un breve instante y estaba sereno. Se mostraba tan profundo y tan sabio como le había parecido antaño, o quizá simplemente triste, pero antes de que Nate tuviera ocasión de decidirlo, la corpulenta hembra se inclinó hacia delante y le arrancó la cabeza de un mordisco.

Nate sintió que estaba a punto de desmayarse. Su campo de visión fue estrechándose más y más, hasta que se redujo a una cabeza de alfiler, y trató de mantenerse consciente y concentrarse en seguir respirando, pues se había dado cuenta de que había dejado de hacerlo durante unos instantes. Recuperó la visión y prosiguió con la respiración, aunque de forma áspera y asustada a través de los dientes que apretaba, observando.

La ballena asesina escupió la cabeza, que atravesó el anfiteatro hasta un grupo de niños balleneros que la recogieron y la emprendieron a dentelladas con ella. Entonces la hembra empezó a arrancarle grandes bocados de carne con los dientes mientras el cuerpo se convulsionaba entre las garras de su acompañante y le arrojó los jirones a la muchedumbre, que ahora emitía aquellas llamadas a la cacería aún más frenéticamente que antes.

Nate ignoraba cuánto tiempo había durado aquello pero, cuando al fin acabó y el coronel hubo desaparecido, había un amplio círculo rojo en medio del suelo del anfiteatro y se veían dientes ensangrentados en las sonrisas de todos los balleneros. Hasta los dos que le sujetaban los brazos habían tomado parte en aquella comunión, apoderándose de jirones de carne y comiéndoselos con la mano libre. Uno de ellos había emitido un siseo y le había salpicado la cara de sangre. Entonces lo arrastraron hasta el centro del anfiteatro.

Nate sentía que estaba desfalleciendo, que la sangre le martilleaba en los oídos, ahogando los restantes sonidos. Miró en todas direcciones y vio dientes ensangrentados y ojos saltones, pero se sentía extrañamente ajeno a todo. Cuando la corpulenta hembra entonó una nueva perorata, recordó una idea que se le había ocurrido inmediatamente después de que lo engullera la ballena jorobada y que ahora lo recorrió como un déjà vu malicioso: Qué forma tan estúpida de morir.

Entonces hubo otro chillido largo y discordante y Nate cerró los ojos, esperando el golpe mortal, pero este no se produjo. La concurrencia había vuelto a guardar silencio. Nate, que casi lamentaba que se hubiera retrasado el momento, entreabrió un ojo y vio dientes, pero no eran los dientes ensangrentados de las ballenas asesinas.

El agudo chillido se prolongó incesantemente; lo emitía una ballenera azul moteada que había salido del túnel y estaba atravesando el anfiteatro en dirección a Nate. La acompañaba una morena menuda con mechas castañas, aire resuelto, pantalones cortos de excursionista y una camiseta sin mangas. Las balleneras que habían apresado a Nate parecían confusas. La que había ejecutado al coronel estaba esperando instrucciones de la otra cuando Amy sacó una pistola aturdidora del bolsillo y le disparó en el pecho, arrojándola dos metros hacia atrás y derribándola en el rojo suelo entre convulsiones.

—Suéltalo —ordenó Amy a la que estaba agarrando a Nate y, por el motivo que fuera, quizá sencillamente por el tono autoritario, esta le soltó los brazos y Nate se desplomó.

Amy sacó entonces otra pistola aturdidora y la hundió en el pecho de la gran ballena asesina, derribándola entre espasmos al igual que su compañera. Emily 7 había seguido silbando durante todo este rato.

—¿Estás bien? —le preguntó a Nate. Este observó la situación; no sabía si estaba bien, pero asintió de todas formas—. Vale, Em —dijo Amy, y Emily dejó de silbar.

Antes de que la muchedumbre reaccionara o se elevara un clamor en lengua ballenera, Amy exclamó:

—¡Eh, callaos!

E hicieron caso.

—Nate no ha hecho nada —continuó—. Todo ha sido idea del coronel y ninguno de nosotros lo sabía. Trajo a Nate para que lo ayudase a destruir nuestra ciudad y Nate le dijo que no. Eso es lo único que os hace falta saber. Todos me conocéis. Esta también es mi casa. Ya me conocéis. Yo no miento.

En ese preciso momento la primera hembra asesina empezaba a recobrarse y Amy se interpuso de un salto entre ella y Nate.

—Como te levantes vuelvo a tumbarte de culo, puta. Tú misma. —La hembra se quedó petrificada—. Bueno, a la mierda —masculló Amy. Y entonces descargó simultáneamente las dos pistolas en el morro de la hembra antes de volverse hacia la otra, que estaba incorporándose pero que se tendió de inmediato, haciéndose la muerta ante la mirada de Amy—. Bien —dijo esta—. Entonces, ¿ha quedado claro? —vociferó la mujer, dirigiéndose a la muchedumbre.

Hubo un murmullo en lengua ballenera y Amy vociferó de nuevo:

—¡Que si ha quedado claro!

—Sí, claro —contestaron en inglés una docena de vocecillas de elfo aplastado.

—Sí, sí, sí, ya lo sabes —dijo una vocecilla.

—Como el agua —añadió otra.

—Solo era una broma —aseguró una voz de elfo colocado de helio.

—Bien —dijo Amy—. Vámonos, Nate.

Este todavía no se había encontrado los pies. Le habían flaqueado un poco las rodillas cuando creía que iban a arrancarle la cabeza de un mordisco. Emily 7 le asió un brazo para sostenerlo. Amy se detuvo cuando empezaba a llevárselos del anfiteatro.

—Un momento.

Volvió adonde estaba la hembra asesina, que estaba volviendo a levantarse, y le disparó en el pecho con la pistola aturdidora, derribándola bocarriba.

Cuando pasó delante de Nate y Emily 7, dijo:

—Vale, ya podemos irnos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Nate.

—Em dice que te fuiste a la cama con ella.

Nate miró a Emily 7, que esbozó una sonrisa grande y llena de dientes y emitió una risita.

—Sí, a la cama. Pero solo dormimos. Eso fue todo. Díselo tú, Emily.

Emily silbó, aunque en esta ocasión era más bien una melodía, y puso los ojos en blanco.

—De verdad —insistió Nate.

—Ya lo sé —dijo Amy.

—Ah. —Nate oyó chillidos en el pasillo a sus espaldas—. ¿No ha sido un poco arriesgado enfrentarse a mil balleneros con dos pistolas aturdidoras?

—Me encantan estos cacharros —contestó Amy, pulsando los botones para que se formara un centelleante arco azulado en miniatura entre los contactos—. No, no me he enfrentado a mil balleneros. Me he enfrentado a uno; a una hembra alfa. ¿Sabes en qué me convierte eso? —Sonrió y sin romper siquiera el paso le echó los brazos alrededor del cuello y lo besó—. Pues no lo olvides nunca.

—No pienso hacerlo. —En ese momento volvió a asaltarlo la angustia que había sentido durante toda la semana por haberla perdido—. Oye, ¿dónde habías ido? Creía que el coronel te había secuestrado.

—Fui a mandar un mensaje desde la nave de mi madre.

—¿Qué mensaje?

—He llamado a un taxi. Habían puesto sobre aviso a todos los balleneros: los pilotos no te habrían llevado a bordo de sus naves y ahora tampoco querrán hacerlo. Pero yo sí que podía irme, así que fui con mi madre a por provisiones. Y llamé a un taxi.

—¿Qué pasa? ¿Emily 7 no sabe pilotar una nave?

—Ajá —chilló Emily 7.

—Los pilotos son los únicos que pilotan las naves, tonto. En fin —Amy consultó el reloj—, el taxi llegará al puerto dentro de poco. Tengo que ir a casa y coger una cosa que quiero llevarme.

Una hora después se hallaban en el puerto, al borde del agua, y Amy estaba consultando de nuevo el reloj.

—Estoy muy cabreada —comentó, mientras daba pisotones en el suelo nerviosamente.

Parecía que cada treinta segundos los acorralaba alguno de los habitantes humanos de Villababa y Amy tenía que repetirle la historia. Emily 7 era la única de los balleneros, con la excepción de los tripulantes de la nave de la madre de Amy, que se había quedado en la gruta.

—¿Crees que se sublevarán y harán daño a los humanos? —preguntó Nate.

—No, no les pasará nada. Ha sido la primera vez. No todos los días descubres que el mesías está planeando matarte. Dales un par de días para que se recuperaren de la vergüenza y todo volverá a la normalidad.

—Supongo que hacemos bien en marcharnos. No querrás enfrentarte a las dos hembras a las que disparaste.

—Que vengan —exclamó Amy, dándose palmaditas en los bolsillos de los pantalones cortos—. Además, aquí soy alguien especial, Nate. No quiero que suene egocéntrico, pero es verdad que todos me conocen y saben quién soy, qué es lo que soy. Nadie me tocará un pelo.

En ese momento Nate observó un fulgor procedente de las profundidades del agua serena como un espejo.

—Ahí está —anunció Amy.

—¿Quién?

—Clay, que viene a llevarte a casa.

—¿A mí solo? Querrás decir a los dos.

—Em, ¿me concedes un momento? —dijo Amy.

—Vale —contestó Emily 7, alejándose de la orilla en dirección al pueblo.

Cuando Emily dejó de oírlos Amy abrazó a Nate y se echó hacia atrás para mirarlo.

—No puedo acompañarte, Nate. Yo me quedo.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué?

—No puedo irme. Hay algo que no sabes de mí. Algo que debería haberte contado antes, pero pensaba que no… Bueno, ya sabes… Pensaba que no me querrías.

—Por favor, Amy, por favor, no me digas que eres lesbiana. Porque eso ya me ha pasado antes y no creo que pueda volver a soportarlo. Por favor.

—No, nada de eso. Se trata de mis padres… Bueno, mejor dicho, de mi padre.

—¿El navegante?

—Ah, no, no exactamente. La verdad es que este es mi padre, Nate. —Sacó del bolsillo un pequeño tarro de muestras y se lo enseñó. Contenía una sustancia gelatinosa y rosada.

—Eso parece…

—Lo es, Nate. Es la Baba. Mi madre no tuvo relaciones con el navegante ni con nadie durante los tres primeros años que estuvo aquí, pero una mañana se despertó embarazada.

—¿Y estás segura de que fue la Baba? ¿No se habría tomado demasiados mai tais en la terraza de Villababa?

—Ella lo sabe y yo también, Nate. No soy normal.

—A mí me lo pareces. —La atrajo hacia él.

—Pues no lo soy. Para empezar, no solo parezco mucho más joven de lo que soy realmente, sino que además soy mucho más fuerte de lo que parezco, sobre todo cuando nado. ¿Te acuerdas de cuando encontré a la nave-ballena de oído? Oigo la dirección del sonido debajo del agua. Y mi tejido muscular es distinto. Almacena oxígeno como el de una ballena, así que puedo aguantar la respiración debajo del agua durante más de una hora, o todavía más si no hago sobreesfuerzos. Soy única, Nate. No soy completamente, ya sabes… humana.

Nate la escuchó, tratando de sopesar el significado de aquello en un contexto más amplio, pero lo único que se le ocurría era que quería que ella lo acompañara, quería que estuviera con él, no le importaba lo que decía que era.

—Me da lo mismo, Amy. No me importa. Mira, he aceptado todo esto —hizo un ademán, refiriéndose a todo aquello—, que tengas sesenta y cuatro años y que tu madre sea una famosa aviadora muerta. Siempre y cuando no empiecen a gustarte las chicas, no me importa.

—No se trata de eso, Nate. No puedo irme, por lo menos durante mucho tiempo. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Ni siquiera los que no han nacido aquí. La Baba se convierte en parte de ti. Te cuida, pero te quedas adherida a ella, casi literalmente. Es como una adicción. Se introduce en los tejidos mediante el contacto. Así es como me tuvo mi madre. Ya he pasado por muchas cosas este año. Si ahora me marchara, o si estuviera fuera más de unos pocos meses seguidos, me pondría enferma. Probablemente moriría.

En ese momento un sumergible científico amarillo apareció en la superficie del largo entre burbujas, con una docena de faros iluminando la gruta alrededor de una enorme pompa de plexiglás en la parte delantera.

—Pues ya está. Me quedo. No me importa, Amy. Me quedo aquí. Podemos vivir aquí. Puedo pasarme toda la vida estudiando este sitio, la Baba.

—Tampoco puedes hacer eso. También se convertirá en parte de ti. Si te quedas demasiado tiempo, tampoco podrás marcharte. Seguro que después de la primera noche que nos emborrachamos juntos te diste cuenta de que te habías recuperado de la resaca enseguida.

Nate recordó entonces que sus heridas también habían sanado rápidamente; semanas, quizá meses de recuperación en una sola noche. No había otra explicación. Pensó en pasarse toda la vida con solo intervalos breves de luz solar y dijo:

—No me importa. Me quedo.

—No, no lo harás. No pienso permitírtelo. Tienes cosas que hacer. —Le metió el tarro de muestras en el bolsillo y le estampó un fuerte beso. Nate le devolvió el beso durante largo rato.

Se abrió la escotilla en lo alto de la torreta del submarino y apareció Clay, que no había visto a Nate y Amy desde que habían desaparecido.

—Vaya, eso no es muy profesional que digamos —comentó.

Amy rompió el beso y susurró:

—Vete. Llévatelo. —Le dio una palmadita en el bolsillo. A continuación se volvió hacia Clay y consultó de nuevo el reloj—. ¡Llegas tarde!

—Oye, jovencita, te dije que estaría a una hora concreta en las coordenadas que me mandaste, a ciento noventa metros por debajo del nivel del mar, y he cumplido mi palabra. Lo que pasa es que no habías mencionado que aún me quedaba un kilómetro y medio de cavernas submarinas con algunas de las formaciones de rocas más terroríficas que he visto jamás. —Miró a Nate—. Parecía que estaban vivas.

—Es que están vivas —dijo Amy.

—¿Estamos cerca de la superficie? La presión…

—Te lo explicaré durante el trayecto —lo interrumpió Nate—. Será mejor que nos vayamos. —Él se encaramó al submarino mientras Clay descendía para que pasara por la escotilla. Nate entró arrastrándose y miró a Amy antes de cerrarla.

—Me puedo quedar, Amy. No me importa. Me puedo quedar por ti. Te quiero. Lo sabes, ¿no?

Ella asintió y se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Sí —dijo. A continuación se dio la vuelta bruscamente para alejarse—. Cuídate mucho, Nathan Quinn —exclamó por encima del hombro, y Nate se dio cuenta de que le temblaba la voz al pronunciar su nombre.

Se metió en el submarino y cerró la escotilla sobre su cabeza.

Clay había visto a Amy alejándose de la gran burbuja medio sumergida de plexiglás de la parte delantera del submarino.

—¿Adónde va Amy?

—No puede venir con nosotros, Clay.

—Pero ¿está bien?

—Está bien.

—¿Y tú?

—He estado mejor.

Los dos guardaron silencio durante el largo trecho hasta el océano a través de las esclusas de presión; solo se oían los sonidos de los motores eléctricos y el zumbido grave de los instrumentos que los rodeaban. Las luces del submarino apenas iluminaban las paredes de la caverna, pero cada cien metros más o menos llegaban ante un gran disco rosado de tejido vivo semejante a una gigantesca anémona marina que se plegaba para que pasaran y se expandía cubriendo el pasaje después de que lo hubieran atravesado. Nate observó que el indicador de presión aumentaba una atmósfera cada vez que atravesaban una de aquellas compuertas y entonces comprendió que no estaban escapando. La Baba sabía exactamente dónde estaban y qué eran y estaba dejando que se fueran.

—Me explicarás qué es todo esto, ¿no? —dijo Clay, sin apartar la mirada de los controles.

Nate despertó de sus fantasías dando un respingo.

—Clay, no puedo creer… O sea, sí que me lo creo, pero… Gracias por venir a buscarme.

—¿Sabes una cosa? Nunca te lo había dicho, no es que sea muy apropiado ni nada de eso, pero tengo sentimientos muy fuertes sobre la lealtad.

—Bueno, eso lo respeto, Clay, y te lo agradezco.

—Sí, bueno, no ha sido nada.

Ambos estaban un poco avergonzados y fingieron que algo les irritaba la garganta y tenían que toser y concentrarse en la respiración durante un rato, aunque el aire del pequeño submarino estaba filtrado, humidificado y perfectamente limpio.