36
Blanco y negro y rojo por encima
En una ocasión, frente a la costa de California, Nate había seguido a una manada de ballenas asesinas que estaban atacando a una ballena gris con una cría. Primero se acercaron en formación para separarlas y después, mientras un grupo más pequeño se desmarcaba de la manada para distraer a la madre, las demás se turnaron para arrojarse sobre el lomo de la cría y ahogarla, aunque la madre restallaba la enorme cola y se daba la vuelta tratando de protegerla. La cacería duró más de seis horas y cuando acabó, las ballenas asesinas se turnaron para ensañarse con la cría desfallecida, manteniendo una formación perfecta y arrancándole grandes bocados de carne mientras aún estaba viva. Ahora, en el anfiteatro, mientras los balleneros asesinos se acercaban enseñando los dientes, exhalando a través de los respiraderos como máquinas de vapor, el biólogo pensó que seguramente estaba experimentando lo mismo que aquella cría de ballena gris durante la horrible cacería. Aunque claro, Nate llevaba zapatillas deportivas y las ballenas grises casi nunca las llevaban.
La cámara era espaciosa. Tenía espacio para moverse. Solo tenía que rodearlos. Las zapatillas deportivas rechinaron en el suelo cuando Nate se precipitó escaleras abajo, hizo una finta a la derecha y fue corriendo hacia la izquierda. Los balleneros, aunque asombrosamente ágiles en el agua, eran un tanto torpes en tierra firme. Tres de ellos cayeron en la trampa de una forma tan absoluta que necesitaban instrucciones para salir de ella y formaron un ridículo montón delante de los escalones.
Los tres perseguidores restantes trataron de desplegarse, adoptando una nueva formación. La hembra alfa estaba más cerca y trató de interponerse entre la salida y Nate, que ahora estaba describiendo un amplio círculo alrededor del anfiteatro, tan deprisa que estaba seguro de que había dejado atrás al menos a dos de los balleneros asesinos, aunque la hembra alfa le daría alcance antes de que escapara. Probablemente pesaba tres veces más que Nate, de modo que no serviría de nada que tratara de placarla. A lo mejor lo habría intentado si hubiera llevado patines: habría puesto a prueba la potencia del patinaje puro innato de los canadienses contra el mezquino instinto cazador de los cetáceos y habría arrojado a aquella zorra contra las paredes de madreperla. Pero no había patines, ni hielo, de modo que en el último segundo, cuando la hembra se disponía a empujarlo y romperle los huesos contra uno de los bancos que flanqueaban las paredes, Nate hizo una finta; un movimiento mucho más propio de Boitano[19] que de Gretzsky[20], pero que derribó a la gran hembra sobre un banco en un revoltijo blanco, negro y marfileño, como si un piano flácido se hubiera estrellado contra un plinto. Nate acometió los últimos veinte metros que lo separaban de la puerta y apretó el paso, pensando: Sí, tres mil años caminando sobre dos patas no han sido en vano. Novata. Perdedora.
A los tres pasos de euforia, Nate oyó una tremenda exhalación de aire a la derecha, seguida de una explosión húmeda. De repente vio las zapatillas dando vueltas delante de sus narices. Experimentó la libertad de la ingravidez, la alegría del vuelo, y después todo aquello se esfumó cuando se estrelló contra el suelo, quedándose sin aliento. Resbaló hasta detenerse en el enorme escupitajo de ballena que uno de los perseguidores machos había arrojado a sus pies. Si hubiera tenido aliento a lo mejor habría pedido falta, pero en cambio se puso en pie trabajosamente mientras los dos machos se le acercaban con unas sonrisas con dientes como puñales. Ay, Dios mío, ¡van a comerme!, pensó. Pero entonces se dio cuenta de que ambos habían desenfundado aquellos penes largos y rosados y avanzaban con una especie de sacudida de la pelvis. Ay, Dios mío, ¡van a darme por el culo!, pensó entonces. Pero uno de ellos le aferró los brazos, doblándolo hacia delante, y Nate sintió que aquellos grandes dientes le arañaban el cráneo cuando el ballenero le introdujo la cabeza en la boca. No, está claro que van a comerme, pensó. Y en ese momento suspendido, justo antes del último mordisco, a la cámara lenta de un último momento interminable, mientras gritaba, tuvo un momento de lucidez y pensó: Probablemente esto no saldrá tan bien como la última vez que me comieron. Probablemente no habrá una chica al final.
Y entonces la hembra emitió un silbido estridente y las mandíbulas dejaron de cerrarse justo cuando los dientes empezaban a desgarrarle las mejillas. El macho se retiró y a modo de disculpa le enjugó la saliva y la sangre de la cara y lo puso derecho, sacudiéndolo un poco, como para demostrar que estaba como nuevo. El otro macho seguía sujetándolo, pero el primero se volvió hacia la hembra alfa con una sonrisa sumisa y emitió un sonido chillón que Nate, aunque no entendía mucho la lengua de los balleneros, supuso que significaba «ups».
Media hora después lo arrojaron al apartamento. La hembra alfa arrancó el picaporte de acero inoxidable con una sonrisa. La pared sangró durante un rato después de que se fuera, pero se coaguló enseguida y empezó a sanar.
Nate entró en el baño dando tumbos y se miró en el espejo. Tenía cortes en la frente y las mejillas. En otro tiempo y otro lugar, pensó, habría ido a urgencias para que le pusieran puntos. La sangre le había apelmazado el pelo y sentía al menos cuatro muescas profundas en el cráneo donde el ballenero le había clavado los dientes. Además, tenía un enorme chichón en la parte de atrás de la cabeza, donde se había golpeado al caerse, y estaba claro que también se había hecho daño en el codo, pues cuando doblaba el brazo derecho sentía un dolor agudo y lacerante que le llegaba hasta la yema de los dedos.
Se quitó la ropa manchada de sangre y se metió en la ducha, donde, sin prestar atención a los extraños grifos que solían atemorizarlo, se reclinó contra las paredes y dejó que corriera el agua hasta que la costra ensangrentada desapareció del cabello y se le arrugaron los dedos. Luego se secó y se desplomó encima de la cama, deseando por última vez antes de quedarse dormido que Amy estuviera allí, a salvo, a su lado.
Durmió profundamente y soñó con una época en la que todos los océanos estaban llenos de un organismo vivo que rodeaba una enorme masa de tierra como un capullo. Y en ese sueño sentía la textura de todas las costas como si estas estuvieran apretadas contra su piel.
Nate se despertó de madrugada, antes de que se hubieran encendido las luces de la caverna. Fue al salón y se sentó en la oscuridad, junto a la amplia ventana ovalada que daba a la calle y el puerto de Villababa. En las tinieblas se movían formas. De tanto en tanto atisbaba el reflejo de una luz tenue en la piel de un ballenero, pero sobre todo sabía que estaban allá fuera por los chasquidos de sonar que reverberaban en la gruta y los silbidos graves y sonoros de sus conversaciones.
Después de una hora sentado a oscuras, fue a tientas hacia la puerta y trató de abrirla. No había más que una tersa cicatriz donde antes había estado el picaporte. El sello que rodeaba la puerta era tan estrecho que se habría dicho que formaba parte de las paredes que la enmarcaban. Cuando intentó meter los dedos en la jamba de la puerta se percató de que el codo no le dolía tanto como cuando se había acostado. Alargó la mano para tocarse los cortes de la frente y sintió que la costra se desprendía de forma indolora y sencilla, como si fuera piel seca. Fue al cuarto de baño de inmediato y se miró en el espejo bajo la brillante bioluminiscencia amarilla. Los cortes habían sanado. Habían sanado por completo. Se limpió la sangre seca que había manado después de ducharse y encontró tejido nuevo y sano. Lo mismo podía decirse de las muescas de la cabeza y el enorme chichón de la base del cráneo. Ni siquiera le dolían.
Volvió al salón, se hundió en la silla al lado de la ventana y observó las luces que se estaban encendiendo en la caverna. Había mucho movimiento en las calles y el puerto, y al observarlo Nate empezó a sentirse mareado, a pesar de la milagrosa curación. Los únicos que se movían eran los balleneros. No había ni un solo humano en ninguna parte.
Durante dos días no vio a ningún otro ser humano en Villababa. Y cuando al fin hizo acopio del coraje necesario para utilizar el artilugio con alas de escarabajo que silbaba, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo funcionaba. Al mediodía del tercer día decidió que debía salir del apartamento. No solo no estaba buscando a Amy ni haciendo nada mientras seguía encerrado dentro, sino que se estaba quedando sin comida rápidamente.
Llegó a la conclusión de que el mejor momento para fugarse era a pleno día, cuando aparentemente disminuía el número de balleneros en las calles, porque a esa hora muchos de ellos iban a nadar en el agua. Se puso unos pantalones largos y manga larga para protegerse y acometió el primer asalto a la ventana. Arrancó una de las sillas de hueso del suelo de la cocina, tironeando al principio, como si estuviera arrancando un diente de leche. Luego la arrojó con todas sus fuerzas contra el centro de la ventana, preparándose para el salto de tres metros hasta la calle cuando la hubiera atravesado. Pero no funcionó. La silla rebotó hacia el interior de la habitación.
A continuación buscó un objeto afilado para agujerearla, pero solo le vinieron a la mente las esquirlas del espejo del cuarto de baño, y aunque este se resquebrajó al golpearlo con el puño envuelto en una toalla, las esquirlas siguieron adheridas a la pared, de modo que lo único que había hecho era fabricar un reluciente mosaico. Por último, frustrado después de tres horas de ataques ineficaces contra la amplia ventana, decidió golpearla con lo más pesado que había en el apartamento: su cuerpo. Retrocedió hasta el dormitorio, cogió carrerilla y saltó desde el centro del salón, haciéndose un ovillo, preparándose para el impacto. La ventana se abultó hacia fuera un metro, tanto que a los balleneros les dio la impresión de que dentro había alguien intentando hinchar una burbuja gigantesca, y después lo arrojó hacia atrás, contra el muro del otro lado del salón. Alguien había instalado un diván al pie, en previsión de una emergencia semejante, y Nate se posó en él sobre el costado recién aplastado.
—Qué tontería —se lamentó en voz alta.
—Qué tontería —repitió Cielle Núñez, que entró en el salón y tomó asiento delante de Nate, que estaba hecho un guiñapo en el diván—. ¿Te importa explicarme qué demonios es lo que has hecho?
—¿Cómo has entrado? Si no hay picaporte.
—Por fuera sí. Venga, Nate, ¿qué es lo que has hecho? Todos los humanos de Villababa están encerrados desde hace tres días. Si yo no fuera la capitana de una nave-ballena tampoco me habrían dejado venir a verte.
—No he hecho nada, Cielle, de verdad. ¿Dónde está Amy?
—No lo sabe nadie. Créeme, fue la primera a la que buscaron.
—¿Quiénes?
—¿Tú qué crees? Los balleneros. Se han apoderado de todo. Los humanos no pueden ni acercarse a las naves desde que algunos te oyeron chillando que ibas a traer a la marina.
—Es cierto. Pero tiene a Amy, Cielle. Solo estaba tratando de recuperarla.
—¿Quién? ¿El coronel? ¿Por qué iba a llevarse a Amy? Si es una de las pocas que lo han visto. Es una de sus favoritas.
—Sí, bueno, pues ahora ya no tiene ninguna favorita. —En ese momento Nate tomó una decisión. No podía fugarse solo y la única persona a la que podía considerar una aliada estaba sentada delante de él—. Cielle, si el coronel ha ordenado que vuelvan las naves y no permite que nadie salga del puerto es porque quiere que estéis todos aquí cuando este sitio se derrumbe. Tiene un plan para que la marina estadounidense, o la de otro país, ataque Villababa con un torpedo nuclear. Cree que la Baba destruirá a la raza humana si él no la destruye antes. Quería que yo acudiese a la marina. Creía que con mi credibilidad científica lograría convencerlos de la amenaza, pero yo le dije que no. Entonces se llevó a Amy.
—Así que cuando pegaste todos esos gritos en el anfiteatro no estabas hablando de echarnos encima a la marina, sino que estabas intentando recuperar a Amy.
—Eso es. Está pirado, Cielle. Yo no tengo ningún interés destruir este lugar. El coronel cree que se está librando una gran guerra entre los memes y los genes y que los humanos y la Baba están en bandos opuestos.
La capitana de la nave-ballena se levantó y asintió como si estuviera confirmando algo para sus adentros.
—Pues vale. Eso es lo que necesitaba saber. Para eso me habían pedido que viniera. Intentaré convencerlos de que te traigan algo de comida.
—¿Qué? Ayúdame a salir de aquí. —De repente aquella conversación le daba malas vibraciones.
—Lo siento, Nate. Tienen a Cal. Los balleneros. Ya sabes lo que es eso. Me habían pedido que descubriera si estabas conspirando contra el coronel. Así que gracias por decírmelo. Creo que ahora lo soltarán.
Se dirigió a la puerta y Nate fue tras ella.
—Sácame de aquí, Cielle, por lo menos…
—Nate, no hay ninguna escapatoria. La única forma de salir de aquí son las naves-ballena y los únicos que saben pilotarlas son los balleneros. Cuando llegamos les advirtieron que no te dejaran subir a bordo. Ahora mismo no podría marcharme aunque quisiera. —Aporreó la puerta—. ¡Abrid!
La puerta se abrió con un chasquido. Al otro lado estaban esperando unos balleneros completamente negros que sujetaron a Nate por los hombros y lo arrojaron de nuevo al apartamento cuando trató de darles esquinazo.
—Mi propia tripulación, Nate —dijo Cielle—. Mira lo que has hecho.
—Va a matarnos a todos, Cielle. ¿Es que no te das cuenta? Está loco.
—No te creo, Nate. Creo que el loco eres tú.
La puerta se cerró con un portazo.
De nuevo en Papa Lani, Clay estaba realizando la última comprobación del equipo que pensaba llevarse consigo cuando fuera al encuentro de su nuevo barco. Había herramientas de buceo y fotografía desplegadas sobre el suelo de la oficina. Kona estaba repasando la lista con una carpeta y un rotulador de fieltro.
—¿Así que crees que la Galletita Nevada estará allí?
—Yo voy a ir. Ojalá pudiéramos contestarle y decirle que estoy de camino.
—O sea, ¿meter las secuencias digitales en el sonido de las ballenas y mandárselas?
—Sí, ya lo sé, no podemos hacer eso. ¿Has encontrado un recipiente de vidrio para los filtros de CO² de los reinspiradores?
—Yo puedo hacerlo. —Kona cogió el recipiente que Clay estaba buscando y lo tachó de la lista.
—¿Ah, sí?
—He pasado mucho tiempo mirándolo. Me parece que no es tan difícil introducir el mensaje en el canto. Pero ¿cómo piensas mandarlo? Debajo del agua necesitas unos altavoces enormes, tío. No tenemos nada parecido.
Clay interrumpió el inventario y bajó la carpeta de Kona para mirarlo a los ojos.
—¿Puedes introducir un mensaje en la onda para que salga tal como lo hemos descifrado nosotros?
Kona asintió.
—Enséñamelo —dijo Clay.
Fueron al ordenador. Kona cogió la silla, desplegó una onda de baja frecuencia que semejaba un peine dentado y apretó un botón que amplió una sección pequeña, suavizando los picos.
—Mira, esta parte de aquí. Sabemos que es la letra be, ¿no? Pues si la cortamos y la pegamos con otras letras tenemos un canto de ballena de mentira. He sacado todas las letras menos la cu y la zeta.
—No me lo expliques, hazlo. Toma. —Clay garabateó un breve mensaje en el margen de la lista de Kona—. Y luego reprodúcelo.
—Yo puedo reproducirlo, pero tú no podrás oírlo. Es subsónico, colega. Como te he dicho, necesitarás unos altavoces cojonudos para mandarlo. ¿Sabes de dónde podemos robarlos?
—A lo mejor no nos hace falta robarlos.
Mientras Kona componía el mensaje, Clay cogió el teléfono del escritorio y llamó a Cliff Hyland. El biólogo contestó al segundo tono.
—Cliff, soy Clay Demodocus. Necesito que me hagas un favor. ¿Ese sonar tan grande que tenéis retransmite frecuencias subsónicas? Pues necesito que lo cojas y nos lleves en vuestro barco esta noche.
Kona miró a Clay. Este sonrió y enarcó las cejas.
—No, tiene que ser esta noche. Mañana por la mañana me voy en avión a Chuuk. Si tengo que transmitir una señal, ¿dónde puedo enchufarla? ¿En una cinta, una grabadora o qué? ¿Cualquier cosa que tenga un preamplificador? —Clay tapó el auricular con la mano—. ¿Puedes meterla en un disco de audio?
—Sin problema —dijo Kona.
—Sin problema —repitió Clay al teléfono—. Nos vemos en el puerto a las diez, ¿vale?
Clay esperó. Estaba escuchando, caminando en un pequeño círculo detrás del surfista.
—Sí, bueno, estábamos hablando de eso, Cliff, y nos imaginábamos que si te negabas tendríamos que robarte el barco y el equipo. Seguramente averiguaría cómo funciona, ¿no?
Hubo otra pausa y Clay se apartó el auricular de la oreja. Kona oyó una voz furiosa que brotaba del receptor.
—Porque somos amigos, Cliff, por eso te advierto con antelación que vamos a robarte el barco. ¿Creías que iba a robártelo como si fuera un desconocido, hombre? Pues vale, nos vemos a las diez en punto. —Colgó el teléfono—. Vale chico, no te equivoques. Tenemos que tenerlo listo y llevarlo al puerto a las diez.
—Pero ¿qué harás si lo reciben los malos?
—Aunque lo hagan, solo Amy sabrá lo que significa —dijo Clay.
—De puta madre, tron. —Kona estaba concentrado componiendo el mensaje, sacando la lengua por la comisura de la boca como si fuera una antena.
Clay se inclinó sobre su hombro, observando cómo se formaba la onda en la pantalla.
—¿Cómo lo has descubierto, chico? No parece propio de ti.
—¿Cómo voy a currarme este rollo científico si me chillas como un mono borracho?
—Lo siento —dijo Clay, tomando nota mentalmente de aumentarle el sueldo si algo de todo aquello funcionaba de verdad.