35

Sí, pero tú no sabes cómo se baila

El coronel estaba de pie en el centro del anfiteatro de madreperla cuando los balleneros llegaron con Nate.

—Podéis iros —les dijo—. Quinn sabrá encontrar el camino de regreso.

—Has salido de tu madriguera —observó Nate.

El coronel parecía más anciano y demacrado que antes.

—No quiero estar en contacto con la Baba cuando te diga esto.

—Creía que la Baba no obtenía información de esa forma —repuso Nate.

El coronel no le hizo caso.

—Confiaba en que habrías tenido una tormenta de ideas para solucionar mi problema, Nate, pero no lo has hecho, ¿verdad?

—Estoy trabajando en ello. Es más complejo…

—Te has distraído. Me has decepcionado, pero lo comprendo. Es una buena pieza, ¿eh? Y lo digo en el buen sentido. No olvides que te la mandé yo.

Nate se preguntó cuánto sabría sobre ellos y cómo lo habría descubierto. ¿Informes de los balleneros? ¿De la propia Baba, mediante ósmosis o un sistema nervioso más extenso?

—No es eso. He estado pensando mucho en tu problema y no sé si estoy de acuerdo contigo. ¿Qué te hace pensar que la Baba va a destruir a la humanidad?

—Es cuestión de tiempo. Eso es todo. Necesito que lleves un mensaje, Nate. Vas a ser el salvador de la raza humana. Eso te consolará un poco.

—Coronel, ¿podrías ser un poco más directo y menos misterioso y explicarme de una puñetera vez de qué demonios estás hablando?

—Quiero que avises a la marina norteamericana. Tienen que estar al corriente de la amenaza de la Baba. Bastará con un torpedo nuclear bien dirigido. A esta profundidad no deberían tener problemas para justificarse frente a los demás países. No habrá lluvia radiactiva. Solo hace falta alguien convincente para persuadirlos. Tú.

—¿Y la gente de aquí abajo? Creía que querías salvarlos.

—Me temo que serán un sacrificio necesario, Nate. ¿Qué son unas cinco mil personas, la mayoría de las cuales han vivido más de lo que habrían vivido en la superficie, comparadas con toda la raza humana, seis mil millones?

—¡Cabrón chiflado! No pienso convencer a la marina de que vuele por los aires a cinco mil personas y a todos los balleneros. Y eres más iluso de lo que pensaba si creías que mi palabra sería suficiente para ellos.

—Ah, no esperaba eso. Lo que espero es que manden a un equipo de investigación para asegurarse de lo que les cuentas. Cuando lleguen me encargaré de que reciban el mensaje de que la Baba es una amenaza. En todo caso tú sobrevivirás.

—A mí no me parece que la Baba nos considere peligrosos. Además, suponiendo que tengas razón, ¿y si decide esperar? Teniendo en cuenta la escala de tiempo de la Baba, podría echarse una siesta hasta que nos hayamos extinguido. No pienso hacerlo.

—Lamento que pienses eso, Nate. Supongo que tendré que dar con otra solución.

De pronto Nathan se dio cuenta de que había metido la pata; había desperdiciado la ocasión de fugarse. Cuando hubiera salido de Villababa nadie lo habría obligado a cumplir las órdenes del coronel. O tal vez sí. En ese momento se moría de ganas de ver a Amy.

—Mira, coronel, a lo mejor puedo ayudarte. ¿No sería posible que evacuaras Villababa y llevaras a todos sus habitantes a una isla? Que los balleneros encontraran otro lugar para instalarse. Si el mundo descubre a la Baba saltará la liebre de todas formas. Lo que digo es…

—Lo siento, Nate, no te creo. Yo me encargaré de todo. La evacuación no supondría ninguna diferencia para los habitantes de la Baba. Y los balleneros no deberían existir. Son una abominación.

—¿Una abominación? Eso no es propio del científico que yo conocía.

—Oh, reconozco que son criaturas fabulosas, pero jamás habrían evolucionado de forma natural. Son un producto de esta guerra y ya han cumplido su propósito. Como tú y como yo. Lamento que no estemos de acuerdo en esto. Ahora vete.

Así de sencillo. Aquel cabrón chiflado iba a pasar al plan B y Nate no tenía ni idea de cómo detenerlo. A lo mejor para eso lo habían llevado hasta allí. A lo mejor el coronel estaba intentando suicidarse porque necesitaba ayuda, no porque realmente quisiera acabar con su vida. Y Nate no se había dado cuenta.

Se alejó del coronel, devanándose desesperadamente los sesos para darle la vuelta a la situación, pero no se le ocurría nada. Cuando llegó al pasillo, el coronel volvió a llamarlo desde los escalones situados junto al gigantesco iris.

—Nate. Te lo había prometido y mereces saberlo.

Este se dio la vuelta y retrocedió unos cuantos pasos en la cámara.

El coronel esbozó una sonrisa triste y resuelta.

—Es una oración, Nate. El canto de las jorobadas es una oración a la fuente, a su dios. Cuando cantan le dan las gracias a la Baba y la cubren de alabanzas.

Nate reflexionó sobre ello. El trabajo de toda una vida considerando aquella pregunta, ¿y esa era la respuesta? De ninguna manera.

—Entonces, ¿porque solo hay cantantes macho?

—Pues porque son machos. Al fin y al cabo también están pidiendo sexo, ¿no? Las hembras escogen a sus compañeros, por eso no les hace falta pedirlo.

—Eso no hay forma de demostrarlo —replicó Nate.

—Aquí abajo tampoco hay nadie a quien puedas demostrárselo, Nate, pero es cierto. El canto de las ballenas fue la primera cultura, la primera manifestación artística del planeta y, como la mayoría de las obras de arte humanas, celebra algo que es más grande que el propio artista. Y a la Baba le gusta, Nate, le gusta.

—No me lo creo. No existe ninguna presión evolutiva para que sea una oración.

—Es un meme, Nate, no un gen. El canto es una conducta aprendida, que no se transmite en el momento del nacimiento. Tiene sus propios objetivos: la replicación y la imitación. Y además está incentivada. ¿Alguna vez has visto a una ballena jorobada muerta de hambre, Nate?

Nate deliberó. Había visto ejemplares enfermos y heridos, pero jamás había visto a una jorobada muerta de hambre. Ni había oído hablar de ninguna.

El coronel debía de haber observado algo en la reacción de Nate.

—Ese es el incentivo. La Baba cuida de ellas. Le gusta el canto. No me extrañaría que hubiese acelerado la evolución de las ballenas; el tamaño, por ejemplo. No deberíamos haber empezado a matarlas. No estaríamos en esta tesitura si no hubiésemos empezado a matarlas.

—Pero si ya hemos parado —fue lo único que se le ocurrió decir a Nate.

—Demasiado tarde —dijo el coronel con un suspiro—. Nuestro error fue llamar la atención de la Baba. Ahora esto tiene que acabar. Los genes han sido el impulso de la vida durante tres mil quinientos millones de años. Supongo que ahora les tocará el turno a los memes. Ni tú ni yo lo sabremos nunca. Adiós, Nate.

El iris se abrió y el coronel se adentró en la Baba.

Nate volvió corriendo al apartamento; aunque no sabía cómo había logrado orientarse en el laberinto de túneles, encontró el camino sin tener que volver sobre sus pasos. Pero Amy no estaba en casa.

Con las sienes palpitantes, se dirigió al artilugio con alas de escarabajo que silbaba para llamarla, pero entonces decidió visitarla en persona. Fue a su casa, a la casa de su madre y a todos los lugares en los que habían estado juntos. Amy no era la única que había desaparecido, sino que nadie había visto a su madre. Nate se sumió en un sueño intranquilo, atormentado por la idea de que Amy hubiera sufrido las consecuencias de su obstinación. A la mañana siguiente fue a buscarla otra vez, interrogando a todos los que se encontraba, incluso a los balleneros de la panadería, pero nadie la había visto. Al segundo día volvió a recorrer los túneles que llevaban al anfiteatro de madreperla y aporreó el gigantesco iris negro hasta lastimarse los puños. No hubo más respuesta que el eco de los golpes sordos en la enorme cámara desierta.

—¡Haré lo que quieras, Ryder! —chilló—. ¡No le hagas daño, hijo de puta chiflado! Haré lo que quieras. Traeré a la marina para que esterilice este sitio si eso es lo que deseas… Pero devuélvemela.

Cuando al fin desistió se dio la vuelta y descendió por el iris hacia el anfiteatro. Había seis balleneros con colores de ballena asesina en el pasillo del fondo, observándolo. Por una vez, no estaban sonriendo ni riéndose entre dientes, sino que se limitaban a observarlo. La hembra más corpulenta emitió un silbido urgente y atravesaron el anfiteatro, avanzando hacia él en formación de media luna.

A falta de hacerse surfista profesional o piloto de pruebas de pipa de agua en la fuerza aérea rastafari, Kona creía que había dado con el trabajo perfecto. Estaba sentado en una silla confortable, observando los espectrogramas acústicos que se desplegaban en un monitor de ordenador mientras en otro un programa tomaba la secuencia digital de la señal subsónica y la reproducía en forma de texto. Lo único que tenía que hacer era esperar a que apareciese algo coherente en la pantalla. Lo raro era que realmente estaba aprendiendo mucho sobre los espectrógrafos, las ondas y toda clase de conductas de las ballenas y que hacía frente a la jornada sintiendo que estaba haciendo algo productivo.

Se pasó la mano por la cabeza y lo recorrió un escalofrío mientras leía el disparatado texto que aparecía en la ventana. La abuelita Clair le había comprado cuatro botellas de licor de malta Old English 800 y había esperado a que se las bebiera antes de convencerlo de que le dejara cortarle las rastas de modo que estuvieran a la misma altura a ambos lados (porque el auténtico estado de la naturaleza era el equilibrio, había afirmado). La abuelita Clair era astuta. El problema era que en el calabozo le habían arrancado de cuajo casi todas las rastas de uno de los lados, de manera que, cuando Clair acabó de igualárselas, Kona estaba casi rapado. Por respeto a sus creencias religiosas (para que le quedara una reserva de su gran fuerza, Jah, tía), le había dejado una rasta en la nuca, de tal manera que parecía que un gusano gordo le estaba saliendo del cráneo después de darse un banquete de neuronas con salsa de marihuana.

Y hablando de la hierba sagrada, Kona estaba a punto de encenderse un aperitivo en forma de pipa humeante y burbujeante de una hierba cogolluda cuando el texto de la pantalla dejó de ser absurdo y empezó a ser importante. Bebió un sorbo apresurado de agua de pipa para templarse los nervios, depositó el recipiente sagrado en el suelo, a sus pies, y pulsó la tecla que enviaba el texto a la impresora.

Se levantó y esperó, dando saltitos sobre las puntas de los pies, hasta que la impresora hubo escupido tres hojas de texto, y entonces se apoderó de las páginas y salió corriendo por la puerta hacia la cabaña de Clay.

—Debo de estar loco —musitó Clay.

Había abierto la maleta encima de la cama y ahora estaba sacando ropa de los cajones y metiéndola en ella al tiempo que Clair la sacaba, la ordenaba mediante un preciso sistema que él no entendería nunca y volvía a meterla en la maleta de tal manera que Clay no encontrase nada hasta que volviera a casa y ella le ayudara a deshacerla. Lo habían hecho muchas veces.

—Debo de estar loco —repitió—. No puedo ir recorriendo los océanos sin rumbo, buscando a un amigo perdido. Seré como el pajarito de ese libro, el que le pregunta a todo el mundo: «¿Eres mi madre?».

¿El ser y la nada, de Sartre? —aventuró Clair.

—Eso. Ese mismo. Es ridículo hasta que salgamos del puerto si no tenemos ni una sola pista y vayamos de un lado a otro, consumiendo ciento noventa litros de combustible a la hora. Puede que la Vieja Zorra tenga dinero a espuertas, pero no tanto.

—A lo mejor aparece algo en los cantos de ballena.

—Eso espero. Libby y Margaret están recibiendo mucha información sónica de Newport, pero sigue siendo como encontrar una aguja en un pajar. Clair, ella vio a unos tíos subiéndose a una ballena…

—Bueno, cariño, ¿qué es lo peor que podría pasarte? ¿Que te haces a la mar, haces todo lo posible por encontrar a tu amigo y no lo consigues? ¿Cuánta gente ha hecho todo lo posible por algo? Siempre puedes vender el barco después. ¿Dónde se encuentra ahora?

En ese momento la puerta de pantalla restalló sobre las bisagras y se estrelló contra la pared exterior con la detonación de un disparo de rifle. Kona entró en tromba, agitando unas hojas de papel como si fueran banderas blancas y estuviera rindiéndose ante toda la población de Maui.

—¡Bwana Clay! —Arrojó las páginas sobre la maleta—. ¡Es la Galletita Nevada!

Clay cogió las páginas, las miró rápidamente y le dio una a Clair. El mensaje se repetía una y otra vez:

«41.93625S. 76.17328O. -189. CLAY, NO ESTÁS LOCO. AMY.»

Clay se volvió hacia Kona.

—¿Esto estaba en un canto de ballena?

—Sí, tío. Me parece que era de una ballena azul. Acaba de llegar.

—Vuelve a ver si hay más. Y busca el mapa grande. Estará en el almacén.

—Sí, capitán —contestó Kona, que había adoptado un aire mucho más marinero desde que Clay había comprado el barco, ofreciéndose a sumarse a la búsqueda de Nate, y regresó corriendo a la oficina.

—¿Crees que es de Amy? —dijo Clair.

—Creo que es de ella o de alguien que sabe todo lo que hacemos, lo que significa que ha hablado con Amy.

—¿Qué son esos números?

—La longitud y la latitud. Tendré que consultar el mapa, pero está en algún punto del sur del Pacífico.

—Ya sé lo que es la longitud y la latitud, Clay, pero ¿qué es el menos ciento ochenta y algo?

—Es la forma en la que los pilotos expresan la altitud.

—Pero si es negativo.

—Ya. —Clay asió el teléfono de la mesilla de noche y llamó a la Vieja Zorra mientras Clair lo miraba con expresión perpleja—. Cambiamos de equipo —susurró, cubriendo el auricular con la mano—. Hola, Elizabeth. Sí, la cosa va como la seda. Sí, hemos adelantado mucho. Sí. Mira, odio tener que pedírtelo, ya sé que has hecho muchos sacrificios, pero me parece que necesito otra cosilla antes de salir en busca de Nate y James.

Clair meneó la cabeza ante el descaro con el que Clay jugaba la baza del marido perdido al que habían metido por el culo de una ballena.

—Sí, bueno, es posible que sea un poco caro —continuó Clay—. Pero necesito un submarino. No, con uno pequeño es suficiente. Si quieres que sea amarillo, Elizabeth, lo pintaremos de amarillo.

Después de quince minutos camelando y consolando a la Vieja Zorra y llamando por teléfono a Libby Quinn y al agente de barcos de Singapur (que le ofreció un considerable descuento si compraba más de tres naves en el mismo mes), Clay se plantó sobre un mapa del mundo del tamaño aproximado de una mesa de tenis de mesa que Kona había desplegado en el suelo de la oficina, sujetando las esquinas con tazas de café.

—Está aquí, frente a la costa de Chile —anunció Clair. Como era maestra de cuarto, enseñaba geografía básica del mundo, de modo que leía mapas como si tal cosa.

Kona puso un tapón de botella en el punto que señalaba Clair.

—Las cartas náuticas y el GPS del barco tendrán que ser más precisos, pero sí, básicamente, está ahí. —Miró a Kona—. ¿Nada más después de ese mensaje?

—Lo mismo durante cinco minutos y después las tonterías de ballenas de siempre. ¿Crees que la Galletita Nevada está con Nate?

—Creo que ella me conoce lo suficiente para saber que estaba pensando que estaba loco por buscarlos. Y además, aunque creyera la historia del marido de la Vieja Zorra, eso no explica que Amy estuviera una hora debajo del agua con quince minutos de aire, de modo que algo pasa con ella que podría estar relacionado con este misterio. Está claro que ella sabe que lo sabemos, pero lo más importante es que no tenemos ningún otro sitio donde buscar.

Kona miró a Clair como si ella pudiera contestarle. Clair asintió y el chico siguió bebiendo cerveza.

Clay se puso a cuatro patas encima del mapa.

—El agente de barcos dice que hay un submarino de tres plazas en Chuuk, Micronesia, que está a punto de acabar una filmación sobre barcos hundidos.

Kona puso un tapón de botella en el atolón de Chuuk, en Micronesia.

—Los dueños están dispuestos a alquilármelo durante dos meses, pero después lo ha reservado un equipo científico para hacer un estudio submarino en el océano Índico. El Clair está aquí, al norte de Samoa. —Clay señaló en el mapa.

Kona puso el tapón de una tercera botella de cerveza al norte de Samoa y trató de beberse la primera mientras mantenía en equilibrio las dos que había abierto previamente para hacerse con los tapones.

—Así que seguramente el Clair llegará a Chuuk dentro de tres días. Yo iré en avión a recibirlos, cogeré el submarino y después seguramente llegaremos a estas coordenadas en cuatro o cinco días si navegamos a toda máquina —dijo Clay—. Ahora estamos aquí…

—No podemos, no podemos estar ahí —lo interrumpió Kona.

—¿Por qué no?

—Nos hemos quedado sin cervezas.

—Así que llegas hasta allí. ¿Y después qué? —preguntó Clair.

—Después me meto en el submarino y veo lo que haya que ver a ciento noventa metros de profundidad.

—¿Así que estás seguro de que son metros y no pies?

—No. No estoy seguro.

—Bueno, solo quiero que sepas que no me gusta que hagas estas cosas, Clay.

—Pero es que siempre he hecho estas cosas. Me gano la vida haciendo estas cosas.

—¿Qué intentas decirme? —dijo Clair.