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Necrófilos anónimos, sección de Villababa

Amy entró en los aposentos del coronel con dos botellas de porcelana llenas de cerveza. El dirigente de Villababa salió del muro rosado como si este lo hubiese alumbrado. Hizo ademán de abrazarla, pero en lugar de devolverle el abrazo, Amy le ofreció una cerveza.

—Te he traído una cerveza.

—Amy, ya sabes que ya no como mucho.

—Pensé que a lo mejor te apetecía una cerveza por los viejos tiempos.

—¿Por qué has venido?

—No te había visto desde que volví de Maui. Pensé que querrías interrogarme.

—He hablado con Nathan Quinn.

—¿Ah, sí?

—No te pases de lista, Amy. Sé lo que está pasando entre vosotros dos.

—Es que no puedo evitarlo, coronel. Soy lista. Es mi sino.

—Nate no sabe lo que eres, ¿verdad?

—Bébete la cerveza, que se calienta. ¿Por qué hay tanto vapor aquí dentro?

El coronel aceptó la cerveza que le ofrecía y bebió un buen trago. Cuando tomó aire se quedó mirando la botella con una expresión de asombro, como si esta acabase de hablarle.

—Qué buena está. Está buenísima. Se me había olvidado.

Amy brindó con la otra botella y bebió un trago.

—Coronel, hace mucho que nos conocemos. Has sido como un padre para mí, pero creo que tienes que salir de vez en cuando como hacías antes. Dar una vuelta. Relacionarte un poco con la gente del pueblo.

—No te entrometas en lo que estoy haciendo, Amy.

—¿De qué estás hablando? Lo que pasa es que me tienes preocupada.

El coronel miró la botella de cerveza que tenía en la mano como si acabaran de teletransportarla hasta ella y se volvió de nuevo hacia Amy con un asomo de pánico en los ojos.

—Entonces, ¿Nate no te lo ha contado?

—¿Contarme qué? Nate no tiene nada que ver con esto. Sí que has perdido el norte.

El coronel asintió y se apoyó contra el muro de baba que había a sus espaldas; este lo sostuvo y adoptó la forma de un diván en el que tomó asiento mientras se masajeaba las sienes.

—Amy, ¿alguna vez has hecho algo por un fin más noble que tu propia ambición? ¿Alguna vez has sentido que te debías a algo más grande que tú misma?

—¿Como engañar a la gente y ganarme su confianza para que los secuestraran o los asesinaran para proteger a mi comunidad? Sí, tengo cierta idea del concepto del bien común.

—Supongo que sí. Supongo que sí. Perdóname. A lo mejor es verdad que paso demasiado tiempo solo.

—¿Tú crees?

—¿Te importaría marcharte? Tengo que pensar.

—¿Así que ahora quieres estar solo? ¿Eso es lo que estás diciendo? ¿Así es como piensas solucionar el problema de que pasas demasiado tiempo solo?

—Amy, por favor, vete y no te metas con Nate.

—Todavía no.

—¿Cómo que todavía no?

—La botella tiene una fianza. No pienso marcharme sin ella.

—Entonces, ¿Nate no es un problema? ¿Estás segura? —En este punto el coronel hizo una mueca mucho más amenazante que una auténtica sonrisa—. Porque le contaré lo tuyo si hace falta.

—El bien común —repitió Amy, correspondiendo a la sonrisa fingida con una auténtica.

—Bien —dijo el coronel, apurando la cerveza que quedaba—. Vuelve y tráeme otra de estas.

—Como quieras —contestó Amy. A continuación cogió la botella y abandonó sus aposentos. Hay una línea fina entre el genio y el sonado, pensó. Una línea muy fina.

El coronel no mandó que buscaran a Nate durante dos semanas. Cielle Núñez le había hecho una visita la tercera mañana que Amy pasaba en el apartamento.

—Bueno, ya no me necesitas —había dicho—. De todas formas, prefiero volver a la nave cuanto antes, aunque parece que no iremos a ninguna parte por ahora.

Nate estaba decepcionado de que no se hubiera puesto celosa.

—Le dan miedo los armarios, el frigorífico y el triturador de basura —le explicó a Amy, como si se dirigiese a una cuidadora de perros—. Y tendrás que llevarlo a la lavandería. Ya sabes que le dan pánico las lavadoras.

—Que estoy aquí —protestó Nate—. Y no me dan miedo los electrodomésticos. Es que soy precavido.

—Tu madre se alegrará por los dos, Amy. Su nave volverá pronto.

—No, no volverá hasta dentro de seis semanas —repuso Amy.

—Eso era antes. El coronel ha ordenado que todas las naves vuelvan a la base.

—¿Todas? ¿Por qué?

Cielle se encogió de hombros.

—Es el coronel. A nosotros no nos corresponde preguntárselo. Bueno, Nate, ha sido un placer, de verdad. Seguro que nos volvemos a ver. Te dejo en buenas manos.

Le dio un breve abrazo y se dirigió hacia la puerta.

—Cielle, espera. Quiero preguntarte una cosa. Si no te importa.

Ella se dio la vuelta.

—Pregunta.

—¿Cuándo se hundió el yate de tu marido?

Cielle se volvió hacia Amy enarcando una ceja inquisitiva.

—No pasa nada —dijo esta—. Ya lo sabe.

—En 1927, Nate. En retrospectiva, fue una especie de bendición. Él murió haciendo lo que más le gustaba y se habría arruinado cuando se desplomó el mercado de valores dos años después. No sé si habría sobrevivido a eso.

—Gracias. Lo siento.

—No lo sientas. Cal y yo vivimos muy bien.

—¿Cal? ¿Cal el de la nave? No me habías dicho que…

—¿Es mi marido? El coronel creía que te sentirías más cómodo si te orientaba una mujer soltera. Aquí abajo las mujeres no adoptan el apellido de los maridos, Nate.

—Las mujeres mandan en las sociedades balleneras —dijo Amy—. Ya sabes, como tiene que ser.

Cielle Núñez miró a Amy, se volvió hacia Nate y sonrió.

—Ay, Nate, ¿dónde te has metido? —Soltó una risita semejante a la de los balleneros y se fue.

—Te deseaba —insistió Amy—. Lo disimula perfectamente, pero yo se lo he notado.

Desde entonces salieron juntos todas las mañanas. Nate insistía en que Amy lo llevase a lo más profundo de las catacumbas durante el día. Allí se encontraban las granjas subterráneas de Villababa: en algunos túneles los granos de trigo brotaban directamente de las paredes, sin espigas de ninguna clase, y en otros se recolectaban tomates con tallos de cinco centímetros que daban la impresión de salir directamente de la roca.

—¿Cómo es posible que todo esto madure sin la fotosíntesis? —quiso saber Nate, mientras manoseaba un albaricoque que no crecía en un árbol sino en un tallo tan grueso como el de una seta.

—No lo sé. —Amy se encogió de hombros—. Calor geotérmico. El coronel dice que la Baba se extiende a grandes profundidades bajo el continente, donde extrae el calor de la Tierra. Te enseñaré las cocinas en las que preparan casi toda la comida; todo es geotérmico. Los veteranos aseguran que al principio solo se comía marisco, pero con el paso de los años la Baba nos ha proporcionado comida más abundante y variada.

—¿Qué es esto? ¿Bocaditos de pollo? —Arrancó uno del techo.

Un ballenero que estaba trabajando en las inmediaciones emitió ásperos chasquidos y silbidos.

—Dice que no los cojas, que todavía no están maduros.

Nate arrojó el bocadito al suelo de la caverna, donde lo recogió una criatura con muchas piernas del tamaño de una pelota de béisbol que salió rápidamente de una trampilla y volvió a escabullirse a través de ella.

—Ya he visto bastante —dijo.

Por la tarde hacían recados y salían de compras, pero como nunca le pedían nada a cambio, Nate había dejado de ofrecerse a pagarlas. Por la noche cenaban en el apartamento. Amy había insistido en este punto después de que hubieran comido dos veces en las cafeterías de Villababa.

—Los estás estudiando —dijo, refiriéndose a los balleneros.

—No, no es verdad. Solo los miro.

—¿A quién quieres engañar? Tienes esa expresión, esa expresión de científico, esa expresión de que estás ensimismado en tus teorías. ¿Crees que no conozco esa expresión? He trabajado contigo, ¿no te acuerdas?

Nate se encogió de hombros.

—Es mi trabajo. Estudio a las ballenas. —Estaba intentando aprender el idioma de silbidos y chasquidos de los balleneros. Emily 7 iba al apartamento algunas tardes cuando Amy no estaba, y aunque Nate pensaba que lo hacía porque estaba enamorada, había conseguido que canalizara sus energías en las clases de lengua ballenera. Se habían hecho amigos. No le había hablado de aquellas lecciones a Amy, temiendo que se burlara como había hecho la tripulación de la nave-ballena—. Observo. Recopilo información y trato de encontrarle sentido.

Amy asintió, reflexionando, y dijo:

—Si te metiste en este campo rescatando a los manatíes y los delfines, ¿por qué no ayudabas a los animales de una forma más activa? Estudiando veterinaria o algo por el estilo.

—Siempre me he preguntado lo mismo. Pensaba en los miembros de Greenpeace y Sea Shepherd, que se ponen en peligro embistiendo a los barcos balleneros con sus zódiacs y se interponen entre los cañones de arpones y los animales para protegerlos. Me preguntaba si eso era lo correcto.

—¿Y decidiste que eras más valioso como científico, estudiándolos?

—No, pensé que ser científico era algo que estaba a mi alcance. Para hacerse biólogo existe un camino, un proceso educativo. Para hacerse pirata no.

—No, te equivocas, sí que hay una escuela para eso. Lo vi en una caja de cerillas en Maui. Estoy segura de que decía que si aprobabas un sencillo examen aprenderías a ser pirata.

—Sería aprender a dibujar un pirata.

—Lo que fuera. ¿Así que te conformaste?

—¿Tú crees? A mí me parece que lo que hacemos… lo que hago es importante.

—A mí también. No me refiero a eso. Es que me estaba preguntando, ya sabes, ahora que estás muerto, ¿no sientes que has desperdiciado tu vida?

—No estoy muerto, Amy. Eso es horrible.

—Ya sabes, quiero decir que estás muerto a todos los efectos. Tu vida ha terminado. Caramba, ¿eso no me convierte en una necrófila? Cuando salgamos de aquí tendré que ir a reuniones o algo por el estilo. ¿Las hay?

—Amy, a veces pienso que no quiero irme. —Había pensado mucho en ello. La vida en Villababa no era mala, desde luego, y ahora que estaban buscando una salida durante aquellas excursiones diarias, solo para que les recordaran que había que recorrer muchos kilómetros de esclusas de presión antes de salir a ciento ochenta metros bajo la superficie, creía que podía tener un futuro con Amy. Sin duda seguiría interesado en el ecosistema de Villababa.

—Hola, me llamo Amy y me tiro a los muertos.

—Si convenzo al coronel para que desista de su plan a lo mejor puedo quedarme contigo. Ya sabes, adaptarme.

—No me imagino a nadie poniéndose de pie en una reunión y diciendo: «Hola, me llamo Fulano y me gusta clavársela a los muertos». Es un poco tosco. Aunque extrañamente apropiado.

—No me estás escuchando, Amy.

—Sí que te estoy escuchando. No vamos a quedarnos aquí. Encontraré una salida, pero no podemos quedarnos. Tienes que convencer al coronel de que no intente hacerle daño a la Baba, pero después nos iremos. Lo antes posible.

A Nate le sorprendió un poco tanta determinación. Ella tenía la mirada perdida, como si estuviera concentrándose, pensando en algo que no quería compartir y que tampoco la ponía contenta. Pero luego sonrió:

—Oye, vas a conocer a mi madre.

Sucedió al cabo de una semana.

—Bueno, siempre decías que el objetivo de lo que hacías era descubrir algo que no sabía nadie más en el mundo —dijo Amy—. ¿Lo has conseguido? —Le cogió el brazo y se lo echó alrededor del cuello mientras paseaban.

Acababan de salir del apartamento de Amelia Earhart en Villababa.

—Tiene buen aspecto, ¿verdad? —preguntó Amy.

Amelia era una mujer hermosa y elegante y aunque había pasado sesenta y siete años en Villababa no aparentaba ni un día más de cincuenta. Estaba a punto de cumplir los cuarenta cuando desapareció en 1937. En su presencia Nate se había sentido como si tuviera quince años, tartamudeando en la primera cita, dando tumbos y sonrojándose (sonrojándose, por amor de Dios) cuando Amy mencionaba que había pasado la noche en su casa. Amelia le había pedido a Nate que se sentara a su lado en el sofá y le había cogido la mano mientras le hablaba.

—Nathan, espero que lo que voy a decirte no suene racista, porque no lo es, pero quiero que te tranquilices. He tenido mucho tiempo para hacerme a la idea de que mi hija es una adulta sexualmente activa y francamente, si después tantos años el que ha escogido para enamorarse eres tú, como parece, solo puedo decirte que me alivia que seas de la especie humana. Así que relájate, por favor.

Entonces Nate había mirado a Amy.

Y esta se había encogido de hombros.

—Todas las chicas tienen un periodo aventurero.

—Gracias —le había contestado a Amelia Earhart.

Ahora, en la calle, le dijo a Amy:

—No debería haberle preguntado por el vuelo.

—Todavía le duele un poco. Aunque hayan pasado tantos años. Mi padre era el navegante. No sobrevivió al accidente.

—Pero si me dijiste que habías nacido en 1940. ¿Cómo es posible si tu padre había muerto en 1937?

—¿Espermatozoides fuertes?

—¿Tres años? Serían fortísimos.

Ella le dio un puñetazo en el brazo.

—Estaba redondeando. Dame un respiro, Nate, que soy vieja. A la Vieja Zorra no la interrogabas para que fuera tan exacta.

—Yo no me acostaba con la Vieja Zorra.

—Pero querías hacerlo, ¿eh? ¿Lo reconoces? Te morías de ganas de meterte en ese muumuu.

—Déjalo. —Nate observó a un grupo de balleneros macho que estaban apostados delante de la panadería (tenía la impresión de que siempre estaban en el mismo sitio) haciendo una ola de exhibición con la picha, y se disponía a defenderse haciendo un comentario sobre el pasado de Amy cuando decidió que no hacía ninguna falta ver aquella película, ni mucho menos emplearla como una especie de arma arrojadiza contra algo que era básicamente una de las típicas tomaduras de pelo de Amy, una de las cosas que había descubierto que le encantaban de ella en cuanto había admitido que alguien podía provocarle de nuevo ese efecto.

Los balleneros se rieron de Nate cuando pasaron delante de ellos.

—No sois más que juguetes chillones grandes —masculló entre dientes, sabiendo que se enterarían de todas formas. Hacía una semana que los insultaba cada vez que se topaba con ellos en compañía de Amy, solo para que se enfadaran. A lo mejor Amy se lo estaba restregando.

Los balleneros soltaron una sonora pedorreta colectiva.

—¿Sentientes? Ni siquiera sabéis cómo se deletrea «sentiente» —añadió en un susurro.

Y entonces la recompensa. Le encantaba cuando aquellas criaturas de cuatro dedos trataban de hacerle una peineta.

—Claro, y luego yo soy la inmadura —comentó Amy.

La vida es maravillosa, pensó Nate. Por primera vez desde que lo recordaba, era feliz. Más o menos.

A la mañana siguiente apareció una pareja de balleneros para llevarlo ante el coronel. Amy ni siquiera estaba para darle un beso de despedida.