33
Podría ser peor, podrían ser años de perro
—Evidentemente —dijo Nate—, la cagamos matando a las ballenas.
—No fastidies —contestó Amy.
—Le enseñamos nuestras cartas.
—Que éramos máquinas meméticas, ¿no?
—Sí. ¿Seguro que no te ha ordenado espiarme?
—No. ¿Sabes cómo puedes asegurarte? Cuando te espiaba, ¿te toqué esto?
—No. No, no lo hiciste.
—¿Y dejé que me tocaras esto? —Le movió la mano.
—No, no lo hiciste. Sobre todo en público.
—Sí, me parece que deberíamos volver a tu casa.
Amy lo había llamado con el artilugio con alas de escarabajo que silbaba y Nate tomó nota mentalmente de preguntarle cómo se llamaba en cuanto se presentara la ocasión. Se habían reunido para tomar un café en una cafetería de Villababa que servía a balleneros. Ella le había asegurado que nadie se fijaría en ellos y por extraño que fuera los balleneros los habían ignorado por completo. Quizá ya no fuera una novedad.
—Si dicen algo les diré que nos estamos acostando —dijo Amy.
—Pero si me dijiste que no le contara al coronel que te había visto.
—Sí, pero eso fue antes de que te contara su plan secreto.
—Ya.
—Aunque me da un poco de vergüenza que seas tan viejo. Tenemos que hablar de eso.
—¿Así que quieres que mueva la mano?
—Sí, más abajo y un poco a la derecha.
—Vámonos a mi casa.
De vuelta en la cocina del apartamento, Nate le preguntó:
—Oye, ¿cómo se llama esto? —Y señaló el artilugio.
—Teléfono.
—No fastidies. —Asintió como si lo hubiera sabido desde el principio—. ¿Dónde estábamos?
—¿En que nos equivocamos matando a las ballenas?
—Eso.
—¿O en los años que tienes?
—En fin —prosiguió Nate—, matar a las ballenas fue un gran error.
—Eso ya lo sabías, por eso te hiciste empollón.
—No, eso no es cierto.
—Perdona, empollón de acción.
—¿De verdad quieres saber cómo acabé metiéndome en este campo?
—No. O sea, claro. Ya me contarás lo de la destrucción de la raza humana después.
—Tienes que prometerme que no te reirás.
—Por supuesto. —Parecía increíblemente sincera.
—Cuando estaba en segundo en la Universidad de Sasketchewan…
—Ni de coña.
—Es una buena universidad. Habías prometido no reírte.
—Ah, ¿así que tampoco puedo reírme a estas alturas de la historia? Perdona.
—Seguro que no es tan buena como el Centro de Formación Técnica de Villababa…
—Eso no es justo.
—Sede de los Escupitajos Luchadores de Villababa…
—Vale, ya lo has dejado claro.
—Gracias. Pues un amigo y yo decidimos que teníamos que liberarnos de nuestra aburrida vida universitaria, que íbamos a correr riesgos, que íbamos a…
—¿Hablar con una chica?
—No. Decidimos irnos de vacaciones a Florida, como todos los jóvenes norteamericanos. Beber cerveza, quemarnos al sol y luego hablar con una chica… con chicas.
—Así que fuisteis.
—Tardamos casi una semana en llegar, pero sí, fuimos en la camioneta Vista Cruiser de su padre. Y en efecto, conocí a una chica. En Fort Lauderdale. Una chica que era de Fort Lauderdale. Y hablé con ella.
—Uy, serás cochinote. En plan «¿Cómo estás?» y todo eso, ¿eh?
—Entre otras cosas. Tuvimos una conversación. Y me invitó a ver un manatí.
—¡Tira! ¡Y marca!
—Pero yo creía que esa era la forma yanqui de pronunciar «matiné». Creía que íbamos al cine. Ya sabes, uno no piensa que esas cosas sean reales.
—Pero sí que lo era.
—Era voluntaria en un hospital donde atendían a los mamíferos marinos heridos, sobre todo a los manatíes que atropellaban las lanchas. Y también había un delfín de morro de botella. Nos quedamos cuidando a aquellos animales durante horas mientras ella me enseñaba cosas sobre ellos. Y yo me enganché. Ni siquiera había escogido una rama, pero en cuanto volví a la universidad me matriculé en biología y desde entonces estudio a los mamíferos marinos.
—Ay, Dios mío, no te acostaste con ella, ¿a que no?
—Encontré una pasión para toda la vida. Encontré algo que me motivaba.
—No puedo creer que me haya enamorado de un tipo tan patético.
—Oye, que se me dan muy bien las ballenas. Soy respetado en mi campo.
—Sí, pero estás muerto.
—Sí, bueno, antes de eso. Oye, ¿has dicho que te has enamorado de mí?
—He dicho que me he enamorado de un tipo patético. El que se pica…
Nate la besó. Ella le devolvió el beso. La cosa se prolongó durante un buen rato. A los dos les pareció estupendo. Después lo dejaron.
—Decías que querías que hablásemos de la diferencia de edad —dijo Nate. Siempre escogía a mujeres que acababan rompiéndole el corazón y como suponía que se había comprometido lo suficiente para que ella también lo hiciera, prefería que fuese cuanto antes.
—Sí, me parece que deberíamos hacerlo. Será mejor que nos sentemos.
—¿En el sofá?
—No, en la mesa. ¿Quieres una copa?
—No, estoy bien. —En efecto, corazón roto, pensó. Se sentaron.
—En fin —dijo Amy, que se había sentado con las piernas debajo del cuerpo, como una niña pequeña, empeorando la sensación de que era un viejo verde y siniestro que perseguía a las jovencitas—, ya sabes que los balleneros rescatan a las personas de los naufragios y los accidentes de avión desde hace muchos años, ¿no?
—Me lo dijo Cielle.
—Esa te desea, se le nota, pero eso no viene al caso. ¿Sabías que han traído a tripulaciones enteras de submarinos hundidos y que secuestran a técnicos de sonar de los puertos desde hace muchos años?
—Eso no lo sabía.
—No importa, no tiene nada que ver con lo que te estoy contando. ¿Así que eres consciente de que aquí han acabado algunas personas que se perdieron en el mar, como la tripulación del submarino norteamericano Escorpión, que se hundió en 1967?
—Vale. Eso tiene sentido. La Baba vela por sus intereses. Adquiere conocimientos.
—Sí, pero no se trata de eso. Esos tíos han colaborado en la construcción de una parte considerable de la tecnología que has visto en la nave-ballena, la tecnología humana, pero eso tampoco importa. Lo que importa es que el mundo cree que la tripulación del Escorpión se encuentra en el fondo del océano Atlántico, aunque no sea cierto. ¿Lo pillas?
—Vale —dijo Nate muy despacio, tal como le había dicho al coronel cuando había perdido el hilo, dejándose llevar por la conversación como en este momento.
—¿Y eres consciente de que cuando fui a pediros trabajo os dije mi verdadero nombre, que es Amy Earhart, y de que Amy es el diminutivo de Amelia[17]?
—Ay, Dios mío —murmuró Nate.
—¡Ja! —exclamó Amy.
El agente encontró el barco de Clay en el puerto de Manila, en Filipinas. Clay lo compró por casi dos millones de dólares de la Vieja Zorra basándose en un certificado reciente del casco, la ficha técnica y las fotografías que había recibido por fax. Era una patrullera pesquera de la Guardia Costera norteamericana de cincuenta y cinco metros de eslora construida a finales de la década de 1950. Desde entonces la habían reacondicionado varias veces: una en los años setenta para la pesca, otra en los ochenta para el estudio de los océanos y la última en los noventa para el turismo de aventura. Disponía de un buen número de confortables camarotes, así como de compresores, trampolines y grúas en la cubierta de popa para las embarcaciones auxiliares, aunque no tenía ninguna, a excepción de las salvavidas. Clay pensaba que podían usar la cubierta de popa como helipuerto, aunque tampoco tenían presupuesto para un helicóptero, pero claro, a lo mejor algún piloto deseaba aterrizar en ella, de modo que sería de gran ayuda que pintaran una hache bien grande en la cubierta. Para pintar una hache sí que había presupuesto. Además, la nave contaba con instrumentos de navegación eficaces, aunque no del todo sofisticados: radar, piloto automático y un sonar antiguo pero en buen estado de cuando había sido un barco de pesca. Tenía motores diésel gemelos de mil doscientos caballos de potencia y destilaba hasta veinte toneladas de agua potable al día para la tripulación y los pasajeros. Había camarotes y provisiones para cuarenta personas. Además estaba considerada un rompehielos de clase tres, una característica que Clay confiaba en que no tendrían que poner a prueba. No le gustaba nada el agua fría.
Contrató a una tripulación de diez hombres en los puertos de Manila mediante otro agente, sin haberlos visto: se trataba de un grupo de hermanos, primos y tíos que se apellidaban Mangabay. El agente le había asegurado que entre ellos no había asesinos, por lo menos convictos, y que los ladrones eran de poca monta. El tío más anciano, Ray Mangabay, que era el primer oficial, pilotaría la nave hasta Honolulú, donde Clay saldría a su encuentro.
—Va a pilotar mi barco —le dijo a Clair cuando recibió la noticia de que tenía una tripulación y un primer oficial.
—No te apegues tanto al barco, Clay —dijo Clair—. Si se hunde, es que no te pertenecía de verdad.
—Pero es que es mi barco.
—¿Qué nombre piensas ponerle?
Estaba pensando en el Intrépido, el Despiadado o algún otro nombre de machote que volaba cosas por los aires. Estaba pensando en el Leal, el Implacable o el Empecinado, porque estaba resuelto a encontrar a su amigo y no le importaba anunciarlo hasta en la misma proa.
—Bueno, había pensado en…
—Lo habrás pensado bien, ¿no? —le advirtió Clair.
—Sí, había pensado llamarlo Hermosa Clair.
—Clair a secas es suficiente, cariño. Tampoco querrás que ocupe toda la proa.
—Claro. El Clair. —Pensándolo bien, por extraño que fuera, ese nombre era al mismo tiempo Intrépido, Despiadado, Implacable y Leal. Y además tenía el significado subyacente de «guardián del botín[18]», lo cual era una especie de extra para el nombre de un barco, pensó—. Sí, es un buen nombre.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Dos semanas. No es demasiado rápido. Doce nudos en crucero. Si tenemos que ir a algún sitio mandaré a la nave directamente y me reuniré con ella en algún puerto durante el trayecto.
—Bueno, ahora que se llama Clair, espero que llegue sana y salva.
—Mi barco —repitió Clay, angustiado.
—Bueno, ¿cuántos años tienes? —dijo Nate—. ¿Noventa? ¿Cien?
—¿A que no los aparento? —Amy, coqueta, realizó una media reverencia terminando con un contoneo a lo Betty Boop. De hecho, era un movimiento enérgico para una mujer de noventa y tantos años.
Nate se alegraba muchísimo de haberse sentado, aunque echaba de menos la sensación de tener que sentarse que habría tenido.
—Solo te atraía porque era más joven, ¿verdad? —Se sentó delante de Nate—. Tus fantasías de menopausia masculina se habían materializado en mi cuerpo. De alguna manera intentabas sentirte joven de nuevo. Sentirte más que una nota a pie de página en el libro de la humanidad. Te sentías masculino, fuerte y relevante, un auténtico macho alfa, solo porque te había escogido una mujer más joven, que además estaba decididamente buena, ¿eh?
—No —dijo Nate. Amy se equivocaba, ¿no?
—Vaya, Nate, ¿estabas en el equipo de debate de la Uni de Caca de Alce? Es que tienes un talento que…
—Sasketchewan —la corrigió Nate.
—¿Así que la edad es un problema?
—Tienes como cien años. No los tiene ni mi abuela y está muerta.
—No, no soy tan vieja. —Sonrió y le cogió la mano por encima de la mesa—. No pasa nada, Nate. No soy Amelia Earhart.
—¿Ah, no? —Nate sintió que se le expandían los pulmones, como si le hubieran estrujado el pecho con una banda de acero y ahora esta se hubiera roto. Había estado aspirando bocanadas pequeñas, pero había vuelto a llegarle oxígeno al cerebro. Tenía gracia, estaba seguro de que las demás mujeres con las que había estado tampoco eran Amelia Earhart, pero no recordaba que hasta entonces hubiese sentido tanto alivio—. Bueno, debería haberlo sabido. No te pareces nada a las fotos. No llevas gafas de piloto.
—Solo te estaba vacilando. Soy su hija. ¡Ja!
—¡Déjalo! No tiene gracia, Amy. Si intentabas demostrar algo, lo has conseguido. Sí, eres una joven preciosa y es posible que hasta cierto punto me atrajeras porque eras joven, pero eso es pura biología. No puedes echarme la culpa de eso. Cuando trabajamos juntos yo no te acosaba sexualmente ni intentaba ligar contigo. Te trataba exactamente como a cualquier ayudante, aunque a lo mejor te salías más con la tuya porque me gustabas. No puedes reírte de mí porque reaccionara sexualmente cuando me provocaste aquí abajo. Las reglas habían cambiado.
—No me estoy riendo de ti. Amelia Earhart es mi madre.
—Que lo dejes.
—¿Quieres conocerla?
Nate escrutó su rostro, buscando indicios de una sonrisa o los temblores en la garganta que anunciaban una de sus carcajadas. Pero no había nada, solo aquella pequeña dosis de ternura que normalmente intentaba disimular.
—Así que de alguna manera aquí abajo no envejecéis. ¿Tu madre?
—Envejecemos, pero no como en la superficie. Yo nací en 1940. Te saco los mismos años que tú a mí hace media hora… más o menos. ¿Vas a romper conmigo?
—Me cuesta creerlo.
—¿Qué? ¿Después de todo lo que has visto? Ya has comprobado lo que puede hacer la Baba. ¿Por qué te cuesta tanto creer que tenga sesenta y cuatro años?
—Bueno, para empezar, porque eres muy inmadura.
—Cállate. Soy joven de espíritu.
—Pero por un momento estaba seguro de que estábamos condenados. —Nate se masajeó las sienes, tratando de que se estirasen, quizá, de que la cabeza le creciera lo suficiente para que le cupiera el concepto de que Amy tenía sesenta y cuatro años.
—No, no pasa nada, es que todavía no habíamos llegado a eso. Seguimos estando condenados.
—Ah, gracias a Dios —murmuró Nate—. Estaba preocupado.
Más adelante, después de que se hubiera olvidado del mundo durante un rato, de que hubieran hecho el amor y se hubieran dormido abrazados, Amy estaba dispuesta para el segundo asalto y Nate se despertó presa de una angustia imprecisa y apremiante.
—¿De verdad estamos condenados? —quiso saber.
—¡Ah, maldita sea, Nate! —Se había sentado a horcajadas encima de él, de modo que describió un arco con el brazo a la manera de un lanzador de béisbol antes de golpearlo en el pecho con el puño—. ¡Eso ha sido jodidamente poco profesional!
Nate pensó que a veces la mantis religiosa le arrancaba la cabeza de un mordisco al macho durante la cópula y que el cuerpo del macho seguía apareándose hasta que consumaba el acto.
—Lo siento —dijo.
Amy se tumbó y miró las tenues franjas de luminiscencia verde del techo.
—No pasa nada. No quería arrancarte la cabeza.
—¿Cómo dices?
—Sí, seguramente estamos condenados. Estamos condenados por lo mismo que tengo este aspecto, por lo mismo que muchos babosos parecen mucho más jóvenes de lo que son realmente. Si se activa un gen determinado envejeces, si se desactiva no. He visto a personas que parece que hasta rejuvenecen aquí abajo. Si se enciende un interruptor sufres cáncer de páncreas a los veintidós años, si se enciende otro puedes fumarte cuatro paquetes de tabaco al día y vivir cien años. Si la Baba cree que la raza humana le supone un peligro solo tiene que apretar un interruptor, escoger un gen, crear un virus y la raza humana se extinguirá. No me había parecido una auténtica amenaza hasta ahora. He trabajado para la Baba toda mi vida. La he servido, ¿sabes? Ella se ocupa de nosotros. Es la fuente.
Nate no sabía qué decirle. ¿De veras tenía que tomarse en serio la petición del coronel? ¿Tenía que hallar una manera de acabar con aquella asombrosa criatura para salvar a su propia especie?
—Amy, no sé qué hacer. Hace dos días lo único que quería era marcharme de aquí. Pero ¿ahora? El coronel y tú decís que tengo suerte de estar vivo. ¿La Baba ha matado a personas que estaban a punto de descubrirla?
—Sinceramente, no lo sé. Nunca lo he visto ni me lo han contado, pero yo… nosotros… solo hacemos lo que debemos. No hacemos muchas preguntas. No es porque no nos dejen ni nada de eso, es que cuando tus necesidades están satisfechas puedes vivir durante mucho tiempo sin hacerte grandes preguntas. —Por primera vez Nate atisbó los años de experiencia en el rostro de Amy, aunque no los revelaban las arrugas sino una sombra en los ojos.
—Yo estoy haciendo preguntas —dijo.
—¿Crees que la Baba es éticamente capaz de acabar con la raza humana?
—Supongo que sí.
—Ni siquiera sé si la Baba tiene ética, Nate. Según el coronel, no es más que un vehículo para los genes, así como nosotros no somos más que un vehículo para los memes, y la naturaleza establece que es inevitable que nos estrellemos frontalmente. ¿Y si no fuera cierto? Se supone que esta batalla se ha librado desde hace millones de años, ¿y ahora el coronel quiere forzar una conclusión? Lo que sí sé es que tienes que convencerlo para que no intente matarla.
—Pero si es tu jefe.
—Sí, pero esto no nos lo ha contado a ninguno de nosotros. Me parece que está cuestionando sus propios juicios. Y yo también.
—Pero si has dicho que podía acabar con la población de todo el planeta apretando un interruptor.
—Sí. —Se dio la vuelta y se incorporó sobre un codo—. ¿Tienes hambre? Yo sí.
—No me importaría comer algo.