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Replicantes contra imitadores

Núñez invitó a Nate a una buena taza de café en un establecimiento en la que había balleneros engullendo cafés con leche del tamaño de extintores de incendios mientras intercambiaban chasquidos y silbidos a un volumen irritante.

—A estas criaturas no les hace falta la cafeína —comentó Nate.

Núñez lo mantenía en movimiento cuando trataba de detenerse para apoyarse en las cosas.

—Ni se te ocurra beber con ellos —le aconsejó—. Sobre todo con los machos. Ya sabes el sentido del humor que tienen. Acabarías con una picha mojada en la oreja, una picha realmente empapada.

—Me parece que tengo que vomitar otra vez.

—No te autodestruyas por resentimiento, Nate. Acepta las cosas tal y como son.

Pero él no estaba tratando de autodestruirse y tampoco estaba resentido. Solo estaba confuso, resacoso y un poquito enamorado, o algo remotamente parecido, aunque en esta ocasión el dolor no era generalizado y desesperante, sino que estaba localizado en las sienes.

—¿Podemos parar en el Emporio de las Golosinas a comprar unas aspirinas?

—Ya llegas tarde.

Núñez lo dejó en manos de una pareja de balleneros asesinos en los pasillos.

—Deberías sentirte halagado, ¿sabes? —dijo—. No se reúne con mucha gente.

—Puedes quedarte con mi cita si quieres.

Lo esperaba un sillón de baba cuando atravesó la puerta irisada. Nate tomó asiento mientras sostenía la taza de café contra el pecho como si quisiera protegerse con ella.

—Bueno, ¿ya te has dado cuenta de que la vida no es tan mala aquí abajo?

Nate estaba devanándose los sesos. Amy le había asegurado que el coronel no sabía nada, aunque era posible que la Baba lo supiera, pero el coronel estaba conectado a la Baba, de modo que ¿lo sabía? ¿O acaso ella había seguido sus órdenes y todo había sido una tomadura de pelo, como cuando la había mandado a Hawái para espiarlo? Lo había engañado durante un mes, ¿por qué no iba a engañarlo ahora? Quería confiar en ella. Pero ¿adónde quería llegar Ryder?

—¿Qué es lo que ha cambiado, Gruñón? Cuando nos vimos hace nueve horas yo era un prisionero y ahora también.

Ryder dio muestras de sorpresa. Se apartó violentamente un mechón de cabello gris de los ojos como si este le hubiera hecho equivocarse.

—Vale, nueve horas. Entonces habrás tenido tiempo para pensarlo. —No parecía muy seguro.

—Me emborraché y me desmayé. A la luz de luciérnaga del día, sigo queriendo irme a casa.

—Sabes, el tiempo… —Ryder estaba dando palmaditas en la silla de baba rosada como si estuviese acariciando a un perro y unas oleadas coloradas brotaban de donde la tocaba. Nate sintió un estremecimiento al verlo—. Aquí abajo el tiempo es distinto, es…

—¿Relativo? —sugirió Nate.

—Tiene una escala distinta.

—¿Qué es lo que quieres de mí, coronel? ¿Qué puedo ofrecerte a cambio del privilegio de que me perdonen la vida y me concedan audiencias con… el Gran Jefe? —Nate iba a decir «el chiflado alfa», pero entonces se acordó de Amy y se dio cuenta de que algo había cambiado. Ahora no sentía que no tenía nada que perder.

Ryder se apartó el mechón, aferró la carne de la silla con la otra mano y empezó a mecerse suavemente.

—Supongo que quiero que alguien me diga que no me he vuelto loco. Sueño con cosas que sabe la Baba, y creo que ella también sabe algunas de las cosas que sueño, pero no estoy seguro. Me siento abrumado.

—Haberlo pensado antes de declararte brujo.

—¿Crees que yo he elegido esto? Pues no, Nate. Me eligió la Baba. No sé a cuántas personas habrán traído aquí abajo a lo largo de los años, pero yo fui el primer biólogo. Yo fui el primero que tenía cierta idea de cómo funcionaba la Baba. Ella les ordenó a los balleneros que me trajeran a este sitio, donde había una criatura amorfa en carne viva, y no me deja marcharme. He intentado que la gente de Villababa tenga más comodidades, pero… —Ryder puso los ojos en blanco como si le hubiera sobrevenido un ataque, pero se recuperó al momento—. ¿Has visto la corriente eléctrica en las naves-ballena? La instalé yo. Pero no es… Ahora no es como antes.

De pronto Nate sintió lástima del anciano. Ryder se comportaba como un paciente que sufre los primeros síntomas del alzhéimer y se da cuenta de que está dejando de reconocer las caras de sus nietos.

—Explícamelo —dijo Nate.

Ryder asintió, tragó saliva con dificultades y continuó; no era la imagen de líder poderoso que había adoptado la noche anterior.

—Me parece que aunque la Baba había encontrado un refugio bajo el mar necesitaba tener más información, más secuencias de ADN para asegurarse de que podía protegerse. Así que produjo una bacteria minúscula para que se extendiera por los océanos y formara parte del gran ecosistema del mundo al tiempo que transmitía información genética a la fuente. La llamamos la bacteria SAR-11. Es mil veces más pequeña que las bacterias normales, pero está presente en cada litro de agua salada del planeta. Fue una solución perfecta para obtener información durante tres mil millones de años; todo lo que se conocía estaba en el agua. Pero entonces pasó algo.

—¿Qué los animales salieron del agua?

—Exacto. Hasta entonces todos los conocimientos, todos los datos cognoscibles, se transmitían mediante el ADN, en los replicantes, de las criaturas que habitaban los mares. La Baba lo sabía todo. A lo mejor tardaba un millón de años en aprender a fabricar la concha segmentada de un artrópodo, dos millones en aprender a fabricar una agalla o digamos unos veinte millones en hacer un ojo, pero tenía un nicho seguro, de modo que disponía de tiempo; no tenía ningún compromiso. La evolución no tiene ningún destino. Solo juega con las posibilidades. Pues en el caso de la Baba es lo mismo. Pero cuando la vida salió del agua le salió un punto ciego.

—No entiendo a qué vienen tantas prisas, coronel. ¿Qué tiene de urgente esta historia, aparte del hecho evidente de que estoy sentado dentro de esta cosa?

—Que cuatrocientos millones de años después las criaturas de tierra volvieron al agua; criaturas terrestres sofisticadas.

—¿Las primeras ballenas?

—Sí, cuando los mamíferos volvieron al agua introdujeron algo que no tenían ni siquiera los dinosaurios, los reptiles y los anfibios que habían vuelto al agua. Algo que la Baba ignoraba. Conocimientos que no se replicaban mediante el ADN, se replicaban mediante la imitación. Conocimientos que no se transmitían sino que se aprendían. Memes.

Nate sabía lo que eran los memes, la información equivalente a los genes. Los genes tenían la función de replicarse y para ello necesitaban un vehículo, un organismo. Los memes tenían la misma función, pero al duplicarse saltaban de un vehículo al siguiente, de un cerebro al siguiente. Las canciones que no te sacabas de la cabeza, las recetas, los chistes malos, la Mona Lisa; todo aquello eran memes. Eran un modelo divertido para la reflexión y los ordenadores, con los virus informáticos, habían subrayado aún más la idea de los datos que se replicaban solos, pero ¿qué tenía que ver eso con…? Pero entonces cayó en la cuenta. Por qué había sabido de la existencia de los memes.

—El canto —murmuró—. El canto de las jorobadas es un meme.

—Por supuesto. La primera cultura, la primera exposición que tenía la Baba a algo que no comprendía. Hace unos quince millones de años descubrió que no era el único gallo del gallinero. Tres mil millones de años es mucho tiempo para acostumbrarte a vivir en una casa que consideras privada para enterarte de repente de que alguien se ha instalado en el piso de arriba mientras estabas durmiendo.

»Durante mucho tiempo la Baba no consideró que los genes y los memes fueran contradictorios. Las primeras portadoras fueron las ballenas. Tenían el cerebro grande para imitar conductas complejas y acordarse de tareas complejas, y porque tenían acceso a alimentos ricos en proteínas para que se desarrollaran los cerebros que los memes necesitaban. Pero entonces la Baba llegó a un acuerdo con ellas. Son una bonita combinación de genes y memes, las reinas absolutas del reino. Devoradoras grandes y eficaces, inmunes a todos los depredadores excepto a ellas mismas.

»Pero entonces algo empezó a matarlas. A matarlas en un número alarmante. Y como venía del mundo de la superficie, la Baba no podía averiguar lo que era mediante su sistema nervioso oceánico. Creo que entonces fue cuando creó las naves-ballena, o mejor dicho una versión de estas. Yo diría que fue a finales del siglo XVIII o principios del XIX. Y creo que después, cuando dispuso de suficientes muestras de ADN humano, creó a los balleneros. Para que se camuflaran entre nosotros y nos espiaran, para que le trajeran a personas y pudiera estudiarlas y observarlas. Puede que ese fuera el último eslabón que desencadenó la guerra.

—¿Qué guerra? ¿Hay una guerra? —Le vinieron brevemente a la mente los megalómanos paranoicos que el coronel había considerado como pseudónimos, el capitán Nemo y el coronel Kurtz, y que estaban chiflados.

—La guerra entre los memes y los genes. Entre un organismo especializado en replicar máquinas genéticas, la Baba, y otro especializado en replicar máquinas meméticas… nosotros, los seres humanos. Yo he traído la electricidad y la informática. Yo le he dado a la Baba conocimientos teóricos sobre los memes y los genes y cómo funcionan. Desde mi llegada la Baba ha pasado de un punto en el que conducía coches a otro en el que puede fabricarlos con acero en bruto. Se está dando cuenta de la amenaza. Y va a acabar con ella.

Ryder miró expectante a Nate, que lo estaba contemplando como si no se hubiera enterado de nada. Cuando le daba clases había sido claro y convincente. Gruñón, pero claro.

—Vale —dijo despacio, confiando en que Ryder lo interrumpiera—, así que necesitas que yo… Ah…

—Necesito que me ayudes a descubrir una forma de matarla.

—Eso sí que no me lo esperaba.

—Estamos en guerra contra la Baba y tenemos que descubrir una forma de matarla antes de que se entere de lo que está pasando.

—En ese caso, ¿no crees que deberías hablar más bajo?

—No, no se comunica de esa forma. —El coronel parecía inquieto por el comentario de Nate.

—¿Así que quieres que descubra cómo matar a tu dios?

—Sí, antes de que acabe con la raza humana de un solo golpe.

—Porque eso no estaría nada bien.

—Y tenemos que matarla sin acabar con todos los habitantes de Villababa.

—Ah, eso podemos hacerlo —dijo Nate, con un tono de absoluta confianza, imitando a los negociadores de las películas policiacas que les aseguraban a los atracadores de bancos que habían cedido a sus exigencias y que el helicóptero estaba en camino—. Pero necesitaré un poco de tiempo.

Lo más extraño fue que, cuando abandonó los aposentos del coronel después de haber estado en contacto directo con la Baba durante apenas unos minutos, la resaca se había disipado por completo.