30

Hijo de ballena

Clay y Kona se habían pasado el día entero limpiando el fango del Atontado, que había sido rescatado de las profundidades. Ahora Clay estaba en el rompeolas del puerto de Lahaina, contemplando la burbuja roja del sol mientras esta se sumergía en el Pacífico arrojando llamas violáceas sobre la isla. Experimentaba aquella curiosa combinación de melancolía y agitación que normalmente acompañaba al café con whisky irlandés en los funerales de los desconocidos y acababa desembocando en una pelea. Sentía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Necesitaba moverse, pero no sabía hacia dónde. Libby había confirmado que el último mensaje referente a Nate se había grabado hacía algo más de una semana después de la desaparición de este y aparentemente había nuevas pruebas de que había sobrevivido al trance en el canal, pero ¿dónde estaba? ¿Cómo se iba al rescate de alguien si no sabías dónde estaba? Desde entonces el análisis de las cintas no había cosechado más que cantos de ballena. Clay estaba desorientado.

—¿Qué haces? —Kona, descalzo y oliendo a lejía, se le había acercado desde atrás.

—Estoy esperando al rayo verde. —No era cierto, pero a veces lo había, cuando el sol desaparecía bajo el horizonte. Clay necesitaba que pasara algo.

—Sí, ya lo veo. ¿Qué es lo que lo provoca?

—Ah, bueno… —Ese era otro problema: Clay no dominaba las ciencias naturales lo suficiente para mantener el proyecto en marcha—. Me parece que cuando el sol desaparece bajo el horizonte el espectro residual rebota en la mocosfera y provoca el rayo verde.

—Claro, tío. La mocosfera.

—Es ciencia —se defendió el fotógrafo, aunque sabía que no lo era.

—¿Cuándo hayamos limpiado la barca iremos a grabar a las ballenas y esas cosas?

Buena pregunta, pensó Clay. Podía recopilar datos, pero no disponía de los conocimientos necesarios para analizarlos. Había confiado en que Amy se encargara de ello.

—No lo sé. Si encontramos a Nate, es posible.

—Entonces, ¿crees que sigue vivo? ¿Aunque haya pasado tanto tiempo?

—Sí. Eso espero. Supongo que tendremos que seguir trabajando hasta que lo encontremos.

—Sí. Nate dijo que los japoneses iban a matar a nuestras minke si no nos esforzábamos.

—Eso, las ballenas minke. Yo he estado en uno de sus barcos. Y los noruegos también.

—Es un marrón que te cagas.

—Es posible. La población de ballenas minke es numerosa. No están en peligro de extinción. Los japoneses y los noruegos no acaban con las suficientes para desequilibrar a la población, así que ¿por qué no vamos a permitírselo? ¿Qué argumentos tenemos para impedírselo? ¿Que las ballenas son bonitas? Los chinos fríen gatitos y no protestamos.

—¿Cómo que los chinos fríen gatitos?

—No digo que esté a favor de que las maten, pero es que no tenemos ningún argumento de peso.

—¿Que los chinos fríen gatitos? —La voz de Kona era más chillona cada vez que hablaba.

—A lo mejor el trabajo que estamos haciendo aquí demuestra que tienen una cultura y que nos parecemos más de lo que creen. Entonces sí que tendremos un argumento.

—¿Gatitos? ¿Gatitos de los que hacen miau? ¿Los fríen?

Clay estaba ensimismado, contemplando el crepúsculo y sintiéndose triste y frustrado, y las palabras le brotaban como un suspiro largo y distraído:

—Por supuesto, cuando estaba a bordo de aquella nave ballenera me daba cuenta de cómo las veían los japoneses. Las veían como si fueran pescado. Ni más ni menos que los atunes. Pero, mientras yo estaba sacando fotos, la cría de una ballena de esperma se separó del resto de la manada. La madre volvió para rescatarla y llevársela lejos de la zódiac. Los balleneros estaban visiblemente conmovidos. Reconocieron la conducta de una madre con su hijo. No era la conducta de un pescado. Así que no es una causa perdida.

—¿Gatitos? —suspiró Kona, adoptando el mismo tono resignado que había empleado Clay.

—Sí —asintió este.

—¿Y cómo vamos a encontrar a Nate para hacer un buen trabajo y salvar a las jorobadas y las minke?

—¿Eso es lo que estamos haciendo?

—No. Ahora no. Ahora estamos esperando al rayo verde.

—Yo no sé nada de ciencia, Kona. Lo del rayo verde me lo he inventado.

—Ah, no lo sabía. La ciencia que no conoces parece magia.

—Yo no creo en la magia.

—Eh, tío, no digas eso. La magia vendrá a darte un mordisco en el culo. Entonces sí que necesitarás mi ayuda.

Clay sintió que se disipaba una parte del peso de la melancolía al compartir aquel momento con el surfista, pero la necesidad de hacer algo lo importunaba como una pulga en la oreja.

—Nos vamos al interior, Kona.

—¿De verdad fríen gatitos en China? —insistió el chico, con un tono tan estridente que los perros que poblaban los alrededores del puerto hicieron una mueca.

—Amy, ¿qué? ¿Cómo…? ¿Qué? —Se habían encendido las luces y Nate comprobó que la que estaba en la cama era Amy. Amy tal como no la había visto antes.

—Me han capturado, Nate. Igual que a ti. A los pocos días. Ha sido horrible. Deprisa, abrázame.

—¿También te comió una nave-ballena?

—Sí, igual que a ti. Abrázame, tengo mucho miedo.

—¿Y te han traído hasta aquí?

—Sí, igual que a ti, solo que es mucho peor para una dama. Me siento… tan… tan desnuda. Abrázame.

—¿Dama? Ya nadie dice «dama».

—Bueno, pues afroamericana.

—Pero si tú no eres afroamericana.

—No me acuerdo de todos los términos políticamente correctos. Demonios, Nate, ¿qué es lo que necesitas, un mapa? Métete. —Amy abrió las mantas, las echó hacia atrás y adoptó una pose voluptuosa, sonriendo.

Pero Nate se echó hacia atrás.

—Metiste la cabeza en el agua para encontrar a la ballena. Solo se lo había visto hacer a Ryder.

—Mírame la marca del biquini, Nate. —Las yemas de sus dedos bailaron sobre la línea que este había dejado, que en opinión de Nate era más bien una línea beis. Sin embargo, se fijó en ella—. Nunca había tenido una.

—¡Amy!

—¡Qué!

—¡Me tendiste una trampa!

—Estoy desnuda. ¿No habías pensado nunca en ello?

—Sí, pero…

—¡Ja! Lo reconoces. Yo era tu ayudante. Podías haberme despedido. Pero ahora estás pensando en que estoy desnuda.

—Es que estás desnuda.

—¡Ja! Me parece que ya he demostrado lo que quería.

—Eso de «ja» no es profesional, Amy.

—No me importa. Ya no trabajo para ti. No eres mi jefe, y además, mira qué culo. —Se dio la vuelta. Nate lo miró. Ella lo miró por encima del hombro y sonrió—. ¡Ja!

—No hagas eso. —Se volvió hacia la pared—. Me has espiado. Eres la culpable de todo esto.

—No seas ridículo. Solo era una parte del plan, pero ahora todo eso es agua pasada. Mira lo buena que estoy. —Amy se presentó con un ademán, como si él acabara de ganarla en un concurso.

—¿Quieres dejar de hacer eso? —Nate alargó la mano y le subió las mantas hasta la barbilla.

—Bue-na —repitió ella, bajando las mantas y descubriendo un pecho con cada sílaba.

Nate salió de la habitación.

—Ponte algo de ropa encima y sal de ahí. No pienso hablar contigo así.

—Pues no hables —exclamó ella a sus espaldas—. Pero métete.

—No eres más que un señuelo —vociferó Nate desde la cocina.

—Oye, que no soy tan joven.

—Esta conversación ha terminado hasta que salgas de ahí completamente vestida. —Se sentó delante de la mesita y trató de que se le pasara la erección.

—¿Qué te pasa? ¿Que pierdes aceite? ¿Eres mariquita? ¿Eres un bujarrón? ¿Eh?

—Sí, en efecto —dijo Nate.

Por un momento no hubo más que silencio desde el dormitorio. A continuación:

—Ay Dios, me siento como una tonta. —Ahora el tono era más suave. Amy salió dando tumbos del dormitorio, envolviéndose con una sábana—. Lo siento mucho, Nate. No tenía ni idea. Parecía que te interesaba. Yo no habría…

—¡Ja! —exclamó Nate—. Ahora sabes lo que se siente.

La Vieja Zorra había servido té de jengibre helado y había instalado a Kona frente a uno de los telescopios para que mirase la luna. A continuación se había sentado al lado de Clay en el lanai y durante un rato los dos habían escuchado los sonidos de la noche.

—Qué bueno hace aquí arriba —comentó el hombre—. Me parece que no había venido nunca por la noche.

—Clay, a estas horas suelo estar en la cama, así que confío en que no me tomarás por tonta si tengo que aclararme las ideas.

—Claro que no, Elizabeth.

—Gracias. Si no me equivoco, durante años Nate y tú le habéis dicho a todo el mundo que estaba chiflada porque decía que me comunicaba con las ballenas. ¿Y ahora vienes en plena noche echando espumarajos por la boca para darme la importantísima noticia de que lo que os he contado desde el principio es posible? —Apoyó el mentón en el puño y miró a Clay, abriendo los ojos como platos—. ¿Se trata de eso?

—Nunca hemos dicho que estuvieras chiflada, Elizabeth —protestó Clay—. Estás exagerando.

—No tiene importancia, Clay. No estoy loca. —Bebió un sorbo de té—. Y tampoco estoy enfadada. Hace mucho que vivo en estas islas, Clay, y casi siempre he vivido a este lado del volcán. He observado el canal desde hace más años de los que ha vivido la mayoría de la gente, pero Nate y tú no me preguntasteis por qué ni una sola vez. Supongo que no queríais mirarle los dientes al caballo regalado. Era más fácil creer que me faltaban unos cuantos tornillos que preguntarme por qué me interesaba tanto.

Clay sentía que el sudor le resbalaba por la espalda. Hasta entonces se había encontrado incómodo delante de la Vieja Zorra, pero de una forma completamente distinta, como cuando alguna tía solterona le pellizcaba las mejillas y parloteaba tontamente sobre los viejos tiempos, no como en ese momento. Era como si el fiscal le hubiera tendido una trampa.

—Creo que ni Nate ni yo habríamos podido contestar a esa pregunta, Elizabeth, así que no tiene nada de raro que no te la hiciéramos.

—Eso es un montón de mierda de tiburón, abuelita —intervino Kona, sin apartar la vista de la mirilla del telescopio de espejo de ocho pulgadas.

—Es un buen chico —asintió la Vieja Zorra—. Clay, ¿sabías que el señor Robinson estaba en la marina? ¿Alguna vez te he contado a qué se dedicaba?

—No, señora, me imaginaba que era un oficial.

—Entiendo que lo pensaras, pero todo el dinero era de mi familia. No, cariño, era un suboficial, un oficial de segunda, un técnico de sonar. De hecho, me han dicho que era el mejor técnico de sonar de la marina en aquella época.

—Seguro que sí, Elizabeth, pero…

—Cállate, Clay. Has venido a pedirme ayuda y te la estoy dando.

—Sí, señora. —Clay guardó silencio.

—A James… Ese era el nombre de pila del señor Robinson… A James le encantaba escuchar a las jorobadas. Decía que le dificultaban muchísimo el trabajo, pero le encantaban. En aquella época estábamos destinados en Honolulú, pero las tripulaciones de los submarinos hacían turnos de cien días, de modo que cuando estaba de permiso veníamos a Maui, alquilábamos una barca y nos íbamos al canal. Quería que yo formara parte del mundo en el que él vivía todo el tiempo: el mundo del sonido bajo el mar. Eso lo entiendes, ¿verdad, Clay?

—Claro. —Pero aquellas reminiscencias le estaban dando malas vibraciones. Necesitaba saber ciertas cosas, pero no estaba seguro de que esta fuera una de ellas.

—Fue entonces cuando compré Papa Lani con una parte del dinero de mi padre. Creíamos que más adelante viviríamos allí a tiempo completo y que tal vez lo convertiríamos en un hotel. En fin, un día James y yo decidimos alquilar una pequeña lancha motora y acampar en el lado de Lanai que da al océano. Era un día apacible y un trayecto sencillo. Durante el camino se acercó a la lancha una jorobada de gran tamaño. Hasta daba la impresión de que cambiaba de rumbo cuando lo hacíamos nosotros. James aminoró la velocidad para que nos quedásemos a la altura de nuestra nueva amiga. En esos tiempos no había reglas que te impidiesen acercarte a las ballenas, como ahora. Entonces ni siquiera sabíamos que teníamos que salvarlas, pero a James le encantaban las jorobadas, y yo también había llegado a amarlas.

»En aquella época en Lanai no había nadie más que los trabajadores de una empresa de piñas, así que encontramos una playa desierta en la que íbamos encender una hoguera, preparar la cena, beber ron en vasos de hojalata, nadar desnudos y… Ya sabes, hacer el amor en la playa. Mira, te he escandalizado.

—No, no lo has hecho —dijo Clay.

—Sí que lo he hecho. Lo siento.

—No lo has hecho. De verdad, estoy bien, cuenta la historia. —Ay, las viejecitas, qué encantadoras, pensó.

—Cuando aquella noche se levantaron los vientos alisios, plantamos la tienda a cierta distancia de la playa en un pequeño cañón al amparo del viento. Le hice a James una buena mamada y se quedó dormido al instante.

Clay se atragantó con el té helado.

—Ay, pobre, ¿se te ha metido un cubito de hielo por el otro lado? Kona, ven a hacerle la maniobra de Heimlich, cariño.

—No, estoy bien. —El hombre ahuyentó al surfista con un ademán—. De verdad, estoy bien. —Las lágrimas le rodaban por las mejillas y se enjugó la nariz con el faldón de la camisa. De pronto se alegraba de que Clair no los hubiera acompañado—. Solo tengo que recuperar el aliento.

Kona se sentó a los pies de ambos con las piernas cruzadas; de repente había descubierto que le interesaba la historia.

—Continúa, abuelita.

—Bueno, me dolía un poco la cabeza, así que volví a la lancha a por una aspirina del botiquín de primeros auxilios. Ahora que lo pienso, debía de ser por la tensión en el cuello. Siempre me daban calambres en el cuello cuando le hacía eso, pero es que a James le gustaba muchísimo.

—Por Dios, Elizabeth, continúa con la historia —suplicó Clay.

—Lo siento, cariño, te he escandalizado, ¿verdad?

—No, estoy bien. Es que tengo curiosidad por saber lo que pasó.

—Bueno, si no te he escandalizado… Supongo que debería ser más discreta delante del muchacho, pero es que eso forma parte de la historia.

—No, por favor. ¿Qué sucedió en la playa?

—¿Sabes una cosa? Aunque folláramos como monos rabiosos toda la noche no me daba dolor de cabeza, pero una…

—La playa, por favor.

—Cuando llegué a la playa había dos hombres cerca de la lancha. Parecía que le estaban haciendo algo al motor. Me agaché detrás de una roca antes de que me vieran. Los observé a la luz de la luna, uno era bajo y el otro alto. Parecía que el alto llevaba una especie de casco o traje de buceo. Pero entonces el bajo dijo algo y el alto se rió a carcajadas, más bien fueron risitas, y le vi la cara a la luz de la luna. No era un casco, Clay. Era una cara; una cara tersa y reluciente, con una mandíbula llena de dientes. Le veía los dientes hasta desde donde estaba. No era humano, Clay.

»Así que volví a la tienda, desperté a James y le dije que tenía que ir a ver aquello. Lo llevé a mi escondite. Los dos hombres, o el hombre y la cosa, seguían en el mismo sitio, pero detrás de ellos, casi en la misma playa, también había una ballena jorobada, una grande. En ese punto no habría ni tres metros de agua, pero allí estaba, flotando tranquilamente.

»James solo vio a dos hombres que estaban saboteando nuestra lancha. Supongo que nos habíamos tomado unos cuantos cócteles y que James tenía que dárselas de hombre grande y fuerte. Me dijo que me quedara donde estaba y que no me moviese por nada del mundo. A continuación fue tras ellos, gritándoles a pleno pulmón que se fueran. El alto, el que no era humano, se sumergió de inmediato, pero el otro se dio la vuelta como si estuviera atrapado. Fue corriendo hacia la ballena y James lo persiguió. Entonces vio a la ballena y se quedó parado entre las olas, mirándola. Ahí fue cuando aquella cosa salió del agua a sus espaldas. Apareció de repente encima de James. Quise gritar, pero tenía mucho miedo. La cosa lo golpeó con algo, puede que fuera una roca, y James se estrelló de bruces contra el agua. Grité con todas mis fuerzas, pero no estoy segura de que me oyeran por encima del ruido del viento y las olas.

»El hombre cogió uno de los brazos de James, la cosa el otro y los dos fueron nadando hasta la ballena, arrastrándolo. Entonces, Clay, aunque te parezca una locura, esto fue lo que ocurrió: la ballena se dio la vuelta y lo introdujeron a través de la ranura genital, creo. A continuación se metieron ellos. Entonces la ballena restalló la cola hasta hallarse de nuevo en aguas más profundas y se fue nadando. Desde entonces no he vuelto a ver a mi marido. —La Vieja Zorra tomó la mano de Clay y se la apretó—. Te juro que eso fue lo que pasó, Clay.

Este no sabía qué decir. A lo largo de los años les había contado toda clase de locuras, pero aquella era la mayor de todas. Sin embargo, nunca la había visto tan seria. No importaba lo que creyera, solo podía decirle una cosa:

—Te creo, Elizabeth.

—Por eso, Clay. Por eso os financio desde hace tantos años. Por eso observo el canal desde hace tantos años y por eso tengo una hectárea al lado del agua, aunque he vivido en el interior todos estos años.

—No te entiendo, Elizabeth.

—Volvieron, Clay. Aquella noche la ballena volvió y la cosa volvió a la playa, pero yo estaba escondida. Vinieron a por mí. Al día siguiente ni siquiera volví a la barca. Me abrí paso hasta la plantación de piñas y pedí socorro. Me llevaron a Lahaina en uno de esos cruceros tan grandes. No he vuelto a meterme en el agua desde entonces. Solo me acerco a ella cuando se celebra algún evento en el santuario, y entonces estoy rodeada de mucha gente.

Clay se acordó del soldado japonés al que habían hallado en una isla del Pacífico y que se había ocultado de los norteamericanos durante veinte años después de que acabara la guerra. Estaba claro que Elizabeth Robinson se había ocultado de algo que no la estaba buscando.

—¿No se lo contaste a nadie? Seguro que la marina quería saber lo que le había pasado a uno de sus mejores técnicos de sonar.

—Me lo preguntaron. Y yo se lo conté. Pero ellos no me hicieron caso. Dijeron que James había ido a nadar por la noche y se había ahogado y que yo estaba borracha. Mandaron a unos cuantos hombres y a la policía de Maui también. Encontraron la lancha en la playa en perfecto estado. Descubrieron nuestro campamento y una botella de ron vacía. Eso fue todo.

—¿Por qué no me lo contaste a mí? ¿Ni a Nate?

—Quería que siguierais haciendo el trabajo que hacéis. Mientras tanto yo continuaba observando. También leía todas las revistas científicas, ya sabes. Buscaba cualquier cosa que pudiera explicarlo. Ven conmigo.

Se levantó y entró en la casa. Clay y Kona la siguieron sin decir una palabra. Ella destapó un baúl de cedro que había en el dormitorio y extrajo un voluminoso cuaderno de recortes, lo depositó encima de la cama y lo abrió en la última página. Era la esquela de Nate.

—Nathan era uno de los mejores en este campo y esa joven afirmó que se lo había comido una ballena. Luego fue ella la que desapareció en el mar. —Pasó una página—. Hace doce años desapareció el doctor Gerard Ryder, que en aquella época también estaba estudiando los cantos de ballena, aunque se trataba de ballenas azules. —Pasó otra página—. Este hombre, un ruso experto en sonar que había huido a Inglaterra, desapareció en Cornualles en 1973. Dijeron que seguramente había sido cosa de la KGB.

—Bueno, es que seguramente fuera cosa de la KGB. Lo siento, Elizabeth, pero me parece que cada uno de estos incidentes tiene una explicación completamente normal y que se produjeron a lo largo de mucho tiempo en sitios diferentes. Yo no encuentro ninguna conexión.

—Es el sonido submarino, Clay. Y no son normales. Todos estos hombres, incluido mi James, eran expertos en escuchar al océano.

—Aunque así fuera, ¿estás diciendo que alguien ha amaestrado a las ballenas? ¿Que unas criaturas han estado secuestrando a técnicos de sonar y metiéndoselos por el culo?

—No seas zafio, Clay. Has venido porque querías que te ayudara y estoy tratando de hacerlo. No sé quiénes son, pero desde mi punto de vista eso de que existe un lenguaje oculto en el canto de las ballenas confirma que se llevaron a Nate, a James y a todos los demás. Eso es lo único que sé. Te digo que estoy segura de que Nate está vivo. Esa es otra pieza del puzle.

Clay se sentó en la cama al lado del cuaderno de recortes. Había artículos de revistas científicas sobre la biología de los cetáceos y la acústica submarina, titulares sobre ballenas varadas, algunos de los cuales no parecían relacionados en absoluto. Era la búsqueda de alguien que no sabía lo que estaba buscando. La había considerado una loca durante tanto tiempo que jamás le había dado crédito pese a lo ilustrada que era realmente. Solo ahora estaba comprendiendo sus motivos. Se sentía como una mierda.

—Elizabeth, ¿qué pasa con la llamada del sándwich? ¿Qué pasa con los cristales y las ballenas que te hablan…? ¿Con todo eso? No lo entiendo.

—Sí que me llamaron, Clay. Y en cuanto a lo otro, tengo sueños en los que las ballenas me hablan, y yo les presto atención. Después de cincuenta años buscando, encuentro pistas donde puedo. Teniendo en cuenta lo que estaba buscando, la magia y la adivinación me parecían un método de investigación tan válido como cualquier otro.

—¿Lo ves? —lo reprendió Kona—. Te lo dije. ¿La ciencia que no conoces? Magia.

—Supongo que depositaba mi fe en cualquier parte. Solo espero no haber hecho algo horrible.

—Bah, abuelita, Jah te ama de todas formas, aunque fueras dando fe como una guarra.

—Cállate, Kona —lo atajó Clay—. ¿Cómo que has hecho algo horrible, Elizabeth?

Ella cogió el cuaderno de recortes, lo cerró, se sentó en la cama al lado de Clay y agachó la cabeza. Una lágrima cayó sobre la cubierta de cartón negro del cuaderno.

—Cuando la ballena me llamó diciendo que quería un sándwich de pastrami con pan de centeno reconocí la voz, Clay. Reconocí la voz y por eso insistí tanto en que Nathan fuera a llevárselo.

—Seguro que era un bromista, Elizabeth, una persona a la que conocías. Nate iba a salir ese día de todas formas. Tú no tienes la culpa.

—No, no lo entiendes, Clay. El sándwich de pastrami con pan de centeno era el favorito de James. Cuando llegaba del servicio en el submarino siempre le tenía uno preparado. La voz del teléfono era la de mi James.