29
Honrando a los muertos
Hacía catorce años que Nate no veía a su antiguo maestro, el biólogo Gerard «Gruñón» Ryder, pero aparte del hecho de que estaba muy pálido, tenía exactamente el mismo aspecto que recordaba: fuerte y de corta estatura, con una mandíbula afilada como un cuchillo y una larga melena gris que siempre amenazaba con taparle los descoloridos ojos verdes.
—¿Tú eres el coronel? —exclamó Nate. Ryder había desaparecido hacía doce años. Se había perdido en el mar frente a las islas Aleutianas.
—Le di vueltas al título durante una temporada. Fui el Magnífico Hombre de Carne durante una semana, pero luego me dije que parecía que estaba compensando algo, así que me decanté por algo que tuviera connotaciones militares. Estaba entre el capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino y el coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas. Al final me decidí por «coronel». Es más amenazador.
—Eso sí. —La realidad estaba adoptando un nuevo sesgo contextualizado para Nate, que trataba de no resbalarse. Aquel hombre, que antaño había sido tan brillante, estaba sentado en un montón de baba explicándole como había escogido un megalomaniaco pseudónimo.
—Perdona por haberte hecho esperar tanto antes de traerte aquí abajo. Pero ahora que has venido, ¿qué se siente al estar en presencia de Dios?
—Con el debido respeto, señor, está como una puta cabra.
—Esto no está bien —susurró Clay a Libby Quinn—. No deberíamos celebrar un funeral cuando Nate todavía está vivo.
—No es un funeral —repuso ella—. Es un servicio.
Estaban todos en el Santuario de Ballenas. En la primera fila estaban Clay, Libby, Margaret, Kona, Clair y la Vieja Zorra. Detrás se encontraban Cliff Hyland, Tarwater y el equipo de ambos, el Conde y sus grumetes científicos, Jon Thomas Fuller y todas las tripulaciones de Ballenas de Hawái, S. A., que sumaban unas treinta personas. Al fondo había policías balleneros, camareros y dos de las chicas del Longee’s. Del puerto habían asistido los que vivían en los barcos y los capitanes de crucero, el capitán del puerto y un tipo que trabajaba en la cafetería de la gasolinera. Además había investigadores de la Universidad de Hawái y, para la sorpresa de todos, dos pescadores de coral negro; todos ellos se apretaban en la sala de conferencias, donde los ventiladores del techo fusionaban sus olores con la brisa nocturna, pues Clay había programado un servicio vespertino para que los científicos no perdiesen un día de la temporada de estudio.
—Aun así —atajó.
—Era un león —dijo Kona, con una reluciente lágrima en el ojo—. Un gran león. —Era el mayor cumplido que un rastafari podía hacerle a un hombre.
—Que no está muerto —insistió Clay—. Ya lo sabes, idiota.
—Aun así —replicó Kona.
Era un funeral hawaiano en el sentido de que todos llevaban sandalias y pantalones cortos, aunque los hombres se habían puesto sus mejores camisas hawaianas, las mujeres sus vestidos con flores estampadas más almidonados y muchos habían llevado leis y guirnaldas para la cabeza que depositaron en la cabecera de la sala, sobre las coronas fúnebres que representaban a Nathan Quinn y Amy Earhart. Un ministro de la Iglesia Unitaria disertó durante diez minutos acerca de Dios, el mar, la ciencia y la dedicación antes de cederles el sitio a los que quisieran decir algo. Hubo una pausa larguísima hasta que la Vieja Zorra fue tambaleándose hasta el estrado con un muumuu con una ballena sonriente estampada y una docena de orquídeas blancas en el pelo.
—Nathan Quinn sigue vivo —anunció.
—¡Dadme un amén! —gritó Kona. Clair le tiró de las rastas que le quedaban.
Los biólogos y los estudiantes de posgrado se miraron entre ellos con los ojos como platos, confusos, preguntándose si alguno tenía un amén. Nadie les había advertido que iban a necesitarlo, o de lo contrario lo habrían llevado consigo. A los habitantes del puerto y los ciudadanos de Lahaina los intimidaban los científicos y no estaban dispuestos a decir «amén» delante de todos aquellos intelectuales, de ninguna manera. A los policías balleneros no les gustaba el hecho de que Kona no estuviera entre rejas y no pensaban darle una mierda, y mucho menos un amén. Al final, uno de los pescadores de coral negro, que aquella noche había encontrado la combinación perfecta para el luto en una coctelera de éxtasis, porros y licor de malta, suspiró un desmayado «amén» sobre los asistentes a la manera de un beso matutino, somnoliento y maloliente.
—Y sé —prosiguió la Vieja Zorra— que si no hubiera sido tan terco y le hubiese llevado un sándwich de pastrami con pan de centeno al cantante del canal hoy estaría entre nosotros.
—Pero si estuviera entre nosotros… —murmuró Clair.
—Shhh —la reprendió Margaret Painborne.
—Como me chistes vas a tener que comer felpudos con pajita.
—Cariño, por favor —dijo Clay.
A continuación, la Vieja Zorra explicó que hablaba con las ballenas todos los días desde hacía veinticinco años, que había conocido a Nate, Clay y Cliff cuando estos habían llegado a la isla y que entonces eran jóvenes y estúpidos, aunque aquello había cambiado, porque ahora ya no eran tan jóvenes. Afirmó que Nate era un hombre bueno y considerado, pero que si no hubiera sido tan despistado habría encontrado a una mujer buena que lo quisiera, y añadió que, aunque no sabía dónde estaba, como no volviera a Maui dentro de poco le arrancaría las orejas cuando lo viese. Y después se sentó en medio de un estrepitoso silencio y risitas disimuladas y compasivas, y todos se volvieron hacia Clay, que estaba mirando uno de los ventiladores del techo.
Tras un minuto interminable y embarazoso, después de que el ministro unitario hiciera dos amagos de dirigirse al podio para concluir el servicio, el que se puso en pie fue Gilbert Box, «el Conde». Por una vez no llevaba sombrero, pero sí aquellas gigantescas gafas de sol envolventes, que sin el equilibrio del enorme sombrero sobre aquella angulosa constitución le daban un aire como de insecto, una mantis religiosa cadavérica con pantalones caquis. Se colocó el micrófono, se aclaró pomposamente la garganta y declaró:
—No me caía bien Nathan Quinn… —Y todos esperaron el «pero», pero no lo hubo. Gilbert Box dirigió un asentimiento a los asistentes y volvió a sentarse. Sus grumetes aplaudieron.
Seguidamente tomó la palabra Cliff Hyland, que estuvo diez minutos explicando que Nate había sido un gran tipo y un excelente científico. Luego se adelantó Libby, que habló largo y tendido del orgullo canadiense de Nate, que en una ocasión había asegurado que el «gran sello» de la Columbia Británica era mejor que el resto de los sellos provinciales porque representaba a un ciervo y una cabra fumando una pipa, haciendo gala de un espíritu de cooperación y tolerancia, mientras que en el de Ontario había un ciervo y un alce que estaban tratando de comerse a un oso, en el de Saskatchewan un ciervo y un león encendiendo una hoguera para hacer una fondue (explotando abiertamente el miedo innato que los ciervos inspiraban a los canadienses) y en el de Quebec una mujer con una toga enseñándole un pecho a un león, algo jodidamente francés. Luego había enumerado todas las provincias con sus respectivos sellos, pero esos eran los que Libby recordaba. Finalmente sorbió por la nariz y volvió a sentarse.
—¿Eso es lo único que se te ha ocurrido? —masculló Clay—. ¿Después de cinco años de matrimonio?
Libby le susurró al oído:
—No quería que Margaret se sintiera amenazada. No te he visto corriendo hacia el estrado.
—No pienso hablar de mi amigo muerto cuando creo que no está muerto.
Y antes de que se dieran cuenta, Jon Thomas Fuller había ocupado el estrado y estaba agradeciendo el apoyo que Nate había prestado a su nuevo proyecto, añadiendo que daba las gracias a la comunidad de estudiosos de las ballenas que habían respaldado el nuevo «centro de interacción con los delfines», una gran noticia para todos los presentes. Clair estuvo rodeando el cuello de Clay con los brazos durante este breve discurso; parecía que le estaba dando un abrazo para consolarlo, pero en realidad era una llave que había aprendido observando atentamente a los agentes de policía en los telediarios.
—Cariño, como intentes ir a por él te dejo fuera de combate en tres segundos. Sería una falta de respeto a la memoria de Nate. —Pero con este empeño había relajado la vigilancia sobre Kona, que estaba sentado al otro lado, y este consiguió farfullar «Y una mierda», entre toses, mientras Jon Thomas tomaba asiento.
A continuación, una estudiante de posgrado que trabajaba para Cliff Hyland se puso en pie y confesó que el trabajo de Nate la había inspirado a la hora de dedicarse a este campo. Después uno de los funcionarios del Departamento de Conservación y Protección de los Recursos Naturales de Hawái dijo que Nate siempre había estado en la primera fila de la conservación y la protección de las ballenas jorobadas. El jefe del puerto afirmó que Nate había sido un piloto competente y cuidadoso. Para entonces había transcurrido una hora. Cuando saltaba a la vista que nadie más iba a levantarse el ministro se dirigió al estrado, pero Kona, que se había zafado de la férrea custodia de Clair, se le adelantó y fue corriendo hacia allí.
—Como ha dicho la abuelita, Nathan sigue vivo. Pero ninguno de los presentes ha dicho nada de la Galletita Nevada, que Jah se apiade de ella, que en este momento es pasto de los peces en la mar salada. —Sorbió por la nariz—. No la conocía mucho, pero creo que hablo en nombre de todos nosotros cuando digo que siempre quise verla desnuda. Os lo juro, tíos. Y cuando pienso en esas redondas y firmes…
—La echaremos de menos —lo interrumpió Clay, concluyendo la intervención del hawaiano de pega. Le había tapado la boca con la mano y lo estaba sacando a rastras por la puerta—. Era una joven brillante.
En ese punto el ministro asaltó el podio, les dio las gracias a todos los asistentes y declaró con una oración que se les habían presentado todos los respetos. Amén.
—Bueno, sí, la salud mental puede ser un problema —admitió Gruñón Ryder—. Ser la conciencia de Dios es un trabajo duro.
Nate miró en derredor y, como si hubiera seguido su mirada, la Baba retrocedió hasta que se encontraron en una cámara de unos cuatro metros y medio de diámetro; una burbuja. Es como acampar dentro de una vejiga, pensó Nate.
—¿Así está mejor? —preguntó Ryder.
Nate cayó en la cuenta de que el coronel estaba controlando la forma de la cámara.
—Me vendría bien un sitio para sentarme.
La Baba adoptó la forma de un diván detrás de Nate, que lo tocó cautelosamente, esperando que hubiera filamentos de materia viscosa cuando retirase la mano. Pero aunque la Baba relucía como si estuviera mojada, la silla estaba seca. Caliente y repugnante, pero seca. Tomó asiento.
—Todo el mundo cree que estás muerto —dijo Nate.
—Y tú también lo creías.
Nate no había pensado mucho en eso, pero claro, el coronel tenía razón. Lo habían dado por muerto hacía mucho tiempo.
—¿Has estado aquí desde que desapareciste hace doce años?
—Sí, me capturó una ballena franca modificada que se comió mi zódiac, mi equipo… Todo. Me trajeron a bordo de una ballena azul. Me volví loco durante el viaje. No soportaba la idea. Estuve atado durante casi todo el trayecto. Estoy seguro de que eso empeoró las cosas. —Ryder se encogió de hombros—. Me recuperé en cuanto acepté cómo son las cosas aquí abajo. En cuanto entendí por qué me habían capturado.
—¿O sea…?
—Por lo mismo que a ti. Estaba a punto de descubrir su existencia gracias a los mensajes ocultos en las señales de diferentes cantos de ballena. Nos capturaron a los dos para proteger las naves-ballena y, en definitiva, a la Baba. Deberíamos darles las gracias por no habernos matado.
Nate ya se había preguntado lo mismo. ¿Para qué tomarse tantas molestias?
—Vale, ¿por qué no lo han hecho?
—Bueno, a mí me capturaron vivo porque la Baba y esta gente querían que les dijera lo que sabía y cómo había sospechado lo que contenían los cantos de ballena. A ti te capturaron vivo porque se lo ordené yo.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Porque éramos colegas, porque fuiste alumno mío, porque eres intuitivo y brillante, porque me caías bien y porque soy un buen tipo. ¿Que por qué? No me jodas, hombre.
—Gruñón, vives en una madriguera pegajosa, te has convertido en el misterioso gobernante de una ciudad submarina, diriges una flota de acorazados de carne con tripulaciones de balleneros humanoides y ahora mismo estás sentado en una masa palpitante de baba viscosa que parece salida de un molde de gelatina del infierno, así que no me toques los cojones si te pregunto por qué.
—Vale, tienes razón. ¿Quieres una copa?
Al igual que muchos de los científicos que conocía Nate, Ryder había parloteado hasta darse cuenta de que había olvidado ciertas convenciones sociales que practicaban los demás seres humanos civilizados.
—No, no quiero una copa. Quiero saber cómo ha ocurrido esto. ¿Qué es todo esto? Eres un biólogo, Gruñón, seguro que te ha picado la curiosidad.
—Me sigue picando. Pero lo que sí sé es que en Villababa todo está hecho de esto, todo lo que has visto: los edificios, los túneles y buena parte de la maquinaria, aunque supongo que tú dirías «biomaquinaria»; todo es Baba. Es un organismo gigantesco que lo abarca todo. Puede adoptar la forma de casi todos los organismos de la Tierra y diseñar otros nuevos si le hace falta. La Baba fabricó las naves-ballena y creó a los balleneros. Y Nate, lo más gracioso es que no tardó treinta millones de años. Esta especie no tiene más de trescientos años.
—Imposible —replicó Nate. Había ciertas cosas que uno aceptaba si quería convertirse en biólogo y una de ellas era que la vida compleja era el resultado un proceso evolutivo de selección natural y que la aparición de las nuevas especies se debía a que los genes que facilitaban la supervivencia en un entorno determinado se replicaban en ellas, que los seleccionaban para transmitirlos, en un proceso que con frecuencia se alargaba durante millones de años. Uno no hacía un pedido y recogía una nueva especie en la barra. No había ningún cocinero, ni relojero, ni diseñador. Solo proceso y tiempo—. Además, ¿cómo puedes saberlo?
—Sé cosas estando en contacto con la Baba, pero no ando desencaminado. Puede que menos tiempo… Doscientos años.
—¿Doscientos años? Está claro que los balleneros son criaturas sentientes de acuerdo con todas las definiciones, y no sé lo que son las naves-ballena, pero definitivamente también están vivas. Algo tan complejo no surge en tan poco tiempo.
—No, yo diría que la Baba tiene unos tres mil quinientos millones de años. Las rocas que rodean estas cavernas son de las más antiguas del mundo. Lo que he dicho es que los balleneros y las naves son recientes. Solo tienen unos cuantos cientos de años porque la Baba no los había necesitado antes.
—¿La Baba los necesitaba, así que los creó para que la sirvieran? ¿Como si tuviera voluntad propia?
—Es que la tiene. Es consciente de sí misma y sabe muchas cosas. De hecho, me atrevería a decir que es la depositaria de toda la información biológica del planeta. Esto, Nate, esta Baba es lo más cercano a Dios que vamos a ver en nuestra vida. Es el caldo perfecto.
—¿Te refieres al caldo primordial?
—Exacto. Hace cuatro mil millones de años se agruparon unas cuantas moléculas orgánicas, seguramente en torno una fuente submarina de calor geotérmico, y aprendieron a duplicarse, a replicarse. Como la duplicación es el secreto de la vida, cubrieron todo el planeta, probablemente en el lapso de menos de cien millones de años. Grandes moléculas orgánicas que ahora no existirían porque hay millones de bacterias que se las comerían, pero entonces no había bacterias. En un momento dado toda la superficie del océano estaba habitada por una sola criatura viva que había aprendido a replicarse. Desde luego, los replicantes mutaron al exponerse a condiciones distintas y se desarrollaron especies nuevas que se alimentaban unas de otras, algunas colonizaron a otras y se convirtieron en animales cada vez más complejos, pero una parte de aquella criatura se refugió en el nicho primigenio. Para entonces se estaba intercambiando información química, mediante el ARN primero y el ADN después y, a medida que cada una de estas especies evolucionaba, transmitía toda esa información para que apareciese la siguiente, y dicha información regresaba a la primera criatura. Pero seguía teniendo un nicho seguro, donde obtenía energía del calor de la tierra, al amparo de las rocas y las profundidades oceánicas. Absorbía toda la información de los animales con los que estaba en contacto, pero solo cambiaba lo suficiente para protegerse y duplicarse. Mientras un millón de millones de especies vivían y morían en el mar, esta criatura evolucionaba muy despacio, aprendiendo, siempre aprendiendo. Piénsalo, Nate: dentro de las células de tu cuerpo se encuentra el modelo, no solo de todas las cosas vivas de la Tierra, sino de todas las que han vivido en ella. El noventa y ocho por ciento de tu ADN está haciendo autoestop, no es más que una serie de genes afortunados que tuvieron la astucia de alinearse con otros genes más poderosos, que dieron el pelotazo, por decirlo de alguna manera. Pero la Baba no solo posee todos esos genes, sino que dispone de un diagrama para encenderlos y apagarlos. Puede que el asiento en el que te has acomodado tenga tres mil millones de años.
De repente, Nate sintió algo que hasta entonces solo había experimentado al despertarse en los hoteles con las sábanas enrolladas en la cara: una esperanza intensa y viva, motivada por el asco, de que hubieran limpiado el material genético expulsado desde que la habían puesto. Se levantó por si acaso.
—¿Cómo es posible que sepas eso, Gruñón? Está en contra de todo lo que sabemos de la evolución.
—No es cierto. Encaja perfectamente. Sí, un proceso tan complejo como la vida puede desarrollarse con el tiempo suficiente, pero también sabemos que los animales que encajan perfectamente en sus nichos no sienten presión para cambiar. Los tiburones son básicamente los mismos desde hace cien millones de años y los nautilos de cámara desde hace quinientos millones. Bueno, pues estás viendo a la primera criatura que encontró un nicho. La primera, la fuente.
Nate meneó la cabeza ante la magnitud de aquello.
—Eso explica la preservación del desarrollo evolutivo, pero no la consciencia ni el pensamiento analítico, procesos que requieren un mecanismo sumamente complejo. Algo tan complejo no es el resultado de moléculas orgánicas grandes y esponjosas.
—Las moléculas han evolucionado, pero también han recordado. La Baba es una forma de vida compleja, aunque sea amorfa; no tiene ninguna analogía. Todo es un modelo de ella y nada es un modelo de ella.
Nate retrocedió y la Baba se replegó para hacerle hueco. Lo asaltó un breve instante de vértigo debido al movimiento y se tambaleó. La Baba lo sostuvo; la superficie se adelantó contra sus omoplatos para sujetarlo. Nate se dio la vuelta bruscamente y la Baba se retiró.
—¡Dios, me da escalofríos!
—Ahí lo tienes, Nate. La Baba es consciente. Te sorprendería lo que sabe, lo que puede contarnos. Aquí puedes tener una vida, Nate. Verás cosas que no hubieras visto nunca y harás cosas que no podrías hacer jamás. Y, mientras tanto, me ayudarás a resolver el mayor acertijo biológico de la historia del mundo.
—Creo que después de decir esas cosas tienes que reírte como un loco, coronel.
—Si me ayudas te daré lo que siempre has querido.
—No sé qué es lo que crees, pero lo que quiero es volver a casa.
—Eso es imposible, Nate. Jamás. Eres un hombre brillante, así que no pienso insultarte diciéndote que las circunstancias son otras: no saldrás vivo de estas cavernas, de modo que tendrás que decidir cómo quieres pasar el resto de tu vida. Aquí puedes tener todo lo que habrías tenido en la superficie, mucho más, de hecho, pero no puedes irte.
—En ese caso, coronel, a ver si consigues que este moco gigante te duplique para que puedas darte por el culo tú mismo.
—Sé lo que significa el canto de las ballenas, Nate. Sé para qué sirve.
Nate sintió que su propia obsesión le había asestado una puñalada trapera, pero trató de que no se le notara el impacto que aquello le había causado.
—Ahora no importa demasiado, ¿verdad?
—Lo comprendo. Tómate algo de tiempo para hacerte a la idea, Nate, pero esto corre un poco de prisa. No es suficiente con mantenerse apartado y recopilar datos, tenemos que hacer algo. Quiero que me ayudes. Hablaremos dentro de poco.
La Baba descendió como si envolviera al coronel. Se oyó un sonido semejante al del papel al rasgarse y detrás de Nate se abrió un largo túnel rosado que conducía hasta la puerta irisada por la que había entrado. Echó un último vistazo por encima del hombro, pero no había nada más que Baba; Ryder había desaparecido.
Los dos corpulentos balleneros asesinos salieron al encuentro de Nate en la antecámara, lo miraron a la cara, se miraron el uno al otro y se rieron con grandes sonrisas dentadas. No vio a Emily 7 en ninguna parte.
—Está como una puta cabra —repitió.
Los balleneros sufrieron un ataque de risa sofocada y se doblaron por la cintura mientras lo guiaban por el pasillo hasta la gruta. Hay que reconocerlo, pensó Nate, la Baba ha diseñado a estos tíos para que se lo pasen bien.
En cuanto entró en el apartamento supo que no estaba solo. Se respiraba cierto aroma que no era solo el omnipresente olor del océano que impregnaba toda la gruta, sino otro más dulce y artificial. Comprobó apresuradamente el cuarto de baño y las habitaciones principales. Cuando se abrió la puerta del dormitorio vislumbró una forma bajo las mantas de la cama de matrimonio. Las bioluces no se habían encendido como de costumbre. Nate exhaló un suspiro. La forma se acurrucó en una esquina de la cama exactamente como en la nave-ballena.
—Emily 7, eres una, eh, persona encantadora, en serio, pero es que estoy…
¿Estaba qué? No tenía ni idea de lo que iba a decirle. ¿Que estaba intentando conocerse mejor? ¿Que necesitaba un poco de espacio? Pero entonces se dio cuenta de que lo que había debajo de las sábanas era demasiado pequeño para tratarse de la ballenera enamorada. Núñez, pensó. Aquello iba a ser peor que Emily 7. Núñez era el único contacto humano que Nate tenía en Villababa, aunque ella trabajara para la causa. No quería que se distanciaran. No podía permitírselo. De modo que entró en la habitación, tratando de ingeniárselas para no empeorar las cosas.
—Mira, ya sé que hemos pasado mucho tiempo juntos, y me gustas, de verdad…
—Me alegro —contestó Amy, retirando las mantas—. A mí también me gustas. ¿Vienes?