28
Animales unicelulares
Con síndrome de Estocolmo o no, Nate empezaba a hartarse de aquella atmósfera de comuna jipi, de «todo es maravilloso y la Baba proveerá». Núñez había ido a visitarlo tres días seguidos para acompañarlo al pueblo y a todas las personas que había conocido desde entonces les encantaba la idea de que estaban viviendo dentro de un gigantesco organismo a ciento ochenta metros bajo la superficie del océano. Como si fuera normal. Como si Nate se estuviera rebelando contra el programa al hacer demasiadas preguntas. Al menos los balleneros le hacían pedorretas y se reían cuando pasaba. Al menos ellos eran conscientes del absurdo de todo aquello, aunque ni siquiera deberían haber existido, algo que aparentemente era un argumento de peso a la hora de negarlo. Se había instalado en lo que imaginaba que era un apartamento de primera clase, o lo que se dijera de los apartamentos, en un segundo con vistas a la caverna. Las ventanas eran ovaladas y los cristales, aunque completamente transparentes, eran flexibles. Era como asomarse al mundo a través de un preservativo, y esa no era más que la primera de las cosas de la casa que le daban escalofríos. Disponía de un fregadero, un lavabo y una ducha, y todos ellos tenían grandes esfínteres palpitantes en el fondo. Además, le daba la impresión de que el sello de la puerta de la nevera, por llamarla de alguna manera, estaba hecho de babosas, o en todo caso de algo que dejaba una baba iridiscente al contacto. Por si fuera poco, en la cocina había una papelera con dientes a la que no quería ni acercarse. Lo peor era que el apartamento ni siquiera intentaba disimular que estaba vivo. El primer día, cuando los tripulantes humanos de la nave-ballena le hicieron una visita para tomar una copa a modo de fiesta de bienvenida, había un picaporte escamoso en la pared, al lado de la puerta, que había que pulsar para abrirla. Cuando los demás se fueron y Nate salió de la ducha, el picaporte había sanado. Había una cicatriz en la concha, pero eso era todo. Nate estaba encerrado.
Se escuchó un tamborileo de piedras en la ventana delantera. Nate fue hacia ella, vio la enorme gruta y el puerto y entonces descubrió a sus torturadores. Había una manada de niños balleneros arrojando piedras contra la ventana. Pam, pam, pam. Las piedras rebotaban contra ella sin dejar señales de ninguna clase. Al aparecer Nate frente a la ventana, el repiqueteo se intensificó; los niños balleneros se entusiasmaron y le apuntaban como si pudiesen arrojarlo a una piscina de feria con un tiro certero.
—¡Por eso en el mundo real los cetáceos no tienen manos! —gritó Nate—. ¡Por vosotros! ¡Pequeños monstruos!
Pam, pam, pam, pam, clac. De tanto en tanto un tiro errado se estrellaba contra el marco de concha de la ventana, resonando como una canica contra un azulejo.
Me parezco al viejo Spangler, que se ponía a chillar cuando mi hermano y yo le robábamos las manzanas, pensó Nate. ¿Cuándo me habré convertido en ese tío? No quiero ser como él.
Alguien llamó suavemente a la concha de la puerta. Cuando se dio la vuelta, la puerta se abrió como el obturador de una cámara; dos secciones de concha se retrajeron sobre unos músculos ocultos en las paredes. Nate se sintió como una sorprendida tortuga de caja. Cielle Núñez estaba en la puerta con unas bolsas de la compra de tela dobladas debajo del brazo. Era una mujer simpática, atractiva, capaz y nada amenazadora; Nate estaba seguro de que por eso la habían designado para que fuera su guía.
—¿Estás listo para ir de compras, Nate? He llamado para decirte que venía, pero no contestabas.
El apartamento disponía de un sistema de comunicaciones, una especie de tubería ornamentada que silbaba y agitaba unas alas de escarabajo verdes y metálicas cuando alguien llamaba. A Nate le daba miedo.
—Cielle, ¿podemos dejar de fingir que somos amigos que pasan el día juntos? Me encierras aquí dentro cuando te marchas.
—Es por tu propio bien.
—Me parece que ese es el eterno argumento de los carceleros.
—¿Quieres ir a comprar comida y ropa o no?
Nate se encogió de hombros y salió por la puerta tras ella. Recorrieron el perímetro de la caverna, que parecía un cruce entre una antigua aldea inglesa y una urbanización art nouveau de hobbits, con puertas y ventanas de formas irregulares que daban a establecimientos en los que se exhibían productos asados y comida precocinada. Estaba claro que a la Baba no le hacía mucha gracia que hubiera fuegos para cocinar en casa. La comida precocinada se preparaba en otra sección del complejo. En el apartamento de Nate había un armario para calentarla que parecía una panera confeccionada con la concha de un armadillo gigante. Funcionaba a la perfección. Abrías la tapa, metías la comida y al momento habías perdido el apetito.
—Ahora vamos a comprarte algo de ropa —anunció Cielle—. Esos caquis son prestados. Solo los llevan los tripulantes de las naves-ballena.
Había media docena de niños balleneros que los seguían, emitiendo chillidos y risitas durante todo el trayecto.
—¿Así que me metería en un lío si me liase a patadas con los niños balleneros en la calle?
—Por supuesto —se rió Cielle—. Aquí hay leyes, como en todas partes.
—Está claro que no son de las que prohíben el secuestro y el encarcelamiento injustificado.
Núñez se detuvo y lo asió del brazo.
—Oye, ¿de qué te quejas? Este es un buen sitio. No te estamos maltratando. Todo el mundo es amable contigo. ¿Qué problema tienes?
—¿Cómo que qué problema tengo? El problema es que a todos vosotros os han arrancado de vuestras vidas, os han apartado de vuestras familias y amigos, os han arrebatado todo lo que conocíais y os comportáis como si no os importara lo más mínimo. Bueno, pues a mí me importa, Cielle. Me importa mucho. Y no entiendo esta colonia, ciudad, o lo que sea. ¿Cómo es posible que exista sin que nadie la descubra? En todos estos años, ¿por qué nadie ha salido y desvelado el secreto de este sitio?
—Ya te he dicho que todos íbamos a ahogarnos…
—Y una mierda. No me lo trago ni por un segundo. Ese agradecimiento a los rescatadores solo dura una temporada. Lo he visto. No es para toda la vida. Todos los que he conocido están encantados. Adoráis a la Baba, ¿verdad?
—Nate, si no quieres que te encierren, no te encerrarán. Villababa está a tu disposición; vete adonde quieras. Hay cientos de kilómetros de túneles. Algunos de ellos ni siquiera los he visto. Vete. Sal de la caverna y explora cualquiera de esos túneles. Pero ¿sabes una cosa? Esta misma noche volverás en busca de tu apartamento. No eres un prisionero, solo estás viviendo en otro sitio de otra forma.
—No has contestado a mi pregunta.
—La Baba es la fuente, Nate. Ya lo verás. El coronel…
—Me cago en el coronel. El coronel es un puto mito.
—¿No quieres un café? Pareces enfadado.
—Maldita sea, Cielle, mi mono de cafeína no tiene importancia. —Pero lo cierto era que sí que la tenía, un poco. Ese día no había tomado nada de café—. Además, ¿cómo sé que lo que bebemos es café? Seguro que es una bebida de híbrido de granos de café y nutria marina mutante.
—¿Eso es lo que quieres?
—No, eso no es lo que quiero. Lo que quiero es un picaporte. Que no sea un nódulo orgánico. Quiero un picaporte muerto. Y que haya estado muerto siempre. No quiero nada que antes fuera amigo tuyo.
Cielle Núñez había retrocedido algunos metros y los niños balleneros que los habían estado siguiendo se habían callado y habían adoptado una formación defensiva en la que los más grandullones formaban la primera línea de la manada. Los paseantes, que normalmente asentían y saludaban cuando pasaban, dieron un amplio rodeo alrededor de Nate. Se oía una inusitada cantidad de silbidos entre los transeúntes balleneros.
—¿Con eso te basta? —preguntó la mujer—. Un picaporte. ¿Si te consigo un picaporte serás un hombre feliz?
¿Por qué iba a darle vergüenza? ¿Porque había asustado a los niños? ¿Porque había incomodado a sus secuestradores? Sin embargo, estaba avergonzado.
—También me vendrían bien unos tapones, si tienes. Para dormir.
La caverna se oscurecía diez horas de cada veinticuatro. Cielle le había explicado que era para que los humanos estuvieran cómodos, para que mantuvieran una apariencia de sus ritmos circadianos acostumbrados. La gente necesitaba el día y la noche; sin ese cambio muchos no conciliaban el sueño. El problema era que los balleneros no dormían. Descansaban, pero no dormían. De modo que cuando la caverna se oscurecía seguían con sus asuntos. Pero en las tinieblas todos emitían chasquidos constantemente para orientarse. Parecía que un ejército de bailarines de claqué invadía la caverna todas las noches. Y en consecuencia, también el apartamento de Nate.
Núñez asintió.
—Seguro que me las arreglo. ¿Ahora te apetece una taza caliente de nutria marina?
—¿Qué?
—Es una broma. Anímate, Nate.
—Quiero irme a casa. —Lo había dicho antes de darse cuenta.
—Eso no es posible. Pero informaré. Me parece que ya va siendo hora de que conozcas al coronel.
Estuvieron todo el día de tiendas. Nate encontró unos pantalones holgados de algodón que le servían, calcetines y calzoncillos y un montón de camisetas en una pequeña tienda. No hubo intercambio alguno de dinero. Núñez hizo un asentimiento al dependiente y Nate se llevó lo que necesitaba. No había un gran surtido de artículos en ninguno de los establecimientos; buena parte de lo que llevaban eran productos del mundo real: ropa, telas, libros, cuchillas de afeitar, zapatos y pequeños artilugios electrónicos. Pero en algunos había artículos que parecía que habían cultivado o fabricado en Villababa, como cepillos de dientes, jabones y lociones. Los envoltorios parecían del siglo XVII; todos los dependientes envolvían los paquetes con una tela encerada que en opinión de Nate olía vagamente a alga y de hecho tenía el mismo color aceituna que el quelpo gigante. Los clientes llevaban sus propios tarros para los aceites, encurtidos y otros productos blandos. El científico había visto de todo, desde un moderno tarro de mayonesa hasta vajillas artesanales que debían de tener cien años.
—¿Cuánto tiempo, Cielle? —preguntó mientras observaba a un dependiente que contaba dátiles almibarados mientras los introducía en un tarro de cristal soplado a mano y lo sellaba con cera—. ¿Cuánto tiempo hace que vive gente en este sitio?
Ella siguió su mirada hasta el tarro.
—Muchos de los productos de la superficie proceden de naufragios, así que no te impresiones si ves antigüedades; el mar es un buen conservante. A lo mejor lo han encontrado hace una semana. Un amigo mío guarda las patatas en un ánfora de vino griega que tiene dos mil años.
—Claro, y yo guardo la calderilla en el santo grial. ¿Cuánto tiempo?
—Qué malhumorado estás hoy. No sé cuánto tiempo, Nate. Mucho tiempo.
Quinn tenía docenas, cientos de preguntas más, como por ejemplo de dónde demonios sacaban las patatas si no había luz solar para cultivarlas. No las rescatarían de un barco hundido. Pero Cielle solo dejaba que llegase hasta cierto punto antes de declararse ignorante.
Comieron en la barra de un restaurante con cuatro taburetes cuya propietaria era una impresionante irlandesa de fascinantes ojos verdes con una exuberante cabellera pelirroja que, como todos los demás, aparentemente, conocía a Cielle y sabía quién era Nate.
—¿Quiere un walkman, doctor Quinn? Acabará dándose a la bebida con el ruido que hacen los balleneros por las noches.
—Venimos a comprarle unos tapones, Brennan —dijo Cielle.
—La música es la mejor manera de tapar los silbidos —insistió la otra, antes de meterse en la cocina. Las paredes de la cafetería estaban decoradas con una colección de antiguas bandejas de cerveza; Nate había descubierto que estaban encoladas con un pegamento semejante a la sustancia que segregaban los percebes para adherirse a los barcos. Los clavos no se veían con buenos ojos, porque cuando les infligían alguna herida las paredes sangraban durante un rato.
El hombre le dio un mordisco al bocadillo: albóndigas y mozzarella sobre crujiente pan francés.
—¿Cómo? —le preguntó a Cielle, escupiendo migas sobre la barra—. ¿Cómo hacen estas cosas si no hay fuego?
Cielle se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Supongo que en una panadería. Preparan toda la comida precocinada fuera de la caverna. Yo nunca he estado allí.
—¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo es posible?
Cielle Núñez dejó el bocadillo y se apoyó en un codo, sonriéndole. Tenía unos ojos extraordinariamente afables y Nate se obligó a recordarse que le habían ordenado que se hiciera amiga suya. Qué interesante, se dijo, que hubieran escogido a una mujer. ¿Sería un cebo?
—¿Has leído Un yanqui en la corte del rey Arturo, Nate?
—Claro, como todo el mundo.
—Ese tío viaja hasta Camelot desde el siglo XIX y deja pasmado a todo el mundo con sus conocimientos científicos, sobre todo porque sabe fabricar pólvora, ¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Tú eres un científico, así que seguramente te habría ido bien, pero si coges a un ciudadano corriente, un tío que trabaja en una tienda de saldos, por ejemplo. ¿Sabes cómo acabará si lo dejas en el siglo XII?
—¿Adónde quieres llegar?
—Lo más probable es que se muera a causa de una infección bacteriana. Y que las últimas palabras que broten de sus labios sean: «Os aseguro que existen los antibióticos». Lo que intento decirte es que no sé cómo se hacen estas cosas porque no me hace falta saberlo. Nadie sabe cómo se fabrican las cosas que usa. Supongo que podría enterarme y decírtelo, pero te prometo que no te estoy ocultando información para hacerme la interesante. Las naves-ballenas llevan a cabo muchos rescates. Además, tenemos acuerdos comerciales en el mundo real mediante los que obtenemos buena parte de nuestros productos. Cuando los tripulantes de un carguero dejan palés de mercancías para los habitantes de alguna remota isla del Pacífico, lo único que saben es que les han pagado para descargarlos en la orilla. No se quedan para ver quién se los lleva. Los veteranos afirman que antes la Baba se encargaba de todo. De fuera no llegaba nada que ellos no hubieran traído consigo.
Nate le dio un mordisco al bocadillo y asintió como si estuviera sopesando lo que ella acababa de decirle. Pero desde que había llegado a Villababa había pasado todos los momentos de vigilia discurriendo sobre dos cosas: una, cómo era posible que aquel sitio funcionase; y dos, cómo escapar de allí. La Baba tenía que abastecerse de energía en alguna parte. Le harían falta decenas de millones de calorías solo para alumbrar la caverna. Si la energía venía de fuera, tal vez pudiera salir por el mismo camino.
—¿Así que la alimentáis? ¿A la Baba?
—No.
—Pues entonces…
—No lo sé, Nate. No lo sé. ¿Cómo funciona una tintorería?
—Bueno, supongo que utilizan disolventes que, eh… Mira, los biólogos no llevan muchas cosas a la tintorería. Seguro que no es un proceso tan complicado.
—Sí, bueno, lo mismo digo de todas tus preguntas sobre la Baba.
Cielle se levantó y cogió los paquetes.
—Vámonos, Nate. Te acompañaré al apartamento. Luego me iré a la madriguera de los balleneros para ver si es posible que te reúnas con el coronel. Hoy mismo.
A Nate aún le quedaban un par de mordiscos al bocadillo.
—Oye, que aún me quedan un par de mordiscos al bocadillo —protestó.
—¿De verdad? Bueno, ¿te has preguntado de dónde sacamos las albóndigas en Villababa? ¿Qué clase de carne tienen?
Nate dejó el bocadillo.
—Es usted un poco tiquismiquis, ¿eh? —comentó Brennan mientras salía de la cocina para llevarse los platos.
Nate estaba leyendo una novela romántica de abogados que había encontrado en la pequeña biblioteca del apartamento cuando los balleneros fueron a buscarlo. Eran tres, dos grandes machos con colores de ballena asesina y una hembra azul más pequeña. Solo cuando esta chilló: «Hola, Nate» con vocecilla de elfo aplastado se dio cuenta de que era Emily 7.
—Vaya, hola, Emily. ¿Te gusta «Emily» a secas o tengo que poner siempre el siete? —Nate siempre se encontraba incómodo después, aunque no hubiera habido nada antes.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró hinchando el ojo izquierdo.
—Vale —murmuró Nate, cambiando de tema—. Supongo que nos vamos. ¿Has visto mi nuevo picaporte? Nuevecito. De acero inoxidable. Ya sé que no hace juego con todo lo demás, pero ya sabes, es un poco como ser libre. —Claro, Nate. Es un picaporte, pensó.
Lo llevaron hasta más allá del pueblo, contorneando el perímetro de la caverna, hasta uno de los enormes túneles que brotaban de ella. Caminaron durante media hora, recorriendo un laberinto de túneles que se estrechaban más cuanto más se alejaban; la reluciente superficie roja de cáscara de langosta se atenuaba hasta algo semejante a la madreperla al internarse en ella. Relucía débilmente, apenas lo suficiente para que vieran por dónde iban.
Por último, el túnel volvió a ensancharse, abriéndose a una espaciosa estancia que parecía una especie de anfiteatro ovalado y opalescente que despedía una luz propia. Había bancos que flanqueaban las paredes, todo a la vista de una amplia rampa que conducía a una puerta redonda del tamaño de una puerta de garaje, que ahora estaba cerrada con un iris de concha negra.
—Oh, el poderoso Oz te recibirá ahora —comentó Nate.
Los balleneros, a los que prácticamente todo les hacía gracia, apartaron la mirada. Uno de los machos blancos y negros silbó débilmente una melodía a través del respiradero. En el salón del rey de la montaña o una canción de Barbra Streisand. Un tanto siniestro, pensó Nate.
Emily 7 le propinó un revés en el pecho al que silbaba, que guardó silencio abruptamente. A continuación le puso la mano en el hombro a Nate y le indicó que subiera los escalones hasta la puerta redonda.
—Vale, supongo que esto ha sido todo. —Nate ascendió la rampa de espaldas mientras los balleneros retrocedían—. Será mejor que no os vayáis porque no encontraré el camino de regreso.
Emily 7 sonrió con aquella encantadora sonrisa de salmón cortado en dos y lo instó a que continuara.
—Gracias, Em. Tienes buen aspecto, ¿sabes? ¿Ya te lo había dicho? Reluciente. —Confiaba en que «reluciente» fuese un cumplido.
El iris se abrió a sus espaldas y los balleneros se postraron de rodillas, tocando el suelo con la mandíbula. Nate se dio la vuelta y vio que la rampa opalescente desembocaba en una espejeante cámara roja que emitía un fulgor intermitente y destellos húmedos. Parecía que las paredes respiraban. Aquello sí que tenía la apariencia de algo vivo; el interior de algo vivo. Sin duda era mucho más de lo que esperaba ver cuando lo devoró la ballena. Siguió adelante. A los pocos pasos la rampa se fundía en la carne rojiza, que ahora se había dado cuenta de que estaba surcada de vasos sanguíneos y algo que parecían nervios. No lograba hacerse una idea del tamaño de la cámara en la que se encontraba. Daba la impresión de que se dilataba para recibirlo y se contraía cuando pasaba, como si se moviera dentro de una burbuja. Cuando las irisaciones desaparecieron en la Baba rosada, Nate sintió que lo asaltaba una oleada de pánico. Aspiró una honda bocanada (aire húmedo, impregnado) y, por extraño que fuera, recordó lo que le habían dicho Poynter y Poe en la nave-ballena jorobada: era más sencillo si uno aceptaba que ya estaba muerto. Aspiró otra larga bocanada y avanzó unos cuantos metros antes de detenerse.
—¡Me siento como un puto espermatozoide aquí dentro! —chilló. Qué demonios, de todas formas estaba muerto—. Se supone que tengo que reunirme con el coronel.
En ese momento la Baba empezó a desvelarse ante sus ojos, como una flor abriéndose de dentro afuera. Un brillo más intenso iluminaba la cámara que acababa de abrirse y que apenas era lo bastante grande para Nate, otra persona y unos tres metros de espacio para la conversación. El coronel estaba reclinado en una voluminosa masa rosada de baba, con atuendo de safari tropical y una gorra de béisbol de los Giants de San Francisco.
—Nathan Quinn, me alegro de verte. Cuánto tiempo —dijo.