27

El mundo encontrado

La nave-ballena abrió la boca y Nate desembarcó en la orilla junto con el resto de los tripulantes como una baba sentiente, algo que resultaba una auténtica coincidencia, pues eso era exactamente lo que había bajo la superficie del atracadero. Algunos balleneros fueron a recibirlos; uno de ellos le dio unas zapatillas Nike antes de irse a intercambiar chasquidos y chillidos y abrazos de bienvenida con la tripulación que regresaba. Había tanta luz que, después de haber estado casi diez días a bordo de la nave-ballena, Nate no supo al momento lo que pasaba. Los demás tripulantes humanos llevaban gafas de sol y se sentaron en el suelo para ponerse los zapatos, a pocos pasos de la boca de la embarcación. Observando la dureza del terreno, Nate creyó que se hallaban en una especie de muelle, pero entonces Cal Burdick se quitó las gafas para ofrecérselas.

—Adelante. Yo llevo viendo todo esto desde hace muchos años, pero me parece que tú lo encontrarás interesante.

Con las gafas oscuras, Nate lo vio. No le pasaba nada en los ojos; el problema era que le estaba costando procesar mentalmente lo que estos le estaban diciendo. Aunque el ambiente era tan claro como el día (un día nublado, en todo caso), no estaban al aire libre. Se hallaban dentro de una caverna tan inmensa que ni siquiera se divisaban las paredes. Habría dado cabida a una docena de estadios y aún habría quedado espacio para una feria, un casino y el Vaticano, si le quitaban un par de basílicas. El techo entero era una fuente de luz, una luz fría, aparentemente (algunas secciones eran amarillas y otras azules), con grandes manchas luminosas de formas irregulares, como una tormenta solar pintada por Jackson Pollock. La mitad de la caverna era agua, una superficie lisa y reflectante como la de un espejo, que de tanto en tanto rompían grupos de cinco o seis pequeños balleneros, que cada pocos metros exhalaban vapor al unísono a través de los respiraderos. Niños balleneros, pensó Nate. Había unas cincuenta naves-ballena de especies diferentes amarradas en la orilla, de las que entraban y salían los tripulantes. Había grandes segmentos de tuberías semejantes a gusanos gigantescos adheridas a los costados de las naves, uno a cada lado de la cabeza, que se alargaban hasta unas conexiones instaladas en la orilla. El suelo… El suelo era rojo y duro como el linóleo; estaba bruñido, pero no relucía. Se alargaba durante cientos de metros, quizá un kilómetro, y daba la impresión de que se elevaba hasta la mitad de las paredes de aquella inmensa gruta. Nate vislumbró aberturas en los muros, pasillos ovalados, entradas, túneles o algo por el estilo. Observando el tamaño de las personas y los balleneros que entraban y salían, supuso que algunas aberturas medían unos nueve metros de diámetro, mientras que otras parecían del tamaño de puertas normales. Había ventanas (o suponía que eran ventanas) de formas torcidas y sinuosas al lado de algunas de las más pequeñas. No había un ángulo recto en toda la gruta. Cientos de personas deambulaban entre otros tantos balleneros, ocupándose de las naves, trasladando instrumentos y provisiones mediante artilugios semejantes a carretillas y carretas ordinarias.

—¿Dónde demonios estamos? —exclamó Nate, que estaba a punto de romperse el cuello tratando de abarcarlo todo al mismo tiempo—. ¿Qué demonios es esto?

—Es impresionante, ¿eh? —contestó Cal—. Me encanta mirar a la gente que ve Villababa por primera vez.

Nate pasó la mano por la tierra, o el suelo, o lo que fuera aquella superficie en la que habían tomado asiento.

—¿Qué es esto? —Parecía lisa, pero tenía texturas y poros, una aspereza oculta, como si estuviera hecha de cerámica o…

—Es un caparazón viviente. Como la cáscara de una langosta. Este sitio está vivo, Nate. Todo: el techo, el suelo, las paredes, el túnel de acceso desde el mar, las casas… Todo es un organismo gigantesco. Lo llamamos la Baba.

—La Baba. ¿Y esto es Villababa?

—Sí —dijo Cal, con una gran sonrisa que revelaba una dentadura perfecta.

—¿Y eso en qué os convierte a vosotros?

—En babosos. Tiene una maravillosa lógica seussiana, ¿no crees?

—Yo no creo nada, Cal. ¿Sabes que me he pasado la vida entera oyendo a los demás hablando de cosas abrumadoras? No es más que un tópico sin sentido, una hipérbole, como cuando dices que estás hecho polvo o que algo te hiela la sangre.

—Sí.

—Pues ahora estoy abrumado. Estoy completamente abrumado.

—Y tú que creías que las naves eran impresionantes, ¿eh?

—Sí, pero ¿esto? Un organismo vivo que ha tomado la forma de este complejo… ¿sistema? Estoy abrumado.

—Imagina lo que sienten las bacterias que viven dentro de tu intestino.

—Bueno, en este momento me parece que están cabreadas conmigo.

A una decena de metros se estaba formando un grupo de balleneros que señalaban a Nate y se reían entre dientes.

—Han venido a ver al nuevo. No te sorprendas si se restriegan contra ti en las calles. Te están diciendo «hola».

—¿Calles?

—Nosotros las llamamos calles. Parecen calles.

En ese momento, a la tenue luz amarilla que despedían las naves-ballena, Nate se dio cuenta de que los balleneros tenían colores muy diversos. Algunos eran azules con motas, como las ballenas azules, mientras que otros eran negros como las piloto o grises como las minke. Algunos hasta tenían el negro sobre blanco de las ballenas asesinas y los delfines de flancos blancos del Pacífico, mientras que otros eran completamente blancos, como las ballenas beluga. La morfología era muy semejante en todos los casos, solo se diferenciaban en el tamaño; los balleneros asesinos eran medio metro más altos y unos cuarenta y cinco kilos más pesados que los demás y sus mandíbulas eran el doble de anchas. Además Nate comprobó en aquella luz más brillante que era el único humano que estaba bronceado. Parecían en buena forma, hasta Cal y el resto de la tripulación, pero se habría dicho que ninguno de ellos había visto el sol. Como los británicos.

Núñez ayudó a Cal a levantarse y después a Nate.

—¿Qué tal te sientan las zapatillas? —le preguntó.

—Es raro después de no haberlas llevado durante tanto tiempo.

—Estarás dando tumbos unas horas. Luego sentirás el movimiento al quedarte quieto durante un día o así. Es como navegar en un barco corriente. Te acompañaré a tu nueva casa y te enseñaré un poco todo esto hasta que te instales. Seguramente el coronel te llamará enseguida. La gente te ayudará, tanto los humanos como los balleneros. Todos saben que eres nuevo.

—¿Cuántos son, Cielle?

—¿Los humanos? Aquí viven casi cinco mil. Y puede que la mitad de balleneros.

—¿Dónde es aquí? ¿Dónde estamos?

—Ya le he hablado de Villababa —intervino Cal.

La mujer miró a Nate y se caló las gafas de sol en la nariz para mirarlo a los ojos.

—No te acojones, ¿eh?

Nate meneó la cabeza. ¿Qué creía, que lo que iba a decirle era más chocante, más formidable o más temible que lo que había visto hasta entonces?

—El techo es de piedra gruesa, aunque no estoy segura de cuánto exactamente; en todo caso, se encuentra a unos ciento ochenta metros bajo la superficie del océano Pacífico. Estamos a unos tres kilómetros de la costa de Chile, debajo de la plataforma continental. De hecho, hemos entrado por una grieta del talud continental, la cara de un precipicio.

—Ahora mismo estamos a ciento ochenta metros de profundidad. ¿Y la presión?

—Hemos entrado por un túnel muy largo. Las naves atraviesan una serie de compuertas hasta que se encuentran a la misma presión que en la superficie. Te lo habría enseñado mientras entrábamos, pero no quería despertarte.

—Vaya, gracias.

—Vamos a tu nueva casa. Tenemos un largo paseo por delante. —Y se alejó de la orilla, indicándole que la siguiera.

Nate estuvo a punto de tropezarse cuando volvió la vista atrás, hacia las naves-ballena que flanqueaban el puerto. Tim lo sostuvo del brazo.

—Es difícil asimilarlo. La gente se acojona muchísimo. Solo tienes que aceptar que la Baba no dejará que te ocurra nada malo. El resto no es más que una serie de sorpresas. Como la vida.

El científico escrutó sus ojos oscuros en busca de ironía, pero el joven era franco y sincero como un tazón de leche.

—¿La Baba me cuidará?

—Así es —le aseguró Tim, conduciéndolo hacia el muro de la caverna, hacia el auténtico pueblo de Villababa, con las puertas y ventanas de formas orgánicas, los picaportes y los bultos, los caminos de cáscara de langosta, las manadas de balleneros que trabajaban o jugaban en el agua, en el que habitaba todo un pueblo de seres humanos que Nate imaginaba que estaban chiflados y contentos.

Después de pasar dos días buscando el significado de las marcas toscas de las ondas y los unos y los ceros de las libretas que introducían rápidamente en el sistema, Kona encontró en North Shore a un pirata informático surfista llamado Lolo que accedió a copiarlo todo en una rutina Linux a cambio de la vieja tabla de Kona y quince gramos de los mejores cogollos de marihuana impregnados.

—¿No puede aceptar dinero sin más? —quiso saber Clay.

—Es un artista —explicó Kona—. Todo el mundo tiene dinero.

—No sé cómo voy a explicárselo al contable.

—¿Cogollos húmedos?

Clay observó consternado las páginas de libreta que se amontonaban en el escritorio al lado de Margaret Painborne, que estaba tecleando, y le dio un fajo de billetes a Kona.

—Toma. Compra los cogollos. Tráelo. Y devuélveme el cambio.

—Voy a dar mi tabla por la causa —replicó Kona—. A mí también me vendría bien un rato para la mística.

—¿No querrás que le diga a la abuelita Clair que has intentado chantajearme? —Clay había adoptado la costumbre de amenazar al chico con ella como si fuera una especie de espada de Damocles, directora adjunta y dominatrix malvada, y al parecer funcionaba a las mil maravillas.

—Tengo que fumar, tronco. Buen rollo.

De pronto algo se inflamó en la mente de Clay, una repentina descarga de déjà vu con conexiones eléctricas.

—Espera, Kona.

El surfista se detuvo en la puerta y se dio la vuelta.

—El día que empezaste a trabajar para nosotros, ¿fuiste al estudio a recoger el carrete como te había pedido Nate?

Kona meneó la cabeza.

—No, jefe, me encontré con la Galletita Nevada cuando me iba y me dijo que me quedara con el dinero y que ella iría al estudio. Cuando volví con la hierba me dio las fotos para que se las diese a Nate.

—Lo que me temía —murmuró Clay—. Anda, ve a fumar. Consigue lo que necesitamos.

De modo que al cabo de tres días todos estaban mirando a Lolo mientras este apretaba la tecla «return» y la onda subsónica del canto de una ballena azul se desplegaba sobre la base de la pantalla y los datos se transcribían en forma de letras encima de ella. Lolo apenas tenía un año más que Kona; era un japoamericano tostado por el sol con minúsculas rastas amarillas, del color de los patitos de goma, y un entramado de tatuajes maoríes en la espalda y los hombros.

Lolo se dio la vuelta en la silla hacia ellos.

—He mezclado una pista de trance de cincuenta minutos con sesenta loops de percusión que era mucho más complicada que esto. —Lolo había hecho sus pinitos como técnico de sonido pinchando en un club de dance de Honolulú.

—No dice nada —repuso Libby Quinn—. Es un galimatías, Clay.

—Bueno, así es como ha sido hasta ahora, ¿no?

—Pero es que desde el primer día no hemos encontrado nada.

—Sabíamos que esto podía pasar, que no podía haber mensajes en todos. Solo tenemos que encontrar los buenos.

Libby tenía una expresión suplicante.

—Clay, la temporada es corta. Tenemos que salir al campo. Ahora que tienes este programa no necesitas mano de obra. Margaret y yo te traeremos más cintas, se las hemos pedido a personas de confianza, pero no podemos perder toda la temporada.

—Y tenemos que hacer público lo del campo de tiro de torpedos —añadió Margaret, menos comprensiva que Libby.

Clay asintió y se miró los pies descalzos sobre el suelo de madera noble. Aspiró una honda bocanada de aire y cuando alzó la vista estaba sonriendo.

—Tienes razón. Pero no levantes la liebre confiando en que alguien te haga caso. Cliff Hyland me dijo que lo único que le interesaba a la marina era hasta dónde se sumergen las jorobadas. Si no consigues pruebas de que llegan hasta el fondo del canal dirán que no eres más que una loca de las ballenas y que no corren ningún peligro. Ni siquiera con el campo de tiro.

—Entonces ¿te parece bien que lo anunciemos? —le preguntó Libby.

—La gente se enterará enseguida de lo del campo de tiro de torpedos. No creo que corráis ningún peligro. Pero no digáis nada de lo demás, ¿vale?

Las dos mujeres se miraron y asintieron.

—Tenemos que irnos —dijo Libby—. Te llamaremos, Clay. No te estamos dejando colgado.

—Lo sé —admitió él.

Después de que se fueran, Clay se volvió hacia los dos surfistas. Tras treinta años trabajando con los mejores científicos y buceadores del mundo había acabado con dos fumetas.

—Si tenéis que hacer otras cosas, lo entiendo.

—Entonces me largo —exclamó Lolo, que se puso en pie y salió disparado hacia la puerta.

Clay observó la pantalla ante la que se había sentado aquel chico. En ella se leía: «Llegada a VB lunes 13.00 aprox. Zapatillas número 45 para Quinn. Fin del mensaje. AAA.BAXYXABUDAB».

—Vuelve a traerlo —le pidió Clay a Kona—. Tenemos que saber en qué cinta estaba esto.

—Libby se las dio todas.

—Ya lo sé. Pero tengo que saber de dónde la ha sacado. Dónde y cuándo la grabaron. Llama al móvil de Libby. A ver si la encuentras. —Clay estaba tratando de imprimir la pantalla antes de que desapareciera el mensaje—. ¿Cómo demonios funciona esto?

—¿Cómo sabes que no voy a irme?

—Cuando te has despertado esta mañana, Kona, ¿tenías una razón para salir de la cama aparte de las olas y la hierba?

—Claro, tío, tengo que encontrar a Nate.

—¿Qué tal te sienta eso?

—Voy a llamar a Libby, jefe.

—La lealtad es importante, hijo. Voy a buscar a Lolo. Confirma en qué cinta estaba.

—Cállate, jefe. Estoy intentando marcar.

El críptico mensaje brotó de la impresora a sus espaldas.