26
Forzando la cerradura del cofre de Davy Jones
—¿«Que te den»? —dijo Libby Quinn, leyendo la cola.
La cola de la ballena se contorsionó poco a poco en el espacio, un píxel tras otro, a medida que el programa extrapolaba el nuevo ángulo. Margaret Painborne estaba sentada delante de la pantalla. Clay y Libby estaban detrás de ella y Kona estaba al otro lado de la sala, trabajando con el equipo de Quinn, que habían reparado.
—¿«Que te den»? —repitió Clay—. No puede ser. —Le vino a la memoria que Nate le había dicho que había visto una cola como aquella y se estremeció.
Margaret pulsó algunas teclas y se dio la vuelta en la silla de Clay.
—¿Es una broma, Clay?
—Mía no. Eso es una filmación en bruto, Margaret. —Encontraba a Margaret tan temible como a Libby atractiva. Quizá lo uno debido a lo otro. Era algo complejo—. La imagen de la cola antes de que la cambiaras es exactamente lo que vi cuando estaba bajo el agua.
—Habéis dicho que tienen una forma de comunicarse muy sofisticada —dijo Kona, que se daba aires de científico pero básicamente estaba cabreando a todo el mundo.
—¿Cómo? —dijo Libby—. Suponiendo que quisieras, ¿cómo ibas a pintarle eso en la cola a una ballena?
Margaret y Clay menearon la cabeza.
—Con Rust-Oleum —sugirió Kona, y todos se volvieron y lo fulminaron con la mirada—. No me pongáis esa cara. Tendría que ser impermeable, ¿no?
—¿Has terminado de copiar esas páginas? —dijo Clay.
—Sí, tío.
—Pues guárdalas y vete a pasar el rastrillo, la segadora o lo que sea.
—Guárdalas en lenguaje binario —añadió inmediatamente Margaret, pero Kona ya había guardado el documento y la pantalla estaba despejada.
La mujer se dio impulso con la silla hasta el otro lado del despacho, con el cabello gris ondeando como si fuera la bruja voladora de la isla de los Oficinistas, y empujó a Kona a un lado.
—Mierda —masculló.
—¿Qué? —preguntó Clay.
—¿Qué? —repitió Libby.
—Me habéis dicho que las guarde —protestó Kona.
—Las has guardado en ASCII[15], en un documento de texto, no en lenguaje binario. Mierda. A ver si no le ha pasado nada. —Abrió el archivo y el texto apareció en la pantalla. Se tapó la boca con la mano y se reclinó lentamente en la silla de Clay—. Ay, Dios mío.
—¿Qué? —tronó el coro.
—¿Estás seguro de que lo has copiado tal como estaba en los gráficos? —le preguntó a Kona sin mirarlo.
—De verdad —le aseguró este.
—¿Qué? —insistieron Libby y Clay.
—Esto tiene que ser una broma —dijo Margaret.
Clay y Libby atravesaron la sala para mirar la pantalla.
—¡Qué!
—Está en inglés —dijo Margaret, señalando el texto—. ¿Cómo es posible?
—No es posible —repuso Libby—. Kona, ¿qué es lo que has hecho?
—Yo no he sido, yo solo he escrito unos y ceros.
Margaret se apoderó de una de las páginas de la libreta con unos y ceros y empezó a transcribir los números en un nuevo archivo. Cuando había copiado tres líneas lo guardó y volvió a abrirlo como documento de texto. Decía: «Hundir la segunda barca de».
—No puede ser.
—Pues lo es. —Clay saltó sobre el portátil de Margaret y repasó el texto que había transcrito Kona—. Mira, primero sigue, después no tiene sentido y luego sigue un poco más.
Margaret se volvió hacia Libby pidiéndole socorro con la mirada.
—Es imposible que el canto contenga un mensaje en inglés. Lo del lenguaje binario era bastante improbable, pero me niego a creer que las ballenas jorobadas se comuniquen en inglés con ASCII.
Libby miró a Kona.
—¿Has sacado esto de las cintas de Nate, exactamente como me habéis enseñado?
Kona asintió.
—Chicos, mirad esto —dijo Clay—. Son informes de ruta. Longitudes y latitudes, horas y fechas. Aquí están las instrucciones de hundir mi barca. ¿Estos cabrones hundieron mi barca?
—¿Qué cabrones? —intervino Margaret—. ¿Una ballena que tiene escrito «Que te den» en la cola? —Estaba tratando de ver por encima de las anchas espaldas de Clay—. Si eso fuera posible la marina las habría usado desde hace mucho tiempo.
Clay se puso en pie de un salto para enfrentarse a Kona.
—¿De qué cinta está sacada la última parte?
—De la última que grabaron Nate y Amy, el día que se ahogó Nate. ¿Por qué?
Clay, aturdido, volvió a sentarse en el regazo de Margaret y señaló una línea de texto que aparecía en la pantalla. Todos se inclinaron para leerla: «Quinn a bordo. Al encuentro de Azul 6. Coordenadas convenidas. 16.00 martes. Nada de pastrami».
—El sándwich —murmuró Clay con tono ominoso.
En ese preciso momento Clair, que llegaba a casa del colegio, entró en el despacho y descubrió una torre humana improvisada de empollones de acción delante del ordenador de Quinn.
—Sois unos cabrones, todos queréis hacer un sándwich y ni siquiera sabéis qué hacer con una sola mujer.
—¡La cuchara no! —chilló Kona, llevándose la mano al chichón que tenía en la frente.
Nathan Quinn se despertó con una sensación angustiosa. Si no la hubiera experimentado antes, habría creído que se trataba de escalofríos genéricos (científicamente hablando), pero ahora sabía que se debía a unas intensas ondas subsónicas. La nave-ballena azul estaba haciendo una llamada. El hecho de que fuera inaudible no significaba que no fuese alta. Las llamadas de las ballenas azules recorrían hasta dieciséis mil kilómetros y Nate suponía que la nave estaba emitiendo sonidos semejantes.
Se levantó de la cama y estuvo a punto de caerse mientras alargaba la mano hacia la camisa. Otra cosa que no había advertido al principio: la nave no se estaba moviendo y él seguía estando acostumbrado al movimiento de las olas.
Se vistió deprisa y recorrió el pasillo hasta el puente. Entre los dos pilotos balleneros había una voluminosa consola que no había estado ahí anteriormente. Al contrario que el resto de la nave, parecía un artilugio humano de metal y plástico. Osciloscopios, ordenadores y equipos que ni siquiera reconocía. Núñez y Jane, la rubia, se encontraban frente a las pantallas del osciloscopio con los auriculares puestos. Tim estaba sentado al lado de uno de los balleneros, en el centro de la consola, frente a dos monitores; también llevaba auriculares y estaba tecleando. Parecía que el ballenero solo estaba mirando.
Núñez lo vio, le sonrió y le indicó que se acercara. Eran unos secuestradores absolutamente incompetentes, pensó Nate. No daban nada de miedo, por lo menos los humanos. Si no hubiera sido por los escalofríos subsónicos se habría sentido como en casa.
—¿De dónde ha salido eso?
El equipo electrónico resultaba extremadamente tosco comparado con el elefantiásico diseño orgánico de la nave-ballena, los balleneros e incluso la tripulación humana. Hasta entonces no se le había ocurrido comparar el diseño de los artilugios construidos por el hombre con el de los sistemas biológicos porque estaba condicionado para pensar que los animales no eran diseños. La nave-ballena le estaba dando mil patadas a Darwin.
—Son nuestros juguetes —dijo Núñez—. La consola está debajo del suelo a menos que necesitemos verla. A los balleneros no les hace ninguna falta porque tienen una interfaz directa con la nave, pero de esta forma nosotros tenemos la sensación de que nos enteramos de las cosas.
—Y además, no saben teclear —añadió Tim, doblando los pulgares y haciendo ademanes como si aporreara las teclas—. Tienen unos pulgares chiquititos.
El ballenero que estaba al lado de Tim hizo una pedorreta encima de la pantalla, dejando grandes manchas de colores aumentadas por la saliva de ballenero. Chilló dos veces seguidas y Tim asintió y siguió tecleando en el ordenador.
—¿Saben leer? —preguntó Nate.
—Leen, escriben un poco y casi todos entienden al menos dos lenguas humanas, aunque no son muy habladores, como ya habrás observado.
—No tienen cuerdas vocales —explicó Núñez—. Tienen unas cámaras de aire en la cabeza que producen los sonidos que hacen, pero les cuesta formar palabras.
—Pero sí que pueden hablar. He oído a Em… O sea, a ellos.
—Será mejor que aprendas ballenero. Es básicamente lo que utilizan para comunicarse entre ellos, aunque se mantienen dentro de los límites de nuestra audición. Es más fácil aprenderlo si conoces otras lenguas tonales como el navajo o el chino.
—Me temo que no —repuso Nate—. ¿Así que la nave está haciendo una llamada?
Tim se quitó los auriculares y se los ofreció a Nate.
—El tono se ha aumentado para que esté a nuestro alcance. Podrás oírlo con esto.
El científico se puso uno de los auriculares en la oreja. Ahora que oía la señal, también sentía cuando empezaba y terminaba de una forma más intensa en el pecho. En todo caso aliviaba la angustia, porque la estaba oyendo.
—¿Es un mensaje?
—Sí —dijo Jane, quitándose uno de los auriculares—. Tal como sospechabas. Nosotros lo tecleamos y el ordenador lo traduce en forma de picos en la onda; entonces se lo enseñamos a los balleneros y estos hacen que la ballena la cante. La hemos calibrado durante años.
Nate observó que el ballenero que se encontraba frente a la consola metálica había metido una mano en un enchufe orgánico instalado delante de esta, como si fuera un cable de carne conectado con la nave-ballena a través de la base de la consola, semejante a los de las consolas de carne que empleaban los pilotos.
—¿A qué vienen tantos ordenadores y cachivaches si los balleneros lo hacen todo por…? ¿Qué? ¿Por instinto?
El ballenero que estaba delante de la consola sonrió a Nate, emitió un chillido y realizó el gesto intencionado de hacerse una paja.
—Es la única manera que tenemos de mantenernos informados —dijo Jane—. Créeme, durante mucho tiempo nos limitamos a acompañarlos. Los balleneros tienen el mismo sentido de la navegación que las ballenas. Nosotros no lo entendemos. Se trata de una especie de vocabulario magnético. Nosotros no formamos parte del proceso hasta que los indeseables, o sea, vosotros, desarrollasteis ordenadores y tuvimos que reclutar a gente que sabía manejarlos. Ahora podemos salir a la superficie, obtener las coordenadas del GPS, transmitirlas y comunicarnos con las demás tripulaciones. Tenemos una ligera idea de lo que hacemos.
—¿Has dicho «durante mucho tiempo»? ¿Cuánto tiempo?
Jane dirigió una mirada nerviosa a Núñez, que se la devolvió. Nate pensó brevemente que a lo mejor tenían que ir juntas al cuarto de baño, pues la experiencia le había enseñado que eso era lo que hacían las mujeres antes de tomar decisiones importantes, como qué zapatos comprar o si seguir acostándose con tal hombre.
—Mucho tiempo, Nate. No sabemos a ciencia cierta cuánto. Desde antes de que hubiera ordenadores, ¿vale?
Aquello significaba que no pensaba decírselo y que si Nate seguía insistiendo tendría que mentirle. De repente se sentía más prisionero que nunca y tenía entendido que la primera obligación de los prisioneros era fugarse. Estaba seguro de ello. Lo había visto en una película. Aunque ahora, con cierta perspectiva, la idea de arrojarse a través del orificio trasero hacia las profundidades del océano le parecía un tanto apresurada.
—¿A qué profundidad estamos? —preguntó.
—Solemos transmitir desde unos seiscientos metros. Eso nos pone de lleno en el canal SOFAR, sea cual sea nuestra posición geográfica.
El SOFAR, un canal de alcance y disminución del sonido, consiste en una combinación natural de la presión y la temperatura a ciertas profundidades que crea un conducto de menor resistencia en el que los sonidos recorren muchos miles de kilómetros. La teoría afirmaba que las ballenas azules y las jorobadas lo utilizaban para comunicarse entre ellas desde grandes distancias con fines náuticos. Estaba claro que los balleneros y las personas que gobernaban sus naves también lo hacían.
—¿Así que esta señal replica la llamada de una ballena azul auténtica?
—Sí —dijo Tim—. Esa es una de las ventajas de comunicarse en inglés dentro de la onda. Cuando los balleneros se comunicaban directamente había muchas más variaciones en las llamadas, pero nuestra señal está más o menos oculta. A excepción de ciertos entrometidos que se topan con ella.
—¿Como yo?
—Sí, como tú. Nos preocupan un poco algunos elementos del departamento de acústica de Woods Hole y el Centro Marítimo Hatfield de Oregón. Los que se pasan demasiado tiempo estudiando espectrogramas de sonido submarino.
—Supongo que sois conscientes —dijo Nate— de que a lo mejor no habría descubierto nunca vuestras naves. Yo no tuve la corazonada de buscar una señal binaria en la llamada. Se le ocurrió a un fumeta.
—Sí —admitió Jane—. Si te sirve de consuelo, puedes echarle de culpa de que hayas acabado aquí dentro. Esperamos hasta que empezaste a buscar lenguaje binario en la señal. Fue entonces cuando te reclutaron, por decirlo de alguna manera.
Nate deseaba sinceramente echarle la culpa a Kona, pero como tenía la impresión de que jamás volvería a la civilización, echarle la culpa a otro no le parecía demasiado oportuno en aquel momento. Además, el chico había dado en el clavo.
—¿Cómo lo supisteis? Tampoco es que publicara un comunicado de prensa exactamente.
—Tenemos métodos —dijo Núñez, fracasando en el intento de que no resultara siniestro. Los balleneros de la consola y los dos pilotos lo encontraron francamente divertido y estuvieron a punto de caer de las sillas resollando.
—Que os den por el culo —masculló Núñez—. Tampoco es que vosotros seáis unos genios.
—Así que vosotros erais los caminantes nocturnos a los que se refería el Hombre Tako —dijo Nate, dirigiéndose a los pilotos—. Los que hundieron la barca de Clay.
Los pilotos levantaron los brazos por encima de la cabeza, adoptando una amenazante pose de monstruo terrorífico, le enseñaron los dientes y gruñeron antes de sufrir un ataque de lo que Nate estaba empezando a considerar risitas de ballena. El ballenero de la consola aplaudió y se rió con ellos.
—¡Franklin! No hemos terminado. ¿Me devuelves la interfaz?
Franklin, que a todas luces era el ballenero que manipulaba la consola, se inclinó hacia delante y volvió a meter la mano en el enchufe.
—Perdón —dijo una vocecilla procedente del respiradero.
—Puta —murmuró uno de los pilotos, provocando las risitas de los balleneros.
—Vamos a seguir transmitiendo. Quiero que en la base sepan que llegaremos mañana por la mañana —ordenó Núñez.
—La moral no es un problema, ¿eh? —comentó Nate, sonriendo ante el genio de Núñez.
—Ah, estos cabrones son como niños —gruñó Núñez—. Son como los delfines: si los tiran en medio del océano con una pelota roja se pasan todo el día jugando y solo descansan lo suficiente para comer y follar. Te aseguro que es como ser la niñera de un montón de bebés cachondos.
Franklin emitió una serie de chillidos y chasquidos a modo de respuesta y en esta ocasión Tim y Jane se sumaron a las carcajadas de los balleneros.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —quiso saber Nate.
—¡No me hace falta echar un polvo! —exclamó Núñez—. Jane, ¿te encargas de esto?
—Claro —dijo la rubia.
—Me voy a mi cuarto. —Abandonó el puente secundada por las risas de los balleneros.
Tim miró a Nate y asintió en dirección a la pantalla del sonar y los auriculares que había dejado Núñez.
—¿Quieres reemplazarla?
—Si soy vuestro prisionero —contestó Nate.
—Sí, pero de buen rollo —repuso Jane.
Eso era cierto. Desde que estaba a bordo todos habían sido muy amables con él y se habían ocupado de todas sus necesidades, hasta de algunas de las que no quería que se ocuparan. No se sentía como un prisionero. Nate ignoraba si estaba sufriendo el síndrome de Helsinki, en el que uno se identificaba con sus secuestradores… ¿O era el síndrome de Estocolmo? Sí, el síndrome de Helsinki tenía algo que ver con la caída del cabello. Definitivamente era el síndrome de Estocolmo.
Se instaló frente a la pantalla del sonar y se puso los auriculares. Al momento escuchó el canto de una ballena jorobada a lo lejos. Se volvió hacia Tim, que enarcó las cejas como diciéndole: «¿Lo ves?».
—Dime una cosa —dijo Nate—, ¿qué significa el canto? —Valía la pena intentarlo.
—Estábamos a punto de preguntarte lo mismo —replicó Jane.
—Estupendo —masculló Nate. De pronto no se encontraba tan bien. Después de todo, ¿ni siquiera las personas que navegaban dentro de las ballenas sabían lo que significaba el canto?
—¿Te encuentras bien, Nate? —le preguntó Jane—. No tienes buen aspecto.
—Me parece que tengo el síndrome de Estocolmo.
—No seas tonto —intervino Tim—. Si tienes mucho pelo.
—¿Quieres un poco de antiácido? —añadió Jane, la médico de la nave.
Sí, pensó Nate, era prioritario fugarse. Estaba seguro de que de lo contrario acabaría perdiendo los nervios y matando a unos cuantos, o al menos siendo increíblemente duro con ellos.
Tenía gracia, reflexionó, que las prioridades cambiaran en función de las circunstancias. Uno se pasaba casi toda la vida creyendo que quería una cosa; entender el canto de las ballenas jorobadas, por ejemplo. De modo que se dedicaba a ello con empeño y determinación, a costa de todas las demás cosas, hasta que se distraía pensando que quizá también deseaba otra cosa; a Amy, por ejemplo. Y aquello lo mantenía distraído hasta que debido a las circunstancias se daba cuenta de lo que deseaba realmente, que era, por extraño que fuera, salir cagando leches de una ballena. Tenía gracia, se dijo Nate.
—Cálmate, Kona —dijo Clair, dejando el bolso junto a la puerta—. No tengo ninguna cuchara.
Kona y Clay, que había dejado el portátil de Margaret, la siguieron con la mirada mientras atravesaba la estancia y abrazaba a Margaret y Libby, demorándose un poco con esta última y guiñándole el ojo a Clay por encima del hombro.
—Me alegro mucho de veros —saludó Clair.
—No voy a ir a por la pizza, tronco. Ni de coña —dijo Kona, que aún parecía un poco asustado.
—¿Qué estáis haciendo? —quiso saber Clair.
De modo que Margaret se encargó de explicarle lo que habían descubierto en las últimas horas mientras el chico le aclaraba los detalles pertinentes y personales. Entretanto, Clay fue a sentarse en la cocina y deliberó sobre los hechos. Le parecía que había que hacerlo.
La deliberación se parecía un poco a la meditación y un poco a la reflexión, aunque era más relajada. Para deliberar había que dejar que los hechos dieran vueltas en la ruleta de la mente y se detuvieran en la casilla que escogieran ellos mismos. Margaret y Libby eran científicas y estaban acostumbradas a embutir los hechos en las casillas correspondientes cuanto antes. Y Kona, bueno… Una idea dándole vueltas en la cabeza era como una pelota de tenis dentro de una lata de café; estaba tan mullida que no causaba ningún impacto. Y Clair estaba poniéndose al día. No, el que tenía que deliberar era Clay, que tomó asiento en un taburete alto de la cocina, bebiendo sorbos de una botella de cerveza negra con gotas de condensación, a la espera de que se detuviera la bola de la ruleta. Lo que sucedió justo cuando Margaret Painborne estaba llegando a la conclusión de la historia.
—Está claro que el ministerio de Defensa está metido en esto —declaró—. Son los únicos que tienen motivos… Qué demonios, ni siquiera ellos tienen motivos de peso. Pero yo digo que escribamos a nuestros senadores esta misma noche y nos enfrentemos al capitán Tarwater mañana por la mañana. Seguro que sabe algo de esto.
—En eso estás completamente equivocada —intervino Clay. Y todos se dieron la vuelta—. He estado atando cabos —en este punto hizo una pausa teatral—, y me he dado cuenta de que dos amigos nuestros desaparecieron después de descubrir todo esto. Y de que lo que ha pasado desde que entraron en la oficina hasta que hundieron mi barca —aquí guardó un momento de silencio—, se debe a que alguien no quiere que lo sepamos. Así que me parece que sería una imprudencia salir corriendo a contarle al mundo lo que sabemos antes de saber qué es lo que sabemos.
—Eso no tiene sentido —dijo Libby.
—¿«Antes de saber qué es lo que sabemos»? —repitió Margaret—. No, no tiene sentido.
—Pues a mí parece que tiene muchísimo sentido —terció Kona.
—No, Clay —dijo Clair—, no tengo ningún problema con el trío ni con el rastafari haole que reclama la soberanía, pero te aseguro que no pienso tolerar esos abusos gramaticales. Después de todo, soy maestra.
—¡No podemos contárselo a nadie! —exclamó Clay.
—Eso está mejor —dijo Clair.
—No hace falta que gritéis —dijo Libby—. Margaret solo se estaba haciendo la bióloga de los cetáceos comunista lesbiana feminista reaccionaria jipi radical, ¿a que sí, cariño? —Libby Quinn dedicó una sonrisa a su compañera.
—Se me ocurrirá un acrónimo para eso dentro de un momento —musitó Clair, contando las palabras con los dedos—. Vaya, vuestras tarjetas de visita deben de ser como una alfombrilla de grandes.
Margaret fulminó a Libby con la mirada y se volvió hacia Clay.
—¿De veras crees que estamos en peligro?
—Eso parece. Mira, sé que no lo habríamos descubierto sin tu ayuda, pero no quiero que nadie salga herido. Puede que ya estemos en apuros.
—Podemos ser discretas si te parece que es lo más prudente —intervino Libby, tomando aquella decisión en nombre de las dos—, pero me parece que mientras tanto tenemos que repasar otros archivos de audio y comprobar hasta dónde se remonta esto. Averiguar por qué algunas veces no hay más que ruido y otras hay un mensaje.
Margaret estaba haciéndose y deshaciéndose trenzas como una loca mientras reflexionaba con la mirada perdida.
—Seguro que utilizan el canto de las ballenas como camuflaje para que los submarinos enemigos no detecten las comunicaciones. Necesitamos más información. Grabaciones de otras poblaciones de jorobadas en aguas americanas. Para ver hasta dónde han llegado.
—Y tenemos que estudiar las llamadas de las ballenas azules, los rorcuales y las sei —añadió Libby—. Si emplean frecuencias subsónicas, tiene sentido que imiten a las grandes ballenas. Mañana llamaré a Chris Wolf de la Universidad de Oregón. Es el responsable de la antigua matriz de sonar que instaló la marina para detectar a los submarinos rusos. Tendrá todas las grabaciones que necesitamos.
—No —replicó el fotógrafo—. Nadie de fuera de esta habitación.
—Venga, Clay. Te estás poniendo paranoico.
—Repite eso, Libby. ¿De quién es esa antigua matriz de sonar? El ejército sigue controlando ese equipo de SOSUS[16].
—¿Así que crees que se trata del ejército?
Clay meneó la cabeza.
—No lo sé. No se me ocurre ninguna razón para que la marina pinte «Que te den» en la cola de una ballena. Lo único que sé es que los que lo descubren desaparecen y que alguien mandó un mensaje diciendo que Nate estaba a salvo después de que todos creyéramos que había muerto.
—¿Y qué vas a hacer?
—Encontrarlo —contestó Clay.
—A la porra el funeral —comentó Clair.