25
Los secretos más íntimos de las guarras cetáceas
Nate tenía que hacerse a la idea de que iba a acostarse en una cama orgánica antes de tenderse sobre ella. No era un tipo religioso, pero le daba las gracias a Dios por aquellas sábanas de algodón almidonadas y aquella funda para la almohada de plumas. Tenía la impresión de que prefería no dormir con la cara pegada a la piel de la ballena. Se oyó un tenue silbido al otro lado de la puerta y el voluminoso pliegue de piel se retrajo abriéndose al pasillo. Allí estaba Emily 7, sosteniendo una bandeja con dos batidos de proteínas, un vaso de agua y una píldora. Sonreía pero no intentó entrar en el camarote. Nate había tenido que agacharse y auparse un poco para franquear aquella puerta tan pequeña, de modo que supuso que a ella se le caería la bandeja si trataba de atravesarla. Por otra parte, quizá estuviera tratando de mostrarse educada. Esperó mientras Nate cogía los batidos de la bandeja, los depositaba en la mesilla baja, se daba la vuelta y aceptaba la pastilla y el agua.
Emily 7 silbó, lo miró de soslayo y se le hinchó el ojo derecho como a las ballenas jorobadas cuando inspeccionaban un barco en la superficie. Le estaba indicando que se tomara la píldora.
—¿No te irás hasta que me hayas visto tomar la medicina?
Emily 7 asintió.
—Bueno, supongo que si quisierais deshaceros de mí habría sido mucho más fácil matarme que traerme hasta aquí para envenenarme. —Nate tomó la pastilla, engulló el agua y abrió la boca para demostrarle que la píldora había desaparecido—. ¿Le parece bien, enfermera?
Emily silbó, asintió y cogió suavemente el vaso vacío de la mano de Nate. A continuación pulsó el nódulo y la puerta se cerró entre ellos. Nate oyó que silbaba los primeros compases de una canción de cuna.
Qué amable, pensó Nate, aunque a la manera absurda y malévola de un muñeco de goma.
Desde hacía casi una semana Nate solo había dormido atado a una silla dentro de la ballena jorobada, y entonces había tenido sueños inquietos, pues la nave exhalaba a cada rato y los balleneros se comunicaban mediante silbidos, de modo que, a pesar de la respiración de la nave-ballena azul, se sumió en un sopor profundo lleno de sueños intensos. Soñó que estaba con Amy; sus cuerpos desnudos estaban entrelazados, cubiertos de sudor pegajoso a la débil luz de las velas. Lo extraño era que, mientras soñaba, era vagamente consciente de que antes, cuando tomaba somníferos, no recordaba haber soñado. Pero desechó aquella idea ante el contacto de la tersa piel de Amy, al acariciar suavemente sus piernas musculosas, mientras los cuatro largos dedos palmeados de ella rodeaban amorosamente su…
—¡Eh! —Nate abrió los ojos. Había una franja tenuemente iluminada de dientes puntiagudos sonriéndole y vaporosos efluvios de pescado sobre su cara.
—Oh, oh —dijo Emily 7 con un chillido ronco como el graznido de un pato.
Nate saltó de la cama y se estrelló contra la pared del fondo del camarote.
Emily 7 se tapó la cabeza con la sábana y se acurrucó contra la pared, enterrando el melón debajo de la almohada. Luego se quedó quieta.
Nate estaba tratando de recuperar el aliento. Las bioluces se habían encendido en cuanto había puesto un pie en el suelo. Se apretó contra el muro flexible hasta que sintió vergüenza y cogió la camiseta que había en el respaldo de la silla para taparse la erección, aunque esta estaba perdiendo rápidamente las ganas de vivir.
Ella seguía allí tendida.
—¿Hola? Te estoy viendo.
Acurrucada. Sin moverse. Debajo de las sábanas. Toda ballenera ella.
—No me engañas. Eres más grande que yo. No estás escondida.
Se oía el débil sonido del respiradero al abrirse y cerrarse. Nate comprendió que era más sencillo esconderse debajo de las mantas si tenías un respiradero, porque podías taparte la boca y la cara y seguir respirando. Aturdido por la falta de sueño, los efectos del somnífero, dos tazas de café y unas cuantas endorfinas, empezaba a preguntarse cómo se habría adaptado aquella criatura para esconderse debajo de las mantas, y entonces se esfumó el biólogo que estaba saliendo a la superficie.
—Venga, somos de especies diferentes y todo eso. Es un poco siniestro.
Ahora hubo un chillido lánguido, más bien un gemido, seguido de un pequeño «oh, oh», como si hubiera un elfo pequeñito debajo de las mantas, le hubieran atizado con un libro pesado y hubiera exhalado su último aliento patético.
—Pues ahí no puedes quedarte.
Recordó lo que había sentido cuando Libby lo había dejado y a modo de explicación le había dicho: «Nate, no sé, me parece que ni siquiera somos de la misma especie». En ese momento se había sentido como si le hubiera dado un vuelco el estómago. Aquello había arruinado su vida social durante más de un año. Más, si contaba la desastrosa atracción hacia Amy.
Fue a la cama. Ella se había apretado en el hueco que había entre la cama y la pared. Nate aflojó el borde de la sábana y metió cuidadosamente una pierna debajo. El bulto que era la cabeza de Emily 7 se movió como si estuviera escuchando.
—Tienes que quedarte en tu lado, ¿vale?
—Vale —resolló Emily 7 con aquella vocecita de elfo aplastado.
Nate se despertó con las exclamaciones de las ballenas asesinas; una serie de estridentes gritos de caza. Parecía que la manada estaba celebrando jubilosamente una cacería, o en todo caso que estaba llamando a otra para que fuese a ayudarla. Cayó en la cuenta de que se hallaba a bordo de una embarcación que las orcas consideraban comida y que tal vez la nave corriera peligro. Tendría que preguntárselo a Núñez. Sacó los pies de la cama y las luces se encendieron. Se dio cuenta de que estaba solo y suspiró aliviado.
Había unos pantalones caquis limpios colgados en el respaldo de la silla, una botella de agua encima de la mesa y delante de la cama, en la pared, una palangana que no era más grande que un tazón de cereales y estaba hecha de la misma piel que el resto de la nave. Ni siquiera se había dado cuenta la noche anterior. Había tres nódulos encendidos encima de la palangana, como los que se usaban para abrir las puertas, pero Nate no veía ninguna salida de agua. Apretó uno de los nódulos y la palangana empezó a llenarse a través de un esfínter situado en el fondo. Pulsó otro y el agua fue absorbida por el mismo orificio. Trató de abstraerse científicamente de todo aquello pero fracasó miserablemente. Estaba aterrorizado. Necesitaba desesperadamente afeitarse y ducharse, pero no quería lavar un cuerpo de uno ochenta en un cuenco de veinte centímetros con un… bueno, con un agujero de culo en el fondo. Ya había tenido suficiente tecnología avanzada de paracagadas, gracias. Se echó agua en la cara y se puso los pantalones, preguntándose si a la nave-ballena le saldría un espejo para afeitarse si lo necesitaba.
Cuando Nate entró en el puente daba la impresión de que toda la tripulación estaba despierta y deambulando de un lado a otro. Había cuatro balleneros delante de la mesa con las cartas de navegación a la derecha de la escotilla y dos pilotos frente a las consolas. Núñez se encontraba junto a la mesa a la izquierda de la escotilla, donde estaban sentados una rubia de treinta y tantos años y dos hombres, uno de ellos moreno, de veintitantos, y otro calvo y con barba gris que aparentaba unos cincuenta bien llevados. No tenían pinta de militares. Cuando él entró todos se dieron la vuelta y se interrumpieron abruptamente todas las conversaciones (ya fueran de palabras o silbidos). El eco de las llamadas de las ballenas asesinas resonaba en el puente. Emily 7 eludió la mirada de Nate. Núñez estaba apoyada contra una pared, cerca del compartimento que albergaba la cafetera, tratando por todos los medios de no mirarlo.
—Hola —dijo Nate, mirando a los ojos al calvo, que le dedicó una sonrisa.
—Siéntate —contestó este, señalando la silla desocupada que había frente a la mesa—. Te traerán algo de comida. Me llamo Cal Burdick. —Le estrechó la mano—. Estos son Jane Palovsky y Tim Milan.
—Jane, Tim —dijo Nate, estrechándoles la mano. Núñez sonrió y apartó rápidamente la mirada como si la cafetera requiriese atención inmediata o fuera a partirse de risa… o ambas cosas. Los comensales asintieron, mirando al punto que tenían delante, como diciendo: «Así que estamos en una gigantesca nave-ballena azul, a decenas de metros bajo la superficie del océano, con ballenas asesinas chillando a nuestro alrededor, y Nate se ha follado a una alienígena y…».
—No ha pasado nada —anunció Nate frente a todo el puente.
—¿Qué? —dijo Jane.
—Entonces, ¿te ha gustado el camarote? —preguntó Tim, enarcando una ceja.
—No ha pasado nada —repitió Nate, y aunque en efecto no había pasado nada, él mismo creía que el tono no era nada convincente—. De verdad.
—Claro —dijo Tim.
Todos los balleneros, excepto Emily 7, se estaban riendo disimuladamente. Cuando miró en derredor, todos los machos estaban meneando la picha en el aire al unísono, de delante atrás, como si estuvieran contoneándose al compás de un villancico navideño pornográfico. Emily 7 apoyó la cabezota de ballenera encima de la mesa y se la tapó con las manos.
—¡Que no ha pasado nada! —vociferó Nate. Se hizo de nuevo el silencio en el puente, solo se oía el eco de los gritos de las ballenas asesinas—. ¿Estamos en peligro? —le preguntó a Núñez, tratando desesperadamente de cambiar de tema—. ¿Van a atacar la nave? Eso es que van a alimentarse, ¿no? —Cuando las manadas familiares de ballenas asesinas encontraban a una demasiado grande para atacarla o se topaban con un banco de peces especialmente numeroso solían llamar a otras para que las ayudasen. Nate reconocía aquellas llamadas gracias al trabajo que había realizado con un amigo biólogo en Vancouver.
—No, estas son residentes —dijo Núñez—. Lo que pasa es que han encontrado un banco y están entusiasmadas. De sardinas, probablemente. —Las ballenas asesinas residentes solo se alimentaban de peces; las vagabundas, en cambio, devoraban mamíferos, ballenas y focas. Desde hacía unos años los científicos solían referirse a ellas como si fueran dos especies completamente distintas, aunque a los profanos en la materia les parecieran la misma.
—¿Sabes lo que son por las llamadas?
—Y no solo eso —intervino Cal—, también sabemos lo que están diciendo. Los balleneros pueden traducirlo.
—Todas las ballenas asesinas se llaman Kevin. Lo sabías, ¿no? —dijo Jane, que tenía un ligero acento de Europa del Este, tal vez ruso. Parecía un tanto divertida, con aquellos oscuros ojos azules bajo la franja amarilla bioluminiscente, pero no le daba la impresión de que estuviera bromeando. Dio una palmadita en el asiento contiguo, indicándole que se sentara.
—¿Igual que todos los pilotos se llaman Scooter y Skippy? —sonrió Nate.
—En realidad, tienen números, como Emily; se los ponen ellos mismos, por cierto. Pero como solo hay una pareja en cada nave no nos molestamos con los números.
Nate cayó de pronto en la cuenta de que los pilotos siempre habían estado frente a los controles desde que estaba a bordo de las naves-ballena, excepto cuando uno de ellos iba de pesca.
—¿Es que no duermen nunca?
—Claro que sí —contestó Jane—. Estamos bastante seguros de que duermen con medio cerebro, como las ballenas, así que entre los dos la ballena siempre cuenta con un piloto entero. Sin uno de ellos a los mandos esto es básicamente un gigantesco cacharro metálico.
—Has dicho que estáis bastante seguros. ¿Es que no lo sabéis?
—Bueno, ellos tampoco están seguros —repuso Jane— y no les entusiasma que hagamos experimentos con ellos. Pero ahora que te has unido a nosotros a lo mejor lo averiguas. Nosotros tocamos de oído, por decirlo de alguna manera. Los balleneros y el coronel están al mando. Cielle, ¿no le has contado todo eso?
—Estaba bastante hecho polvo —explicó Núñez—. Traté de que se instalara lo antes posible.
Nate quiso protestar cuando oyó la palabra «instalarse». Después de todo era un prisionero, aunque aquellas personas no se comportaban en absoluto como secuestradores. La primera impresión que le habían causado era que tenían la misma dinámica que había observado en los equipos científicos, ese aire de «estamos todos juntos en esto, hagámoslo lo mejor posible». No quería gritarles. Pero le resultaba un poco incómodo que fueran tan generosos con la información. Cuando tus secuestradores te enseñaban la cara te estaban transmitiendo el mensaje de que no ibas a volver a casa.
Núñez le puso delante un plato con una ensalada de algas diversas, zanahorias y champiñones, una ración de pescado cocinado que parecía fletán y algo que parecía arroz.
—Cómetelo todo —dijo—. No vas a ponerte las pilas solo con un par de batidos nutritivos. En la azul también comemos mucho pescado crudo pero necesitarás hidratos de carbono hasta que te acostumbres a esta dieta. Si quieres repetir arroz, tenemos mucho.
—Gracias. —Nate le hincó el diente mientras todos excepto Cal se excusaban para trabajar en otras secciones de la nave. Resultaba evidente que estaba a cargo del segundo discurso de orientación de Nate.
Cal se rascó la barba, miró a los pilotos, se inclinó hacia Nate y susurró:
—Son muy promiscuos. ¿Sabías que las hembras de los delfines se aparean con todos los machos de la manada para que nadie sepa quién es el padre de las crías? Creen que así los machos no las matarán cuando nazcan.
—Esa es la teoría —admitió Nate.
—Pues estos se parecen. En la base hay una manada grande. Si sigues por ese camino… Bueno, tendrás un montón de balleneros a tu disposición.
—No me he acostado con ella —murmuró Nate, salpicando con arroz toda la mesa—. No me he acostado con ningún ballenero… O sea, ballenera.
—Lo que tú digas. Mira, hay mucha confianza. Aquí en la nave no tienen cuartos separados, sino que comparten un camarote grande. El sexo entre ellos es muy desenfadado, aunque comprenden que nosotros estamos un poco más retrasados en ese aspecto. Me parece que algunos fingen ser tan cohibidos como los humanos. No solemos mantener relaciones sexuales con ellos. No es que esté prohibido, pero… Ya sabes, está mal visto. Es natural que tengas curiosidad…
Nate dejó el tenedor.
—Cal, no me he acostado con nadie… O sea, con nada.
—Ya. Y ten cuidado con los machos. Sobre todo si estás en el agua con ellos. Son capaces de cortártelos solo para ver cómo te retuerces.
—Me cago en la leche.
—Te lo digo por tu propio bien.
—Gracias, pero no pienso quedarme lo suficiente para preocuparme por eso. —Será mejor que se lo diga a la cara, pensó Nate.
El viejo se rió tanto que estuvo a punto de salírsele el café por la nariz. Cuando se recuperó dijo:
—Pues espero que sea porque piensas morirte pronto, porque de aquí no se va nadie.
Nate se inclinó hacia la cara de Cal.
—¿No te importa ser un prisionero?
—Todos nosotros habríamos muerto si los balleneros no nos hubieran rescatado.
—Yo no.
—Tú más que nadie. Has estado a doce horas de la muerte en todo momento desde que empezamos a vigilarte. Seguro que se te ha ocurrido que habría sido mucho más sencillo matarte.
Nate lo miró fijamente durante un instante. Sí que se le había ocurrido y no entendía que lo mantuvieran con vida si lo único que querían era que abandonase sus investigaciones. No pensaba decírselo en voz alta, pero…
—No les des tantas vueltas, Nate. Si dudabas que la vida fuese una aventura, te aseguro que ahora lo es.
—Ya —dijo Nate—. Pero antes de que me preguntes dónde preferiría estar, déjame recordarte que hay un esfínter en el fondo de mi lavabo.
—Entonces ¿no has visto la ducha? Espera.
Después del desayuno, Cal le prestó un ejemplar de La isla del tesoro para que la leyera, pero cuando Nate regresó al camarote apenas pudo concentrarse en el libro. Era curioso lo que se podía aprender de uno mismo en el transcurso de una breve conversación. Uno, que prefería que lo acusaran de haber mantenido relaciones con hembras de otra especie que con otro macho (aunque también fuera de otra especie). Qué prejuicio tan interesante. Dos, que en efecto estaba agradecido, no solo porque estaba vivo, sino porque estaba teniendo experiencias completamente nuevas en cada momento, aunque fuera como prisionero. Tres, que seguía disfrutando aprendiendo, aunque ardía en deseos de compartir lo que aprendía con alguien. Y por último, que se sentía un poco celoso, un poco menos especial, ahora que sabía que Emily 7 se acostaba con todos los balleneros macho que había a bordo. Qué guarra.
Se quedó dormido con Robert Louis Stevenson encima del pecho y el sonido distante de los gritos de las ballenas asesinas.
Fuera había una manada de veinte ballenas asesinas, casi todas descendientes de la hembra matriarca, que se estaban llamando frenéticamente mientras hostigaban a un enorme banco de arenques. Hacía mucho tiempo que los biólogos especulaban sobre el increíblemente complejo vocabulario de las ballenas asesinas y habían identificado grupos lingüísticos específicos que hasta «hablaban» el mismo dialecto, pero jamás habían descubierto el significado de aquellas llamadas, excepto para identificarlo como «alimento», «miedo» o ruidos «sociales». Sin embargo, si hubieran contado con el beneficio de la traducción, esto es lo que habrían oído:
—¡Eh, Kevin, peces!
—¡Peces! ¡Me encantan los peces!
—¡Mira, Kevin, peces!
—Mmm, peces.
—Kevin, vete corriendo por esa falla, amaga a la izquierda, vete a la derecha y ataca al banco, ¡está lleno de peces!
—¿Alguien ha dicho «peces»?
—Mmm, peces.
Y seguía en la misma línea. Lo cierto era que las orcas no eran tan sofisticadas como imaginaban los científicos. La mayoría de las ballenas asesinas no eran más que idiotas de cuatro toneladas disfrazados de coches patrulla.