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Introducción a las ballenas azules

Hubo una pequeña explosión sobre su cabeza y Nate se metió debajo de la mesa. Cuando alzó la vista, Emily 7 estaba inclinada, mirándolo fijamente con aquellos acuosos ojos de ballena y una expresión de cierta preocupación y Núñez estaba agachada al otro lado de la mesa, sonriendo.

—Ha sido la exhalación, Nate —explicó—. Es un poco más intensa que la de las jorobadas, ¿eh? Estas naves se comportan como auténticas ballenas, no lo olvides. El respiradero está justo encima de nuestras cabezas. Está conectado al resto de la nave, pero ya sabes, se acciona cada veinte minutos más o menos. Ya te acostumbrarás.

—Claro, ya lo sabía —dijo Nate, saliendo a gatas de debajo de la mesa. Había ido en busca de ballenas azules en Santa Cruz. Solían encontrarlas gracias al sonido de las exhalaciones, que se oía desde dos kilómetros y medio de distancia. Miró hacia arriba, esperando ver el cielo a través del respiradero, pero no vio más que tersa piel de ballena.

—Se comportan como las ballenas, pero la fisiología es completamente distinta para que quepan los camarotes. Yo no entiendo mucho, pero por ejemplo, en algún punto el respiradero se conecta a ambos lados con unos pulmones axilares que se encargan de purificar el oxígeno en la sangre. No sé de dónde sacan la corriente eléctrica. Yo dije que quería una cafetera y me pusieron un enchufe. Hay circuitos para la maquinaria por todo el puente. Me parece que las demás funciones corporales están a cargo de versiones reducidas del hígado, los riñones, etcétera, que rodean el perímetro de los camarotes. La columna discurre por encima de la nave. No hay sistema digestivo. El sistema digestivo de la nave se encuentra en la base; cuando se enciende bombea sangre rica en nutrientes a la nave, que obtiene suficiente energía en forma de grasa para mantenerse durante seis meses o dar la vuelta al mundo al menos una vez. Podemos navegar a veinte nudos, siempre y cuando no haya nadie mirando.

—¿Cómo que no haya nadie mirando?

—Me refiero a vosotros. Los biólogos. Si alguno de vosotros nos está observando, tenemos que frenar cada dos horas. Sobre todo si nos han puesto una marca.

—¿A esta nave le han puesto marcas por satélite? ¿Qué es lo que hacéis?

—Navegamos un rato en silencio. Después nos sumergimos y uno de los balleneros sale y quita la marca. Ese tal Bruce Mate de la Universidad de Oregón nos ha marcado dos veces. Ese tío es un peligro. Seguro que le ha puesto una marca a su mujer para seguirla cuando va al baño. Si me hubieran pedido mi opinión, ahora estaría navegando con nosotros.

—¿Sabes quién es? —Nate estaba asombrado. Como científico, siempre trataba de que no lo abrumasen las cosas que desconocía, pero el tamaño de aquella operación… era excesivo.

—Claro. Desde que disminuyó la caza de ballenas con fines comerciales, los biólogos que estudian a los cetáceos han sido el centro de atención de nuestro programa de inteligencia. ¿Por qué crees que estás aquí?

—De acuerdo, ¿por qué estoy aquí?

—No me han contado toda la historia, pero sé que tiene algo que ver con el canto. Está claro que estabas un poco demasiado cerca de descubrir nuestra señal, así que te echaron el guante.

—¿Tanto les interesaba a los alienígenas lo que estaba haciendo?

—¿Qué alienígenas?

—Estos alienígenas —dijo Nate, asintiendo en dirección a los pilotos y Bernard y Emily 7, que se habían instalado en otra mesa al otro lado del pasillo.

—Los balleneros no son alienígenas. ¿Quién te ha dicho eso?

—Bueno, Poynter y Poe lo sugirieron.

—Qué gilipollas. No, no son alienígenas. Son un poco raros, pero tampoco es que sean de otro planeta.

Bernard apartó la mirada de algo semejante a una carta de navegación y soltó una desganada pedorreta.

—Lo hacen mucho —comentó Nate.

—Si tuvieras una lengua de diez centímetros, tú también lo harías. Es una forma de pavonearse, como cuando Bernard menea el pene.

—Como las ballenas asesinas macho.

—Bingo. Mira, a un tío tan culto como tú esto es fácil explicárselo. Yo al principio no me enteraba de nada.

—Lo siento, pero no puedo creerme que esta nave, los balleneros, ese funcionamiento tan perfecto, sean el fruto de la selección natural. Tiene que haber un plan. Alguien ha hecho todo esto.

Cielle asintió con una sonrisa.

—Nate, he conocido a unos cuantos científicos en mi vida, pero estoy segura de que esta es la primera vez que uno de ellos defiende el argumento de un creador todopoderoso. ¿Cómo se llama eso? ¿«El argumento del relojero»?

Tenía razón, claro. Era una premisa aceptada que el diseño inteligente en la naturaleza no era necesariamente fruto de la inteligencia, sino de la selección natural de habilidades necesarias para la supervivencia y larguísimos periodos de tiempo para que se establecieran dichas habilidades. El trabajo de la vida de Nate estaba basado en aquella premisa, pero ahora le estaba dando calabazas a Darwin porque su mente (la de Nate) era demasiado pequeña para dar cabida a aquella embarcación. Bueno, sí, maldición. A la mierda Darwin. Aquello era demasiado extraño.

—Lo siento, es que me está costando un poco entenderlo. No sé lo que te parecerá ser una prisionera, pero a mí no me gusta. Por si fuera poco, apenas he dormido en la jorobada, que respiraba cada pocos minutos, y hace unos cinco días que no como más que pescado crudo y agua. Estaría hecho un lío aunque no me pareciera imposible.

Bernard emitió un gimoteo y Skippy y Scooter lo secundaron inmediatamente, como un canasto lleno de cachorritos hambrientos, y todos estallaron en risitas sofocadas. Emily 7 los miró con el ceño fruncido.

—Claro que lo entiendo, Nate —aseguró Núñez—. ¿Por qué no te acabas el café y te vas a tu cuarto? En mi camarote tengo batidos para deportistas que te meterán unos cuantos hidratos de carbono en el cerebro y también puedo darte algo que te ayude a conciliar el sueño; el médico de la nave tiene un buen surtido de medicinas. —Le dio unas palmaditas en la mano con aire maternal. Nate se sintió un poco avergonzado por haberse quejado.

—Entonces ¿no eres el único ser humano de la nave?

—No, hay cuatro humanos y seis balleneros a bordo. Los demás están en los camarotes. Pero todos están deseando conocerte. Hace semanas que no hablan de otra cosa.

—¿Hace semanas que sabíais que ibais a capturarme?

—Bueno, más o menos. Estábamos esperando. Nos dieron la aprobación el día antes de que te capturásemos.

—¿Y tú y el resto de la tripulación también sois prisioneros?

—Nate, todas las personas de esta nave, de todas las naves-ballena, proceden de naufragios, de barcos que se hunden, de aviones que se estrellan en el mar o de otros desastres en los que habrían muerto. Esto es tiempo regalado y, francamente, cuando hayas aceptado dónde estás y lo que estás haciendo, te preguntaré dónde preferirías estar. ¿Vale?

Nate escrutó el rostro de la mujer, buscando indicios de sarcasmo o malicia. Lo único que halló fue una suave sonrisa.

—Vale.

—Ahora vete a tu cuarto. Te mandaré provisiones dentro de un rato. Bernard, ¿quieres acompañar al doctor Quinn a su camarote?

—No soy un doctor de verdad —susurró él.

—Acepta todo el respeto que puedas, Nate.

Bernard estaba esperando al pie del pasillo, frotándose el estómago terso y reluciente con una sonrisa. Una blanca taza de café apoyada en la base del pene destacaba sobre el abdomen.

—Siempre he querido hacer eso —comentó Nate, decidiendo que no iba a darle la satisfacción de sentirse intimidado—. Me habría venido muy bien para conducir.

Bernard se internó en el pasillo; si hubiera tenido labios habría estado haciendo pucheros. Iba dejando un rastro de café.