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Clair desencadena una tormenta de ideas
Aunque admiraba a los biólogos de campo con los que había trabajado a lo largo de los años, Clay conservaba la autoestima sintiéndose secretamente superior a ellos: al fin y al cabo, ellos solo arañaban la superficie de los conocimientos que anhelaban, mientras que si él sacaba fotos volvía a casa satisfecho. Hasta en presencia de Nathan Quinn se había dado aires de suficiencia socarrona, burlándose de las constantes frustraciones de su amigo. Clay sacaba las fotos y se iba a cenar. Hasta ahora. Porque ahora que tenía que hacer frente a sus propios misterios, no podía evitar pensar que las fuerzas de la ironía estaban estirando los músculos para vengarse de él por haber vivido sin preocupaciones durante tanto tiempo.
Kona, por otra parte, hacía mucho tiempo que no comía carne de tiburón, al igual que muchos surfistas que de esta forma rendían homenaje al miedo a la ironía.
—Si yo no me los como a ellos, ellos no me comerán a mí. Así es como funcionan las cosas. —Pero ahora también sentía el dentado borde de las fauces de la ironía, pues aunque desde los trece años se había dedicado casi siempre a embotar el filo de sus facultades mentales mediante la aplicación concertada de las fumadas más gloriosas que le concediera Jah (démosle gracias), ahora estaban pidiéndole que pensara y recordara con unos pormenores que le resultaban visiblemente dolorosos.
—Piensa —lo instó Clair, atizándolo en la frente con una cuchara con la que hacía apenas unos instantes había removido miel en una taza de té de hierbas balsámicas.
—Ay —se quejó Kona.
—Oye, eso no venía a cuento —exclamó Clay, acudiendo al rescate de Kona. Porque la lealtad era importante para él.
—Cállate. Tú serás el siguiente.
—Vale.
Se habían reunido en torno al monitor gigante de Clay, que para lo que les estaba sirviendo bien podría haber sido un lagarto gigante. Un espectrograma de canto de ballena sacado del ordenador de Quinn ocupaba toda la pantalla, aunque para la información que les estaba facilitando bien podría haber sido el resultado de una batalla de paintball, que era exactamente lo que parecía.
—¿Qué es lo que estaban haciendo, Kona? —preguntó Clair, blandiendo la cuchara, que desprendía vapores balsámicos. Era profesora de cuarto curso en una escuela pública en la que no estaban permitidos los castigos corporales, de modo que había acumulado impulsos violentos durante años y francamente, estaba disfrutando desahogándolos con Kona, que para ella personificaba el fracaso de la educación pública—. Nate y Amy repasaron esto contigo. Ahora tienes que acordarte de lo que dijeron.
—Esto no es, es el osciloscopio —repuso Kona—. Nate cogió solo los rollos submarinos y los puso en el espectro.
—Submarino es todo —señaló Clay—. Querrás decir subsónico.
—Eso. Dijo que había algo ahí dentro. Yo le dije que era como el lenguaje de los ordenadores. Unos y ceros.
—Eso no nos sirve de nada.
—Él los estaba señalando a mano —insistió Kona—. Congelando la línea verde y midiendo los picos. Dijo que así la señal podía transmitir mucha más información, pero que para eso las ballenas tendrían que tener osciloscopios y ordenadores.
Clay y Clair se volvieron asombrados hacia el surfista.
—Pero no los tienen —añadió Kona—. Evidentemente.
Era como si una tormenta de coherencia se hubiera abatido sobre Kona. Se lo quedaron mirando fijamente.
Kona se encogió de hombros.
—Pero no vuelvas a pegarme con la cuchara.
Clay echó la silla hacia atrás para que el surfista se pusiera delante del teclado.
—Enséñamelo.
El trío se aplicó hasta bien entrada la noche, haciendo pequeñas marcas en las impresiones del osciloscopio y consignándolas en libretas de hojas amarillas. Unos y ceros. Clair se fue a la cama a las dos de la madrugada. A las tres habían reunido cincuenta páginas manuscritas de unos y ceros. En otra época a Clay le habría parecido un trabajo bien hecho. Había colaborado en el análisis de datos a bordo anteriormente. Mataba el rato y se congraciaba con los científicos que dirigían el proyecto que estaba fotografiando, pero siempre había conseguido escaquearse del trabajo para que lo terminase otro. Se estaba dando cuenta poco a poco de que ser científico era una mierda.
—Esto es una mierda —rezongó Kona.
—No, no es cierto. Mira todo lo que hemos conseguido —dijo Clay, señalando todo lo que tenían.
—¿Qué es?
—Pues es mucho, eso es lo que es. Mira todo esto.
—¿Qué significa?
—No tengo ni idea.
—Pero ¿qué tiene que ver con Nate y la Galletita Nevada?
—Tú mira todo esto —insistió el hombre, mirando todo aquello.
Kona se levantó de la silla y estiró los hombros.
—Bwana Clay, Jah te ha dado un gran corazón, tío. Yo me voy a la piltra.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Clay.
—Tenemos todo el corazón que necesitamos, colega. Lo que nos hace falta es cabeza.
—¿Cómo dices?
Así pues, a la mañana siguiente, con la promesa de confiarle información importantísima (el campo de tiro de torpedos), aunque sin la menor idea de lo que necesitaba saber a cambio (todo lo demás), Clay convenció a Libby Quinn para que fuese a Papa Lani.
—A ver si lo entiendo —dijo esta mientras iba del ordenador de Clay a la cocina y vuelta. Kona y Clay estaban a un lado, siguiendo sus movimientos con la mirada como perros viendo un partido de tenis con albóndigas—. ¿Hay una anciana que asegura que la llamó una ballena para decirle que Nate le llevara un sándwich de pastrami?
—Con pan de centeno, queso suizo y mostaza picante —añadió Kona, que no quería que pasara por alto los detalles científicos pertinentes.
—Y tenéis una grabación submarina de voces presumiblemente militares que preguntan si alguien les ha llevado un sándwich.
—Exacto —dijo Kona—. Sin pan, carne ni queso, específicamente.
Libby lo fulminó con la mirada.
—Y la marina está haciendo los preparativos para instalar un campo de tiro de torpedos en medio del Santuario de las Ballenas Jorobadas detonando explosiones simuladas. —Hizo una pausa cargada de intención y se dio la vuelta con aire pensativo, como un trasunto de Hércules Poirot con chanclas—. Tenéis una grabación en la que Amy aguanta la respiración aparentemente durante una hora sin sufrir efectos secundarios.
—En toples —añadió Kona. Ciencia.
—Amy aseguraba que a Nate se lo había comido una ballena, algo que todos sabemos que no es posible, teniendo en cuenta el diámetro de la garganta de las jorobadas, suponiendo que una de ellas quisiera morderlo, algo que sabemos que tampoco es posible. —Solo le faltaba la gorra con orejeras, la pipa de calabaza y la afición a la cocaína para convertirse en Sherlock Holmes—. Luego alquila un kayak sin razón aparente, desaparece y supuestamente se ahoga. Decís que Nate estaba buscando lenguaje binario en los registros bajos del canto de ballena, ¿y creéis que eso significa algo? ¿Lo he entendido bien?
—Sí —asintió Clay—. Pero es que además entraron en nuestras oficinas para robarnos las cintas de audio y hundieron mi barca. Vale, anoche cuando hablábamos de ello parecía que estaba más relacionado.
Libby Quinn se detuvo y se dio la vuelta para mirarlos a ambos. Llevaba pantalones cargo, sandalias de excursionista y sostén deportivo como si tuviera intención de marcharse a hacer ejercicio al aire libre en cualquier momento. Los dos bajaron la mirada con aire sumiso, como si aún estuvieran bajo la amenaza de la mortífera cuchara balsámica de Clair. Clay siempre había sentido una secreta atracción hacia Libby, incluso cuando estaba casada con Quinn, y solo había logrado mirarla a los ojos durante el último año. Kona, por otra parte, había estudiado con mucho interés docenas de videocasetes sobre el estilo de vida de las lesbianas, sobre todo en cuanto a la aparición de terceras personas en los momentos íntimos (normalmente con una pizza), de modo que hacía mucho tiempo que le había otorgado la puntuación de «tía buena», aunque le doblaba la edad.
—Ayúdanos —suplicó, adoptando un tono lastimero y mirando fijamente el suelo.
—Eso es lo que tenéis, ¿y creéis que como yo sé un poco de biología puedo encontrarle sentido a todo esto?
—Y también a eso —dijo Clay, señalando a las páginas de unos y ceros que ahora estaban ordenadas y cotejadas encima del escritorio.
Libby se acercó y hojeó las páginas.
—Clay, esto no es nada. No me sirve de nada. Suponiendo que Nate hubiera descubierto algo, ¿qué es lo que crees? ¿Que si identificamos un patrón significará algo para nosotros? Mira, Clay, yo también quería a Nate, ya lo sabes, pero…
—Dinos por dónde empezar —la interrumpió Kona.
—Y dime si ves algo en esto. —Clay fue al ordenador y pulsó una tecla. En la pantalla había un fotograma congelado del contorno de la cola de la ballena que había filmado con el equipo de reinspiración—. Nate dijo que había visto marcas en la cola de una ballena, Libby. Algo escrito. Bueno, pues antes de que me dejara sin sentido yo también creía que esta ballena tenía algo. Pero este el mejor plano de la cola que tenemos. A lo mejor significa algo.
—¿Como qué? —Su tono era amable.
—No lo sé, Libby. Si lo supiera no te habría llamado. Pero están pasando demasiadas cosas raras que casi encajan y no sabemos qué hacer.
Libby estudió el fotograma congelado de la cola.
—Sí que hay algo. ¿No tienes un plano mejor?
—No, eso sí que lo sé. Esto es lo mejor que tenemos.
—Sabes, Margaret y yo colaborábamos con un tío de Texas A&M que estaba diseñando un programa de software que cambiaba la perspectiva de las fotografías de las colas, moviendo los bordes y los ángulos imperfectos y extrapolándolos para obtener fotografías de identificación útiles. ¿Sabes cuántas se tiran porque tienen un ángulo incorrecto?
—¿Tienes ese programa?
—Sí, aún está en pruebas beta, pero funciona. Creo que podemos mover este plano y si hay algo que tenga sentido, lo veremos.
—De puta madre —exclamó Kona.
—En cuanto al lenguaje binario, me parece que son palos de ciego, pero si significa algo para vosotros, habrá que introducir los unos y los ceros en el ordenador. Kona, ¿sabes escribir a máquina?
—¿Unos y ceros? Soy un hacha, tía.
—Vale. Te daré un documento de texto sencillo, solo unos y ceros, y más adelante descubriremos si nos sirve de algo. Pero no te confundas, ¿eh?
Kona asintió.
Clay alzó la vista al fin y sonrió.
—Gracias, Libby.
—No digo que sea algo, Clay, pero no fui lo que se dice justa con Nate cuando estaba vivo. A lo mejor le debo una ahora que no está. Además, hoy hace viento. El trabajo de campo habría sido una mierda. Llamaré a Margaret y le pediré que traiga el programa. Os ayudaré si me prometéis que haréis todo lo posible para impedir que abran el campo de tiro de torpedos y que firmaréis la petición de Ballenas de Maui contra el sonar activo de baja frecuencia. ¿Tenéis algún problema con eso?
Les estaba dirigiendo la mirada de «la cuchara de la muerte» y ambos pensaron que quizá se trataba de algo innato en todas las mujeres, no solo en Clair, y que debían tener miedo, mucho miedo.
—No —dijo Kona.
—Me parece bien. Voy a hacer café —sugirió Clay.
—Seguro que Margaret se caga cuando se entere de lo del campo de tiro de torpedos —murmuró Libby Quinn mientras alargaba la mano hacia el teléfono de Clay.