22
Bernard se agita en las profundidades
Cuando Nathan Quinn empezaba a sobreponerse a las náuseas que le producían los constantes movimientos de la nave-ballena (hacía cuatro días que estaba a bordo), otra fuerza empezó a obrar en su cuerpo. Sentía que lo asaltaban oleadas de angustia y que se ponía histérico durante unos veinte segundos. A continuación se recuperaba y se quedaba un poco aturdido durante un rato, hasta que empezaba de nuevo.
Poynter y Poe iban de un lado a otro de la minúscula cabina, estudiando una serie de protuberancias y bultos bioluminiscentes como si de ellos dedujeran algún significado, pero Nate, por mucho que lo intentaba, no sabía qué era lo que estaban observando. Le habría venido bien levantarse del asiento para contemplarlos más de cerca, pero Poynter había ordenado que lo ataran después de la primera intentona de arrojarse hacia el orificio trasero. Y casi lo había logrado. Se había lanzado hacia él como había visto que hacían los balleneros y había acabado adherido al suelo de la ballena, con la cara contra la superficie elástica, agitando la mano en el frío océano.
—Eso ha sido una solemne tontería —dijo Poynter.
—Me parece que me he dislocado el hombro —se quejó Nate.
—Debería dejarlo ahí. A lo mejor se le pegaban a la mano un par de rémoras y le daban una lección.
—O un tiburón pitillo —sugirió Poe—. Cabrones sanguinarios.
Los balleneros se dieron la vuelta en sus asientos y se rieron entre dientes, cabeceando y haciendo pedorretas de tanto en tanto, arrojando considerables cantidades de saliva con aquellas lenguas de diez centímetros. Estaba claro que Quinn era el hazmerreír de los cetáceos. Aunque la verdad era que siempre lo había sospechado.
Poynter se puso a cuatro patas para mirarlo a los ojos.
—Mientras está ahí tumbado, me gustaría que pensara en lo que le habría sucedido si hubiera conseguido salir a través de ese agujero. Lo primero, estamos a… Skippy, ¿a qué profundidad estamos?
El aludido emitió varios chillidos y chasquidos.
—Cuarenta y cinco metros. Aparte de que probablemente le habrían estallado los tímpanos casi al instante, ¿cómo pensaba llegar a la superficie con una sola bocanada de aire? Y suponiendo que hubiera llegado a la superficie, ¿qué pensaba hacer entonces? Estamos a ochocientos kilómetros de la costa más cercana.
—No tenía un plan detallado —confesó Nate.
—Así que en el fondo ha sido un éxito, ¿no? Solo quería comprobar la temperatura del agua.
—Claro —dijo Nate, suponiendo que lo mejor era mostrarse conforme.
—¿Siente la mano?
—Hace un poco de frío, pero sí.
—Ah, qué bien.
De modo que lo habían dejado allí durante unas horas, con una mano y quince centímetros de brazo en el mar abierto, mientras la nave-ballena seguía nadando, y cuando al final lo sacaron lo depositaron en el asiento y lo mantuvieron atado excepto para comer y hacer sus necesidades. Había intentado relajarse y observar, averiguando todo cuanto pudiera, pero hacía unos minutos había empezado a sufrir aquellas oleadas de angustia.
—Tiene escalofríos sónicos —comentó Poe.
Poynter apartó la mirada de la consola de Skippy.
—Son las frecuencias subsónicas, doc. Está percibiendo ondas sónicas, aunque no pueda oírlas. Nos estamos comunicando con la azul desde hace unos diez minutos.
—Podría habérmelo dicho.
—Se lo acabo de decir.
—Dentro de un par de horas estará en la azul, doc. Podrá volver a levantarse y dar una vuelta. Tener un poco de intimidad.
—¿Así que se están comunicando con ella mediante sonidos de baja frecuencia?
—Sí. Tal como pensaba, doc, hay significado en el canto.
—Sí, pero yo no pensaba esto, que había personas y cosas que parecen personas navegando dentro de las ballenas. ¿Cómo demonios es posible que pase esto? ¿Cómo es posible que no lo supiera?
—¿Así que ha desistido de la estrategia de hacerse el muerto? —preguntó Poe.
—¿Qué es lo que son? ¿Alienígenas del espacio?
Poynter se desabrochó la camisa y le mostró el vello del pecho.
—¿Le parezco un alienígena del espacio?
—Bueno, usted no, ellos. —Nate señaló con la cabeza a los balleneros, que se miraron el uno al otro y se rieron entre dientes, una suerte de carcajada sofocada que brotaba de los respiraderos; se interrumpieron, miraron a Nate y volvieron a reírse—. A lo mejor en su planeta la evolución de la vida sentiente se basa en las ballenas y no en los monos —continuó Quinn—. Es posible que aterrizasen aquí y desplegaran estas naves-ballenas para que no los detectaran los radares humanos mientras echaban un vistazo. Está claro que el hombre no es la más pacífica de las criaturas.
—¿Eso le sirve de algo, doc? —replicó Poynter.
—En su planeta desarrollaron una tecnología orgánica, en lugar de la nuestra, que está basada en la combustión y la manipulación de minerales.
—Ah, esa sí que es buena —comentó Poe.
—Sigue en racha —añadió Poynter—. Está resolviendo el misterio.
Skippy y Scooter se dirigieron un mutuo asentimiento y sonrieron.
—¿Así que se trata de eso? ¿Es una nave extraterrestre? —Quinn sentía la euforia de las pequeñas victorias que se apoderaba de uno cuando demostraba una hipótesis, aunque fuera tan descabellada como que unos alienígenas del espacio pilotaban naves-ballena.
—Claro —dijo Poe—, a mí me basta. ¿Usted qué cree, capi?
—Sí, hombres de la luna, eso es lo que sois —dijo Poynter a los balleneros.
—Bip —contestó Scooter.
Y con una vocecita aguda y estridente de niña pequeña, Skippy chilló:
—Mi casaaaa…
Los balleneros chocaron los cuatro y sufrieron un ataque de risa histérica.
—¿Qué es lo ha dicho? —Nate casi se rompió el cuello al debatirse contra las ligaduras, tratando de darse la vuelta—. ¿Pueden hablar?
—Bueno, supongo, si llama hablar a eso —repuso Poe, y los oficiales chocaron los cinco a costa de los balleneros, que dejaron de reírse y dieron tres vueltas a la nave-ballena en rápidas espirales. Poe y Poynter estaban desprevenidos y salieron despedidos por la blanda cabina como dos muñecas de trapo.
Poynter acabó con el labio ensangrentado tras darse un golpe con la rodilla. Poe se había hecho daño en la espinilla al estrellarse contra la cabeza de uno de los balleneros. Nate, que estaba atado, se concentraba en no ver una reposición del desayuno de agua y atún crudo.
—¡Cabrones! —exclamó Poe.
—¿Eso es lo que esperaba de una raza de extraterrestres espaciales superinteligentes, Nate? —Poynter se enjugó la sangre del labio inferior y se la arrojó a Scooter.
La invención del sistema moderno de clasificación de los animales y las plantas se le atribuye a Carl Linnaeus, un médico sueco del siglo XVIII especializado en el tratamiento de la sífilis. Linnaeus fue quien llamó a la ballena jorobada Megaptera novaeangliae («Grandes alas de Nueva Inglaterra») y después llamó a la ballena azul Balaenoptera musculus o «ratoncito»: una criatura de treinta metros de largo que pesa más de cien toneladas, con una lengua más grande que un elefante africano adulto, la criatura más formidable que jamás ha habitado el planeta. ¿«Ratoncito»? Algunos piensan que Linnaeus ideó este irónico nombre para confundir a sus ayudantes de laboratorio, diciendo por ejemplo: «Vete corriendo y tráeme un “ratoncito”, Sven». Otros creen que se le había subido la viruela a la cabeza.
Quinn estaba agachado sobre el orificio trasero. Skippy y Scooter lo estaban sosteniendo de ambos brazos y Poynter y Poe se habían puesto en cuclillas para saludarlo. Quinn sentía la textura de la apertura en las plantas de los pies descalzos, como un neumático mojado.
—Ha sido un placer, doc —dijo Poynter—. Que tenga buen viaje.
—Nos veremos en la base —añadió Poe—. Ahora relájese. Apenas tendrá contacto con el agua. Tápese la nariz y sople.
Quinn obedeció.
Poynter contó:
—Uno, dos…
—Bip.
Nate fue absorbido a través del orificio, sintió un breve escalofrío y la presión que le apretaba los oídos y se encontró en una cámara apenas un poco más alta que la de la jorobada, con una mujer que parecía divertida.
—Ya puede dejar de soplar —le dijo.
—Otra frase que no esperaba oír en esta vida —murmuró Nate. Se soltó las fosas nasales y aspiró una honda bocanada. El aire parecía más fresco que dentro de la jorobada.
—Bienvenido a mi azul, doctor Quinn. Soy Cielle Núñez, ¿cómo se encuentra?
—Cagado. —Quinn sonrió.
Debían de tener la misma edad, era hispana y llevaba el cabello corto y oscuro salpicado de canas. Sus grandes ojos castaños atrapaban la bioluminiscencia de las paredes y reflejaban algo que parecían carcajadas. Estaba descalza y llevaba pantalones militares genéricos como Poynter y Poe. Le estrechó la mano.
—Qué gracioso —comentó—. Venga conmigo, doctor. Seguro que hace tiempo que no se pone derecho. —Lo condujo a través de un pasillo y Nate se acordó de las alcantarillas de Vancouver que había explorado con sus amigos cuando era niño. Era lo bastante alto para caminar, pero no lo suficiente para erguirse cómodamente.
—La verdad es que no soy ningún doctor. Tengo un doctorado, pero eso de «doctor»…
—Lo comprendo. Yo soy la capitana de este barco, pero si me llama «capitana» no le haré ningún caso.
—Quería oír el canto de la jorobada antes de irme. Ya sabe, desde dentro.
—Ya lo hará. Tiene tiempo.
El pasillo se ensanchó a medida que lo recorrían y Nate caminó normalmente, en la medida en que se puede andar normalmente cuando vas descalzo sobre la piel de una ballena. La piel era moteada, aunque en la jorobada había sido casi completamente gris. Nate observó que en aquella nave había amplias franjas bioluminiscentes en el suelo que despedían una luz amarilla y arrojaban un siniestro fulgor verde sobre todas las cosas. Núñez se detuvo ante algo que parecían puertas a ambos lados.
—Este es un sitio tan bueno como cualquier otro —dijo—. Ahora, dese la vuelta hacia un lado y deme la mano.
Quinn la obedeció. Ella tenía la mano caliente pero seca. Era una mujer pequeña pero de constitución fuerte; sintió su fuerza en el apretón.
—Ahora vamos a caminar mientras la nave se mueve. No se pare hasta que yo se lo diga o se caerá de culo.
—¿Qué?
—Vale, Scooter, dale la vuelta.
—¿Scooter?
—Todos los pilotos se llaman Scooter o Skippy. ¿No se lo habían dicho?
—No me han dado mucha información.
—Los tripulantes de las jorobadas son un hatajo de chiflados. —Núñez sonrió—. Ya sabe, como los pilotos de guerra de la marina en la superficie. Puro ego y testosterona.
—He visto más imbéciles que chiflados —repuso Nate.
—Bueno, en este caso en concreto, sí.
El pasillo entero empezó a moverse.
—Allá vamos, paso, paso, paso, eso es. —Anduvieron por las paredes mientras la nave daba vueltas. El movimiento cesó cuando estaban caminando por el techo—. Muy bien, Scooter —dijo Núñez, que sin duda estaba comunicándose mediante una especie de interfono oculto. A continuación, dirigiéndose a Nate, añadió—: Es muy bueno.
—¿Estábamos bocabajo durante el traslado?
—Exactamente. Qué listo es usted. Mire, estos son los camarotes.
Núñez tocó un nódulo iluminado en la pared y una puerta de piel se replegó sobre sí misma. De nuevo le vino a la memoria el respiradero de las ballenas dentadas, aunque este era tan grande (medía casi un metro veinte de ancho) que resultaba… antinatural. Una serie de líneas luminosas cobraron vida al otro lado de la puerta, revelando un pequeño camarote, una cama (aparentemente hecha de la misma piel que el resto del interior), pero también una mesa y una silla. Nate no distinguía el material del que estaban hechas, pero parecía plástico.
—Hueso —dijo Núñez al darse cuenta de que las estaba mirando—. Forman parte de la nave tanto como las paredes. Todo es tejido vivo. Hay estantes y armarios para sus cosas en los mamparos, aunque ahora están cerrados. Como comprenderá todo tiene que estar guardado durante las pequeñas maniobras como la que acabamos de realizar. El movimiento no es tan malo como en las jorobadas. Enseguida se acostumbrará y podrá pasearse como si estuviera en tierra firme.
—Es verdad. Ni siquiera me había dado cuenta de que nos estábamos moviendo.
—Eso es porque no nos estamos moviendo —replicó Núñez.
El sonido de las risitas de los balleneros recorrió el pasillo hacia ellos.
—Se supone que estáis trabajando —dijo la mujer, dirigiéndose al aire—. Preparaos para poneros en marcha. —Se volvió hacia Quinn—. ¿Puedo invitarle a una taza de café? ¿Y quizá contestar a algunas de sus preguntas?
—¿Me lo está ofreciendo? —Quinn sentía que el corazón le daba un vuelco de entusiasmo. ¿Información, sin la absurda ofuscación de Poynter y Poe? Estaba emocionado—. Me parece fantástico.
—No se mee encima, Quinn. No es más que café.
El pasillo desembocaba en un espacioso puente. La cabeza era enorme en comparación con la de la jorobada. A ambos lados de la entrada había un ballenero que les sonrió mientras pasaban. Ambos eran más altos que Quinn y, al contrario que los Scooter y Skippy de la ballena jorobada, tenían la piel moteada y más clara.
Nate se detuvo y les devolvió la sonrisa.
—Déjeme adivinar… ¿Skippy y Scooter?
—La verdad es que se llaman Bernard y Emily 7 —dijo Núñez.
—Pero si me ha dicho que todos se llamaban…
—He dicho que todos los pilotos se llamaban Skippy y Scooter. —Señaló la parte delantera del puente, donde había dos balleneros sentados ante consolas de control, dando vueltas en los asientos y sonriendo.
Quizá, sospechó Nate, siempre daba la impresión de que estaban sonriendo, como los delfines. Había cometido un error de novato, asumiendo que sus expresiones faciales eran análogas a las expresiones humanas. A la gente solía pasarle con los delfines, aunque no tenían músculos faciales que facilitaran la expresión. Hasta los delfines tristes daban la impresión de que estaban sonriendo.
—¿De qué os reís vosotros dos? —los amonestó Núñez—. Vamos a ponernos en marcha.
Los pilotos fruncieron el ceño y se volvieron hacia las consolas.
—Vaya mierda —masculló Nate.
—¿Qué?
—Nada, otra teoría que se va a la porra.
—Sí, esta operación es lo que tiene, ¿verdad?
Nate sintió que algo le estaba tocando el bolsillo trasero y cuando se dio la vuelta vio un pene fino y rosado de treinta y cinco centímetros que sobresalía de la ranura de los genitales de Bernard. Lo estaba saludando.
—¡Me cago en la leche!
—¡Bernard! —le espetó Núñez—. Guarda eso. Ese no es el procedimiento.
El aparato de Bernard se desmoronó visiblemente ante aquella reprimenda. Se lo miró y emitió un chillido contrito.
—¡He dicho que la guardes! —gruñó Núñez.
La picha de Bernard se introdujo bruscamente en la ranura de los genitales.
—Disculpe —le dijo Núñez a Nate—. Nunca he logrado acostumbrarme a eso. Es muy desconcertante cuando estás trabajando con uno de ellos, le pides que te pase un destornillador o algo por el estilo y resulta que ya tiene las manos ocupadas. ¿Café?
Lo condujo a una mesita blanca frente a la que brotaban asientos del suelo. Parecían sillas de montar griegas de estilo antiguo, sin respaldo, con curvas orgánicas y el notable brillo del hueso vivo, aunque eran más de Gaudí que de Los Picapiedra. Quinn tomó asiento y Núñez tocó un nódulo en la pared que abrió una portezuela de un metro de ancho que ocultaba un fregadero, diversos botes y algo que parecía una cafetera. Nate se preguntó de dónde obtendrían corriente eléctrica, pero se contuvo antes de preguntarlo.
Quinn observó los alrededores mientras la mujer preparaba el café. El puente era cuatro veces más grande que toda la cabina de la jorobada. En lugar de una furgoneta, era como estar en una caravana grande; una caravana sinuosa y tenuemente iluminada, pero del mismo tamaño. Una luz azul se filtraba a través de los ojos, iluminando los rostros de los pilotos, que refulgían como el charol. Nate empezaba a darse cuenta de que, aunque todo era orgánico y estaba vivo, la nave-ballena era tan eficiente como todas las embarcaciones: se aprovechaba el espacio al máximo, se guardaba cada cosa para protegerla de los movimientos, y todo era funcional.
—Si tiene que usar el baño, está en el pasillo, la cuarta escotilla a la derecha.
Emily 7 emitió un chasquido y un chillido y Núñez se rió. Tenía una risa cálida, no forzada, que surgía de su boca de una forma sencilla y natural.
—Emily dice que lo más lógico sería que el cuarto de baño estuviera en la cabeza[14], pero aquí la lógica no sirve de nada.
—Renuncié a la lógica hace días.
—No hace falta que renuncie a ella, solo que se adapte. En fin, las instalaciones del baño son como el resto de la nave, están vivas, pero me imagino que descubrirá las analogías enseguida. Es menos complicado que el retrete de un avión.
Scooter chilló y la gran nave se puso en marcha con una violenta sacudida que dio paso suavemente a un movimiento más delicado. Era como estar en un barco grande en un calado medio.
—Oye, Scooter, avísanos un poco antes, ¿vale? —se quejó Núñez—. Casi tiro el café de Nathan. ¿Te parece bien que te llame Nathan?
—Nate está bien.
Adaptándose a los movimientos de la nave, Núñez volvió a la mesa, depositó las dos humeantes tazas de café y fue a por el azucarero, dos cucharas y una lata de leche condensada. Nate cogió la lata para examinarla.
—Esto es lo primero que veo del exterior.
—Sí, bueno, es una petición especial. No querrá probar la leche de ballena con el café. Es como queso de tubo con sabor a krill.
—Qué asco.
—Eso digo yo.
—Cielle, si no te importa que te lo diga, no tienes pinta de militar.
—¿Yo? No, yo no era militar. Mi marido y yo teníamos un barco de vela de veinte metros. Un huracán nos sorprendió frente a Costa Rica y nos hundimos. Entonces fue cuando me atraparon. Mi marido no sobrevivió.
—Lo siento.
—No te preocupes. Eso fue hace mucho tiempo. Pero no, nunca he estado en el ejército.
—Pero das órdenes a los balleneros de una forma que…
—Antes de nada tenemos que aclarar este malentendido, Nate. Yo… Nosotros, los seres humanos que hay en estas naves… no estamos al mando. Solo somos… no sé, embajadores o algo por el estilo. Parecemos comandantes porque estos tíos se pasan todo el día haciendo el tonto si nadie les dice lo que tienen que hacer, pero en realidad no tenemos ninguna autoridad. El coronel da las órdenes y los balleneros dirigen el espectáculo.
Scooter y Skippy se rieron entre dientes como sus contrapartidas de la nave jorobada. Bernard y Emily se unieron a ellos; Bernard estiraba la picha prensil como si fuera un matasuegras.
—¿Y las balleneras? —Nate asintió en dirección a Emily 7, que le dedicó una sonrisa; era una sonrisa enorme y llena de dientes, pero tan coqueta como cabría esperar de una ingenua criatura que podía arrancarte el brazo de un mordisco.
—Balleneros, simplemente. Es como la palabra «hombre», ya sabes, otra manera de alienar a las mujeres de la raza humana a toda costa. Aquí es lo mismo. Los veteranos fueron quienes les pusieron ese nombre.
—¿Quién es el coronel?
—Está al mando. Nosotros no podemos verlo.
—Pero ¿es humano?
—Eso me han contado.
—Has dicho que estás aquí desde hace mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo?
—Deja que te sirva otra taza y te contaré todo lo que pueda. —Se dio la vuelta—. ¡Bernard, saca esa cosa de la cafetera!