21
Lamiendo el cuerpo eléctrico
El crepúsculo de Maui había inflamado el cielo y en el bungaló todo había adquirido el tono rosado brillante del paraíso… O el infierno, dependiendo del punto de vista. Clay descuartizó al pollo y depositó las piezas en una bandeja para llevarlas a la parrilla.
—Necesitarás otra fuente para cuando esté asado —observó Clair. Tenía una flor de hibiscus morada estampada en el vestido y la orquídea que llevaba en el pelo semejaba libélulas de color lavanda fornicando. Estaba cortando pepinillos para la ensalada de macarrones.
—¿Qué tiene de malo esto? —Clay le presentó la fuente con el pollo crudo.
—No puedes usar el mismo plato. Cogerás la salmonela.
—A tomar por culo —masculló Clay, arrojando el plato al patio. Las piezas de pollo salieron despedidas y se empanaron solas con una fina capa de arena, hormigas y hierba seca—. Por amor de Dios, ¿desde cuándo el pollo es plutonio? Como lo toques te deja tieso. ¡Y los huevos y las hamburguesas son mortales si no están duras como una puñetera piedra! Y si enciendes el puto teléfono los aviones caen del cielo en picado como una bola de fuego. Y los niños ya no pueden cagar tranquilamente, tienen que ponerse casco y protecciones hasta que se parecen al Guerrero de la Carretera. ¿No? ¿No? ¿Qué cojones le ha pasado al mundo? ¿Desde cuándo es todo tan peligroso? ¿Eh? Hace treinta putos años que navego y no me he muerto. He nadado con todas las criaturas que muerden, pican y comen y he hecho todas las estupideces posibles en las profundidades… Y aún estoy vivo. Joder, Clair, estuve inconsciente durante una hora debajo del agua hace menos de una semana y he sobrevivido. ¿Ahora vas a decirme que me va a matar un puto muslo de pollo? Bueno, pues ¡a tomar por culo!
No sabía adónde ir, de modo que entró de nuevo en el bungaló y cerró violentamente la puerta de pantalla a sus espaldas, después la abrió y volvió a cerrarla.
—¡Maldita sea! —Se detuvo, respirando pesadamente. Sin mirar a nada.
Clair dejó el cuchillo y los pepinillos y se limpió las manos. Se acercó a Clay mientras se quitaba una voluminosa horquilla del pelo y los mechones largos y exuberantes se derramaron por su espalda. Cogió la mano derecha de Clay y le besó las yemas de los dedos, le lamió el pulgar, se metió el índice en la boca y lo extrajo poco a poco, humedeciéndolo al máximo. Clay miraba al suelo, temblando.
—Cariño —dijo Clair mientras le sujetaba firmemente la horquilla entre los dedos humedecidos—, necesito que cojas esta horquilla y la metas lo más fuerte que puedas en ese enchufe de la pared.
Clay la miró al fin.
—Porque —continuó ella— sé que no estás enfadado conmigo y que sufres porque has perdido a tus amigos, pero me parece que necesitas que alguien te recuerde que no eres invulnerable y que puedes sufrir todavía más que ahora. Y también me parece que lo mejor es que lo hagas tú mismo, porque si no tendré que saltarte los sesos con tu propia sartén.
—Eso no estaría nada bien —murmuró Clay.
—El mundo es cruel, cariño.
Él la abrazó, enterrando la cara en su pelo, sin moverse de la puerta durante largo rato.
Amy llevaba treinta y dos horas desaparecida. Aquella mañana un pescador había encontrado el kayak en Molokai, encallado contra unas rocas, y había llamado a la empresa de Maui que los alquilaba. Aseguró que había un salvavidas atado a la sección delantera de la barca. La Guardia Costera ya había dejado de buscarla.
—Ahora suéltame —dijo Clair—. Tengo que recoger el pollo del patio y limpiarlo.
—Creo que no deberíamos comérnoslo.
—Por favor. Voy a cocinarlo para Kona. Tú vas a invitarme a cenar fuera.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—Después de meter esto en el enchufe, ¿no?
—Puedes llorar, Clay… Es lo que tiene que ser… Pero no puedes sentirte culpable por estar vivo.
—¿Así que no hace falta que lo meta en el enchufe?
—Me has dicho palabrotas, cariño. No puedes salirte con la tuya.
—Ah, vale, eso es cierto. Recoge el pollo de Kona del patio. Yo me encargo de esto.
Dos días después de la desaparición de Amy, Clay fue a la orilla de una escarpada playa que discurría entre unos cuantos condominios al norte de Lahaina, demasiado pequeña para salir a correr por ella y demasiado poco profunda para las hordas de bañistas. Se detuvo en un saliente de rocas, entre las olas que rompían, y trató de liberarse del odio en estado puro que le embargaba el corazón. A Clay Demodocus le gustaban las cosas, y entre las cosas que más le gustaban estaba el mar, pero aquella mañana no abrigaba otra cosa que desdén hacia ese viejo amigo. El azul zafiro era indiferente y las olas, elitistas. Te mataban sin enterarse siquiera de cómo te llamabas.
—Serás cabrón —masculló Clay, lo bastante alto para que el mar lo oyera. Le escupió en la cara y volvió a casa.
El gracioso de Maui estaba sentado en una roca cercana, observándolo, y se burló de la arrogancia de Clay. Pero Maui admiraba a los hombres que tenían más cojones que cerebro, aunque fueran haoles, de modo que lo bendijo humildemente, una simple baratija a cambio de las risas que se había echado, un insignificante mango de magia, y se dirigió a la gran bananera para velar los carretes de los turistas japoneses.
De vuelta en el despacho, que ahora era solo suyo, Clay encontró el currículum de Amy entre los archivos y buscó el teléfono. Trató de prepararse, dilucidando cómo iba a decirles exactamente a aquellos desconocidos que su hija había desaparecido y que suponían que se había ahogado. Se sentía triste y solo y le dolía el codo a causa de la descarga eléctrica que había sufrido la noche anterior. No quería hacerlo. Alargó la mano hacia el teléfono, se detuvo y cerró los ojos, como si pudiera hacer que todo aquello desapareciera, pero en el dorso de los párpados vio la cara de su madre, tal como la había visto por última vez, mirándolo desde un barril de salmuera.
—Llama de una vez, mariquita. Si alguien sabe cómo no deben recibirse las malas noticias eres tú. Parte de la lealtad consiste en llegar hasta el final, llorón cobardica. No seas como tus hermanos.
Ah, querida mamá, pensó Clay. Marcó un número con el prefijo 716 de Tonawanda, Nueva York. El teléfono sonó tres veces antes de que se accionara un mensaje grabado de la operadora informándole de que el número marcado no estaba disponible en ese momento. Lo comprobó, marcó el siguiente número, pero tampoco funcionaba. Llamó a información de Tonawanda en busca de los padres de Amy y la operadora le dijo que no constaban en la guía. Confuso, llamó al Centro Oceanográfico de Woods Hole, donde Amy había hecho el máster. Conocía a uno de sus supervisores, Marcus Loughten, un irascible británico que trabajaba en Woods Hole desde hacía veinte años y se había hecho famoso en el campo por su trabajo en acústica submarina. Loughten contestó al tercer tono.
—Loughten —dijo.
—Marcus, soy Clay Demodocus. Trabajamos juntos en…
—Sí, Clay, ya sé quién demonios eres. Me llamas desde Hawái, ¿no?
—Bueno, sí, yo…
—Seguro que hace veinticinco grados y un poco de brisa. Aquí estamos a veinte bajo cero. Hace un mes que dura la ventisca y estoy instalando unas putas boyas sonoras para que los superpetroleros no atropellen a las ballenas francas.
—Eso, las boyas sonoras. ¿Qué tal están funcionando?
—No están funcionando.
—¿Ah, no? ¿Por qué no?
—Pues porque las ballenas francas son tontas del culo. Tampoco es que los superpetroleros sean silenciosos. Si se asustaran con el sonido se cagarían de miedo con el ruido de los motores, ¿no? Pero no establecen ninguna conexión. Son tontas del culo.
—Ah, lo siento. Eh, entonces, ¿por qué sigues haciéndolo?
—Porque tenemos financiación.
—Claro. Oye, Marcus, necesito información sobre una alumna tuya que trabajaba con nosotros. Amy Earhart. Estaría con vosotros hasta el otoño del año pasado.
—No, no me suena ese nombre.
—Claro que sí, un metro sesenta y cinco, delgada, paliducha, cabello oscuro con mechas azules, más lista que el hambre.
—Lo siento, Clay. Eso no encaja con ninguno de mis alumnos.
Clay aspiró una honda bocanada de aire y siguió insistiendo. Los biólogos tenían fama de tratar a los alumnos de posgrado como si fueran seres infrahumanos, pero le extrañaba que Loughten no se acordara de Amy. Era preciosa, y a juzgar por la noche de juerga que se había corrido con él en una conferencia sobre mamíferos marinos en Francia, el británico estaba más salido que el pico de una plancha.
—Tiene un culo estupendo, Marcus. No lo habrás olvidado.
—Seguro que lo tiene, pero no me acuerdo de ella.
Clay repasó el currículum de Amy.
—¿Y Peter? A lo mejor…
—No, Clay, también conozco a todos los alumnos de Peter. ¿Llamaste para confirmar sus referencias cuando la contrataste?
—Pues no.
—Buen trabajo entonces. Se ha fugado con las Nikon, ¿eh?
—No, ha desaparecido en el mar. Estoy intentando ponerme en contacto con su familia.
—Lo siento. Ojalá pudiese ayudarte. Repasaré los archivos para asegurarme, por si he sufrido una miniapoplejía que ha matado la parte del cerebro que recuerda los culos bonitos.
—Gracias.
—Buena suerte, Clay. Dale recuerdos a Quinn.
Clay se encogió. Resultaba que no estaba listo para dar malas noticias.
—Lo haré, Marcus. Adiós. —Clay colgó y miró fijamente el teléfono. Bueno, pensó, no sabía absolutamente nada de la mujer que creía que conocía. Libby Quinn había llamado (llorando) diciendo que debían celebrar un servicio conjunto en el santuario en memoria de Nate y Amy y que Clay debía decir algo. ¿Qué iba a decir acerca de Amy? Queridos hermanos, creo que todos conocíamos a Amy como científica, colega y amiga, una mujer que salió de la nada con una historia completamente falsa, pero creo que como me salvó la vida llegué a conocerla mejor que cualquiera de los presentes, y puedo afirmar sin temor a equivocarme que era una farsante con un culo estupendo.
Sí, tendría que esforzarse más. Maldición, cómo los echaba de menos a los dos.
Clay decidió pasarse el resto del día editando vídeos; una tarea larga y laboriosa que al menos le brindaba una huida imaginaria del mundo real. Aquella tarde estaba repasando la grabación que había realizado el día que le había atizado la ballena, pasando por primera vez del punto en el que se quedaba inconsciente, para asegurarse de que la cámara no había captado nada aprovechable. El vídeo siguió adelante: unos cuantos minutos de aguas azules en los que la cámara se sacude al extremo de la correa que lleva en la muñeca y las piernas de Amy que desciende para sujetarlo. Clay subió el volumen del audio. Murmullo de ruido de fondo, las burbujas de la válvula de la chica, el susurro acompasado de la respiración de Clay a través del equipo de reinspiración. Cuando ella nada hacia la superficie la cámara capta sus aletas suspendidas débilmente contra el campo azul, después entran y salen del plano pataleando. La respiración acompasada de ambos en la pista de audio.
Clay comprobó el indicador de tiempo del vídeo. A los quince minutos el movimiento se detiene. Amy se ha parado para hacer la primera descompresión. En la pista de audio se escucha el coro de las ballenas jorobadas que cantan a lo lejos, una lancha motora cercana y las burbujas acompasadas de Amy. Entonces las burbujas se interrumpen.
La cámara se posa sobre el muslo de Clay antes de alejarse flotando. La lente se ha vuelto hacia arriba y capta la luz de la superficie y la mano de Amy, que se aferra al chaleco de flotación, comprobando los datos del ordenador de buceo. No lleva la válvula en la boca. En la pista de audio solo se escucha la respiración de él. La cámara se aparta.
Pasan otros diez minutos. Clay escucha, a la espera de que Amy siga respirando. Al conectarse a la bomba de rescate del equipo de reinspiración, el movimiento debería de haber zarandeado la cámara, pero la corriente es tan apacible como siempre. Ascienden. Clay supone que hasta unos veinticinco metros. Amy ha vuelto a detenerse para hacer la descompresión, siguiendo las instrucciones, a pesar de la emergencia. Pero solo se escucha la respiración de una persona.
Ella sigue tirando de Clay hacia arriba. El plano se ilumina y la cámara se da la vuelta. En el gran angular aparecen la forma de un inconsciente Clay y de Amy, que está pataleando con la válvula fuera de la boca, mirando a la superficie. No ha usado la botella de rescate del equipo de Clay ni ha aspirado una sola bocanada desde hace cuarenta minutos, que él sepa. No puede ser cierto.
Clay escucha, observando el indicador de tiempo hasta que este señala sesenta minutos y la cinta se acaba; todo está copiado en el disco duro. Rebobina la cinta con la pantalla encendida, deteniéndose cuando la cámara capta algo aparte de las aguas azules para escuchar de nuevo.
—Ni de puta coña.
Clay se apartó del monitor mientras el vídeo terminaba de nuevo, quedándose congelado en la imagen de Amy sosteniéndolo con fuerza a unos seis metros de profundidad, sin la válvula en la boca.
Se precipitó corriendo por la puerta, gritando:
—¡Kona! ¡Kona!
El surfista salió arrastrando los pies del bungaló, envuelto en una nube de humo.
—Estoy siguiendo el rastro de los espías de la marina, jefe.
—¿Dónde dejasteis el equipo de reinspiración el día que me llevaron al hospital?
—En el cobertizo.
Clay se dirigió en línea recta a la cabaña donde se guardaban el equipo de buceo y las barcas, indicándole a Kona que lo siguiera.
—Ven conmigo.
—¿Qué pasa?
—¿Rellenasteis el oxígeno o las botellas de rescate?
—Las limpiamos y las metimos en el maletín.
Clay extrajo el abultado maletín Pelican de una pila de botellas de buceo y abrió los cierres. El relleno de espuma sostenía firmemente el equipo de reinspiración. Clay lo depositó bruscamente sobre el suelo de madera y encendió el ordenador, que era una parte esencial del equipo. Pulsó una serie de botones en la pantalla de cristal líquido de la consola y observó la secuencia de números grises. La última inmersión había durado setenta y cinco minutos y cuarenta y tres segundos. El cilindro de oxígeno estaba casi lleno. La reserva de aire de emergencia estaba llena. Llena. No la habían tocado. De alguna forma Amy había estado debajo del agua durante una hora sin suministro de aire.
Clay se volvió hacia el surfista.
—¿Recuerdas alguna cosa de lo que estaba haciendo Nate? Necesito los detalles… La idea ya la tengo. —Clay no estaba seguro de lo que andaba buscando, pero aquello tenía que significar algo y solo podía recurrir a la investigación de Nate.
El surfista se rascó el lado de la cabeza que no tenía rastas.
—Algo de que las ballenas cantaban en lenguaje binario.
—Enséñamelo. —Clay salió corriendo por la puerta y entró en la oficina.
—¿Qué es lo que estás buscando?
—No lo sé. Pistas. Misterios. Significado.
—Se te ha ido la olla, ¿sabes?