20
Galletita desaparecida, atún coleando
—Bwana Clay, ¿has visto a la Galletita Nevada?
Clay y Clair estaban sentados en el lanai del bungaló de Clay, bebiendo mai tais y contemplando el humo que se elevaba de las válvulas de una barbacoa Weber. Kona llevaba una tabla de surf debajo del brazo y se dirigía al vehículo que conducía en Maui, un BMW 2002 de 1975 de color Krylon oxidado sin ventanas y con asientos cubiertos con mantas andrajosas.
Clay estaba a dos mai tais de estar sobrio, pero todavía era capaz de articular palabra.
—Se fue al pueblo con la camioneta de Nate esta mañana. No la he visto desde entonces.
—Quería aprender a surfear. En West Shore hay olas tranquilas, son buenas para eso.
—Lo siento —dijo Clay—. Estamos ahumando un buen trozo de atún, si quieres acompañarnos.
—No —lo atajó Clair.
—Gracias, pero voy a Lahaina a ver si encuentro a la Galletita Nevada. ¿Vamos a trabajar mañana?
—A lo mejor —dijo el hombre, tratando de pensar entre una nube de ron. Habían rescatado el Atontado del fondo del puerto y el astillero le había advertido que tardaría alrededor de una semana en estar listo para flotar de nuevo, aunque incluso entonces necesitaría una limpieza a fondo. Pero tenían la barca de Nate. Miró a Clair.
—No vas a quedarte sentado en casa todo el día quejándote de la resaca —dijo esta—. Métete en el agua y vomita como un hombre. —Había reconsiderado la idea de que Clay se quedara en tierra firme. Era lo que era.
—Sí, saldremos si no sopla demasiado viento —contestó Clay—. Oye, ¿habrá viento? —Había caído en la cuenta de que no había comprobado el parte meteorológico desde la desaparición de Nate.
—Mañana tranquila, alisios por la tarde —dijo Kona—. Podemos trabajar.
—Díselo a Amy cuando la veas, ¿vale? Llévate mi teléfono y llámame cuando la encuentres. ¿Seguro que no quieres cenar con nosotros?
—Que no —repitió Clair.
—No —dijo Kona, sonriendo a Clair—. Abuelita, ¿te da vergüenza que Kona te viera desnuda? Pero si estás muy bien.
Clair se puso en pie.
—Como vuelvas a llamarme «abuelita» te arranco el resto de las rastas y las uso como juguetes para gatos.
—Relax, reina, voy a buscar a la Galletita. —Y fue tranquilamente hasta el BMW, metió la voluminosa tabla a través de la ventana trasera, sujetando la aleta sobre el asiento del copiloto, y se fue a Lahaina en busca de Amy.
Eran las dos de la madrugada cuando sonó el teléfono en el bungaló de Clay.
—Dime que no estás en la cárcel —dijo.
—En la cárcel no, bwana Clay, pero es mejor que te sientes.
—Estoy en la cama durmiendo, Kona. ¿Qué pasa?
—La camioneta, la camioneta de bwana Nate. Está en el alquiler de kayaks de Lahaina. Me han dicho que Amy ha alquilado un kayak esta mañana, sobre las once.
—¿Todavía están abiertos?
—He despertado al encargado.
—¿No saben adónde ha ido? ¿La dejaron marcharse sola? ¿No nos llamaron cuando se hizo de noche?
—Ella dijo que iba a remolcarlo con la barca para la investigación. Sabían que ella estudiaba a las ballenas, así que no le dieron importancia. A veces se llevan los kayaks durante dos o tres días.
—¿Lo has comprobado? ¿No está en la barca?
—¿Te refieres a la que no está hundida?
—Sí, a esa.
—Sí, lo he comprobado. La barca está en la pasarela. No hay ningún kayak.
—Quédate ahí. Llegaré dentro de un rato. Tengo que vestirme y llamar a la Guardia Costera.
—El tío de los kayaks dice que no tiene la culpa, que ella firmó una cápsula. ¿Eso es un rollo religioso?
—Una cláusula, Kona, firmó una cláusula. ¿Estás fumado?
—Sí.
—Por supuesto. Perdona. Vale, voy enseguida.
Nate llevaba tres días dentro de la ballena cuando preguntó:
—No os llamáis Poynter y Poe de verdad, ¿no?
—¿Qué? —escupió Poynter—. ¿Lo ha devorado una nave-ballena gigante y le preocupa que viajemos con nombres falsos? Adelante, Poe.
—¡Tirad de la cadena, muchachos! —exclamó este.
Un chorro de agua bañó el suelo de la ballena desde la parte delantera. El oficial Poe se quitó los pantalones, dio tres pasos y se encaramó a un tobogán que llevaba a la cola como si se arrojara sobre la tercera base sobre una lona mojada. Cuando llegó al fondo de la cámara extendió los brazos a ambos lados del cuerpo formando un ángulo recto. Se oyó una succión y Poe se hundió hasta las axilas en un orificio que un segundo antes no había sido más que una tenue impresión en la superficie sólida.
—¡Jo, qué frío! —dijo—. ¿A qué profundidad estamos?
Scooter emitió un par de chasquidos y silbidos.
—A treinta metros —tradujo Poynter—. No será para tanto.
—Pues a mí parece que hace más frío. Creo que se me han subido las pelotas.
Nate le miraba boquiabierto los brazos y la cabeza, que apenas sobresalían del suelo.
—Ya lo ve, doc —dijo Poynter—, solemos llamarlo «orificio trasero» en lugar de ano, ya sabe, porque de lo contrario habría ciertas connotaciones cuando entramos y salimos. Ahora mismo la parte inferior del cuerpo de Poe está en el mar, a tres atmósferas, pero el orificio trasero está sellado a su alrededor y no le aplasta el pecho. No te está aplastando el pecho, ¿verdad, Poe?
—No, señor. Aprieta un poco, pero puedo respirar.
—¿Cómo es eso posible? —quiso saber Nate.
—Usted es submarinista. ¿Cuánto ha descendido? ¿Hasta treinta y cinco o cuarenta metros?
—Cuarenta y cinco, accidentalmente, pero ¿qué tiene que ver con esto?
—Nunca le fallado el esfínter a tanta profundidad, ¿verdad? ¿A que no se ha hinchado como un pez fugu?
—No.
—Bueno, pues ahí lo tiene, Nate. Esto no es más que tecnología avanzada de paracagadas. Nosotros tampoco lo entendemos, pero es la clave de la higiene en estas naves tan pequeñas, y también es por donde entramos y salimos. La boca de estas naves jorobadas ni siquiera suele abrirse, así que disponemos de mucho más espacio, pero esta está especialmente diseñada para capturar a «indeseables». Como usted.
—¿Cómo que está diseñada? ¿Por quién? —Claro que estaban diseñadas. Era imposible que algo semejante fuese el fruto de la evolución.
—Más adelante —dijo Poynter—. Poe, ¿has terminado?
—Sí, capitán.
—Pues vuelve aquí dentro.
—Aquí hace muchísimo frío, señor. Se lo aseguro, se me habrá quedado el aparejo como el de un niño.
—Seguro que el doctor lo tendrá en cuenta, Poe.
Nate sintió un ligero cambio de presión en los oídos cuando el joven se introdujo de nuevo en la ballena. El orificio se selló a sus espaldas, sin dejar apenas agua en el fondo. El oficial fue dando tumbos como un cangrejo hasta la parte delantera de la nave, tapándose las partes privadas con las manos. Sacó los pantalones de un compartimento que se cerraba con un pliegue de piel, como el respiradero de una ballena asesina. El interior de la ballena estaba revestido de compartimentos semejantes, pero cuando estaban cerrados ni siquiera se veían las junturas a la tenue bioluminiscencia.
—Tendrá que aprender a hacerlo, Nate. Es lo más civilizado hasta que se traslade a la azul. No puede hacer sus cosas dentro de la nave.
Cuando Nate había tenido que ir al baño lo habían mandado al fondo de la ballena, donde había hecho sus necesidades en el suelo. Al cabo de unos segundos los balleneros habían abierto una rendija en la boca y el chorro de agua había barrido el suelo, arrojando eficazmente la inmundicia a través del orificio trasero.
—¿La azul? —preguntó Nate.
—Sí, no podemos llevarlo adonde ellos quieren en una nave tan pequeña. Lo trasladaremos a la azul para que siga el viaje. Tendrá que salir por el paracagadas.
—¿Así que también hay una nave-ballena azul?
—Naves —lo corrigió Poynter—. Sí, y también de otras especies.
—Las ballenas francas son mis favoritas —intervino Poe—. Son lentísimas, pero muy amplias. Hay mucho espacio. Ya lo verá.
—¿Así que ellos… los balleneros… pueden regular la presión con tanta precisión? ¿Dejan que entre agua y la expulsan impidiendo que suframos una embolia? ¿Permiten que nos traslademos de una de estas naves a otra?
—Sí, están conectados directamente a la ballena. Supongo que son como el córtex del cerebro. Las naves-ballena tienen cerebro, pero este solo se encarga de las funciones autonómicas. Hace que se comporten como ballenas durante horas, sumergiéndose, respirando y esas cosas. Pero si no se conecta uno de los balleneros no son más que máquina estúpidas con funciones limitadas. Los pilotos controlan las funciones superiores, la navegación y esas cosas. La verdad es que con las jorobadas se lucen… Los saltos, el canto, ya sabe.
—¿Esta cosa canta? —Nate no podía contenerse. Quería oír el canto de una ballena desde dentro.
—Claro que canta. Ya lo ha oído.
Desde que Nate estaba a bordo el único sonido que había emitido la nave-ballena había sido el restallido de las enormes aletas y las explosivas bocanadas que exhalaba cada diez minutos.
—Odio que canten —rezongó Poe.
—¿Para qué sirve el canto? —insistió el científico. No le importaba quiénes eran aquellos tipos ni lo que estaban haciendo. Ahora tenía la ocasión de obtener la respuesta a la pregunta que se había hecho durante casi toda su vida adulta—. ¿Por qué cantan?
—Porque se lo decimos nosotros —contestó Poynter—. ¿Qué creía?
—No. Eso no es cierto. —Nate sepultó la cara entre las manos—. Me han secuestrado unos imbéciles.
Scooter emitió una serie de chirridos frenéticos. El ballenero estaba contemplando las aguas azules del Pacífico a través del ojo.
—Ahí fuera hay un banco de atunes —dijo Poe.
—Venga, Scooter —exclamó Poynter—. Coge unos cuantos.
Las ligaduras que rodeaban la cintura de aquel humanoide se replegaron y este se levantó por primera vez desde que Nate estaba a bordo. Medía unos dos metros, era más alto que Nate, y tenía unas delgadas piernas grises, como una gigantesca rana toro cruzada con un delantero de fútbol americano, que terminaban en unos largos pies palmeados que semejaban las aletas traseras de una morsa. Scooter dio tres pasos y se arrojó al fondo de la ballena. Hubo un chapoteo y el ballenero desapareció de cabeza a través del orificio trasero, que se selló a sus espaldas con un audible estallido.
Poe ocupó el asiento que Scooter había abandonado y observó a través del ojo.
—Nate, eche un vistazo a esto. Mire cómo cazan estos tíos.
Aquel miró por el ojo de la ballena y vio la esbelta forma de Scooter nadando de un lado a otro con una agilidad asombrosa, persiguiendo a un atún de nueve kilos a una velocidad increíble.
Los ojos de los balleneros no eran tan saltones en el agua como dentro de la ballena. Al igual que las ballenas y los delfines, comprendió Nate, los balleneros tenían músculos que modificaban la forma de los ojos para enfocar en el aire o en el agua. Scooter viró rápidamente y atrapó al atún con las mandíbulas a menos de tres metros del ojo de la ballena. Nate oyó el chasquido y vio sangre en el agua alrededor de la boca de Scooter.
—¡Sí! —exclamó Poe—. Esta noche cenamos sashimi.
Nate no había comido otra cosa que pescado crudo desde que estaba a bordo de la nave-ballena, pero era la primera vez que veía cómo lo pescaban. Sin embargo, no compartía el entusiasmo de Poe.
—¿Eso es lo único que comen? ¿Pescado crudo?
—Es mejor que las alternativas —repuso Poe—. La ballena tiene una pasta nutriente que es como puré de krill.
—Ay, Dios mío —se lamentó Nate.
Poynter se inclinó hacia Nate, deteniéndose a escasos centímetros de la oreja del científico.
—De ahí la considerable demanda de variedad culinaria, como por ejemplo… Ah, no sé… ¡Un sándwich de pastrami con pan de centeno!
—Ya le he dicho que lo siento —musitó Nate.
—Sí, claro.
—Déjenme en cualquier parte. Iré a traerles uno.
—Estas cosas no atracan en tierra.
—¿Ah, no?
—Excepto para que les pintemos «Que te den» en las aletas —señaló Poe.
—Sí, excepto para eso —admitió Poynter.
Skippy emitió un «bip» cuando Scooter entró por el paracagadas con el atún en la mano. Al presenciar la entrada del piloto, Nate empezó a pensar, por primera vez desde que lo habían devorado, en la forma de escapar.
Esto es una tontería, pensaba Amy. Había remado como una loca durante cuatro horas y todavía estaba a medio camino de Molokai. Además, desde que había rebasado la línea de viento del canal se había debatido durante dos horas contra olas de un metro de altura y un viento cruzado que amenazaba con llevarla mar adentro.
—¿Quién da coordenadas de GPS para una reunión? ¿Quién hace negocios de esa forma?
Desde hacía una hora le gritaba exabruptos al viento y comprobaba el pequeño mapa que aparecía en la pantalla de cristal líquido del receptor de GPS. Parecía que el puntito de «Usted está aquí» no se movía nunca. Bueno, eso tampoco era cierto. Si dejaba de remar para beber agua o aplicarse crema protectora el punto daba la impresión de desviarse un kilómetro entero de repente.
—¿Estáis drogados? —vociferó al viento.
Le dolían los hombros y se había bebido casi toda la botella de dos litros de agua que había llevado consigo. Empezaba a arrepentirse de no haberse hecho con algo de comida.
—«Es fácil. Alquila un kayak. No te hace falta una lancha motora.» ¡Estoy flotando en una fiambrera, imbéciles!
Se tumbó en el kayak para recuperar el aliento, observando los cambios en los indicadores de dirección y velocidad del GPS. Podía descansar cinco minutos sin alejarse demasiado. Cerró los ojos, dejando que la mecieran las olas, y se echó un sueñecito. El mar estaba en calma, solo se oía el ruido blanco del viento y el agua, ni siquiera el de las olas que lamían el kayak; la embarcación era tan ligera que flotaba sobre superficie y la cresta de las olas sin producir ningún sonido. Amy pensaba en Nate, en cuánto debía de haberse asustado en esos últimos instantes y en cuánto había empezado a disfrutar trabajando con él. Empollón de acción. Sonrió para sus adentros, una sonrisa melancólica, mientras se sumía en el sueño, pero entonces el sonido de una andanada de burbujas rompiendo la superficie a escasa distancia del kayak la puso alerta bruscamente. Era una explosión de aire tremenda, como si alguien hubiese detonado un explosivo debajo del agua.
Amy se alejó de las erupciones de burbujas, pero el mar empezó a oscurecerse a su alrededor y el azul cristalino se convirtió en una enorme franja de sombra debajo del kayak. Entonces algo chocó contra la barquita y arrojó a Amy a seis metros de altura antes de que se estrellara contra el agua y las tinieblas la envolviesen.