19

Scooter no hace «bip»

La ballena daba vueltas como una montaña rusa atravesando una sopa de tomate; tremendas oleadas vertiginosas de espasmos musculares. Quinn se desplomó sobre las manos y las rodillas, devolvió el desayuno sobre la elástica superficie gris y fue echando los higadillos al compás de los movimientos del animal hasta quedarse vacío y extenuado.

—¡Alerta de pota! —exclamó una voz desde las tinieblas.

—Tirad de la cadena, muchachos, el doctor ha arrojado lastre ahí atrás.

Quinn se sentó y se alejó de las voces hasta toparse con un mamparo húmedo y tibio que cedía al contacto. Sintió el movimiento de unos formidables músculos debajo de la piel y dio un respingo. Se fue corriendo y acabó sentándose cerca de donde antes había vomitado, abrazándose las rodillas. Una ola de agua salada y fría procedente de la sección inferior de la ballena le bañó los pies, llevándose el desayuno que acababa de evacuar. Se le taponaron los oídos debido al aumento de la presión y al cabo de un momento el agua había desaparecido.

La ballena por dentro parecía una furgoneta redecorada por un amante del látex; todo estaba recubierto de piel elástica y húmeda y alumbrado por una vaporosa neblina azulada que salía de los ojos; el resto estaba débilmente iluminado por franjas verdes bioluminiscentes que recorrían el techo de la cámara en forma de lágrima. Al frente de la misma, a cada lado de los ojos, había dos cosas sentadas en unos asientos que se enroscaban alrededor de sus cuerpos. Quinn no sabía lo que eran y sentía que se estaba volviendo loco tratando de hacer frente a aquella situación. Los detalles como los humanoides inhumanos de piel gris no ocupaban el espacio suficiente en su consciencia para examinarlos o analizarlos. De hecho, apenas podía mantener los ojos abiertos unos segundos antes de que volvieran a sacudirlo las náuseas.

La ballena olía a pescado por dentro.

Detrás de las criaturas sentadas había dos hombres de pie, o mejor dicho, trotando, pues todo lo que había dentro de la ballena estaba en movimiento. Uno de ellos tenía unos cuarenta años y el otro veintitantos, ambos estaban descalzos y llevaban pantalones militares; aunque no lucían insignias ni galones, era indudable que el primero era el que estaba al mando. Hacía cinco minutos que Quinn intentaba formularles todas las preguntas que le venían a la mente, pero siempre que abría la boca acababa luchando contra las náuseas. Hasta ese momento se había considerado un buen marinero.

—¿Qué…? —farfulló antes de que le salieran de nuevo las tripas.

—Le costará menos creérselo si acepta que está muerto —dijo el mayor.

—¿Estoy muerto?

—Yo no he dicho eso, pero si lo acepta se angustiará menos.

—Eso, si ya estás muerto, ¿qué desgracia puede ocurrirte? —añadió el más joven.

—¿Entonces estoy muerto?

—Que no. Respire y déjese llevar por el movimiento —dijo el primero—. No va a detenerse, así que por mucho que resista acabará perdiendo.

—El desayuno —añadió el joven, soltando una risita ante su propio chiste.

—La parte de delante se mueve menos. La cabeza es casi llana. Pero eso usted ya lo sabía.

Quinn no había aplicado sus poderes analíticos a la situación por la sencilla razón de que era incapaz de aceptarla. Sí, era consciente de que en otro mundo sabía que la cabeza de la ballena se movía menos que la cola, pero jamás se le había ocurrido que acabaría pensando en ello desde la perspectiva de un órgano interno.

—¡Ding, ding, ding, ha acertado la pregunta extra! —El joven se apoyó en el respaldo del asiento de una de aquellas criaturas grises y una protuberancia en forma de silla surgió del suelo para sostenerlo—. Dígale lo que ha ganado, capitán.

—Sé hospitalario, Poe. Lleva al doctor a la parte de delante para que hablemos sin que eche la primera papilla.

El joven ayudó a Quinn a levantarse y lo sostuvo mientras atravesaban la superficie ondulante hasta la silla que había brotado detrás de una de aquellas criaturas grises que miraban hacia el fondo de la nave. Cuando se acercó a ellas Quinn no pudo quitarles de la vista de encima. Eran humanoides, en el sentido de que tenían dos brazos, dos piernas, torso y cabeza, pero sus cabezas eran como la de una ballena piloto; tenían un voluminoso melón en la frente (para transmitir y recibir sonidos debajo del agua, supuso Quinn) y los ojos separados a ambos lados, lo que significaba que tenían visión binocular. Además, tenían las manos insertas en unas consolas que se elevaban del suelo y aparentemente no tenían más instrumentos que unos cuantos nódulos bioluminiscentes semejantes a globos oculares nublados que emitían luces multicolores. Parecía que aquellas criaturas se habían convertido en parte de la ballena.

—Los llamamos «balleneros» —explicó el mayor de los dos hombres—. Son los que pilotan la ballena.

—El que está detrás de usted se llama Scooter, el otro es Skippy. Decid «hola», chicos.

Las criaturas se volvieron hasta donde se lo permitían los asientos y emitieron una serie de chasquidos y chillidos; parecía que estaban sonriendo a Quinn. Al hacerlo le mostraron unas bocas surcadas de dientes afilados como estacas. Con aquellos dientes recortándose contra la oscura piel gris y el melón encima, los balleneros le sugerían una versión más risueña de la criatura de las películas de Alien. Scooter saludó a Nate con una mano que consistía en cuatro dedos palmeados y un tenue atisbo de un pulgar.

—Le dicen «hola» —dijo Poe—. Yo me llamo Poe. Este es el capitán Poynter.

Poynter, el mayor de los dos, se tocó la gorra y le ofreció la mano. Quinn la aceptó y se la estrechó lánguidamente.

—Los balleneros no hablan inglés, que nosotros sepamos —explicó Poe—, aunque sueltan algunos chillidos que parecen palabras. Están conectados directamente al sistema nervioso de la ballena. La pilotan y controlan todos los procesos en todo momento. Sin ellos no podemos hacerles gran cosa a estos animales. Desde luego no seríamos capaces de pilotarlas. Las ballenas y los balleneros están hechos los unos para los otros.

Poe empujó el respaldo del asiento de Skippy, se reclinó contra él y otra silla brotó del suelo.

—Esto me encanta —dijo Poe.

Poynter retrocedió hasta un mamparo elástico, del que se formó otro asiento para sostenerlo.

—Si están atentos no dejan que te caigas —sonrió Poe—. Aquí casi todo es blando, claro… A prueba de niños, ya sabe… Excepto la columna, pero como pasa por encima no te haces daño aunque te caigas. Pero de todas formas nos ponemos el cinturón cuando están haciendo maniobras. Si cree que ahora está mareado espere a que saltemos. No se acojone. —Poe se volvió hacia los balleneros—. Sujetad al doctor, chicos.

Los brazos de la protuberancia en forma de silla se enroscaron sobre la cintura de Quinn. Por encima de sus hombros brotaron unas secciones que se fundieron sobre el pecho, las caderas y la cintura. Y Quinn se acojonó.

—¡Quítenmelo! ¡Quítenmelo! ¡No puedo respirar!

—Preparados para saltar —dijo Poynter.

Scooter emitió un gorjeo. Skippy sonrió. Unas ataduras similares brotaron de sus asientos, sujetándolos.

La ballena cambió de posición, ascendiendo hasta un ángulo de casi sesenta grados que se hacía más pronunciado a medida que avanzaban. Quinn estaba mirando la sección de la cola de la cámara en forma de lágrima. El movimiento brusco de las franjas luminiscentes empezaba a darle náuseas. Cuando sentía que se le desplazaban los órganos internos a causa de la aceleración, la ballena se puso en vertical y se quedó suspendida en el aire. En el apogeo del movimiento, el estómago de Quinn trató de escaparse a través del diafragma y se desplazó cuando cayeron sobre el costado. La nave se estrelló contra el agua con un impacto tremendo. La ballena se dio la vuelta poco a poco y se pusieron de nuevo en horizontal.

Los balleneros emitieron alegres chillidos y chasquidos, sonriendo a Quinn, después el uno al otro y de nuevo a Quinn, asintiendo como si dijeran: «¿A que mola?». Sus cuellos eran casi tan anchos como sus hombros y Quinn atisbó unos pesados músculos que se movían debajo de la piel.

—Les encanta —dijo Poynter.

—A mí también me gusta —intervino Poe—. Menos cuando se pasan y saltan veinte o treinta veces seguidas. Yo también me mareo cuando hacen eso. Y el ruido… Bueno, ya lo ha oído.

Quinn meneó la cabeza, cerró los ojos y volvió a abrirlos. La única forma de hacer frente a aquella experiencia consistía en aceptarla por completo: estaba dentro de una ballena, y de alguna manera unas criaturas sentientes humanas e inhumanas la estaban usando como si fuera un submarino. No le servía nada de lo que sabía, aunque bien mirado, tal vez sí. Los gruesos cuellos de los balleneros lo devolvieron al lado menos chiflado de la cordura.

—Son anfibios, ¿no? —le preguntó a Poynter—. ¿Tienen el cuello tan grueso para soportar el esfuerzo de nadar a grandes velocidades? —Quinn se incorporó en la silla hasta donde se lo permitieron las ataduras y comprobó que, en efecto, detrás del melón Scooter tenía un respiradero. Era una ballena humanoide o una criatura delfínida. Scooter era imposible. Todo aquello era imposible. Los detalles, no el conjunto, se recordó. El conjunto es una locura—. Son como un híbrido de ballena y humano, ¿verdad?

—Por eso los llamamos «balleneros» —dijo Poynter.

—Espera, ¿nos está acusando de algo? —quiso saber Poe—. Porque no hemos tenido hijos ilegítimos con ballenas. Nosotros no hacemos esas cosas.

—Bueno, una vez sí —observó Poynter.

—Sí, vale, pero solo una vez —admitió Poe.

Sin embargo, Quinn estaba estudiando a Scooter y este también lo estaba mirando atentamente.

—Aunque parece que pueden mover la cabeza como las ballenas beluga. Probablemente no tienen las vértebras del cuello unidas como la mayoría de las ballenas. —Ahora que había salido el lado científico, Quinn se encontraba cómodo; el miedo había dado paso a la curiosidad. Estaba en su terreno, concentrado en descubrir cosas, incluso en aquella situación completamente increíble. Si se concentraba en los detalles, el conjunto no lo arrojaría babeando al abismo de la locura.

—Pregúnteselo a ellos —sugirió Poe—. Scooter, ¿tienes las vértebras unidas o eres un grandullón gris sin cuello?

Scooter volvió la cabeza hacia Poe y emitió una sonora pedorreta, salpicándole de baba de ballena los pantalones y elevando a la décima potencia el olor a pescado podrido en la cabina.

—No sabemos lo que son, doctor Quinn —prosiguió el capitán Poynter—. Ya estaban aquí cuando nosotros llegamos, y llegamos igual que usted. Todos hemos pasado por esto.

—Bip —dijo Skippy.

—Eso se lo he enseñado yo —dijo Poe.

—Eso lo decía un dibujo animado de la Warner Brothers —repuso Quinn—. El Correcaminos.

—No, eso son dos bips. Skippy solo hace uno. Por lo tanto es original. ¿A que sí, Skippy?

—Bip.

Por alguna razón, ese bip fue demasiado para Quinn. Algunas mentes, sobre todo las que tienen inclinaciones científicas y aman la verdad y la certeza, tienen una tolerancia limitada al absurdo. Y en este punto Quinn rebasó sobradamente ese límite.

—Skippy y Scooter y Poynter y Poe, ¡no lo soporto! —exclamó.

Sentía que su mente era una cinta elástica que se había estirado tanto que estaba a punto de romperse y que ese bip le había dado un pellizco. Gritó hasta que sintió que le palpitaban las venas de la frente.

—Desahóguese —le aconsejó el capitán Poynter—. Déjese llevar. —A continuación, dirigiéndose hacia Poe—: No se me había ocurrido que la aliteración surtiera ese efecto. ¿Tú lo sabías?

—No. Mi tío se mareaba con los títulos de los artículos del Reader’s Digest, ya sabe: «Afirmaciones fundadas sobre las facetas funestas de la fama», pero yo creía que era porque las leía en la consulta del médico, no por la aliteración. ¿Está seguro de que ha sido el bip?

—Esto no puede estar pasando. Esto no puede estar pasando —repetía Quinn. Estaba hiperventilando, se le había nublado la vista y le palpitaba el corazón como si hubiera estado corriendo un esprín sobre una superficie electrificada.

—Es un ataque de ansiedad —dijo Poynter. Le puso la mano en la frente y le habló suavemente—: Vale, doctor, en resumidas cuentas, se encuentra dentro de una nave viviente que tiene forma de ballena pero no es una ballena. A bordo de esta hay otros dos tipos que han sobrevivido, así que usted también puede hacerlo. Además, hay otros dos tipos que no son estrictamente humanos, pero que no van a hacerle daño. Va a vivir y va a aceptarlo. Esto es real. No se ha vuelto loco. Ahora cálmese de una puta vez.

Y entonces Poynter se echó atrás y Poe le arrojó un cubo de agua salada fría en la cara a Quinn.

—Eh —protestó este, escupiendo y parpadeando para aclararse la vista.

—Le dije que aceptara que estaba muerto, pero no me hizo caso —dijo Poe.

No había cambiado nada, pero las cosas iban más despacio, sus pulsaciones se acompasaron y Quinn miró en derredor.

—¿De dónde ha salido ese cubo? Aquí dentro no había ningún cubo. Solo estábamos nosotros. ¿Y de dónde ha sacado el agua?

Poe sostenía el cubo en posición de «presenten armas».

—¿Seguro que se encuentra bien? No quiero que vuelva a acojonarse.

—Sí. Estoy bien —dijo Quinn. Y en efecto, lo estaba. Había decidido hacerse a la idea de que estaba muerto y aparentemente aquello lo había puesto todo en perspectiva—. Estoy muerto.

—Ese es el espíritu —celebró Poe. Apoyó el cubo contra una pared, en la que se abrió una pequeña puerta que lo succionó. Quinn habría jurado que no había habido ninguna juntura que indicase que allí había una abertura.

—Oiga —dijo Poynter, adoptando el tono de alguien profundamente ofendido—, ahora que está muerto, tengo una cuenta pendiente con usted por no haberme traído el sándwich.

Quinn miró las facciones afiladas y los ojos entrecerrados del capitán, que ahora parecía sinceramente furioso, y sintió un escalofrío que no se debía al agua fría que le chorreaba del pelo.

—Lo siento —dijo, encogiéndose de hombros tanto como le permitían las ataduras.

—Maldita sea, ¿tan difícil era? Tiene un doctorado, por amor de Dios, ¡y no puede traerme un puto sándwich de pastrami con pan de centeno! ¿A que lo tiro por el ano?

—Shhh, capi —lo reprendió Poe—. Eso iba a ser una sorpresa.

—Bip —dijo Skippy.