17

Juan Salvador Ballena

Amy llevaba una camiseta enorme y harapienta con el eslogan «Estoy con un idiota» y unas sandalias de Local Motion. En un lado de la cabeza tenía el pelo completamente aplastado, pero en el otro le estallaba en todas direcciones, como si la azotara un pequeño huracán. Pero sí que estaba soltando el bostezo más largo que Clay había visto jamás.

Eieha ú, o ehoy ié —dijo en bostezo, una lengua que, al igual que la hawaiana, era famosa por la ausencia de consonantes. («Empieza tú, yo estoy bien», estaba diciendo.) Le indicó a Clay que continuara.

Clay reprodujo la cinta mientras manipulaba el audio. En la pantalla apareció una cola de ballena sobre un campo azul.

«Hay alguien ahí fuera, capitán.»

«¿Me ha traído el sándwich?»

Amy, que se había sentado en un taburete detrás de Clay, dejó de bostezar y se inclinó hacia delante. Cuando la ballena descargó la cola, Clay detuvo la cinta y la miró.

—¿Qué te parece?

—Vuelve a ponerla.

Clay obedeció.

—¿Sabemos de dónde viene? —quiso saber Amy—. Ese cajón tiene micrófonos en estéreo, ¿no? ¿Y si separamos los altavoces? ¿Podríamos hacernos una idea de la fuente?

Clay meneó la cabeza.

—Los micrófonos están el uno al lado del otro. Para obtener información espacial hay que separarlos por lo menos un metro. Lo único que puedo decirte es que está en el agua y que no es demasiado audible. De hecho, si no hubiera usado el equipo de reinspiración no lo habría oído. Tú eres la experta en audio. ¿Qué puedes decirme?

Rebobinó la cinta y volvió a reproducirla.

—Son humanos.

Clay se volvió hacia ella como diciendo: «Claro, te he despertado para que me vengas con una perogrullada».

—Y militares.

—¿Por qué crees que son militares?

Ahora Amy le dirigió la misma mirada que Clay acababa de dirigirle a ella.

—¿«Capitán»?

—Ah, claro —murmuró el hombre—. ¿Altavoces dentro del agua? ¿Buceadores con equipo de comunicaciones submarinas? ¿Qué te parece?

—Yo creo que no. ¿A ti te parece que salía de unos altavoces pequeños?

—No. —Clay volvió a poner la cinta—. ¿«Sándwich»? —dijo.

—¿«Sándwich»?

—La Vieja Zorra dijo que alguien la había llamado asegurando que era una ballena y le había pedido que le dijese a Clay que le llevara un sándwich.

Amy le apretó el hombro.

—Se ha ido, Clay. Ya sé que no crees en lo que vi, pero te aseguro que no ha sido una conspiración para robarle el bocadillo.

—No estoy diciendo eso, Amy. No estoy diciendo que esto tenga nada que ver con… —iba a decir «la muerte», pero se interrumpió— el accidente de Nate. Pero es posible que tenga alguna relación con la destrucción del laboratorio, el robo de las cintas y el hecho de que alguien está intentando meterse con la Vieja Zorra. Alguien nos está jodiendo, Amy, y puede que sea el mismo que está grabado en la cinta.

—¿Y no es posible que la cámara captara una señal en el aire, algo que estuviera en la misma frecuencia o algo por el estilo? ¿Un teléfono móvil, por ejemplo?

—¿A través de un centímetro y medio de aluminio con pintura en polvo y treinta metros de agua? No, esa señal está captada con el micro. Estoy seguro.

Amy asintió y miró la imagen congelada en la pantalla.

—Así que estás buscando dos cosas: un militar y alguien al que le interesa el trabajo de Nate.

—A nadie… —Clay se interrumpió de nuevo, recordando lo que le había dicho a Nate tras la destrucción del laboratorio. Que a nadie le importaba lo que hacían. Pero estaba claro que se había equivocado—. ¿Tarwater?

Amy se encogió de hombros.

—Es militar. Es posible. No guardes la cinta. Haré un espectrograma del audio mañana por la mañana, a ver si averiguo si sale de un amplificador. Esta noche no puedo hacer nada… Estoy para el arrastre.

—Gracias —dijo Clay—. Descansa un poco, niña. Yo también me voy a la cama. Iré al puerto a primera hora de la mañana.

—Vale.

—Ah, oye, con lo de «niña», no era mi intención…

Amy le dio un abrazo y un beso en la coronilla.

—Qué tonto eres. No te preocupes, lo superaremos. —Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—¿Amy?

Ella se detuvo en la entrada.

—¿Sí?

—¿Puedo hacerte una… pregunta personal?

—Dispara.

—Esa camiseta… ¿Quién es el idiota?

Amy se miró la camiseta, después se volvió hacia Clay y sonrió.

—Vale para todas las situaciones, Clay. No importa donde esté ni con quién, cuando se despeja el humo lo que dice la camiseta es verdad. Hay que aferrarse a la verdad cuando la encuentras.

—Me gusta la verdad —dijo Clay.

—Buenas noches, Clay.

—Buenas noches, niña.

Al día siguiente soplaba el viento y había olas de espuma blanca que glaseaban todo el canal hasta Lanai y cocoteros que restallaban en lo alto como fregonas epilépticas. Clay recorrió el puerto con la camioneta y observó que el yate del grupo de Cliff Hyland estaba amarrado ante la pasarela correspondiente. A continuación dio la vuelta y advirtió un destello blanco con el rabillo del ojo cuando pasaba delante del centenario Pioneer Inn; era el uniforme blanco de la marina del capitán Tarwater, que destacaba contra las tablas verdes superpuestas. Clay aparcó la camioneta frente a la imponente platanera contigua y entró en el restaurante.

Cuando llegó a la mesa la camarera estaba acomodando a Cliff Hyland, Tarwater y uno de los estudiantes de posgrado, una joven rubia con bronceado de mapache y cabello pajizo.

—Hola, Cliff —dijo Clay—. ¿Tienes un momento?

—Clay, ¿cómo estás? —Hyland se quitó las gafas de sol y se levantó para estrecharle la mano—. Por favor, acompáñanos.

Clay miró a Tarwater y el oficial de la marina hizo un asentimiento.

—Siento lo de tu socio —dijo. A continuación se volvió de nuevo hacia el menú. La joven que estaba sentada con ellos observaba la dinámica entre los tres hombres como si tuviera intención de escribir una disertación sobre ella.

—¿Puedo hablar contigo fuera? —preguntó Clay—. Solo será un segundo.

En este punto, Tarwater alzó la vista y le hizo a Cliff Hyland una inclinación de cabeza casi imperceptible.

—Claro, Clay —dijo Cliff—. Vamos a dar una vuelta. —Miró a la joven investigadora—. Cuando venga la camarera quiero café, huevos hechos por los dos lados, una salchicha portuguesa y una tostada integral.

La muchacha asintió. Hyland salió detrás de Clay por la puerta principal del hotel, que daba a la gasolinera del puerto y al Cartaginés, una réplica de un bergantín ballenero con casco de acero que ahora se empleaba como museo flotante. Se quedaron el uno al lado del otro, contemplando el puerto con un pie apoyado en el dique.

—¿Qué pasa, Clay?

—¿En qué estáis trabajando, Cliff?

—Ya sabes que no puedo hablar de eso. He firmado una cláusula de confidencialidad.

—¿Tenéis a submarinistas en el agua con equipos de comunicaciones submarinas?

—No seas tonto, Clay. Ya has visto a mi tripulación. Aparte de Tarwater, no son más que unos chavales. ¿A qué viene esto?

—Alguien nos está jodiendo, Cliff. Han hundido mi barca, han destrozado nuestra oficina y se han llevado las cintas y los papeles de Nate. Hasta se están metiendo con uno de nuestros patrocinadores. Y no sé si no tendrá alguna relación con la…

—¿No creerás que soy yo? —Hyland retiró el pie del dique y se volvió hacia Clay—. Nate también era amigo mío. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Veintidós años? ¿Veintitrés? No creerás que yo haría una cosa así.

—No estoy diciendo que lo hayas hecho tú personalmente. ¿En qué estás trabajando con Tarwater, Cliff? ¿Qué sabía Nate que fuera un obstáculo en lo que estáis haciendo?

Hyland se miró fijamente los pies y se rascó la barba.

—No lo sé.

—¿Que no lo sabes? Ya sabes lo que hacemos nosotros, así que entérate. Sé que estáis usando un sonar de arrastre, ¿no? ¿Qué es lo que está buscando Tarwater? ¿Es un nuevo sonar activo? Si no se tratara de algo turbio no habría venido en persona. ¿Minas?

—¡Maldita sea, Clay, no puedo decírtelo! Lo que sí que puedo decirte es que no lo haría si creyera que es malo para los animales o para cualquiera de nuestro campo.

—¿Te acuerdas del Programa de Biología Oceánica del Pacífico de la marina? ¿Estabas metido en eso?

—No. Eran pájaros, ¿no?

—Sí, aves marinas. La marina acudió a unos cuantos biólogos de campo con una tonelada de dinero; querían que las siguieran, que las marcaran, que estudiaran cómo se comportaban y que obtuvieran información sobre la población, el hábitat y todas esas cosas. Todos pensaron que se habían abierto los cielos y se había puesto a llover dinero. Pensaron que la marina estaba haciendo una especie de estudio de impacto secreto para la conservación de las aves marinas. ¿Sabes para qué era realmente ese estudio?

—No, eso fue antes de mis tiempos, Clay.

—Querían usarlas como armas biológicas. Querían asegurarse de que volarían hacia el enemigo de forma predecible. Unos cincuenta científicos colaboraron en ese estudio.

—Pero no funcionó, ¿verdad, Clay? Los datos tenían valor científico, pero el proyecto armamentístico no salió bien.

—Que nosotros sepamos. De eso se trata. ¿Cómo vamos a saberlo a menos que una gaviota nos eche el puto ántrax?

Cliff Hyland había envejecido un par de años en los pocos minutos que habían pasado.

—Clay, te prometo que te llamaré enseguida si tengo alguna sospecha de que Tarwater, la marina o cualquiera de los tipos siniestros que aparecen de vez en cuando están intentando sabotearos. Te lo prometo. Pero no puedo decirte qué es lo que estoy haciendo ni por qué. No es que me salga el dinero de las orejas exactamente. Si me quedo sin esto acabaré dando clases sobre las mandíbulas de los delfines en primero de carrera. No estoy listo para eso. Necesito estar en el campo.

Clay lo miró de soslayo y comprobó que los ojos de Hyland denotaban auténtica preocupación, quizá incluso una chispa de desesperación.

—¿Sabes una cosa? A lo mejor encontrarías más fondos si no vivieras en Iowa. No sé si te habrás dado cuenta, pero en Iowa no hay océano.

Hyland sonrió ante aquella vieja broma.

—Gracias por decírmelo, Clay.

Este alargó la mano.

—¿Me prometes que me lo dirás?

—Por supuesto.

Clay estaba desfallecido. El entusiasmo que había acumulado durante una noche de sueño inconstante se había marchitado, dando paso a la fatiga y la confusión. Se encaramó a la camioneta y se sentó mientras el sudor le resbalaba por el cuello. Observó a los turistas con atuendos hawaianos que pasaban bajo la gran platanera como zombis envueltos para regalo.

Los huevos de Hyland aún estaban echando humo cuando volvió a la mesa.

Tarwater alzó la vista del desayuno y apartó su níveo sombrero blanco del plato de Hyland como si temiera que el desaliñado científico le pudiera salpicar de yema las anclas doradas.

—¿Todo bien?

La joven de la mesa estaba nerviosa y trataba de volverse invisible.

—Clay todavía está un poco afectado. Es comprensible. Hacía mucho tiempo que trabajaba con Nathan Quinn.

—Es una suerte que hayan durado tanto sin autodestruirse —observó Tarwater—. Esa operación es un desastre. ¿Has visto a los chavales que trabajan para ellos? No valen ni para cebo de tiburones.

Cliff Hyland dejó el tenedor en el plato.

—Nathan Quinn era uno de los biólogos más intuitivos y brillantes de este campo. Y puede que Clay Demodocus sea el mejor fotógrafo submarino del mundo, desde luego cuando se trata de cetáceos. No tienes ningún derecho.

—El mundo da muchas vueltas, doc. Los alfas de ayer son los betas de hoy. Y los fracasados fracasan. ¿No es eso lo que enseñáis los biólogos?

Cliff Hyland estaba a punto de clavarle el tenedor en la bronceada frente, pero se levantó poco a poco.

—Tengo que ir al baño. Disculpadme.

Mientras se alejaba oía a Tarwater explicarle a la joven investigadora que solo los fuertes sobreviven. Entonces sacó el teléfono móvil del bolsillo de la camisa de safari y repasó la agenda.

Clay estaba dormitando en el asiento del conductor cuando sonó el teléfono. Sin mirar la pantalla, se imaginó que era Clair, que quería asegurarse de que estaba bien.

—Dime, nena.

—Clay, soy Cliff Hyland.

—¿Cliff? ¿Qué pasa?

—Tienes que guardarme el secreto, Clay. Me juego el cuello.

—Cuenta con ello. ¿De qué se trata, Cliff?

—Es un campo de tiro de torpedos. Estamos realizando estudios para un campo de tiro de pruebas de torpedos.

—¿No será en el santuario?

—En medio del santuario.

—Caramba, Cliff, eso es terrible. No sé si podré guardarte un secreto tan grande.

—Me has dado tu palabra, Clay. ¿Y qué es eso de «caramba»? ¿Quién dice «caramba»?

—Amy. Es un poco excéntrica. Cuéntame más. ¿La marina tiene submarinistas en el agua?