16
¡Quítese los zapatos dentro de la ballena!
—¡Quítese los zapatos dentro de la ballena! —exclamó una voz masculina desde las tinieblas.
Quinn no veía nada. Le dolía todo el cuerpo como… Bueno, como si lo hubieran masticado. Estaba arrastrándose con las manos y las rodillas sobre una superficie semejante al látex mojado y alargó una mano para buscarse los pies. Aún tenía puestas las aletas y la lógica protestó a pesar de la confusión. Si no llevo zapatos. Son aletas.
—¡Quítese los zapatos dentro de la ballena! Y no intente fugarse por el ano.
Dos cosas que, si le hubiesen preguntado una hora antes, Nate habría afirmado con convicción que no escucharía en toda una vida de conversaciones.
—¿Qué? —murmuró, entrecerrando los ojos en la oscuridad. Se dio cuenta de que aún llevaba puestas las gafas de buceo y se las echó hacia atrás.
—Apuesto a que tampoco me ha traído el sándwich de pastrami con pan de centeno que le había pedido, ¿verdad? —se oyó la voz.
Las formas empezaron a definirse en la penumbra y Nate vio un rostro a menos de medio metro del suyo. Exhaló un resoplido y se echó hacia atrás, pues ese rostro, aunque lo estaba observando con mucho interés, no era humano.
Clay Demodocus era conocido en el mundo entero como uno de los individuos más tranquilos, imperturbables, generosos y amables de la escena de la biología marina. Cuando le asignaban alguna misión aquella reputación lo precedía. Sus compañeros daban por sentado que sería simpático durante una travesía larga en camarotes atestados, que sería eficiente en su trabajo y respetuoso con el de los demás y que se mantendría sereno frente a las situaciones de emergencia. En aquellas misiones Clay debía someterse con frecuencia al científico jefe, así que no libraba batallas de ego ni concursos de tiro de testosterona con el resto del equipo ni con la tripulación. Pero no se le notó ninguna de aquellas cualidades cuando se abalanzó sobre el escritorio del comandante de la Guardia Costera, deteniéndose a escasos centímetros de atizarle un cabezazo al oficial alto y de aspecto atlético.
—Si cancela la búsqueda me aseguraré de que su nombre pase a la historia con el de Adolf Eichmann y Vlad el Empalador. Nathan Quinn es una leyenda en este campo y me encargaré de que cada vez que emitan un documental sobre ballenas en los canales Discovery, National Geographic, Animal Planet, PBS y hasta en el puto canal Cartoon lo nombren inmediatamente después del de Nate como el hombre que lo abandonó a su suerte. Será el paria de la Guardia Costera durante los próximos cien años. Esto será el My Lai[13] de la Guardia Costera. Cada vez que se ahogue un niño mencionarán su nombre; no, cada vez que le hagan una ahogadilla saldrá el nombre del comodoro Comosellame y quemarán su efigie en las calles, le clavarán la cabeza en una pica con los labios pintados y lo sacarán por los patios de los colegios hasta el fin de los tiempos. Y todo porque es tan gilipollas que no nos manda un par de helicópteros para que busquen a mi amigo. ¿Eso es lo que quiere?
Clay tenía un fuerte concepto de la lealtad.
El comodoro había sido miembro de la Guardia Costera prácticamente durante casi toda su vida adulta y había dedicado buena parte de su tiempo y sus energías a rescatar a los demás o a adiestrar a otros para hacerlo, de modo que se sobresaltó mucho ante el exabrupto de Clay. Miró al fondo del despacho; Kona y Amy estaban al lado de la puerta y presentaban un aspecto casi tan demacrado como el suyo. El surfista lo miró y meneó la cabeza tristemente.
—Han pasado tres días, señor Demodocus. ¿En alta mar sin salvavidas? Usted no es un turista; sabe cuáles son las probabilidades. Aunque estuviera vivo, la corriente se lo habría llevado lejos del alcance de nuestras patrullas. Llevamos a cabo hasta diez rescates diarios en Maui. No puedo dejar los helicópteros en el mar cuando no hay posibilidades.
—¿Y los mapas de las mareas y las corrientes? —suplicó Clay—. ¿No podemos deducir hacia dónde se lo han llevado? Para estrechar la zona de búsqueda.
El comodoro tuvo que apartar la mirada para contestarle. Lo primero que había dicho el joven surfista de las rastas desiguales cuando entraron en el despacho había sido: «No me gustaría estar en su lugar». Y ahora mismo el comodoro no podría haber estado más de acuerdo. Había perdido a amigos en el mar; lo comprendía.
—Lo siento —dijo.
Clay exhaló un pesado suspiro y se le hundieron los hombros. Amy se adelantó para cogerlo del brazo.
—Vámonos a casa, Clay.
Este asintió y dejó que lo sacaran del despacho del comodoro.
Mientras atravesaban el aparcamiento en dirección a la camioneta del fotógrafo, Kona comentó:
—Ha sido algo asombroso, Clay.
—¿La pataleta? Sí, me siento orgulloso de ella, sobre todo porque ha funcionado a la perfección.
—¿Por qué no le dijiste que la ballena se había comido a Nate? —En los tres días que habían transcurrido desde la desaparición de Quinn, Kona se había olvidado casi por completo de la jerga brofónica y rastafari y hablaba como un chico de Nueva Jersey con acento de surfista «Jo, tío».
—Las ballenas no se comen a la gente, Kona —repuso Clay—. Lo sabes de sobra.
—Yo sé lo que vi —insistió Amy.
Clay se detuvo y se apartó de los dos.
—Mirad, si queréis sacar algo en claro tenéis que ser prácticos. Yo creo que viste lo que dices que viste, pero eso no sirve de nada. Primero, la garganta de una ballena jorobada solo mide medio metro de diámetro. No podría tragarse a una persona aunque quisiera. Así que si la ballena engulló a nuestro amigo lo más probable es que lo escupiera enseguida. Segundo, si le cuento esa historia a alguien pensará que estabas histérica; y aunque te creyeran, supondrían que Nate se ahogó de inmediato y no habría habido ninguna búsqueda. Yo te creo, niña, pero no creo que nadie más lo haga.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —quiso saber Kona.
Clay los miró; parecían cachorritos abandonados y dejó a un lado la pena.
—Acabar el trabajo de Nate. Cumpliremos la misión y seguiremos adelante. Ahora mismo tenemos que subir a la montaña y ver a la Vieja Zorra. Nate era como un hijo para ella.
—¿Todavía no se lo has contado? —preguntó Amy.
Clay meneó la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? Aún no me he rendido. He visto demasiadas cosas. Hace un año se creía que había muerto uno de los pescadores de coral negro. La barca había vuelto al punto donde se había sumergido, pero él no estaba. Al cabo de una semana llamó desde Molokai para que fueran a buscarlo. Había ido nadando hasta allí y había estado tan ocupado de fiesta que se había olvidado de llamar.
—Eso no parece propio de Nate —repuso Kona—. Decía que odiaba las fiestas.
—Pero no estaría bien no contarle a la Vieja Zorra lo que ha pasado —dijo Amy.
Clay les dio una palmadita en la espalda.
—Qué valientes —comentó.
Mientras subía al volcán, Clay trataba de articular una forma amable de darle la noticia a la Vieja Zorra. Desde la muerte de su madre se tomaba las malas noticias muy en serio; tanto, de hecho, que se las apañaba para que las diera otro. Clay había estado en la Antártida cumpliendo una misión para National Science, atrapado por la nieve en la estación meteorológica de la marina durante seis meses, cuando desapareció su madre, que seguía viviendo en Grecia. Tenía setenta y cinco años y los aldeanos sabían que no podía haber ido muy lejos, pero por mucho que la buscaron no lograron dar con ella, hasta que pasaron tres días y el olor de la putrefacción les indicó dónde estaba. La encontraron muerta en un olivo al que se había encaramado para podarlo. Hektor y Sidor, sus hermanos mayores, no quisieron que se celebrara el funeral sin Clay, que era el más pequeño, aunque sabían que estaría completamente aislado durante meses. «Él es el americano rico», se lamentaban, embrutecidos por el ouzo. «Es el que debería hacerse cargo de mamá. A lo mejor hasta nos invita a América para el entierro.» Así pues, los dos hermanos (que habían heredado de su madre la debilidad por el alcohol y de su padre, el mal juicio) metieron los restos de mamá Demodocus en un barril de aceitunas, lo llenaron de salmuera y lo mandaron al domicilio de su acaudalado hermano pequeño en San Diego. El problema era que estaban tan apenados (o tal vez ofuscados) que olvidaron mandarle una carta o dejarle un mensaje, ni siquiera le pusieron una etiqueta, de manera que al cabo de unos meses, cuando Clay volvió a casa y encontró el barril en el porche, lo abrió pensando que iba a disfrutar de un delicioso aperitivo de aceitunas kalamata griegas. No había sido la forma más idónea de enterarse del fallecimiento de su madre y aquello le había inculcado ideas muy firmes sobre la lealtad y las malas noticias.
Lo haré como es debido, pensó mientras enfilaba el sendero privado de la Vieja Zorra. No hace falta que sea un drama.
Había gatos y cristales por todas partes. La Vieja Zorra lo llevó por la casa hasta una silla imperial de mimbre con vistas al canal y Clay tomó asiento mientras ella servía un poco de té helado de mango. Parecía que Gauguin hubiera diseñado la casa y Rousseau los jardines. Era pequeña, apenas tenía cinco habitaciones y un garaje, pero contaba con ocho hectáreas de selva de macedonia, con toda clase de árboles frutales (plátanos, mangos, limones, mandarinas, naranjas, papayas y cocos), y era algo así como el sueño de una florista de orquídeas y otras flores tropicales. La Vieja Zorra había plantado una hierba sedosa y corta al pie de todos los árboles que era como un campo de golf sobre un pastel esponjoso. Casi toda la casa era de oscura madera de koa, de color castaño con vetas de grano negro, satinada y dura como el ébano. El tejado era de hojalata galvanizada de dos aguas y en el centro del mismo había una torre de ventilación que extraía el calor de arriba y el aire frío de debajo de los amplios aleros que circundaban toda la casa. No había ventanas, sino paredes deslizantes abiertas. Se veían jardines tropicales a través de toda la casa. El telescopio y los prismáticos «de grandes ojos» de la Vieja Zorra estaban instalados sobre monturas de acero y cemento delante de la silla de Clay, aunque parecían completamente anacrónicos: la artillería de la ciencia plantada en el paraíso. A los pies de Clay había un gato huesudo arrancándole alegremente las patas a un escorpión.
La Vieja Zorra le ofreció un vaso de tubo helado y se sentó en una silla imperial contigua. Estaba descalza y lucía un caftán floreado y un brote de hibiscos amarillo y rojo en el pelo que era como media cara de grande. Probablemente fue un bombón en la época de Lincoln, pensó Clay.
—Me alegro mucho de verte, Clay. No recibo muchas visitas. Pero tampoco me siento sola, ¿sabes? Hablo con los gatos y las ballenas. Pero no es lo mismo que una visita de uno de mis chicos.
Me cago en la leche, pensó Clay. Uno de sus chicos. Me cago en la leche. Tenía que decírselo. Sabía que tenía que decírselo. Había ido hasta allí para decírselo, de modo que iba a decírselo y eso era todo.
—El té es excelente, Elizabeth. ¿Decías que es de mango?
—Exacto. Con un poquito de menta. ¿De que tenías que hablarme?
—¿Con hielo? Me parece que el frío hace que, le da una fantástica, ah…
—¿Temperatura? Sí, el hielo es un ingrediente fundamental del té helado, Clay. De ahí su nombre.
El sarcasmo queda feísimo en los mayores, reflexionó Clay. A nadie le caen bien los viejos sarcásticos. Y contestó:
—¿O sea que es té helado? —Esto le va a encantar, se dijo.
—Si se trata de una barca nueva, Clay, no seas tímido. Ya sé cuánto te gustaba la tuya y te conseguiremos otra. Aunque no sé si podremos comprarte otra tan bonita. Mis inversiones no han sido rentables estos últimos años.
—No, no, no se trata de la barca. La barca estaba asegurada. Se trata de Nate.
—¿Y cómo está Nathan? Espero que haya dejado de ponerse en evidencia con ese pequeño encaprichamiento de la nueva ayudante. Aquella noche en el santuario se le notaba muchísimo. Yo creía que un hombre tan inteligente como Nathan controlaba mejor sus impulsos.
—¿A Nate le gustaba Amy? —Clay iba a decírselo, de veras. Estaba haciendo progresos.
—Has dicho que le «gustaba» —observó la Vieja Zorra—. Has dicho que a Nate le «gustaba» Amy.
—Elizabeth, ha habido un accidente. Hace tres días Nate se metió en el agua para ver mejor a un cantante y… Bueno, no hemos logrado encontrarlo. —Clay dejó el té para sostener a la anciana si se desmayaba—. Lo siento mucho.
—Ah, eso. Sí, ya me he enterado. Nate está bien, Clay. Me lo ha dicho la ballena.
Y en este punto Clay se encontró frente a otro dilema. ¿Le dejaba que siguiera creyéndolo, aunque fuera una locura, o le ponía los pies en la tierra con la verdad?
Aunque a Nate le habían irritado las excentricidades de Elizabeth, a él siempre le había hecho gracia que insistiera tanto en que las ballenas le hablaban. Deseó que fuera cierto. Se adelantó hasta el borde de la silla y le cogió la mano.
—Elizabeth, me parece que no comprendes lo que estoy diciendo…
—Le llevó el sándwich de pastrami con pan de centeno, ¿no? Me lo había dicho.
—Ah, eso no viene a cuento. Desapareció hace tres días y se encontraban justo en la línea de viento de Molokai. Mar gruesa. Lo más probable es que ya no esté con nosotros, Elizabeth.
—Pues claro que no está, Clay. Tendrás que seguir adelante hasta que vuelva. —Ahora era ella quien le daba palmaditas en la mano—. Pero le llevó el sándwich, ¿no? La ballena fue muy específica.
—¡Elizabeth! No me estás escuchando. No me vengas con que las ballenas te susurran entre los árboles. ¡Nate se ha ido!
—No me grites, Clay Demodocus. Estoy intentando consolarte. Y no me han susurrado entre los árboles. ¿Qué te crees? ¿Que soy una vieja loca? La ballena me ha llamado por teléfono.
—Ay, Jesús, María y José, no sé cómo hacer esto.
—¿Más té?
Clay bajó del volcán y recorrió el largo camino hasta Papa Lani tratando de no animarse. La Vieja Zorra estaba completamente convencida de que Nathan Quinn estaba como una rosa, aunque la única razón que le había dado era que la ballena, después de pedirle un sándwich de pastrami con pan de centeno, le había dicho que todo saldría bien.
—¿Y cómo supiste que quien te llamaba era la ballena? —preguntó Clay.
—Porque me lo dijo.
—¿Y era una voz de hombre?
—Desde luego. Es un cantante, ¿no?
Y había seguido hablando de esta forma, reconfortándolo, dándole ánimos para que volviese al mundo, desdeñando los remordimientos y las penas, tanto que Clay casi había llegado ante las puertas del complejo antes de acordarse de ello.
—¡Está como una cabra! —masculló, como si necesitara escuchar aquellas palabras y sentir que eran ciertas. Nada saldrá bien. Nate está muerto.
Clair se había quedado en casa aquella noche y aunque era tarde él no tenía ganas de acostarse. Así que fue a la oficina, sabiendo que el tiempo volaba cuando editaba vídeos. Conectó la videocámara digital al ordenador y encendió el gigantesco monitor nuevo. El azul llenó la pantalla y Clay sintió el movimiento de descenso, aunque solo se oía el tenue murmullo de su respiración en lugar de la acostumbrada andanada de burbujas de la válvula. Se trataba de la filmación que había hecho con el equipo de reinspiración el día que había estado a punto de ahogarse. Se había olvidado por completo de ella. La cola de la ballena ahogada apareció en el plano.
La primera impresión de Clay había sido acertada. Era una filmación excelente de una ballena ahogada; la mejor que había hecho nunca. La abertura de los genitales apareció ante sus ojos delante de la cola y observó que se trataba de un macho. Había unas marcas negras en el dorso de la cola, aunque era un plano del borde y no distinguía la forma. Oyó un débil silbido de fondo y rebobinó la cinta, subiendo el volumen.
En esta ocasión la respiración de Clay sonaba como la de un toro resoplando antes de la embestida y el silbido, que ahora era más sonoro, como una voz a través de papel encerado. Rebobinó de nuevo la cinta y puso el volumen al máximo, rebajando las altas frecuencias para eliminar parcialmente el murmullo. No había duda de que eran voces.
«Hay alguien ahí fuera, capitán.»
«¿Me ha traído el sándwich?»
«Está cerca, capitán, muy cerca. Demasiado cerca.»
Entonces se produjo el coletazo y hubo un estruendo ensordecedor. La imagen se volteó media docena de veces antes de detenerse mientras las burbujitas desfilaban delante de la lente en un campo azul. Hubo un plano de las aletas de Clay mientras este se hundía y después solo azul y planos esporádicos de la cuerda que le amarraba la cámara a la muñeca.
Clay rebobinó de nuevo, confirmó que se trataba de voces y mezcló la cinta en el disco duro, manipulando el audio de la onda como se hacía con las grabaciones sonoras. Aunque estaba seguro de lo que había en la cinta, no se explicaba de dónde había salido. Apenas cinco minutos observando las barritas de progreso en la pantalla y ya no aguantaba más el suspense. Sonrió para sus adentros, porque en ese momento habría acudido a Nate, como tantas otras veces, y juntos habrían descubierto exactamente qué era lo que estaban viendo o escuchando, pero Nate no estaba. Consultó el reloj, decidió que no era una hora demasiado intempestiva y atravesó el complejo en busca de Amy.