15

Un canto para la cena

Amy encontró a la ballena. La mañana le había resultado estresante y Quinn quería demostrarle que confiaba plenamente en ella, de modo que le entregó los auriculares y siguió sus indicaciones, tratando de identificar al cantante.

—Espera un momento —dijo Amy—. Apaga el motor.

Y entonces hizo una cosa que Quinn no había visto desde hacía veinticinco años, desde los tiempos de su mentor, Gerard Ryder, tan excéntrico que según la opinión de la mayoría estaba como una puta cabra. Amy se inclinó sobre la borda, sosteniéndose con las rodillas, y metió la cabeza en el agua. Salió al cabo de unos treinta segundos, arrojando un gran chorro de agua salada que salpicó toda la barca, y señaló hacia el norte.

—Está ahí.

—Eso no funciona, ¿sabes? —dijo Quinn. Cualquiera sabía que los seres humanos no eran capaces de orientarse por el sonido debajo del agua. Solo estaba intentando recordárselo amablemente.

—Por ahí. Ahí está nuestra ballena.

—Vale, es posible que haya un cantante, pero no lo has encontrado de oído.

Amy estaba al lado de Quinn, chorreando sobre sus pies, la consola y las notas de campo, mirándolo.

—Vale, ya voy. —Quinn puso el motor en marcha y aceleró—. Avísame cuando llegue.

Al cabo de un par de minutos, Amy le indicó que apagara el motor, se inclinó de nuevo sobre la borda y metió la cabeza en el agua mientras la barca se deslizaba.

—Qué estupidez —murmuró Nate mientras ella estaba sumergida.

Amy emergió simplemente para decirle:

—Te he oído.

—Pareces un cebo para ballenas, eso es lo que pareces.

—Cállate —dijo ella, que había salido a tomar aire—. Estoy intentando escuchar.

—Te pareces a ese personaje de B. C.[11] que se pasaba el día mirando a los peces.

—Por ahí —dijo Amy, que había subido de nuevo, mientras señalaba y se sacudía el agua del pelo sobre el científico—. A unos quinientos metros.

—¿Quinientos metros? ¿Estás segura?

—Cincuenta metros arriba o abajo.

—Si estamos a ochocientos metros de un cantante te invito a cenar.

—Vale. ¿Cuánto crees que costarán los portes de una langosta desde Maine hasta mi plato en Lahaina?

—No voy a tener que averiguarlo.

—Tú pilota la barca, por favor. Por ahí. —Y apuntó con el dedo de nuevo, como Babe Ruth[12] señalando la cerca del Wrigley Field sobre la que arrojaría el famoso homeround que había prometido (con la diferencia de que Amy era una chica, estaba delgada y estaba viva).

Quinn oyó al cantante antes incluso de que hubiesen introducido el hidrófono en el agua. El canto estremecía toda la barca mientras flotaba a la deriva.

Amy saltó sobre la proa y señaló unos puntos blancos que bailaban bajo la superficie, aletas pectorales y una cola.

—¡Ahí está!

Si hubieran tenido público este habría enloquecido.

Quinn sonrió. Amy se dio la vuelta, risueña.

—Filete y langosta —dijo—. Vino tinto francés de lujo y flambeado de postre. No me importa lo que sea mientras esté ardiendo. Y un masaje en la espalda antes de que te mande de vuelta a tu cabaña solo, decepcionado y confuso. ¡Ja!

—Es una cita —dijo Quinn.

—No, no es una cita. Es una apuesta que has perdido miserablemente porque te has atrevido a dudar de mí, cosa que lamentarás durante el resto de tus días. ¡Ja!

—¿Trabajamos? ¿O prefieres seguir burlándote un poco?

—Hmm, déjame pensarlo…

Qué mala es, para ser tan pequeña, pensó Quinn. Le arrojó el diario de campo y le indicó la longitud y la latitud del GPS.

—La cámara tiene película. Un carrete nuevo. Lo he puesto esta mañana.

—Estaba pensando que me apetece burlarme de ti un poco más. —Amy recogió el cuaderno y se detuvo al abrirlo—. Ha dejado de cantar.

—A veces creo que lo hacen solo para fastidiarme.

—Se está moviendo —dijo Amy, señalando.

—Se está moviendo —repitió Quinn. Miró por encima de la borda y comprobó que las aletas pectorales blancas y la cola estaban perdiéndose de vista—. Agárrate. —Puso el motor en marcha.

»A estas no me importa que las cacen —dijo después de que hubieran seguido a la ballena durante dos horas.

Habían grabado tres ciclos completos del canto y habían obtenido una biopsia cruzada, pero la ballena no restallaba la cola, de modo que no le habían hecho una fotografía de identificación. La muestra del ADN de la criatura no serviría de nada si no lograban identificarla.

—Que las cacen y las conviertan en comida para perros —continuó Nate—. Que saquen del acervo genético esos sucios genes que no restallan la cola.

—A lo mejor deberías comerte una rosquilla o algo por el estilo para que te suba el nivel de azúcar en la sangre —sugirió Amy.

—Que hagan corsés y varillas de paraguas con las patéticas barbas de las ballenas que no restallan la cola. Que hagan escabeles con sus vértebras. Que hagan salchichas gigantescas con los intestinos de las ballenas que no restallan la cola y las sirvan en las ferias de ganado. Que les corten los cojones putrefactos a las ballenas que no restallan la cola y…

—Yo creía que te gustaban estos animales.

—Sí, excepto cuando no quieren colaborar.

La ballena los había llevado ocho kilómetros en dirección a Molokai, a escasa distancia de la línea de viento, donde las olas eran demasiado grandes y la corriente demasiado rápida para seguir el rastro de los cantantes. Si continuaba en aquella dirección la perderían al cabo de otros dos ciclos y habrían malgastado la jornada. Lo más frustrante era que estaba suspendida en el agua, cantando, con la cola a pocos metros de la superficie. Normalmente los cantantes del canal se sumergían de diez a quince metros, pero este estaba a unos dos. Nate tiraba constantemente del hidrófono hacia arriba para no darle en la sesera.

—Está subiendo —anunció Amy. Cogió la cámara de la silla y enfocó sobre un punto situado a unos veinte metros de distancia para que el enfoque automático y la exposición estuvieran listos de antemano.

Nate extrajo el hidrófono con dos tirones bruscos y puso el motor en marcha. En esta ocasión la ballena se estaba moviendo más deprisa. Nate aceleró para que Amy estuviera a la distancia adecuada para obtener una imagen completa de la cola.

Se sumergió durante diez segundos tras la primera bocanada, doce tras la segunda y a la tercera el formidable pedúnculo de la cola se arqueó en el aire.

—Parece que va a hacerlo —comentó Nate.

—Lista —dijo Amy.

La cola salió del agua apenas medio metro, ofreciéndoles una visión del contorno en lugar de una imagen horizontal y plana en la que se distinguieran todas las marcas, pero a Nate le pareció que había visto algo. Algo que parecían letras negras en la parte inferior de la cola.

—¿Lo has sacado? ¿Lo has sacado?

—He sacado lo que he podido. No ha posado muy bien. —Amy había usado el disparador automático durante todo el ciclo, unos ocho fotogramas.

—¿Has visto las marcas? ¿En el lado de debajo? ¿Las… ah, rayas negras? —Quinn se quitó bruscamente las gafas de sol para limpiárselas con la camiseta.

—¿Rayas? Nate, no he visto más que el borde a través de la cámara.

—¡Maldita sea!

—Mira, ha restallado la cola. A lo mejor vuelve a hacerlo.

—No se trata de eso.

—¿Ah, no?

—Súbete a la proa a ver si lo encuentras.

Amy se encaramó a la proa y le dio indicaciones. Cuando bajó el brazo, Quinn apagó el motor. Y allí estaba la ballena, cantando, con la cola suspendida a menos de tres metros de la superficie. Se encontraban a menos de cien metros de la línea de viento y la barca se estaba distanciando de la ballena más deprisa que antes. La habrían adelantado en cuestión de apenas un minuto. Estaban tan cerca de la línea de viento que seguramente la perderían cuando saliera de nuevo. Nate no estaba dispuesto a acabar la jornada preguntándose si estaba teniendo alucinaciones otra vez.

—Amy, dame las gafas y las aletas que hay el armario de proa, ¿quieres?

—¿Vas a meterte en el agua?

—Sí.

—Pero si nunca te metes en el agua.

—Voy a meterme en el agua. —Nate abrió un maletín de plástico Pelican, sacó la cámara sumergible Nikonos IV y se aseguró de que estaba cargada.

—No eres un hombre de agua.

—Mira a ver si también hay un cinturón de plomos.

—Clay dice que no eres un hombre de agua. Eres un hombre de barco.

—Voy a sacarle una foto de identificación desde debajo de la cola. Si se queda a esta distancia de la superficie le sacaré una foto.

—¿Podrás hacerlo?

—¿Por qué no?

Ella le dio un cinturón con cinco kilos de plomo y Nate se lo ciñó alrededor de las caderas. A continuación se puso las gafas y las aletas y se sentó en la regala, dándole la espalda al agua.

—La corriente te alejará. No intentaré volver nadando, así que tendrás que recogerme. Espera a que te haga un gesto. Quiero que arranques solo cuando esté seguro de que le he sacado la foto. Sigue grabando hasta que vengas a buscarme.

—Vale. —Amy estaba boquiabierta, como si le hubieran dado una bofetada.

—No es para tanto.

—Ya. ¿Prefieres que lo haga yo? Fue culpa mía que no saliera bien la última foto.

—No fue culpa tuya. Era imposible sacarla. Hasta luego.

Quinn se metió el esnórquel en la boca y se tiró de la barca de espaldas. El agua estaba a veinticuatro grados, lo bastante fría para que se quedara sin aliento. Subió flotando a la superficie y trató de respirar acompasadamente hasta que su organismo se acostumbrara a la temperatura.

La ballena estaba cerca, a unos treinta metros de distancia. La canción le resonaba en las costillas mientras pataleaba hacia ella. Tenía que tratarse de la ballena del «¡Que te den!». Aunque se hubiera equivocado y no fueran letras de verdad, Nate estaba seguro de que tenía unas marcas extrañas en la cola. Pero además, si lograba asegurarse de que era la misma, significaría que aquella ballena se había quedado en la región del canal Auau durante más de tres semanas, algo extraordinario. Aunque claro, con datos tan escasos no se podían sacar conclusiones. Podía ser simplemente que el catálogo de fotos de identificación hawaianas no estuviera computarizado como el de Alaska. Sin aquella primera imagen, Quinn no tendría ninguna prueba de que era la misma criatura, pero lo sabría. Lo sabría. Ese se había convertido en el objetivo de aquella misión descabellada, no solo demostrar que no estaba teniendo alucinaciones. Era un hombre de ciencia, de hechos, de razón. No necesitaba demostrar que era la misma ballena.

He perdido el juicio, pensó. Que él supiera, nadie había tratado de obtener una fotografía de identificación debajo del agua.

La ballena estaba absolutamente quieta, una enorme franja gris en un campo azul infinito. Pero Quinn creyó atisbar un movimiento al otro lado. Sacó la cabeza del agua y miró a la barca. Amy hizo un gesto de aprobación. Quinn aspiró una larga bocanada y volvió a sumergirse para sacar la fotografía.

Si hubiera llevado botellas quizá habría dejado que el peso del cinturón lo hundiera poco a poco, pero sabía que solo aguantaría la respiración entre cuarenta o sesenta segundos, de manera que se sumergió de cabeza, pataleando con fuerza hasta situarse a unos cinco metros de la ballena. Entonces se detuvo, empuñó la cámara y observó la sección inferior de la cola.

Allí estaba, con grandes letras sin remates, como si las hubieran pintado con aerosol: «¡Que te den!». Estuvo a punto de olvidarse de hacerle una foto. ¿Cómo era posible? ¿Se habría quedado atrapada en una red cuando era joven y la habría marcado un pescador bromista antes de liberarla? ¿Sería uno de esos ejemplares que remontan el curso de un río y se quedan varados hasta que los rescata un ejército de cazadores y pescadores?

Enfocó el centro de la cola y apretó el disparador. Avanzó el carrete y disparó de nuevo. Tenía que coger aire. Se dio la vuelta y subió pataleando hacia la superficie, pero entonces volvió a vislumbrar una forma oscura moviéndose a escasa distancia de la ballena. Una rémora, pensó. Pero parecía demasiado grande para ser uno de aquellos peces parasitarios que solían adherirse a las ballenas.

Desde la superficie observó la región de la aleta pectoral izquierda del cantante, en la que había entrevisto el movimiento. La criatura estaba croando. Quinn sonrió alrededor del esnórquel, aspiró tres hondas bocanadas de aire y volvió a sumergirse.

En esta ocasión, antes de que hubiera levantado la cámara, divisó el movimiento de una oscura aleta al otro lado de la ballena y entrecerró los ojos para escrutar en la distancia. «Escalofríos de alta mar», había denominado siempre a la sensación que se experimenta al darse cuenta de que una gran criatura carnívora puede abalanzarse sobre uno desde cualquier parte y se empieza a buscar misiles grises en las aguas azules, como esperando que aparezca un rostro malévolo en una ventana oscura.

Entonces la ballena se movió. La estela de la cola lo empujó hacia atrás, pero Quinn no se desorientó y comenzó a nadar hacia la superficie, tratando de no perder a la criatura de vista. La ballena se giró y fue hacia Nate. Este se dio impulso lateralmente, tratando de apartarse hacia un lado o el otro y después hacia arriba para verse arrojado sobre el lomo de la ballena y no debajo cuando esta ascendiera, porque sin duda iba a estrellarse contra él.

Mientras pataleaba miró hacia atrás, más allá de las aletas, y vio que la criatura se desviaba para continuar persiguiéndolo. Nate volvió a coger impulso para alcanzar la superficie, miró de nuevo hacia atrás y vio que aquella enorme boca se abría bajo sus pies. No, esto no puede estar pasando, pensó.

El creciente pánico que sentía en el pecho le pedía que respirase, pero era como si el océano entero hubiese abierto un abismo a sus espaldas, y Nate supo que no llegaría a la superficie. La ballena sacó medio cuerpo del agua para atraparlo y el buceador vio el cielo, la espuma blanca y las barbas que bordeaban la mandíbula superior, todo ello enmarcado por el enorme trapecio de la boca abierta. Entonces sintió que se hundía de nuevo y vio que las barbas se cerraban sobre él. Se hizo un ovillo, confiando en que aquellas mandíbulas no lo aplastasen, confiando en que lo escupiera en cuanto se percatara de que había cometido una terrible equivocación. Pero entonces apareció una lengua formidable, caliente y áspera que lo arrojó contra las placas de las barbas, como si el parachoques de un Volkswagen mojado lo lanzase contra una verja de hierro forjado. Sintió que las barbas le desgarraban la espalda mientras aquella lengua lo cubría, escurriendo el agua salada como si estuviera filtrando alimento, y aplastándolo hasta que se quedó sin aliento y se desmayó.