14

Al puerto

Al puerto fueron, dejando atrás los condominios, las plantaciones de caña, el campo de golf, el Burger King, el cementerio budista con el gran Buda verde que contemplaba las aguas, los restaurantes, las atracciones turísticas y el anciano que iba recorriendo la calle Front con una bicicleta de niña y un guacamayo en la cabeza; al puerto fueron. Saludaron a los científicos en la gasolinera, dirigieron un asentimiento a las brujas de las cabinas de flete y un shaka a los instructores de buceo y los capitanes, y arrastraron sus instrumentos científicos a lo largo del muelle para empezar la jornada.

El Hombre Tako estaba al fondo de su barca, desayunando arroz y pulpo, cuando pasaron los integrantes de la Fundación de Maui: Clay, Quinn, Kona y Amy. Era un malayo bajito y corpulento con el pelo largo y una barbita rala debajo del labio que le daba un aire de pirata, al igual que los anzuelos de hueso que llevaba en las orejas. Era uno de los recolectores de coral negro que vivían en el puerto y aquella mañana tenía la ropa mojada, como siempre.

—Hola, Tako —dijo Clay.

El pescador alzó la mirada del cuenco. Parecía que alguien le hubiera inyectado sangre en los ojos. Kona observó que el pequeño pulpo que había en la escudilla seguía moviéndose, por lo que se escabulló muelle abajo sintiendo un escalofrío en la base de la columna.

—Anoche había caminantes nocturnos grises en tu barca. Yo los vi —contestó el Hombre Tako—. Y no es la primera vez.

—Me alegro de saberlo —repuso Clay con tono condescendiente y siguió adelante. Había que mantener buenas relaciones con todos los habitantes del puerto, sobre todo con los pescadores de coral negro, que habían rebasado ampliamente el límite de lo que la mayoría de la gente consideraba una vida normal. Se inyectaban heroína, bebían como cosacos, se pasaban el día entero haciendo breves inmersiones de hasta sesenta metros en busca del preciado coral negro y se gastaban el dinero en bacanales que duraban toda la semana y que más de una vez habían acabado con alguno de ellos muerto en el muelle. Vivían en sus barcas y comían arroz y lo que sacaban del mar. Al Hombre Tako lo llamaban así porque todas las tardes, cuando los pescadores terminaban la jornada, el hirsuto malayo se paseaba con una red llena de tako (pulpo) que había pescado con arpón en el arrecife para la cena.

—Hola —dijo Amy sumisamente cuando pasaron delante del Hombre Tako. Este la miró, echando chispas por los ojos a través de una neblina sanguinolenta, y dio una cabezada con la que estuvo a punto de acabar con la cabeza dentro del cuenco. Amy apretó el paso y le clavó a Quinn en el dorso del muslo el maletín Pelican que llevaba.

—Joder, Amy —masculló este, que casi había perdido el equilibrio.

—¿Esos tíos pescan en ese estado? —susurró Amy, sin despegarse de él, como si fuera su sombra.

—Y aún peor. ¿Quieres apartarte un poco?

—Me da miedo. Se supone que tienes que protegerme, memo. ¿Cómo es que no se meten en líos?

—Mueren un par todos los años. Irónicamente, suele ser de sobredosis.

—Es un trabajo duro.

—Son tipos duros.

El Hombre Tako exclamó:

—¡Que os follen, balleneros! Ya lo veréis. Putos caminantes nocturnos de los cojones. ¡Que os den por el culo, haoles cabrones! —Y les arrojó los restos del desayuno, que cayeron al otro lado de la borda, y los pececillos rompieron la superficie del agua para cebarse con ellos.

—Es el ron —comentó Kona—. Te pillas un pedo demasiado agresivo. El ron viene de la caña y la caña de los esclavos, así que toda esa opresión está destilada dentro de la botella y cuando sale te pones más chungo que la mierda de gato.

—Es verdad —asintió Clay, dirigiéndose a Quinn—. ¿No lo sabías?

—¿Dónde está tu barca? —replicó este.

—¿Mi barca?

—Tu barca, Clay —dijo Amy.

—No —musitó Clay, deteniéndose y soltando los dos maletines repletos de instrumentos fotográficos en el muelle. El Atontado, la magnífica y poderosa barca de pesca Grady White de siete metros de eslora con consola central que era el orgullo y la alegría de Clay, había desaparecido. Un chaleco salvavidas, una botella de agua y un cúmulo de pecios familiares se mecían suavemente en una capa multicolor de gasolina donde había estado la barca.

Todos pensaban que alguien debía decir algo, pero durante un minuto entero nadie dijo nada. Se quedaron donde estaban, contemplando lo que debía haber sido la lancha de Clay pero en cambio era una gran masa informe de aire tropical.

—Mierda, mierda —dijo al fin Amy, en nombre de todos.

—Deberíamos preguntarle al capitán del puerto —sugirió Nate.

—Mi barca —gimoteó Clay desde la pasarela desierta, como si fuera un niño y acabaran de atropellar a su perro. Si hubiese podido lo habría estrechado entre sus brazos y le habría acariciado las orejitas exánimes, pero en cambio sacó del agua el chaleco salvavidas impregnado de aceite y se sentó en el muelle, acunándolo.

—Pues sí que le gustaba esa barca —comentó Amy.

—Vaya, ¿de verdad, hermana? —ironizó el joven rubio con rastas.

—El seguro está pagado —dijo Nate, mientras iba en busca del capitán del puerto.

El Hombre Tako había recorrido el muelle con su barca y ahora estaba contemplando el agua vacía con aire taciturno. Amy retrocedió en busca de la protección de Kona, pero este ya se había pegado a la siguiente persona que tenía detrás, que era el capitán Tarwater, deslumbrante con el uniforme blanco de la marina y unos zapatos que Kona acababa de pisarle.

—Saludos, heladero.

—Me estás pisando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cliff Hyland, que llegaba detrás del capitán.

—La barca de Clay ha desaparecido —explicó Amy.

Cliff se adelantó y le puso la mano en el hombro a Clay.

—A lo mejor alguien se la ha llevado prestada. —Clay asintió, agradeciéndole que intentara darle ánimos, aunque el consuelo de Cliff fuera como ofrecerle un bocadillo a las víctimas de un bombardeo reciente.

Para cuando Quinn volvió del despacho del capitán del puerto, arrastrando consigo a un agente de la policía de Maui, se habían congregado media docena de biólogos, tres pescadores de coral negro y hasta una pareja de Minesota que estaba sacando fotos de todo aquello, creyendo que querrían recordarlo si llegaban a enterarse de lo que pasaba. Los pescadores retrocedieron hasta los márgenes de la muchedumbre y desaparecieron cuando se acercó el agente.

El científico y empresario Jon Thomas Fuller, en compañía de tres de sus hermosas naturalistas, se puso al lado de Quinn.

—Esto es horrible, Nate. Sencillamente horrible. Seguro que esa barca representaba una importante inversión de capital para vosotros.

—Sí, pero sobre todo nos gustaba considerarla un objeto que flotaba y nos llevaba de un lado para otro en el agua. —Lo cierto era que Nate tenía mucho talento para el sarcasmo, aunque solía reservarlo para las cosas y las personas que le parecían realmente irritantes. Y Jon Thomas Fuller era realmente irritante.

—Será difícil sustituirla.

—Nos las arreglaremos. Estaba asegurada.

—A lo mejor preferís una más grande. Ya sé que las barcas de veinte metros que tenemos nosotros son más seguras, pero es que además en la cabina se pueden instalar ordenadores, cámaras de arco y muchas otras cosas que no caben en las lanchas motoras más pequeñas. Una barca grande le daría mucha legitimidad a vuestra operación.

—Hemos decidido conformarnos con la legitimidad de los estudios creíbles, Jon Thomas.

—No nos hemos inventado esas cifras. —Fuller alzó la voz sin darse cuenta. El agente que estaba hablando con Clay lo miró por encima del hombro y Fuller bajó el tono—. Eso no fue más que los celos profesionales de nuestros detractores.

—Vuestros detractores eran los hechos. ¿Qué esperabas de un informe que concluía asegurando que a las ballenas jorobadas les gusta que las golpeen las motos acuáticas?

—A algunas sí que les gusta. —Fuller se echó el salacot hacia atrás y aventuró una sonrisa sincera que cayó por su propio peso.

—¿Qué es lo que quieres, Jon Thomas?

—Nate, puedo conseguiros una barca como la nuestra, con todos los complementos, y un presupuesto de explotación, y a cambio solo tendríais que hacer un pequeño proyecto para mí. Una temporada de trabajo como mucho. Y podéis quedaros la barca, venderla o hacer lo que queráis con ella.

A menos que Fuller se dispusiera a pedirle que lo empujara desde el muelle a las aguas aceitosas, Quinn estaba seguro de que rechazaría la oferta, pero tenía que preguntárselo. Eran unas barcas estupendas.

—Hazme una oferta.

—Necesito que firmes un estudio que dice que las instalaciones de interacción entre humanos y delfines no son peligrosas para los animales y que hagas otro que diga que la construcción de un delfinario en la bahía de La Perouse no tendría un impacto negativo en el medio ambiente. Y también necesito que comparezcas en las reuniones correspondientes y defiendas tus argumentos.

—Yo no soy tu hombre, Jon Thomas. Primero, no soy un hombre de delfines y lo sabes. —Nate se refrenó antes de decirle lo que quería, que era: «Y segundo, eres una comadreja sin escrúpulos que quiere lucrarse sin tener en cuenta la ciencia ni a los animales a los que estudia». En cambio añadió—: Hay mucha gente que estudia a los delfines en cautividad. ¿Por qué no recurres a ellos?

—Ya tengo el estudio. No hace falta que lo hagas. Solo quiero que lo firmes.

—¿Y los autores del estudio no pondrán ninguna pega?

—No. Estarán de acuerdo. Necesito tu nombre y tu presencia, Nate.

—Me parece que no. No me veo testificando ante comités de impacto y juntas de urbanismo.

—De acuerdo, me parece bien. Que Clay o Amy se encarguen de las comparecencias. Firma el informe y realiza el estudio de impacto sobre el medioambiente. Necesito la credibilidad de tu nombre.

—Que perderé en cuanto te aproveches de mí. Lo siento, pero mi nombre es lo único que tengo después de veinticinco años de trabajo. No puedo venderlo, ni siquiera por una bonita barca.

—Ah, ya lo entiendo, la nobleza del pobre. Que se joda, Nate, y que se jodan tus ideales elevados. Yo hago más por esos animales exhibiéndolos ante el público que tú haciendo gráficos de cantos y grabando conductas toda la vida. Y antes de que te retires a la torre de marfil de la ética intachable, te aconsejo que no pierdas de vista a tus chicos. Ese chico es un ladrón de poca monta y nadie sabe nada de la encantadora nueva ayudante. —Fuller se volvió para señalar hacia la fila de coristas que volvían a la barca.

Quinn buscó a Amy con la mirada y la encontró al otro lado del agente que estaba hablando con Clay, ayudándolo a repasar los detalles. Salió corriendo detrás de Fuller, le agarró el brazo y le dio la vuelta.

—¿De qué estás hablando? Amy estudió en Woods Hole con Tyack y Loughten.

—¿De verdad? Pues será mejor que los llames y se lo preguntes a ellos directamente. Porque nunca han oído hablar de ella. A pesar de lo que crees, Nate, sí que investigo. ¿Y tú? Ahora vuelve a tu operación de una sola barca, ¿quieres?

—Si me entero de que has tenido algo que ver con esto…

Fuller se desasió de Quinn y sonrió.

—Eso, ¿qué es lo que harás? ¿Volverte aún más insignificante? Que te follen, Nate.

—¿Qué has dicho?

Pero Fuller no le hizo caso y subió a su millonaria embarcación científica, mientras Quinn regresaba hoscamente al muelle con sus amigos. Al parecer los pecios impregnados de aceite estaban perdiendo interés y la muchedumbre se había dispersado, dejando solo a Amy, Clay, el agente de policía y la pareja de Minesota.

—Usted. Usted es alguien, ¿verdad? —exclamó la mujer cuando Nate se acercaba—. Cariño, este es alguien. Me acuerdo de haberlo visto en el canal Discovery. Sácame una foto con él.

—¿Quién es? —dijo «Cariño» mientras su esposa se aferraba al brazo de Nate y posaba como si este acabara de entregarle un cheque.

—No sé, uno de esos tipos marinos —contestó ella a través de una mueca sonriente, como si estuviera posando con una de las estatuas talladas que decoraban las puertas de Lahaina—. Tú saca la foto.

—¿Es usted como Cousteau?

Oui —contestó Nate—. Ahoga tengo que hablag con mi compañega Sylvia Earle —añadió con un falso acento francés con el filtro de la Columbia Británica y California, dirigiéndose hacia Amy—. Tengo que hablar contigo.

—¡Sylvia Earle! Esa es de National Geographic. Sácales una foto juntos, cariño.

—Está mintiendo, Nathan —se defendió Amy—. Compruébalo si quieres. Estaba todo en el currículum que le di a Clay. —No parecía enfadada, sino más bien herida, quizá traicionada. Sus ojos eran grandes y llorosos y empezaba a parecerse vagamente a una de esas siniestras imágenes de niños de ojos tristes de Keane. Quinn se sentía como si hubiera golpeado el parachoques de una camioneta con una bolsa llena de gatitos.

—Lo sé —dijo—. Lo siento. Es que… Bueno, Jon Thomas es un gilipollas. Me ha puesto de los nervios.

—No pasa nada. —Amy sorbió por la nariz—. Es que… Es que… Me he esforzado mucho.

—No me hace falta comprobarlo, Amy. Eres una buena trabajadora. La culpa es mía por haber dudado de ti. Volveremos al trabajo en cuanto Clay se ponga las pilas.

La rodeó tentativamente con el brazo y la acompañó hasta donde el fotógrafo estaba ultimando la entrevista con el agente. Clay reparó en los riachuelos de lágrimas en el rostro de Amy y la abrazó de inmediato, apoyándole la cabeza en el hombro.

—Ya lo sé, cariño. Era una barca estupenda, pero no era más que una barca. Conseguiremos otra.

—¿Dónde está Kona? —preguntó Nate.

—Estaba aquí hace un instante —dijo Clay.

En ese momento sonó el teléfono móvil de Nate, que se lo sacó trabajosamente del bolsillo de la camisa y contestó.

—Nathan, soy yo —dijo la Vieja Zorra. Nate cubrió el micrófono.

—Es la Vieja Zorra —le confió a Clay.

—Amy, trae a Kona mientras yo me ocupo del policía, ¿vale? —sugirió Clay.

La muchacha asintió y desapareció muelle abajo. Demodocus se volvió de nuevo hacia el agente.

La Vieja Zorra prosiguió:

—Nathan, hoy he vuelto a hablar con ese macho grande y definitivamente quiere que le lleves un sándwich de pastrami con pan de centeno cuando salgas. Ha dicho que es esencial.

—Seguro que sí, Elizabeth, pero no sé si saldremos hoy. Le ha pasado algo a la barca de Clay. Ha desaparecido.

—Vaya por Dios, debe de estar destrozado. Yo iré a consolarlo, pero tú tienes que ir al canal. Tengo el presentimiento de que es muy importante.

—No creo que sea necesario, Elizabeth. Clay puede arreglárselas solo.

—Bueno, si tú lo dices, pero tienes que prometerme que saldrás hoy.

—Te lo prometo.

—Y que le llevarás un sándwich de pastrami con pan de centeno al macho grande.

—Lo intentaré, Elizabeth. Ahora tengo que dejarte, Clay me necesita para una cosa.

—¡Con queso suizo y mostaza picante! —exclamó la Vieja Zorra mientras Nate colgaba.

Clay le dio las gracias al agente, que se despidió de Quinn con una ligera inclinación de cabeza mientras se marchaba. Hasta la pareja de Minesota se había ido y Clay y Quinn eran los únicos que quedaban en el muelle.

—¿Dónde están los chicos? —preguntó Nate, aterrado ante la idea de que Clay y él se comportasen como una pareja madura responsable y aburrida mientras los jóvenes se divertían y corrían aventuras.

—Le he pedido a Amy que busque a Kona. Pueden estar en cualquier parte.

—Clay, tengo que preguntarte una cosa antes de que vuelvan.

—Dispara.

—¿Comprobaste alguna de las referencias de Amy antes de contratarla? ¿Llamaste a alguien? ¿A Woods Hole? La facultad de… ¿Cómo se llamaba?

—Cornell. No. Era lista y guapa, daba la impresión de que sabía de lo que estaba hablando y además dijo que trabajaría gratis. La bona fides tiene buena pinta sobre el papel. A caballo regalado, Nate…

—Jon Thomas Fuller dice que lo ha comprobado y que en Woods Hole no la conoce nadie.

—Fuller es gilipollas. Mira, no me importa si no ha terminado el instituto. Esa chica ha demostrado que tiene madera. Y pelotas.

—A lo mejor debería llamar a Tyack de todas formas. Por si acaso.

—Si quieres. Llámalo esta tarde cuando vuelvas.

—Seguro que Fuller me estaba tomando el pelo. Trató de ofrecernos una barca a cambio de que respaldásemos el proyecto del delfinario.

—¿Y le dijiste que no?

—Por supuesto.

—Pero si son unas barcas estupendas. Nuestra flota se ha visto reducida al cincuenta por ciento. Nuestros recursos marítimos han disminuido más de la mitad. Nuestro barcaje tiene un déficit de cero coma cinco.

—¿Qué pasa? —intervino Amy, que había vuelto y aparentemente se había sobrepuesto a la melancolía de antes.

—Clay se está poniendo científico. Fuller nos ha ofrecido una barca de veinte metros de eslora como la suya con presupuesto de explotación si respaldamos el proyecto del delfinario.

—¿Tengo que acostarme con él?

—No lo hemos puesto encima de la mesa —repuso Clay—, pero apuesto a que si le echas ganas podemos sacarle un equipo de sonar.

—Qué demonios, Nate, acepta —dijo Amy.

—Eso sería vender mi credibilidad —exclamó Quinn, horrorizado ante la disposición de sus colegas a prostituirse sin reparos—. Sería como pasarse al lado oscuro.

Amy se encogió de hombros.

—Son unas barcas estupendas.

Nate observó que le temblaba la comisura de los labios, como si estuviera conteniendo una sonrisa, y comprendió que le estaba tomando el pelo.

—Sí —asintió Clay—. Preciosas. —Clay también se estaba riendo de él. Se recuperaría.

Nate meneó la cabeza con aire incrédulo, pero lo cierto era que estaba tratando de olvidarse del recuerdo del sueño en el que pilotaba una formidable embarcación por las calles de Seattle con Amy en biquini a modo de mascarón de proa.

—Si te encuentras bien, Clay, deberíamos irnos antes de que se levante el viento.

—Ve tú —dijo Clay—. Yo le llevaré el informe de la policía a la compañía de seguros. —Se volvió hacia Amy—: ¿Has dado con Kona?

—Está con ese tal Tako.

—¿Qué está haciendo ahí abajo?

—Parecía que estaba construyendo un saxofón. No he querido acercarme.

Quinn se dirigió al muelle y observó a Kona, que estaba hablando con el Hombre Tako.

—No, eso es una pipa de agua. Se desmonta para llevarla más fácilmente.

—¿Qué es una pipa de agua?

—Qué graciosa, Amy. Ayúdame a meter los instrumentos en la barca.

De pronto Kona fue corriendo por el muelle hacia ellos, gritando:

—¡Bwanas! ¡He encontrado la barca!

Clay dio un respingo.

—¿Dónde?

—Ahí mismo. El Hombre Tako dice que está ahí mismo. Se ha metido esta mañana.

Kona estaba señalando una turbia franja de agua verde jade que flotaba en el centro del puerto. Era verde jade debido a los residuos que arrojaban los habitantes de las barcas, además de los cebos, las entrañas de los peces, los vómitos y los excrementos de los pájaros, que ensuciaban en el agua más deprisa de lo que los carroñeros tardaban en limpiarla, lo que ocasionaba un perpetuo florecimiento de algas.

—Mi barca —gimió Clay, contemplando el agua vacía con aire desesperado.

Amy se adelantó y le rodeó los hombros con el brazo, reanudando la fase dos del consuelo.

—¿Se ha metido ahí dentro?

—La han hundido los caminantes nocturnos, bwana Clay. El Hombre Tako los ha visto. Eran unos tíos flacuchos, grises y azules. Él los llama caminantes nocturnos. Yo creo que son alienígenas.

—¿Los alienígenas no eran grises? —replicó Quinn.

—Eso es lo que yo le he dicho —exclamó Kona—. Pero dice que no, que no tenían cabeza de bombilla. Dice que eran altos y que parecían ranas.

—Estás colocado —dijo Clay.

—El Hombre Tako tiene unos cogollos místicos cojonudos, tronco. Era un deber espiritual.

—No te estaba criticando, Kona —explicó Quinn—. Damos por sentado que estás colocado. Clay está poniendo en duda la credibilidad de tu historia.

—¿No me creéis? Si me dais unas gafas me tiro y pillo algo de la barca para demostrároslo.

—Lo que vas a pillar es la hepatitis —replicó Amy.

—Me voy a trabajar —dijo Nate.

—Mi barca —repitió Clay.

Nate decidió que quizá debía consolarlo un poco.

—Mira el lado bueno, Clay. Por lo menos las ballenas son grandes.

—¿Y eso qué tiene de bueno?

—Que podríamos estar estudiando virus. ¿Tienes idea de lo que cuesta reemplazar un microscopio electrónico de barrido?

—Mi barca —repitió Clay.