13

Fantasmas en la noche

Nate estuvo toda la tarde y buena parte de la noche tratando de analizar espectrogramas de grabaciones de cantos de ballenas, cotejando modelos de conducta y trazando los modelos de interacción correspondientes. El problema consistía en la definición exacta del concepto de la interacción entre animales de treinta toneladas. ¿Interactuaban cuando estaban a cuatrocientos cincuenta metros de distancia? ¿A novecientos? ¿A un kilómetro, a diez? Desde luego, el canto se escuchaba desde varios kilómetros; las frecuencias subsónicas recorrían literalmente miles de kilómetros en las insondables cuencas oceánicas.

Nate trataba de introducirse en ese mundo sin limitaciones ni obstáculos. La mayoría de las ballenas habitaban un mundo de sonidos, aunque tenían una vista aguda dentro y fuera del agua, así como músculos especiales en los ojos que enfocaban dependiendo del medio en el que se encontraran. Tenían que interactuar con animales que podían ver y no ver. Cuando Nate y Clay empleaban marcas de seguimiento por satélite, aunque apenas podían permitirse unas pocas, o alquilaban un helicóptero para observarlas desde una amplia perspectiva, les daba la impresión de que, en efecto, las ballenas se comunicaban desde muchos kilómetros de distancia. ¿Cómo se estudiaba a una criatura que se relacionaba desde kilómetros de distancia? La clave tenía que estar en el canto, en algún punto de la señal. Aunque solo fuera porque esa era la única forma de abordar el problema.

A medianoche estaba sentado a solas en la oficina; la única luz era el brillo que despedía la pantalla del ordenador. Cuanto entró Kona hacía horas que Nate no se acordaba de comer, beber ni aliviarse.

—¿Qué es eso? —le preguntó el surfista, señalando el espectrógrafo que se desplegaba en la pantalla.

Nate estuvo a punto de saltar de la silla, pero se contuvo y se quitó los auriculares.

—La parte que se está moviendo es el espectrograma del canto de las jorobadas. Los diferentes colores indican la frecuencia o el timbre. La línea dentada de esta caja es el osciloscopio, que también indica la frecuencia, aunque puedo usarlo para aislar los diferentes registros haciendo clic encima.

Kona se estaba comiendo un plátano y le ofreció otro a Nate sin apartar los ojos de la pantalla.

—Así que esta es la pinta que tiene el canto. —Kona había olvidado adoptar uno de sus acentos, de modo que Nate olvidó contestarle en tono sarcástico.

—Es una forma de verlo. Los humanos somos animales visuales. Nuestro cerebro está diseñado de tal manera que procesa la información visual mejor que la acústica, así que nos cuesta menos entender un sonido si lo estamos mirando. El cerebro de las ballenas y los delfines está estructurado para procesar el sonido mejor que la visión.

—¿Qué es lo que buscas?

—No estoy seguro. Busco una señal. Una pauta de transmisión en la estructura del canto.

—¿Una especie de mensaje?

—Es posible que sea un mensaje.

—¿Y no está en las partes musicales? —aventuró Kona—. ¿En la diferencia entre las notas? ¿Como en las canciones? Ya sabes que el profeta Bob Marley nos transmitió la sabiduría de SMI en forma de canción.

Quinn se dio la vuelta en la silla y se interrumpió cuando le estaba dando un mordisco al plátano.

—¿SMI? ¿Qué es eso?

—Su Majestad Imperial Haile Selassie, el emperador de Etiopía, el león de Judá, Jesucristo en la Tierra, el hijo de Dios. Que sus bendiciones caigan sobre nosotros. Jah, tío.

—¿Te refieres a Haile Selassie, el rey etíope que murió en los años setenta? ¿A ese Haile Selassie?

—Sí, hombre. SMI, el descendiente directo de David, como anunciaba Isaías, a través de la unión divina de Salomón y Makeda, la reina de Saba. Todos los emperadores de Etiopía son hijos suyos. Así que los rastafaris creemos que Haile Selassie es Jesucristo vivo en la Tierra.

—Pero si está muerto, ¿cómo funciona eso?

—Es más fácil cuando estás colocado.

—Entiendo —musitó Nate. Bueno, aquello explicaba muchas cosas—. En fin, en respuesta a tu pregunta, sí, hemos estudiado la transmisión musical, pero diga lo que diga Bob Marley me parece que la respuesta se encuentra aquí, en este registro bajo, aunque solo porque es el que recorre distancias más largas.

—¿Puedes congelar esto? —dijo Kona, señalando una línea verde que bailaba sobre un campo negro en el osciloscopio.

Nate hizo clic encima de ella y congeló una línea dentada en la pantalla.

—¿Por qué?

—¿Ves esos dientes? Mira, algunos son altos y otros no tanto.

—Se llaman microoscilaciones. Solo las ves cuando la onda se detiene como ahora.

—¿Y si los altos son unos y los otros son ceros? ¿Cómo se llama eso?

—¿Lenguaje binario?

—Eso, tío, ¿y si hablan como los ordenadores?

Nate estaba aturdido; no porque creyera que Kona había dado en el clavo, sino porque el muchacho tenía las facultades cognitivas necesarias para que se le ocurriera una pregunta semejante. No se habría asombrado más si hubiera sorprendido a una cuadrilla de ardillas fabricando una tostadora. A lo mejor se había quedado sin hierba y el pico de inteligencia era una manifestación del síndrome de abstinencia.

—No es una mala premisa, Kona, pero las ballenas solo sabrían esto si tuvieran osciloscopios.

—¿Y no los tienen?

—No, no los tienen.

—Ah, ¿y ese cerebro acústico? ¿No lo ve?

—No —contestó Nate, aunque no estaba completamente seguro de que no acabara de mentirle. No se le había ocurrido nunca.

—Vale. Me voy a la piltra. ¿Necesitas algo?

—No. Gracias por el plátano.

—Que Jah te bendiga, tío. Gracias por sacarme del trullo. ¿Vamos a salir mañana?

—Puede que no todos. Habrá que ver cómo está Clay. Se fue directamente a la cabaña cuando Clair lo trajo del hospital.

—Ah, el jefe Clay está de buen rollo, bro, sufriendo una dulce agonía con la hermana Clair. He oído las jams amorosas mientras venía.

—Pues vale —dijo Nate, suponiendo a juzgar por el tono y la sonrisa de Kona que lo que le había dicho debía de ser algo bueno—. Buenas noches, Kona.

—Buenas noches, jefe.

Antes de que el surfista saliera por la puerta, Nate se había vuelto hacia la pantalla y estaba trazando los picos del espectro bajo del canto. Tendría que consultar unos cuantos artículos sobre el canto de las ballenas azules (el más bajo, sonoro y amplio del mundo) y comprobar si alguien había realizado un análisis numérico de los clics del sonar de los delfines. Eso era lo único que se le ocurría en ese momento. Entretanto tenía que obtener una muestra suficiente para averiguar si encerraba algún significado. Era ridículo, desde luego. No podía ser tan sencillo, ni tan complejo. Claro que podían asignarse valores de uno y cero a diversas secciones del canto; eso era fácil. Pero no significaba que este tuviera un significado. No contestaba necesariamente a ninguna de sus preguntas, aunque era una forma distinta de ver las cosas. El lenguaje binario de las ballenas, no.

Al cabo de dos horas continuaba asignando unos y ceros a distintas microoscilaciones de las ondas de distintos cantos y tenía la impresión, por extraño y asombroso que pareciera, de que realmente estaba descubriendo algo, cuando Clay entró por la puerta con un quimono rosa con grandes crisantemos blancos bordados que le llegaba hasta las rodillas. Tenía una tirita en la frente y algo que parecía una mancha de carmín que iba desde la boca hasta la oreja derecha.

—¿Tienes cerveza ahí dentro? —Clay señaló con la cabeza en dirección a la cocina. Antaño la cabaña de la oficina, como todas las de Papa Lani, había albergado a una familia entera, de modo que estaba equipada con una cocina completa, además de la espaciosa sala que hacía las veces de despacho, dos habitaciones más pequeñas que se usaban como almacenes y un cuarto de baño.

Clay fue de puntillas hasta la nevera y la abrió.

—No. Pues supongo que agua. Estoy completamente deshidratado.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nate—. ¿Cómo ha ido el TAC?

—Sin problemas. —Clay volvió a la oficina y se desplomó en una silla frente al monitor roto—. Trece puntos en el cráneo y puede que una ligera conmoción cerebral. Me pondré bien. Pero Clair me acabará matando esta noche de un ataque al corazón, un infarto o algún achaque. No hay nada como una experiencia cercana a la muerte para inflamar la pasión de una mujer. No te creerías las cosas que me está haciendo. Y eso que es maestra de escuela. Qué vergüenza. —Clay sonrió y Nate observó que tenía un poco de carmín en los dientes.

—¿Eso es vergüenza? —Le indicó que se limpiara la boca.

El fotógrafo se pasó una mano por la cara y examinó la mancha de color.

—No, me parece que es pintalabios de fresa. Una mujer que se pone pintalabios de sabores a sus años. Se me cae la cara de vergüenza.

—Estaba muy preocupada, Clay. Y yo también. Si Amy hubiera perdido la cabeza… Bueno…

—La cagué. Ya lo sé. Estaba tan concentrado en la pantalla que me olvidé de dónde estaba. Fue una metedura de pata de novato. Pero estaba sacando unas fotos increíbles con el equipo de reinspiración. Va a ser la leche para los cantantes. Por fin podré ponerme debajo de ellos, al lado, lo que haga falta. Solo tengo que acordarme de dónde estoy.

—No sabes la suerte que has tenido. —Nate sabía que Clay se habría echado una docena de veces todos los discursos que se le ocurrieran. Pero tenía que decírselo. Al margen del desenlace, había sufrido la pérdida de un amigo, aunque solo hubiera sido durante unos cuarenta minutos—. Inconsciente, a tanta profundidad, durante tanto tiempo… Has gastado muchas vidas, Clay. Es un milagro que no soltaras la boquilla.

—Bueno, eso no fue un accidente. Aprieto los tubos porque el equipo de reinspiración da muchos problemas si se mete agua. Me habrán quitado la boquilla de la boca cien veces a lo largo de los años; cuando no me da una patada otro submarinista, se me engancha la cámara o me sacude un delfín. Como casi siempre tengo que echar la cabeza hacia atrás para grabar y los tubos son cortos para que no se te salgan de la boca, solo hay que sellarla bien. El único instinto del hombre es mamar.

—Y tú eres un mamón, ¿eso es lo que estás diciendo?

—Mira, Nate, ya sé que estás enfadado, pero estoy bien. Ese bicho tenía algo que me distrajo. No volverá a ocurrir. Pero le debo una a la niña.

—Creíamos que también la habíamos perdido a ella.

—Es buena, Nate. Muy buena. No perdió la cabeza, hizo lo que hacía falta, no tengo ni puñetera idea de cómo, pero sacó mi viejo pellejo del agua sano y salvo sin que sufriera una embolia. Si la situación hubiera sido a la inversa yo no me habría detenido para hacer la descompresión, pero ella hizo lo correcto. Esa clase de sentido común no se aprende.

—Estás intentando cambiar de tema.

Clay estaba intentando cambiar de tema, en efecto.

—¿Cómo le ha ido a Toronto contra Edmonton esta noche?

Sí, claro, pensó Nate, apelando a la inherente debilidad de los canadienses por el hockey. Como si el truco del hockey pudiera distraerlo de…

—No lo sé. Vamos a mirar el resultado.

La voz de Clair se oyó desde el otro lado de la puerta de pantalla.

—Clay Demodocus, ¿te has puesto mi bata?

—Pues sí, querida, me la ha puesto —contestó este, dirigiendo una mirada avergonzada a Quinn, como si acabara de darse cuenta de que llevaba un quimono de mujer.

—Bueno, eso significa que yo no llevo nada, ¿no? —dijo Clair. No se había acercado lo bastante a la puerta para verla a través de la pantalla, pero Quinn no albergaba ninguna duda de que estaba desnuda, sacando la cadera y dando golpecitos con el pie en la arena.

—Supongo —admitió Clay—. Solo íbamos a mirar los resultados del hockey, cariño. ¿Quieres entrar?

—Aquí fuera hay un chico con rastas en media cabeza y una erección que me está mirando, Clay, y me da un poco de reparo.

—Me he despertado con ella, bwana Clay —se defendió Kona—. No te ofendas.

—Es un empleado, cariño —contestó Clay con tono tranquilizador. A continuación le dijo a Quinn en voz baja—: Será mejor que me vaya.

—Sí, será mejor —reconoció Quinn.

—Hasta mañana por la mañana.

—Deberías tomarte el día libre.

—Bah, hasta mañana por la mañana. ¿En qué estás trabajando?

—Estoy traduciendo la parte subsónica del canto al lenguaje binario.

—Ah, qué interesante.

—Aquí fuera me siento vulnerable —insistió Clair—. Vulnerable y furiosa.

—Será mejor que me vaya —repitió el fotógrafo.

—Buenas noches, Clay.

Una hora después, cuando Nate decidió que había traducido suficientes muestras al lenguaje binario y que había llegado el momento de ponerse a buscar alguna pauta, entró por la puerta el tercer fantasma de la noche: Amy, con una camiseta de hombre que le llegaba hasta la mitad del muslo, bostezando y frotándose los ojos.

—¿Qué demonios estás haciendo a estas horas? Son las tres de la mañana.

—¿Trabajar?

Amy entró descalza y miró la pantalla en la que Quinn estaba absorto, mientras trataba de aclararse la vista parpadeando.

—¿Eso es el espectro bajo del canto?

—Sí, y también unos cuantos cantos de ballenas azules que tenía, para compararlos.

Quinn olió la fragancia a champú de frutas del bosque que despedía Amy y se sintió abrumado por el calor que irradiaba de ella cuando se apretó contra su hombro.

—No lo entiendo. ¿Lo estás digitalizando a mano? ¿No te parece un poco tosco? La señal ya aparece digitalizada al estar en el disco, ¿no?

—La estoy mirando desde otro punto de vista. Es probable que no funcione, pero me concentro solo en la onda del espectro bajo. Pero como no está en el contexto de ninguna conducta, probablemente sea una pérdida de tiempo.

—Sin embargo estás levantado a las tres de la mañana, escribiendo unos y ceros en una pantalla. ¿Te importa que te pregunte el motivo?

Quinn esperó un instante antes de contestar, tratando de decidirse. Quería darse la vuelta para mirarla, pero estaba tan cerca que si lo hacía la tendría justo delante de la cara. No era el momento. De modo que se puso las manos en el regazo y exhaló un fuerte suspiro, como si todo aquello fuera terriblemente aburrido, y se dirigió a ella observando la pantalla:

—Vale, Amy, voy a explicártelo. Ahora mismo. El propósito, el motivo de lo que hacemos, ¿vale?

—Vale. —Ella percibió la agitación que denotaban sus palabras y se echó hacia atrás.

Nate se volvió para mirarla a los ojos.

—Puede que sea en la barca, al final de una jornada… O en el laboratorio, a las cuatro de la mañana, después de haberte pasado cinco años analizado datos, pero llega un momento en el que descubres algo, ves algo, o de repente algo adquiere sentido y te das cuenta de que sabes algo que aún no sabe nadie más en el mundo entero. Solo tú. Nadie más. Y te das cuenta de que eso es lo único que importa y de que lo conservarás durante poco tiempo antes de que se lo cuentes a otra persona, pero durante ese tiempo te sientes más vivo que nunca. Ese es el motivo, Amy. Por eso hacemos esto, aguantamos los sueldos bajos y los riesgos altos, las condiciones indignas y las relaciones jodidas. Lo hacemos por ese momento.

Amy tenía los puños apretados delante del cuerpo, alargando los brazos hacia abajo, como una niña que trataba de ignorar un sermón. Miraba al suelo.

—Así que me estás diciendo que estás a punto de tener uno de esos momentos y yo te estoy fastidiando.

—No, no, eso no es lo que estoy diciendo. No sé qué es lo que estoy haciendo. Solo te estoy contando por qué lo hago. Y tú también lo haces por eso. Lo que pasa es que todavía no lo sabes.

—¿Y si alguien te dijera que jamás volverás a tener uno de esos momentos de clarividencia? ¿Seguirías haciéndolo?

—Eso es imposible.

—¿Así que estás acercándote a algo? ¿Con el lenguaje binario?

—Es posible.

—¿No analizó Ryder el canto basándose en la información que contenía y obtuvo un resultado insignificante, como cero coma seis bits por segundo? Eso no basta para que tenga significado, ¿no?

«Gruñón» Ryder había dirigido la tesis de Quinn en la Universidad de Santa Cruz de California. Formaba parte de la primera generación de eminencias del campo junto con Ken Norris y Roger Payne; era un auténtico kahuna. Su verdadero nombre era Gerard, pero quienes lo conocían lo llamaban «Gruñón» porque siempre estaba de mal humor. Hacía una década, en las Aleutianas, había salido solo a bordo de una zódiac para grabar los cantos de las ballenas azules y jamás había regresado. Quinn sonrió al recordarlo.

—Es verdad, pero Ryder murió antes de acabar el trabajo, y estaba buscando información en los temas y las notas musicales. Yo estoy estudiando la onda. A juzgar por los resultados de esta noche, me parece que puede haber hasta cincuenta o sesenta bits por segundo. Eso es mucha información.

—Tiene que ser un error. No funcionará —insistió Amy. Parecía que se lo estaba tomando con un poco más de vehemencia de lo que esperaba Nate—. Si fuera posible transmitir tanta información subsónicamente, la marina lo haría en los submarinos. Además, ¿cómo iban a usar la onda las ballenas? Les harían falta osciloscopios. —Se había puesto de puntillas y estaba a punto de gritar.

—Cálmate, solo lo estoy investigando. A los delfines y los murciélagos no les hacen falta osciloscopios para obtener imágenes sónicas. A lo mejor hay algo ahí. El hecho de que esté usando un ordenador para estudiar estos datos no significa que crea que las ballenas son digitales. No es más que un modelo, por amor de Dios. —Iba a darle una palmadita en el hombro para tranquilizarla, pero entonces le vino a la memoria cómo se lo había tomado en la comisaría.

—No estás estudiando datos, Nate, te los estás inventando. Estás malgastando tu tiempo y puede que también el mío. Puede que todo este trabajo sea un terrible error.

—Amy, no entiendo a qué viene…

Pero ella no le dio ocasión de defenderse.

—Vete a la cama, Nate. Estás delirando. Mañana tenemos trabajo de verdad y no nos servirás de nada si no duermes un poco. —Se dio la vuelta y se internó impetuosamente en la noche. Nate oyó que mascullaba para sus adentros mientras cruzaba el patio en dirección a su cabaña. Las palabras «idiota», «iluso» y «fracasado patético» se distinguieron del resto de la diatriba y se posaron sobre el ego de Nate.

Lo más extraño fue que lo asaltó una oleada de alivio al darse cuenta de que las ilusiones románticas que hasta entonces se había hecho (no, a las que se había resistido) con ella no habían sido más que eso: ilusiones. Ella creía que era un auténtico farsante. Sintiéndose en paz consigo mismo por primera vez desde que Amy estaba a bordo, guardó el trabajo realizado, apagó el ordenador y se fue a la cama.