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«Aquí tiene mi cupón», dijo, cantando Redemption Song[9].

En circunstancias normales, cuando la policía ballenera encontraba a una persona no autorizada en un barco científico tomaba nota de la transgresión, le ponía una multa, la sacaba del barco en cuestión y se la llevaba al puerto de Lahaina. Se abonaba la multa y se estudiaba el caso durante el año siguiente antes de renovarle la licencia. A Kona, en cambio, lo arrojaron al calabozo de Maui con grilletes en las muñecas y los tobillos y una tira de cinta adhesiva en la boca.

Nate y Amy estaban esperando en el vestíbulo de la comisaría de Wailuku, sentados en unas sillas metálicas diseñadas para que fueran incómodas y produjeran ampollas en las nalgas.

—No me importaría que se quedara una noche —dijo Nate—. O toda la semana si hace falta.

Ella le dio un puñetazo en el hombro.

—¡Qué malo eres! Yo creía que Kona era el que había conseguido que os llevaran hasta nosotros.

—Es que la cárcel imprime carácter. Eso es lo que me han dicho. A lo mejor le conviene dejar la hierba unos días. —El chico le había entregado furtivamente la riñonera llena de hierba y la parafernalia correspondiente antes de que lo detuvieran.

—¿Carácter? Como se ponga a soltar discursos sobre la soberanía indígena, los hawaianos auténticos le van a dar una paliza.

—No le pasará nada. La que me preocupa eres tú. ¿No quieres que te hagan un reconocimiento? —Clair había llevado a Clay al hospital para que le hicieran un TAC y le cosieran el cuero cabelludo.

—Estoy bien, Nate. Solo estaba agitada porque me preocupaba Clay.

—Estuvisteis mucho tiempo bajo el agua.

—Sí, me estaba orientando con el ordenador de buceo de Clay. Hicimos una descompresión completa. Lo peor fue que me quedé helada.

—No me puedo creer que tuvieras la valentía de hacer la descompresión mientras Clay estaba inconsciente. Yo no sé si la habría tenido. Qué demonios, seguro que no. Me habría quedado sin aire a los diez minutos. ¿Cómo conseguiste…?

—Soy pequeñita, Nate. No consumo tanto aire como tú. Además, sabía que Clay estaba respirando bien. Sabía que el corte en la cabeza no era grave. El mayor peligro que corríamos era sufrir una embolia, así que seguí el ordenador, respiré de la reserva de rescate de Clay cuando me quedé sin aire y nadie salió malparado.

—Estoy realmente impresionado —admitió Nate.

—Solo hice lo que había que hacer. No es para tanto.

—Yo estaba muerto de miedo… Creía que tú… Me tenías preocupado. —Le dio una palmadita en la rodilla como una abuelita y ella le miró la mano.

—Ten cuidado, tengo cosquillas —dijo.

Metieron al surfista en un calabozo en el que todos los presos llevaban el mismo mono naranja.

—Buen karma, broders —exclamó Kona—, con estos trajes de calabaza acabaremos con el sheriff John Brown[10], Jah.

Entonces los ocupantes de los trajes calabaza alzaron la vista: un gigantesco samoano que, empuñando un bate de béisbol, había hecho añicos un Oldsmobile que se había calado en medio de la autopista de Kuihelani; un alcohólico blanco que se había quedado dormido en la playa privada del Cuatro Estaciones de Wailea y había cometido el error de cagarse en una de las cabañas a la mañana siguiente; un bajista de Lahaina al que habían encerrado porque siendo bajista seguramente no tramaba nada bueno; un furibundo ladronzuelo hawaiano al que habían sorprendido rompiendo los cristales de un coche de alquiler en la bahía de La Perouse y dos cazadores de jabalíes del interior que habían intentado bajar por la ladera de un volcán dando marcha atrás con un cuatro por cuatro lleno de pitbulls después de esnifar dos espráis de pintura. Kona sabía que habían esnifado porque tenían la mirada vidriosa y la bolsa les había dejado grandes círculos rojos en la nariz y la boca.

—Eh, tronco, ¿Krylon?

Uno de los cazadores asintió y perdió momentáneamente el control de los movimientos de la cabeza.

—No hay nada como un buen rojo.

—Ya te digo —dijo el cazador de jabalíes—. Ya te digo.

A continuación, Kona se dirigió al rincón de la celda, el guardia cerró con llave la puerta y los presos siguieron mirándose fijamente los zapatos, excepto el samoano, que estaba esperando a que Kona estableciera contacto visual con él para poder matarlo.

—¿Sabes una cosa, tron? —dijo Kona con un falso acento jamaicano, amistoso aunque con notables imperfecciones—. Mis coleguis científicos me están enseñando a ver las cosas con ojo crítico, ¿sabes? Y me parece que ya sé qué es lo que tiene de malo meterse con el hombre de Maui.

—¿Qué? —quiso saber el samoano.

—Pues que esto es una isla, ¿no, tron? Ya hay que ser flipao para echarse al monte sin tener escapatoria.

—¿Me estás llamando idiota, haole?

—No, tío, solo te cuento lo que hay.

—¿Y por qué te han encerrado, chica haole?

—Yo creo que es porque no le hice una buena paja científica a una ballena jorobada.

—Voy a darte por el culo y matarte.

—¿Puedes matarme primero?

—Como quieras —dijo el samoano, levantándose y desplegando completamente sus proporciones de Godzilla.

—Gracias, bro, eres mazo enrollao. Que Jah tenga piedad de nosotros —contestó el surfista condenado.

Cuarenta y cinco minutos después, cuando Nate cumplimentó los documentos pertinentes, el carcelero, un hawaiano achaparrado que tenía hombros de culturista, llevó a Kona a la sala de espera a través de unas puertas dobles de acero. El surfista entró arrastrando los pies y agachando la cabeza con aire abochornado, inclinándose un poco hacia un lado. Amy le pasó un brazo alrededor de los hombros y le acarició la cabeza.

—Ay, hermana Amy, ha sido horrible. —Kona la rodeó con el brazo, dejando que la mano resbalara hasta la curva del trasero—. Pero mazo horrible.

El carcelero sonrió.

—Ha discutido con un grandullón samoano. Le paré los pies antes de que las cosas fueran demasiado lejos. Hay un circuito cerrado de vídeo en los calabozos.

—Ese aberrao me ha arrancado la mitad de las rastas. —Kona extrajo un puñado de rastas huérfanas del bolsillo de sus pantalones de surfista—. Me va a salir por un pico volver a ponérmelas. Me siento débil sin ellas.

El carcelero meneó un dedo debajo de la nariz de Kona.

—Para que lo sepas, chico, si hubiera sido al revés, si el samoano hubiese decidido matarte después, no me habría dado tanta prisa. ¿Lo comprendes?

—Sí, sheriff.

—No te acerques a mi comisaría o la próxima vez yo mismo le diré por dónde empezar, ¿vale? —El carcelero se volvió hacia Quinn—. No van a presentar cargos suficientes para encarcelarlo. Solo querían darle una lección. —A continuación se inclinó hacia Nate, aunque debido a la diferencia de estatura parecía que se estaba dirigiendo al bolsillo de su camisa, y susurró—: Tiene que echarle una mano a este chico. Cree que es hawaiano. Veo a estos rastafaris suburbanos constantemente. Qué demonios, Paia está infestada de ellos. Pero este está hecho un auténtico lío. Si fuera hijo mío lo llevaría a un loquero.

—No es hijo mío.

—Ya sé cómo se siente. Pero tiene una novia preciosa. Quién sabe qué le verá, ¿eh?

—Gracias, agente —cortó Nate, que ya no aguantaba aquella camaradería entre padres y se dio la vuelta hacia el sol deslumbrante de Maui.

Amy le dijo a Kona:

—¿Te encuentras mejor, cariño?

El chico asintió en el hombro de ella, donde fingía que se había acurrucado en busca de consuelo.

—Me alegro. Pues quítame la mano de encima.

El surfista movió los dedos sobre el trasero de Amy como si fueran anémonas en la corriente, ancladas pero flotantes.

—Así me gusta —dijo Amy. Después le agarró las rastas que le quedaban y atravesó las puertas dobles de cristal a paso ligero, tirando del surfista inclinado tras ella.

—Ay, ay, ay —canturreaba Kona en un perfecto compás reggae de cuatro por cuatro.