11
La sirena y el marciano
El indicador de profundidad señalaba sesenta metros cuando Amy asió al fin la parte de arriba del equipo de reinspiración de Clay y se dio impulso hasta situarse delante de la mascarilla. Si del cuero cabelludo no hubiera manado un tenue rastro de sangre, dando la impresión de que estaba perdiendo aceite de motor negro en el agua, habría pensado que estaba durmiendo, y sonrió involuntariamente. El lobo de mar ha sobrevivido. De alguna manera, quizá debido a tantos años de condicionamiento de los reflejos para mantener la boca cerrada, Clay había mordido con fuerza la boquilla de la mascarilla y respiraba acompasadamente. Amy oía el murmullo del aparato.
No sabía si la boquilla de Clay se desprendería durante el ascenso; si lo hacía, se ahogaría irremediablemente, aunque volviese a colocársela de inmediato. Al contrario que las válvulas de submarinismo corrientes, que se purgaban en un periquete, cuando entraba agua en los equipos de reinspiración los filtros de dióxido de carbono se ensuciaban y quedaban inutilizados. Y Amy necesitaba las dos manos para el ascenso, una para sujetar a Clay y la otra para hincharle el chaleco de control de flotación, que se llenaría de aire durante el ascenso, arrojándolos a ambos hacia la superficie, donde sufrirían una embolia. (Amy no llevaba chaleco de flotación ni traje de submarinista, pues no debería haberlos necesitado.) Después de malgastar treinta preciosos segundos de aire considerando el problema, se quitó la parte de arriba del biquini y la ató alrededor de la cabeza de Clay para asegurar la boquilla. Luego se aferró al chaleco de flotación del fotógrafo y pataleó poco a poco en dirección a la superficie.
A ciento cuarenta y cinco metros cometió el error de mirar hacia arriba. Le pareció que la superficie se hallaba a un kilómetro de distancia. Entonces comprobó el reloj y estiró el brazo de Clay para consultar el ordenador de buceo que este llevaba en la muñeca. La pantalla de cristal líquido ya estaba parpadeando, diciéndole que Clay necesitaba hacer dos paradas de descompresión durante el ascenso, una a quince metros y otra a seis, de diez a quince minutos cada una. Con el equipo de reinspiración tenía aire suficiente. Amy no disponía de ordenador, pero haciendo un cálculo aproximado basado en el indicador de presión, suponía que le quedaban entre cinco y diez minutos de aire. Le faltaba una media hora.
Bueno, vamos a tener un problema, se dijo.
Los dos agentes de la policía ballenera llevaban camisa de uniforme de color azul claro, pantalones cortos y unas gafas de espejo de estilo aviador que parecía que les habían implantado quirúrgicamente en la cara. Ambos tenían treinta y tantos años y habían pasado una buena temporada en el gimnasio, aunque uno era más corpulento y se había arremangado para que respirasen unos bíceps como pomelos. El otro era delgado y fibroso. Llevaron la barca al lado de la de Nate, arrojando un flotador para que no se entrechocaran con el vaivén de las olas.
—¡Qué pasa, colegas! —exclamó Kona.
—Ahora no —susurró Nate.
—Enséñeme la licencia —dijo el más fuerte.
Nate había sacado una funda de plástico de debajo de la consola mientras los agentes se acercaban. Les pasaba lo mismo unas cuantas veces al año. Se la entregó al agente, que extrajo el documento y lo desdobló.
—Enséñenme sus carnés.
—Venga, hombre —rezongó Nate, al tiempo que le mostraba el carné de conducir—. Si ya me conocen. Miren, se nos ha roto la clavija y hay un submarinista en apuros en la otra lancha.
—¿Quiere que llamemos a la Guardia Costera?
—No, quiero que nos lleven hasta allí.
—Eso no es cosa nuestra, doctor Quinn —intervino el agente delgado, alzando la vista de la licencia—. Los guardacostas están equipados para emergencias. Nosotros no.
—Este haole es un lolo pela —masculló Kona. (Lo que significaba que no era más que un blanco estúpido.)
—A mí no me hables en esa mierda —masculló el agente corpulento—. Si quieres que hablemos en hawaiano, hablamos en hawaiano, pero no me vengas con esa mierda de jerga. ¿Dónde está tu carné?
—En mi cabaña.
—Doctor Quinn, en los barcos científicos los ayudantes tienen que estar identificados en todo momento, ya lo sabe.
—Es nuevo.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Pelekekona Keohokalole —contestó Kona.
El agente se quitó las gafas de sol. Por primera vez en su vida, pensó Nate. Miró a Kona.
—No apareces en la licencia.
—Pruebe con Preston Applebaum —sugirió Kona.
—¿Me estás tocando los cojones?
—Sí —intervino Nate—. Arréstenlo y de paso llévenme a la otra lancha.
—Me parece que los vamos a arrestar a los dos y ya nos encargaremos de la licencia cuando lleguemos al puerto.
De pronto, resonó la voz de Clair entre la estática de la radio que se escuchaba de fondo:
—Nate, ¿estás ahí? He perdido el rastro de burbujas de Amy. No veo las burbujas. ¡Necesito ayuda! ¡Nate! ¡Alguien!
Nate miró al agente de la policía ballenera y este se volvió hacia su compañero, que apartó la mirada.
Kona saltó sobre la regala del barco de la policía, inclinándose sobre la cara del agente delgado.
—¿Nos ponemos territoriales cuando hayamos sacado a nuestros buceadores del agua o tenéis que cargaros a dos personas para demostrar quién la tiene más larga?
Clair iba corriendo por toda la barca en busca del rastro de burbujas de Amy, confiando en que lo hubiera pasado por alto, en que lo hubiera perdido entre las olas, confiando en que no hubiera desaparecido. Observó la botella de descompresión que descansaba en la cubierta con la válvula todavía desconectada y volvió corriendo a las radios, oprimiendo la emisora y el teléfono móvil al mismo tiempo, tratando de no ponerse a gritar.
—SOS. Por favor, estoy a unos tres kilómetros del vertedero y tengo submarinistas en apuros.
El capitán del puerto de Lahaina le aseguró que mandaría a alguien y una lancha de submarinismo, que se encontraba en las catedrales de lava de Lanai, le dijo que los buceadores aún no habían salido del agua y que tardarían treinta minutos. Luego le contestó Nathan Quinn.
—Clair, soy Nate. Voy para allá. ¿Cuánto tiempo hace que han desaparecido las burbujas?
Clair consultó el reloj.
—Cuatro o cinco minutos.
—¿Los ves?
—No, no veo nada. Amy ha bajado mucho, Nate. La miré hasta que desapareció.
—¿Tienes botellas de descompresión en el agua?
—No, no consigo poner las puñeteras válvulas. Siempre se encargaba Clay.
—Ata las botellas, luego ata las válvulas a las botellas y tíralas por la borda. Amy y Clay sabrán conectarlas si consiguen alcanzarlas.
—¿A qué profundidad? Hay tres botellas.
—Treinta, veinte y diez. Tíralas al agua, Clair. Ya nos preocuparemos de la profundidad exacta cuando lleguemos. Tú tíralas para que ellos las encuentren. Átales barritas luminosas si las tienes. Llegaremos dentro de cinco minutos. Ya podemos verte.
Clair ató los tubos de plástico alrededor del cuello de las pesadas botellas. Cada pocos segundos escrutaba las aguas en busca de las burbujas de Amy, pero no había ni rastro de ellas. Nate había dicho: «Si consiguen alcanzarlas». Clair parpadeó para enjugarse las lágrimas y se concentró en los nudos. ¿Cómo que «si»? Si Clay regresaba (o mejor dicho, cuando regresara) más le valía encontrar un empleo menos peligroso. Su hombre no iba a ahogarse a decenas de metros bajo el océano porque de ahora en adelante iba a sacar fotos de bodas, bar mitzvahs, niños en JC Penney’s o lo que fuera, pero en tierra firme.
Al otro lado del canal, cerca de la costa de Kahoolawe, la isla objetivo, Libby Quinn había escuchado por la radio la conversación entre Clair y Nate. Sin que ella se lo hubiera pedido, Margaret, su compañera, dijo:
—No tenemos equipo de submarinismo a bordo. A tanta profundidad no podemos hacer nada.
—Además, Clay es inmortal —añadió Libby, tratando de aparentar más indiferencia de la que sentía realmente—. Cuando suba estará hablando sin parar de las fotos que ha sacado.
—Llámalos y ofréceles nuestra ayuda —sugirió la otra—. Si negamos nuestros instintos de cuidadoras nos negamos a nosotras mismas como mujeres.
—¡Vete a la mierda, Margaret! Voy a llamarlos para ofrecerles nuestra ayuda porque es lo correcto.
Entretanto, en el lado de Kahoolawe que daba al océano, Cliff Hyland estaba sentado en un laboratorio improvisado bajo la cubierta del yate con los auriculares puestos, observando una lectura del osciloscopio, cuando entró en la cabina una de las estudiantes de posgrado y le puso una mano en el hombro.
—Parece que el grupo de Nathan Quinn está en apuros —anunció la joven, una morena que se había quemado con el sol y llevaba pintura de guerra de óxido de zinc en la nariz y las mejillas y una gorra del tamaño de la tapa de un cubo de basura.
Hyland se quitó los auriculares.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Un incendio? ¿Un naufragio? ¿Qué?
—Han perdido a dos buceadores. El fotógrafo Clay y la chica paliducha.
—¿Dónde están?
—A unos tres kilómetros del vertedero. No han pedido ayuda. Pero pensé que debía saberlo.
—Eso está muy lejos. Recoge los instrumentos. Llegaremos dentro de media hora.
En ese momento, el capitán Tarwater bajaba las escaleras de la cabina.
—Ignore esa orden, grumete. Seguiremos adelante con la misión. Tenemos que terminar un estudio… y anotar una carga.
—Son amigos míos —protestó Hyland.
—He examinado la situación, doctor Hyland. No han solicitado nuestra presencia y francamente, este barco no puede hacer nada por ayudarlos. Parece que han perdido a unos buceadores. Son cosas que pasan.
—Esto no es una guerra, Tarwater. Nosotros no perdemos a la gente.
—Seguiremos adelante con la misión. Si la operación de Quinn se retrasa, este proyecto saldrá beneficiado.
—Gilipollas —masculló Hyland.
En el canal, el Conde estaba apostado en la proa de la imponente zódiac, siguiendo con la mirada al barco de Conservación y Protección de Recursos que estaba remolcando al Pasmarote. Se volvió hacia sus tres ayudantes, que se encontraban al fondo de la lancha, fingiendo que estaban ocupados.
—Que os sirva de lección. La clave de la buena ciencia es asegurarse de que todo el papeleo está en orden. Ahora entenderéis por qué insisto tanto en que traigáis el carné todas las mañanas.
—Sí, no sea que otro científico nos delate a los agentes de Conservación y Recursos —rezongó una mujer.
—La ciencia es un deporte de competición, señorita Wextler. Si no está dispuesta a competir, puede coger su licenciatura y hacerse cargo de los turistas que se marean en los cruceros cuando van a observar a las ballenas. En el pasado, Nathan Quinn menoscabó la credibilidad de esta organización. Lo justo es que yo comunique que está incumpliendo las reglas del santuario.
La brisa del océano alejó de los oídos de Gilbert Box los susurros de «gilipollas» de los jóvenes científicos, susurros que flotaron sobre las aguas y se estrellaron contra los precipicios de Molokai.
Nate abrazaba a Clair, sosteniéndola mientras ella lloraba. Cuando se cumplió la primera media hora de inmersión, Nate sintió que se le formaba un nudo de miedo, espanto y náuseas en el estómago. Solo lograba mantener la calma tratando de mantenerse ocupado buscando el rastro de Clay y Amy. Cuando el tiempo de inmersión de la muchacha rebasó los cuarenta y cinco minutos, Clair rompió a llorar. Clay podía sumergirse durante tanto tiempo con el equipo de reinspiración, pero con aquella minúscula botella de rescate era imposible que Amy siguiera respirando. Los dos instructores de buceo de una barca turística cercana ya habían agotado una botella llena cada uno durante la búsqueda. El problema era que en aquellas aguas azules la búsqueda se realizaba en tres dimensiones. Los rescates solían llevarse a cabo en el fondo, pero no cuando este se hallaba a ciento ochenta metros. Y teniendo en cuenta las corrientes del canal… bueno, la búsqueda era poco más que simbólica.
Como a todo científico, a Nate le gustaban las cosas auténticas, de modo que después de una hora dejó de decirle a Clair que todo saldría bien. No lo creía. Y la pena estaba descendiendo como una salva de flechas negras. En el pasado, cuando había experimentado una pérdida, un trauma o un fracaso amoroso, se había accionado cierto mecanismo de supervivencia que le había permitido desenvolverse durante meses antes de sentir el dolor, pero en aquella ocasión era inmediato, intenso y devastador. Su mejor amigo estaba muerto. La mujer que… Bueno, no estaba seguro de lo que había sentido por Amy exactamente, pero dejando aparte la sexualidad, la diferencia de edad y el escalafón, le gustaba. Le gustaba mucho y se había acostumbrado a su presencia en unas pocas semanas.
Uno de los buceadores emergió cerca de la lancha y escupió la válvula.
—No podemos buscar en ningún sitio. Solo hay azul hasta el puto infinito.
—Sí —asintió Nate—. Ya lo sé.
Clay entrevió unos pechos azulados que se balanceaban suavemente delante de sus ojos y se convenció de que, en efecto, se había ahogado. Sentía que lo estaban llevando hacia arriba, de modo que cerró los ojos y se abandonó.
—No, no, no, hijo mío —lo amonestó su padre—. No estás en el cielo. En el cielo no hay tetas azules. Todavía estás vivo.
La cara de papá estaba aplastada contra el cristal de la escafandra y tenía una expresión como si se hubiera estrellado a toda pastilla contra una ventana a prueba de balas y alguien le hubiera sacado una foto en el momento del impacto, pero Clay observó que sus ojos todavía sonreían.
—Mi pequeño Cleandros, ¿sabes que aún no ha llegado la hora de que me acompañes?
Este asintió.
—Y cuando llegue la hora, que sea porque eres viejo y estás cansado y listo para marcharte, no porque el mar intente aplastarte.
Clay asintió de nuevo y abrió los ojos. En esta ocasión sintió un dolor lacerante en el cráneo, pero entrecerró los ojos y vio la cara de Amy a través de la mascarilla. Le estaba sujetando la válvula en la boca y sosteniéndole la cabeza para que la mirase. Cuando se aseguró de que estaba consciente y sabía dónde se encontraba, le hizo la señal de «okey» y esperó a que Clay se la devolviera. Entonces soltó la válvula de Clay y nadaron lentamente hasta la superficie, emergiendo a cuatrocientos metros de donde se habían sumergido.
Clay buscó la barca de inmediato y no encontró nada donde esperaba. Las embarcaciones más cercanas estaban demasiado lejos para tratarse del Atontado. Comprobó el ordenador de buceo. Había pasado una hora y quince minutos debajo del agua. Tenía que ser un error.
—Son ellos —dijo Amy. Miró el agua—. Ups. Déjame quitarte el top de la cara.
—Vale —farfulló Clay a través del equipo de reinspiración.
Kona estaba llorando desconsoladamente, gimiendo como Bob Marley en una trampa para osos.
—Clay está muerto. La Galletita Nevada está muerta. Y yo que iba a tirármela.
—Eso no es cierto —protestó Nate.
Pero el hawaiano de pega no le prestó atención.
—¡Ahí está! —exclamó Kona, encaramándose a los hombros del agente de la policía ballenera más corpulento para ver mejor—. ¡Es la wahine blanca! ¡Alabado sea Jah! Demos gracias a su majestad imperial Haile Selassie[8]. Adelante, sheriff. Tenemos que salvarla.
—Ponle las esposas a este chico —dijo el agente.