10
Seguridad
Clay Demodocus descendió en silencio ante la cola de la ballena ahogada, oyendo solo el tenue murmullo de su propia respiración. Las ballenas ahogadas recibían ese nombre porque se quedaban suspendidas hasta cuarenta minutos seguidos, cabeza abajo como los cantantes, conteniendo la respiración. No se mecían ni cantaban ni hacían nada, sino que se detenían, a veces formando grupos de hasta tres o cuatro ejemplares, con la cola desplegada como la flecha de una brújula. Como si alguien hubiese arrojado al agua un puñado de ballenas dormidas y se hubiese olvidado de llevárselas. Excepto que no estaban durmiendo. Que ellos supieran, las ballenas no dormían de verdad. Bueno, en teoría solo dormían con medio cerebro, mientras el otro medio se aseguraba de que no se ahogaran. Para una criatura que respira aire, dormir en el agua sin ahogarse supone un problema considerable. (Venga, inténtalo. Te esperamos.)
Sería fácil quedarse dormido con el equipo de reinspiración, pensó Clay. Era muy silencioso, por eso lo usaba. Al contrario que las botellas de aire, que exhalaban el aire en el agua en forma de burbujas mediante una válvula, el equipo de reinspiración se lo devolvía al submarinista a través de un filtro que separaba el dióxido de carbono, unos cuantos sensores y una botella que le sumaba un poco de oxígeno, para que este volviese a respirarlo. No despedía burbujas, por eso era perfecto para estudiar a las ballenas (y también para acercarse furtivamente a las naves enemigas, que era para lo que lo había desarrollado la marina).
Las ballenas jorobadas se comunicaban mediante chorros de burbujas, sobre todo los machos, que trataban de intimidarse mutuamente con ellas. En consecuencia era casi imposible acercarse a uno de ellos con equipo de submarinista, sobre todo si este estaba quieto, como un cantante o una ballena ahogada. Al exhalar burbujas, el submarinista estaba balbuceando en la lengua de las ballenas, aunque no tuviera la menor idea de lo que estaba diciendo. En el pasado Clay había descendido sobre ballenas ahogadas con equipo de submarinista, solo para que se marcharan antes de que hubiese llegado a trescientos metros de ellas. Se las imaginaba diciéndose: «Mira, ya está otra vez ese flacucho retrasado diciendo tonterías. Larguémonos de aquí».
Pero aquella temporada habían adquirido el equipo de reinspiración y Clay estaba haciendo la primera filmación decente de su vida de una ballena ahogada. Comprobó los indicadores mientras flotaba delante de la cola, miró hacia arriba y vio a Amy, que estaba buceando en la superficie, recortándose contra los rayos del sol, con una pequeña botella atada a la espalda, dispuesta a acudir al rescate si algo se torcía. La gran desventaja del equipo de reinspiración (en oposición al tubo relativamente sencillo de una botella) era que se trataba de una máquina muy compleja y si se rompía era probable que acabase matando al submarinista. (Y la experiencia le había enseñado que lo único seguro era que las cosas se rompían.)
Aparte de la ballena, estaba en medio de un campo azul despejado; debajo solo había azul. Aunque la visibilidad era buena no divisaba el fondo, que se hallaba a unos ciento cincuenta metros.
Al otro lado de la cola, Clay estaba a treinta metros. La marina había probado el equipo de reinspiración hasta más de trescientos metros (y como teóricamente podía quedarse hasta dieciséis horas debajo del agua si era necesario, la descompresión no representaba un problema), pero Clay recelaba a la hora de descender demasiado. El equipo no estaba diseñado para mezclar gases para inmersiones profundas, de manera que corría el riesgo de sufrir una narcosis de nitrógeno, una especie de intoxicación provocada por el nitrógeno presurizado en el flujo sanguíneo. A Clay le había pasado un par de veces, en una ocasión bajo el hielo del Ártico, mientras filmaba a las ballenas beluga, y se habría ahogado si no hubiese estado atado a la apertura en el hielo con una cuerda de nailon.
Algunos metros más y podría determinar el sexo de la ballena ahogada, algo que hasta entonces solo habían conseguido unas cuantas veces, y obtener una muestra de ADN con la ballesta. Hasta el momento la cuestión era si todas las ballenas ahogadas eran machos, como los cantantes, y en ese caso, si las conductas de ambos estaban relacionadas. Clay y Quinn habían discutido por primera vez el asunto del sexo de los cantantes hacía unos diecisiete años, cuando el análisis de ADN era algo tan raro que se consideraba prácticamente inexistente.
—¿Puedes ponerte debajo de la cola? —le había preguntado Nate—. ¿Para sacar fotos de los genitales?
—Qué guarrada —había contestado Clay—. Claro, lo intentaré.
Por supuesto, a excepción de las contadas ocasiones en las que había logrado contener la respiración el tiempo suficiente para colocarse debajo de una de ellas, que habían sido más o menos un tercio del total, Clay no había conseguido filmar porno de ballena. Pero ahora, con el equipo de reinspiración…
Cuando flotaba debajo de la cola, tan cerca de ella que ni siquiera el gran angular abarcaba más que un tercio de la aleta, Clay reparó en unas marcas inusuales. Alzó la vista de la pantalla en el momento preciso en el que la ballena empezaba a moverse, pero ya era demasiado tarde. La ballena se retorció y descargó la formidable cola sobre su cabeza, empujándolo unos seis metros más abajo en un instante. La estela lo arrojó hacia atrás dando vueltas tres veces hasta que al fin, inconsciente, se posó en una corriente que discurría lentamente hacia el fondo.
Al observar al hawaiano de pega, que intentaba por octava vez llegar hasta la ballena, Nathan Quinn se decía: Esto es un rito de paso. A mí me hicieron cosas parecidas cuando estaba en posgrado. ¿No me mandó el doctor Ryder que sacara primeros planos del respiradero de una ballena gris que tenía un terrible resfriado? ¿No me acertaba un moco del tamaño de una pelota de baloncesto casi siempre que salía a la superficie? Y en definitiva, ¿no le estaba agradecido por concederme la oportunidad de salir al campo y hacer estudios de verdad? Claro que sí. Así que no soy cruel ni poco profesional si le digo a este joven que se sumerja una y otra vez para hacerle una paja al cantante.
La radio emitió un chisporroteo cuando recibió una llamada del Atontado. Nate pulsó el botón del micrófono del teléfono móvil-radio de doble sentido que empleaban para comunicarse entre las dos barcas.
—Adelante, Clay.
—Nate, soy Clair. Clay se sumergió hace unos quince minutos, pero Amy acaba de salir tras él con la botella de rescate. No sé qué hacer. Están a demasiada profundidad. No puedo verlos. La ballena se ha ido y yo no puedo verlos.
—¿Dónde estás, Clair?
—A unos tres kilómetros del vertedero, en línea recta.
Nate asió los prismáticos y escrutó la isla hasta que dio con el vertedero y realizó una batida. Se veían tres o cuatro barcas en los alrededores. A seis o siete minutos a toda máquina.
—Sigue buscando, Clair. Prepárate para arrojar una botella de descompresión si la tienes lista, por si acaso la necesitan. Yo me acercaré en cuanto el chico salga del agua.
—¿Qué está haciendo en el agua?
—Una mala decisión por mi parte. Mantenme informado, Clair. Si encuentras las burbujas de Clay, intenta seguirlas. Tienes que estar lo más cerca posible cuando suban.
Nate puso el motor en marcha en cuanto Kona salió a la superficie, escupiendo la boquilla del esnórquel y aspirando una gran bocanada de aire. El joven meneó la cabeza para decirle que no había cumplido la misión.
—Demasiado profundo, jefe.
—Venga, venga, venga. Ponte a un lado. —Nate le indicó que volviese a la barca.
Quinn colocó la barca de costado delante de Kona y alargó las manos.
—Vamos. —Kona le asió ambas manos y Quinn tiró del surfista sobre la regala. El chico se desplomó en la cubierta de la barca.
—Jefe…
—Espera, Clay está en apuros.
—Pero jefe…
Quinn aceleró a fondo, efectuó un giro brusco con la barca y se encogió ante un chirrido tan estridente como un conejo en una batidora cuando el cable del hidrófono se enrolló en la hélice, seccionando la aguja y convirtiéndose en un montón de costosas barritas de regaliz sumergibles.
—¡Joder! —Nate se quitó la gorra de béisbol y la arrojó contra la consola.
El hidrófono se hundió plácidamente hacia el fondo, golpeando al cantante en el lomo durante el descenso. El hombre apagó el motor y cogió la radio.
—Clair, ¿han subido ya? No voy a poder llegar.
Amy se sentía como si le hubieran clavado unos picahielos en los tímpanos. Se pellizcó las aletas de la nariz y sopló para compensar la presión mientras descendía pataleando, pero iba tan deprisa que no lo conseguía.
Ahora estaba a quince metros de profundidad. Clay estaba treinta metros más abajo; la presión se habría triplicado antes de que le diese alcance. Le parecía que estaba nadando en una espesa miel azul. Había visto a la ballena golpeando a Clay con la cola y arrojándolo hacia atrás, pero la buena noticia era que no había visto una nube de burbujas. Era posible que Clay aún tuviera la válvula en la boca y siguiera respirando. Aunque por supuesto aquello también podía significar que estaba muerto o que se había roto el cuello y estaba paralizado. Fuera cual fuese la conclusión, no había duda de que no se movía voluntariamente, sino que se estaba hundiendo lenta e inexorablemente hacia el fondo.
Amy luchaba contra la presión y la resistencia del agua y realizaba cálculos matemáticos mientras pataleaba incesantemente. La botella de rescate solo contenía tres litros de aire, la tercera parte que una corriente. Suponía que cuando llegase hasta Clay habría descendido a unos cincuenta y cinco o sesenta metros, de manera que apenas tendría aire suficiente para sacarlo a la superficie sin detenerse para la descompresión. Aunque Clay hubiera salido ileso era probable que sufriera el síndrome de la descompresión, una embolia, y que si sobrevivía se pasara tres o cuatro días en la cámara de descompresión hiperbárica de Honolulú.
Ah, de todas formas ese tontorrón ya estará muerto, se dijo para darse ánimos.
Clay Demodocus no era un aventurero, aunque hubiera tenido una vida llena de aventuras. Al igual que Nate, no iba en pos del peligro ni del riesgo, ni trataba de realizarse enfrentándose a la naturaleza. Lo que buscaba era el buen tiempo, las aguas plácidas, las casas confortables, las personas buenas y leales y la seguridad, y solo por el trabajo estaba dispuesto a comprometer cualquiera de esos fines. El último, el que menos comprometía, era la seguridad. Se lo había enseñado la muerte de su padre, que pescaba esponjas con escafandra. El viejo acababa de llegar al fondo, a doscientos cincuenta metros, cuando un marinero borracho se sentó en el botón del contacto, haciendo que la hélice seccionara el tubo de aire. La presión aplastó de inmediato el cuerpo de papá Demodocus dentro de la escafandra de bronce, dejando solo las botas con pesas a la vista. Lo habían enterrado dentro de aquella misma escafandra. El pequeño Clay (que en aquella época, en Grecia, se llamaba Cleandros) solo tenía cinco años y aquella última imagen de su padre lo había atormentado durante años. Siempre que veía los dibujos animados de Marvin el Marciano (con ese ridículo corpachón en forma de casco y los zapatones de payaso) tenía que contener una lágrima por su padre y sorber por la nariz.
Al hundirse en las salobres aguas azules divisó una luz brillante y una forma oscura que estaba esperándolo al otro lado. De la luz surgió una figura pequeña pero conocida. El rostro aún estaba oscuro, pero Clay reconoció la voz a pesar de los años transcurridos.
—Bienvenido, terrestre —dijo el griego envasado al vacío.
—Papá —contestó Clay.
Clair sacó trabajosamente una pesada botella del tanque de cebado del Atontado y trató de acoplar la válvula para colgarla de un cabo, de modo que Amy y Clay pudieran respirar y hacer la descompresión antes de salir a la superficie. Clay le había enseñado a hacerlo una docena de veces, pero nunca le había prestado atención. Los chismes tecnológicos eran cosa suya. A ella no le hacía ninguna falta saber esas cosas. No pensaba bucear sin él. Así que había dejado que parloteara sobre seguridad esto y peligro de muerte aquello mientras ella se dedicaba a ponerse crema protectora o hacerse trenzas para que no se le enredara el pelo en los instrumentos. Ahora lloraba lágrimas negras y se maldecía por no haberlo escuchado. Cuando creyó que al fin había logrado colocar correctamente la válvula fue arrastrando la botella hasta la borda de la lancha. La válvula se le desprendió en las manos.
—¡Maldita sea! —Agarró la radio y oprimió el micrófono—. Nate, necesito ayuda.
—Adelante, hermana —fue la respuesta—. Está en el agua, arreglando la hélice.
—Kona, ¿sabes cómo se pone la válvula de una botella?
—Claro, tía, la cazoleta tiene que estar por encima del agua para que no se moje la hierba; si no, no prende.
Clair aspiró una honda bocanada de aire y reprimió un sollozo.
—Que se ponga Nate.
En el Pasmarote, Nate se había sumergido con unas aletas y un esnórquel y estaba luchando con el peso de la media docena de llaves y tuercas que se había metido en los bolsillos de los pantalones. Casi había desatornillado la hélice de la lancha. Si tenía suerte instalaría el perno, subiría a bordo y se pondría en marcha en un par de minutos. No era un procedimiento complejo. Pero se había vuelto mucho más engorroso cuando Nate había descubierto que no llegaba a la hélice desde la lancha. Entonces se interrumpió bruscamente el suministro de aire.
Subió pataleando hasta la superficie, escupió el esnórquel y se encontró frente a la cara de Kona. El hawaiano de pega estaba inclinado sobre la popa de la barca, cubriendo el extremo del tubo de Nate con el dedo pulgar y ofreciéndole con la otra mano la radio, que estaba medio sumergida bajo el agua.
—Una llamada para ti, jefe.
Nate exhaló un jadeo y le arrancó el receptor, sosteniéndolo sobre el agua.
—¿Qué demonios estás haciendo? Que no es sumergible. —Trató de sacudir el agua del teléfono móvil y oprimió el micrófono—. ¡Clair! ¿Me oyes? —No se oía ningún sonido, ni siquiera estática.
—Pero si es amarillo —repuso Kona, como si aquello lo explicara todo.
—Ya sé que es amarillo. ¿Qué es lo que ha dicho Clair? ¿Clay está bien?
—Quería saber cómo se pone la válvula de la botella. Le he dicho que la cazoleta tiene que estar por encima del agua.
—¡Que no es una pipa, imbécil! Es una botella de verdad. Ayúdame a subir.
Nate le entregó las aletas y se encaramó a la delgada quilla para impulsarse hasta la lancha. Encendió la radio marítima de la consola y se puso a gritar.
—Clair, ¿me oyes? Pasmarote llamando a Atontado. Clair, ¿estás ahí?
—Pasmarote —intervino una voz masculina con tono oficial y severo—, le habla el Departamento de Conservación y Protección de Recursos Naturales. ¿Está ondeando la bandera de la licencia?
—Conservación, tenemos una situación de emergencia, hay un submarinista en apuros en nuestra otra lancha. Yo estoy atascado en el agua con una clavija rota. La otra lancha se encuentra a unos tres kilómetros del vertedero.
—Pasmarote, ¿por qué no está ondeando la bandera de la licencia?
—Porque se me ha olvidado, coño. Tenemos a dos submarinistas en el agua, seguramente los dos están en apuros, y la mujer que está a bordo no sabe montar una botella de descompresión. —Nate escrutó los alrededores y divisó el barco de la policía ballenera a unos mil metros al oeste, en dirección a Lanai. Estaba al lado de otra lancha. Nate reconoció la figura familiar del Conde en la proa, como la muerte con sombrero de primavera. ¡Qué cabrón!
—Pasmarote, no se mueva, vamos hacia ustedes.
—No vengan hacia nosotros. Yo no me voy a ir a ninguna parte. Diríjanse a la otra lancha. Repito, tienen una situación de emergencia y no contestan a la radio.
El morro de la lancha de Conservación y Protección se levantó sobre el agua con el impulso de dos fuerabordas de ciento veinticinco caballos Honda y fue directamente hacia ellos.
—¡Joder!
Nate dejó el micrófono y se puso a temblar, aunque no era debido a la temperatura, que en el canal era de veintisiete grados, sino a la frustración y el miedo. ¿Qué le habría pasado a Clay para que Amy fuese a rescatarlo? Quizá hubiera malinterpretado la situación y hubiera descendido innecesariamente. No tenía mucha experiencia en el agua; al menos eso era lo que creía Nate. Pero si todo iba bien, ¿por qué no habían subido aún?
—Kona, ¿Clair te dijo si veía a Amy y Clay?
—No, jefe, solo quería saber lo de la válvula. —El chico se sentó en la cubierta de la lancha, sosteniendo la cabeza entre las rodillas—. Lo siento, jefe. Creía que si era amarillo era sumergible. No lo sabía. Se me resbaló.
Nate quiso decirle al muchacho que no tenía importancia, pero no le gustaba mentir a la gente.
—Clay te inscribió en la licencia de investigación, ¿no, Kona? ¿Recuerdas si firmaste un papel con muchos nombres?
—No, tío. ¿Vienen los maderos?
—Sí, la policía ballenera. Y si Clay no te ha inscrito en la licencia tendrás que marcharte con ellos.