9

Relatividad

Las curtidas prostitutas del muelle montaban guardia en las garitas de flete, donde fumaban cigarrillos Basic 100 y hablaban con unas voces que sonaban como ron 151 en grasa caliente; un chorrito de cariño en un litro de aspereza. Tenían entre treinta y cinco y sesenta y cinco años, eran de color caoba, delgadas y fuertes gracias a la vida en los barcos, el licor, el pescado y las desilusiones. Habían llegado desde una docena de pueblos costeros, algunas incluso desde el continente, a bordo de pequeñas embarcaciones, y habían olvidado reservar el coraje suficiente para el viaje de regreso. Eran náufragas. Un hombre tras otro, un barco tras otro y un año tras otro; la sal, el sol y la bebida las habían desecado tanto que tosían polvo. Si llegaban a los cien años, y algunas de ellas lo harían, una noche sin luna se abatiría sobre el puerto un terrible espectro encapuchado que se las llevaría a una escarpada isla que no apareciese en las cartas de navegación ni hubiese visto más de una vez ningún hombre, y en ella mantendrían vivo el encantamiento del mar: atraerían a los marineros perdidos hasta la orilla, les sorberían todos los fluidos y dejarían sus cuerpos resecos descomponiéndose sobre las rocas como pasto para los cangrejos y las gaviotas negras. Así nacían las brujas marinas… Pero esa es otra historia. Ese día se estaban burlando de Clay, que escoltaba a dos chicas a lo largo del muelle.

—Es lo mismo que con los fuerabordas, Clay, debes tener dos para asegurarte de que uno funciona siempre —exclamó Margie quien, en una ocasión, después de beberse diez mai tais, había intentado chupársela al capitán de madera que custodiaba la puerta del Pioneer Inn.

Debbie, a quien alguien le facilitaba en secreto orina de niño que ella escanciaba en las orejas de los pescadores de coral negro que sufrían infecciones de oído, añadió:

—Que la jovencita monte la primera guardia, Clay. Que descanse un poco.

—Buenos días, señoritas —contestó Clay por encima del hombro, sonriendo y sonrojándose, con las orejas coloradas aunque no se le habían quemado. Tenía cincuenta años y se había sumergido en todos los mares, lo habían atacado los tiburones, había sobrevivido a la malaria y a los piratas malayos, había descendido hasta ocho mil metros en la trinchera de Tonga dentro de una bola de titanio con una ventana, y seguía sonrojándose.

Clair, la maestra hawaiana-nipona de cuarenta años con la que salía desde hacía cuatro y que se contoneaba como si bailara el hula hop al son de una marcha de Sousa (una curiosa combinación de armonía majestuosa y brisa isleña), les dedicó un desenfadado shaka con el dorso de la mano a aquellas brujas y dijo con una sonrisa:

—Chicas, solo ha venido a echarle cubos de agua en los carretes, para que no se quemen.

—Ah, sois unos marineros cojonudos —masculló Amy, que estaba forcejeando con un abultado maletín Pelican que contenía el equipo de reinspiración. Se le escapó y le golpeó la espinilla antes de que pudiera cogerlo—. Ay. Me cago en la leche. Ah, sí, a todo el mundo le gusta vuestro jodido encanto de agua salada.

El coro de risitas de las garitas acabó convirtiéndose en un ataque de tos. Las curtidas prostitutas se dedicaron de nuevo a los gatos, los calderos, el aceite de coco y las sagradas canciones de Jimmy Buffet que entonaban a medianoche al oído de los borrachos de barba blanca aspirantes a Hemingway, intentando que sus miembros empapados en ron se alzaran de entre los muertos por última vez. Pero volvieron a la carga cuando Kona desfiló delante de ellas.

—Buen rollo, hermana Amy. Comparte tu carga —dijo, saltando por el muelle para arrebatarle el pesado equipo y echárselo al hombro.

Amy se frotó el brazo.

—Gracias. ¿Dónde está Nate?

—Ha ido a la gasolinera a por café para toda la tribu. Es un león.

—Sí, es un buen tipo. Hoy vas a salir con él. Yo tengo que ir con Clay y Clair como buzo de seguridad.

—Quítate las chanclas antes de montar en la barca —amonestó Clay a Clair por enésima vez. Ella puso los ojos en blanco, se quitó las sandalias antes de descender al Atontado y le ofreció una mano a Clay, que la sostuvo como si estuviese escoltando a una dama de la corte real a la tarima del salón de baile.

Kona le entregó a Clay el equipo de reinspiración.

—Yo también puedo ser el buzo de seguridad.

—No podrás compensar los oídos. No puedes ni pellizcarte la nariz con todos esos pendientes.

—Si se quitan. Mira, ya me los quito. —Le arrojó los pendientes a Amy, que los esquivó hábilmente, dejando que se hundieran en el agua.

—Ups.

—Amy es una submarinista acreditada, chico. Lo siento. Hoy vas a salir con Nate.

—¿Lo sabe él?

—Eso, ¿lo sabe él? —repitió Clair.

—Enseguida lo sabrá. Recoge las amarras, ¿quieres, Amy?

—Puedo pilotar la barca. —Kona estaba al borde de la súplica.

—Nadie pilota la barca más que yo —dijo Clay.

—Yo piloto la barca —lo corrigió Clair.

—Hay que acostarse con Clay para pilotar la barca —añadió Amy.

—Si haces lo que te diga Nate, todo saldrá bien —dijo Clay.

—¿Si me acuesto con Amy puedo pilotar la barca?

—Nadie pilota la barca —repitió Clay.

—Yo piloto la barca —insistió Clair.

—Y nadie se acuesta con Amy —dijo Amy.

—Yo me acuesto con Amy —contestó Clair.

Y todos se interrumpieron para volverse hacia ella.

—¿Alguien quiere leche? —preguntó Nate, que llegaba en ese preciso momento, sosteniendo una bandeja de cartón con cuatro vasos de café—. Servíos el azúcar vosotros mismos.

—Eso digo yo —exclamó Clair—. Las hermanas se lo hacen ellas solas.

Y Nate se quedó suspendido en el espacio con un vaso, un sobrecito de azúcar, un palillo de madera y una expresión de perplejidad.

Clair sonrió.

—Es broma. No os pongáis así.

Todo el mundo respiró. Se repartieron los cafés y cargaron los instrumentos. Clay sacó al Atontado del puerto, deteniéndose para saludar al Conde y su tripulación, que estaba cargando instrumentos en una zódiac de nueve metros y casco rígido que solía dedicarse a la paravela. El Conde se caló el ala del sombrero a modo de respuesta; estaba apostado en la proa de la zódiac con la sombrilla sobre el hombro, como una esquelética efigie de Washington cruzando el Leto. La tripulación le devolvió el saludo y Gilbert Box frunció el ceño.

—Me cae bien —comentó Clay—. Es predecible.

Pero Amy y Clair no escucharon aquella observación. Estaban en la proa, aplicándose crema protectora y hablando de cosas de chicas.

—A veces hablas como una guarra —decía Amy—. A mí también me gustaría ser una guarra.

Clair le hincó una uña larga y pintada de rojo en la pierna.

—No te subestimes, cariño.

El hawaiano de pega estaba ante la barandilla de proa de la Mako como si tres de sus seis metros fueran suyos, saludando a la tripulación de la zódiac mientras pasaban.

—¡Buen rollo, coleguitas! ¡Vamos a hacer una jam científica! —Pero el Conde no le hizo caso y Kona le contestó a la manera tradicional de la isla—. ¿Qué pasa? ¿Te debo dinero?

—Tranquilo, Kona —le aconsejó Nate—. Y baja de ahí.

El chico se dirigió a la consola.

—El viejo de la chaqueta blanca te mira mal. ¿Por qué? ¿Cree que eres un agente de Babilonia?

—Hace mala ciencia. Cuando alguien me pregunta por él le digo que hace mala ciencia.

—¿Y nosotros hacemos buena ciencia?

—Nosotros no cambiamos las cifras para complacer a los que nos financian. Los japoneses quieren cifras que demuestren que la población de jorobadas se ha recuperado lo suficiente para que la CBI les deje volver a cazarlas. Gilbert está intentando proporcionarles esas cifras.

—¿Matan a las jorobadas? No.

—Sí.

—No. ¿Por qué?

—Para comérselas.

—No —repitió el rastafari rubio, meneando la cabeza como si quisiera quitarse aquella salvajada de los oídos, desplegando las rastas en radios apelmazados.

Quinn sonrió para sus adentros. La moratoria había estado en vigor desde antes de que naciera Kona. Que el muchacho supiera, las ballenas siempre habían estado a salvo de los cazadores y siempre lo estarían. Quinn tenía más experiencia.

—Comer ballenas es algo muy tradicional en Japón. Es un ritual como el de nuestro día de Acción de Gracias. Pero está desapareciendo.

—Eso es bueno.

—No. Hay muchas personas mayores que quieren que se recupere la tradición de cazar ballenas. La industria ballenera japonesa recibe subsidios del gobierno. Ni siquiera es un negocio rentable. Sirven carne de ballena en las escuelas para que los niños adquieran el gusto por ella.

—No. Nadie come ballenas.

—La CBI les deja cazar quinientas minke al año, pero ellos cazan más. Y algunos biólogos han descubierto carne de ballena de media docena de especies en peligro de extinción en los mercados japoneses. Intentan pasarla como ballena minke, pero el ADN no miente.

—¿Minke? ¿Ese demonio con pintura de guerra blanca está matando a nuestras minke?

—En Hawái no hay ballenas minke.

—Claro que no, las está matando el Conde. Vamos a acabar con ese marrón. —Kona rebuscó en la riñonera roja, dorada y verde que llevaba y sacó un extraordinariamente complejo entramado de tubos de plástico, cobre y acero inoxidable con los que al cabo de unos segundos había montado un artilugio que, en opinión de Quinn, era bien un acelerador de partículas lineales sumamente pequeño y elegante o bien, lo más probable, la pipa de agua más compleja de la historia.

»Frena la barca, tronco. Hay que encender la llama de la libertad. Derribar las murallas de Babilonia y entrar en batalla por la gloria de Jah, tío. Frena la barca.

—Deja eso.

Kona se interrumpió sosteniendo en vilo el mechero Bic sobre la cazoleta.

—Oye, tron, ¿subimos al barco de Sión?

—No, tenemos trabajo que hacer. —Nate frenó la barca y apagó el motor. Se encontraban a un kilómetro y medio de Lahaina.

—¿Derribamos las murallas de Babilonia? —Kona alzó el mechero.

—No. Deja eso. Te enseñaré a bajar el hidrófono. —Quinn comprobó la cinta de la grabadora de la consola.

—¿Salvamos a las minke? —Kona meneó el mechero sin encenderlo, describiendo círculos sobre la cazoleta.

—¿Clay te ha enseñado a sacar fotografías de identificación? —Nate extrajo del maletín el hidrófono y el rollo de cable.

—¿Cabalgamos hacia la mística en la hierba de Jah?

—¡Que no! Deja eso y saca la cámara del compartimento de proa.

Kona desmontó la pipa de agua con una serie de silbidos y chasquidos y la metió de nuevo en la riñonera.

—Vale, tronco, pero cuando se hayan comido a todas las minke no eches la culpa a Jah.

Al cabo de una hora, después de escuchar, desplazarse y escuchar de nuevo, habían encontrado al cantante. Kona se había posado en la regala de la lancha, observando sobrecogido al formidable macho, que se había detenido bajo el barco emitiendo un sonido semejante al de una víctima de secuestro que intenta gritar a través de una cinta adhesiva.

Kona contemplaba a la ballena, miraba a Nate, sonreía y se volvía de nuevo hacia la ballena, siempre en vilo sobre la regala, como una gárgola en el antepecho de un edificio. El científico suponía que si adoptaba aquella postura durante apenas dos minutos se le trabarían permanentemente las rodillas y tendría que pasarse el resto de sus días en cuclillas, como un sapo. Pero envidiaba a Kona por el entusiasmo del descubrimiento, la fascinación y la emoción de hallarse ante aquellas grandes criaturas por primera vez. Lo envidiaba porque era joven y fuerte. Y mientras escuchaba el canto a través de los auriculares, ese canto que parecía una declaración, aunque de hecho no hubiera ninguna prueba irrefutable de que lo fuera, Nate experimentó una devastadora sensación de insignificancia. Una insignificancia sexual, social, intelectual, física y científica; se sentía como un montón de átomos prestados y dispuestos de cualquier manera en forma de Nate. Sin efecto, propósito ni estabilidad.

Trató de concentrarse en lo que hacía la ballena y abstraerse en el análisis de lo que acontecía debajo, pero aquello no hacía más que subrayar la sospecha de que no solo se estaba haciendo viejo, sino que se estaba volviendo loco. Era la primera vez que salía desde el incidente del «¡Que te den!» y desde entonces se había convencido de que debía de haber sido una especie de alucinación. Pero en cada ocasión que la ballena arqueaba la cola para sumergirse, él daba un respingo, esperando ver un mensaje escrito en ella.

—Está haciendo esos sonidos de superficie, jefe.

Nate asintió. El muchacho estaba aprendiendo deprisa.

—Prepara la cámara, Kona. Respirará tres o cuatro veces antes de sumergirse, así que tienes que estar listo.

De repente se interrumpió el canto de los auriculares. Nate extrajo el hidrófono y puso el motor en marcha. Esperaron.

—Se ha ido por ahí, jefe —informó Kona, señalando a estribor. Nate viró la barca despacio y aguardó.

Se habían vuelto en la dirección que Kona había visto que la ballena tomaba bajo el agua cuando esta ascendió a la superficie detrás de ellos, a menos de seis metros de la lancha; la exhalación los sobresaltó a ambos y los vapores flotaron sobre ellos como una nube multicolor.

—¡Qué cabrón! ¡Ese hijo de puta ha subido, jefe!

—Gracias, Perogrullo —masculló Nate entre dientes. A continuación tiró de la palanca y se puso detrás de la ballena. Esta exhaló de nuevo y se dio la vuelta, restallando una larga aleta pectoral sobre la superficie, empapando a Kona y salpicando la consola. Al menos el muchacho había tenido el buen sentido de proteger la cámara con el cuerpo.

—¡Me encanta esta ballena! —exclamó Kona; la jerga rastafari había desaparecido, dejando cierto acento de clase media de Nueva Jersey—. Me gustaría llevármela a casa, meterla en una caja con hierba y piedrecitas y comprarle juguetes chillones.

—Prepárate para sacarle la foto de identificación —le recordó Nate.

—Cuando hayamos acabado, ¿puedo quedármela? ¡Por favor!…

—Ya viene, Kona. Concéntrate.

La ballena se arqueó, restalló la cola y el muchacho disparó rápidamente cuatro veces con el disparador automático.

—¿Lo has cogido?

—Unas fotos cojonudas. ¡Cojonudas! —Kona dejó la cámara en el asiento de delante de la consola y la cubrió con una toalla.

Nate dirigió la barca hacia la última huella de la aleta, una lente de doce metros de agua en calma que la turbulencia de la cola de la ballena había formado en la superficie. Aquellas lentes se mantenían en la superficie hasta dos minutos, haciendo las veces de ventanas a través de las que los científicos observaban a las ballenas. En los viejos tiempos los cazadores creían que estas las producían con el aceite que excretaban. Nate apagó el motor, dejando que la barca se meciera sobre la huella. Oían el canto de la ballena desde abajo y sentían que la barca se estremecía bajo sus pies.

Nate sumergió los hidrófonos, pulsó el botón de «rec» y se puso los auriculares. Kona estaba anotando en el cuaderno los números de los fotogramas y las coordenadas del GPS tal como Nate le había enseñado. Hasta un mono podría hacer mi trabajo, pensó este. Este colgado solo tiene una hora de experiencia y ya lo está haciendo. Es más joven, más fuerte y más rápido que yo, y ni siquiera estoy seguro de que yo sea más listo, aunque eso tampoco importa. Soy completamente insignificante.

Pero a lo mejor sí que importaba. A lo mejor no todo se reducía a la fuerza. La cultura y la lengua desbarataban completamente la evolución biológica. ¿Por qué habríamos desarrollado un cerebro tan grande si el apareamiento se basara solamente en la fuerza y el tamaño? Sin duda las mujeres también seleccionaban a sus compañeros basándose en la inteligencia. A lo mejor los listillos de la antigüedad decían: «Ahí mismo, detrás de aquellas rocas, hay un delicioso perezoso que está pidiendo que lo cacen. A por él, chicos». Y los ejemplares más fuertes y estúpidos de la especie se despeñaban por un barranco en pos de un perezoso imaginario mientras ellos se acurrucaban con las cromañonas más hermosas para combinar unos cuantos genes. «Así me gusta, muérdeme el arco superciliar. ¡Muérdemelo!» Nate esbozó una sonrisa.

Kona estaba contemplando al cantante por encima de la borda. La cola estaba a cinco o seis metros de la lancha (aunque la cabeza estaba doce metros más abajo). Solo llevaba un par de minutos cantando. Estaría bajo el agua otros diez minutos por lo menos.

—Kona, tenemos que obtener una muestra de ADN.

—¿Cómo lo apañamos?

Nate sacó un par de aletas de la consola y se las entregó al surfista junto con un vaso de café vacío.

—Vas a tener que ir a por una muestra de semen.

El surfista tragó saliva. Miró a la ballena, la taza y de nuevo a la ballena por encima de la borda.

—¿Sin tapa?