8

Una charla de puta madre

—La biología —afirmó el hawaiano de pega—, esa puta nos convierte a todos en marionetas sexuales.

Clay acababa de contarle la historia. Y la historia era la siguiente:

Cinco años después de haberse casado con Nathan Quinn, Libby fue un verano al mar de Bering para colocarles etiquetas de seguimiento por satélite a las hembras de ballena franca. Estaba colaborando con Margaret Painborne, que en aquella época estaba investigando la conducta de apareamiento y gestación de las ballenas francas. La manera más eficiente de hacerlo consistía en seguirlas constantemente. Ahora bien, determinar el sexo de las ballenas puede ser una tarea increíblemente dificultosa, pues debido a cuestiones hidrodinámicas todos sus órganos genitales son internos. A falta de hacerles una biopsia o estar en el agua con la criatura en cuestión (algo que en el mar de Bering supone la muerte al cabo de tres minutos), el único modo de hacerlo consiste en sorprenderlas cuando están con sus crías o se están apareando. Libby y Margaret habían decidido marcarlas mientras se apareaban. La nave base era una goleta de veinticinco metros de eslora que Scripps[7] había donado al proyecto, pero para etiquetarlas usaban una ligera zódiac de cuatro metros con un motor de cuarenta caballos.

Habían divisado a una hembra que estaba tratando de eludir las insinuaciones de dos machos gigantescos. La ballena franca es una de las contadas criaturas del mundo que emplean una estrategia de desgaste para aparearse. En otras palabras, las hembras se aparean con varios machos, pero el que desgasta con más eficacia la semilla de los demás es el que transmite sus genes a la siguiente generación. En consecuencia, gana el que tiene el aparejo más grande, y eso que los machos de ballena franca tienen el aparejo más grande del mundo, con testículos que pesan hasta una tonelada y penes de tres metros que además son prensiles, capaces de rodear a las hembras desde el costado para introducirse a hurtadillas.

Libby se encontraba en la proa de la lancha, empuñando una pértiga de fibra de vidrio de cuatro metros y medio de largo que estaba rematada en una punta dentada de acero inoxidable conectada a la unidad de satélite. Margaret pilotaba el fueraborda, haciendo maniobras sobre las gélidas olas de dos metros, de tal modo que Libby pudiera marcarla. Las ballenas francas no son especialmente veloces (¡los balleneros las cazan con barcas de remo, por amor de Dios!), pero son grandes y anchas, y en el calor de una persecución amorosa, una pequeña zódiac te protege de sus espasmódicos cuerpos de sesenta toneladas tanto como una armadura de papel de aluminio en un torneo. Y la noble Libby, que era una empollona de acción, parecía un galante caballero de color naranja fosforescente, dispuesto a asestar una lanzada mientras su fiel caballo de batalla Evinrude cabalgaba sobre las olas.

Dos machos se estaban acercando a ambos lados de una corpulenta hembra, rodeándola para que no tuviera escapatoria, cuando esta se puso bocarriba, mostrando los genitales al cielo. Margaret redujo la velocidad y serpenteó entre las colas de los machos para que Libby la marcara. Entonces la hembra se detuvo completamente y la zódiac se posó encima de ella. Margaret apagó el motor para no hacerle daño con la hélice.

—¡Mierda! —vociferó Libby—. ¡Vámonos! ¡Vámonos! —Con una sacudida de la cola, cualquiera de aquellas criaturas las arrojaría al agua, donde a los pocos minutos pasarían de la hipotermia a la muerte. Libby, que se había quitado el traje de supervivencia para manejar el arpón, se hundiría en cuestión de segundos.

De repente surgieron del agua dos penes descomunales, uno a cada lado de ellas. Los machos andaban tras el blanco y se acercaban a la hembra, levantando olas que derribaron a las dos mujeres sobre la cubierta de la lancha. Aquellas torres rosadas se arquearon sobre ellas buscando a tientas el objetivo, toqueteando el contorno de la lancha, cubriendo el caucho y a las dos biólogas con una película pegajosa, dándoles empujones y golpes, y en resumidas cuentas abusando de ellas. Ahora la zódiac se encontraba exactamente sobre los genitales de la hembra, que estaba usando la lancha de caucho a modo de diafragma improvisado. Entonces las dos gigantescas pichas de ballena se encontraron en medio de la zódiac, y como a todas luces cada uno de los machos creía que el otro había dado en el blanco y no quería quedarse fuera, ambos expelieron grandes chorros de viscoso esperma de ballena que inundaron la lancha, recubriendo los instrumentos y a las investigadoras, desbordando las regalas y encharcando el motor; en resumidas cuentas, dejando todo (menos a la ballena hembra) completa y asquerosamente empapado. Cumplida la misión, fueron a relajarse lejos de la refriega. Margaret sufrió una contusión y un desprendimiento parcial de retina y Libby una dislocación de hombro y diversos arañazos y hematomas, pero el verdadero trauma no podía curarse con tirones, cabestrillos ni Betadine.

Al cabo de unas semanas, Libby volvió con Nate, que se encontraba en el estrecho de Chatham filmando conductas alimentarias con Clay. Libby entró en la cabaña, le dio un abrazo y seguidamente se echó hacia atrás anunciando:

—Nate, me parece que no quiero seguir casada contigo. —Aunque lo que realmente quería decir era: «Nate, he terminado con los penes para siempre y aunque me caes bien sé que le tienes apego al tuyo. Me he hartado, por decirlo de alguna manera. Voy a pasar página».

—Vale —contestó Nate. Más adelante le explicó a Clay que tenía hambre desde hacía horas y que no dejaba de repetirse que debía tomarse un descanso para comer algo, pero en ese momento apareció Libby y cuando se fue, Nate comprendió que no había tenido nada de hambre. Aquella sensación de vacío se debía a que se sentía solo. Y desde ese día Nate se había sentido relativamente solo, pero básicamente triste (aunque no se lamentaba por ello, lo sobrellevaba). Clay no le contó aquello a Kona. Las confesiones que se hacían con whisky en torno a una fogata eran información privilegiada. Lealtad.

—Así pues —dijo Nate—, puesto que según parece en la mayoría de los casos el canto atrae la atención de otros machos que se unen al cantante, no podemos establecer una relación directa con el apareamiento, aparte del hecho de que ambos fenómenos se producen durante la misma temporada. Y como nadie ha visto cómo se aparean las ballenas jorobadas es posible que esta suposición también sea errónea. Si realmente el macho intenta marcar su territorio cantando, parece que no funciona, puesto que se le unen otros machos, hasta los que están escoltando a las madres con sus crías. Este estudio recomienda que se realicen estudios nuevos para comprobar si existe una correlación directa entre el canto de la ballena jorobada y el apareamiento, como antes se creía. Gracias. Ahora contestaré a sus preguntas.

Se levantaron algunas manos. Allí estaban: los adivinos, los amantes de las ballenas, los jipis, los cazadores, los turistas, los constructores, los chiflados, los científicos (que Dios se apiade de nosotros, los científicos) y los curiosos. A Nate no le importaban los curiosos. Eran los únicos que no tenían sus propios propósitos. Los demás buscaban confirmaciones, no respuestas. ¿Escogía primero a un científico y se lo quitaba de encima? Ya que estaba, podía pasarse al lado oscuro directamente.

—Sí, Gilbert. —Señaló al Conde. Aunque el espigado científico se había guardado las gafas oscuras, se había calado el ala del sombrero como si quisiera ocultar los carbones ardientes de sus ojos. O quizá fuera solo el producto de la imaginación de Nate.

El Conde dijo:

—De modo que con estas pocas muestras… ¿Cuántos? ¿Cinco ejemplos de interacciones entre cantantes y otros ejemplares? No se pueden sacar conclusiones definitivas sobre la relación del canto con el apareamiento ni el tamaño de la población. ¿Es correcto?

Nate exhaló un suspiro. Capullo, pensó. Se dirigió a las caras desconocidas entre los asistentes, a los no profesionales.

—Como sabrá, doctor Box, en los estudios sobre la conducta de los machos suele haber muy pocas muestras. Se sobreentiende que en el caso de las ballenas hay que hacer más extrapolaciones de los datos que con otras criaturas a las que se observa más fácilmente. La escasez de muestras es una limitación aceptada de nuestro campo.

—Así que lo que estás diciendo —continuó Box— es que estás intentando extrapolar la conducta de una criatura que pasa menos del tres por ciento del tiempo en la superficie observando cómo se comporta en ella. ¿Eso no es como intentar extrapolar toda la civilización humana mirando las piernas de los bañistas en la playa? No acabo de entender su validez.

Nate recorrió la sala con la mirada, confiando en que alguno de los demás científicos conductistas acudiera en su ayuda y le echase un cable, pero por lo visto en ese momento todos encontraban irresistiblemente interesantes los panfletos del tablón de anuncios, los ventiladores del techo y los listones del suelo de madera.

—En los últimos tiempos hemos dedicado cada vez más tiempo a la observación de los animales debajo del agua. Clay Demodocus tiene más de seiscientas horas de filmaciones sobre la conducta de las ballenas jorobadas bajo la superficie. Pero la observación submarina es útil desde hace poco tiempo, gracias a las grabaciones digitales y la tecnología de reinspiración. Y seguimos enfrentándonos al problema de la propulsión. No hay ningún submarinista que sea lo bastante rápido para mantenerse a la altura de las jorobadas en movimiento. Creo que todos los científicos de esta sala comprenden lo importante que es observar a los animales en el agua y ni que decir tiene que toda investigación está incompleta si no tiene en cuenta la conducta submarina. Estoy seguro de que lo entiende, doctor Box.

Se oyeron algunas risitas sofocadas en la sala. Nathan Quinn sonrió. El Conde no se metía en el agua bajo ninguna circunstancia. Le daba pánico o alergia; en todo caso, al verlo en su barca saltaba a la vista que no deseaba tener el menor contacto con ella. Pero para que lo financiase la Comisión Ballenera Internacional tenía que salir a contar ballenas. Eso sí, desde la superficie, sin meterse en el agua. Quinn creía que Box hacía mala ciencia y que por eso se había dedicado a la consultoría, «el lado oscuro». Realizaba estudios y facilitaba datos al mejor postor, aunque Nate no tenía ninguna duda de que los amañaba al servicio de los intereses de los inversores. Algunas naciones de la CBI querían que se levantara la moratoria sobre la caza de ballenas, pero antes tenían que demostrar que las poblaciones se habían recuperado lo suficiente para que esta fuera sostenible. Gilbert Box les estaba procurando las cifras que necesitaban. Nate se alegraba de haberlo puesto en evidencia. Esperó a que el desgarbado científico asintiera antes de aceptar la siguiente pregunta.

—Sí, Margaret.

—Parece que tu estudio se basa en la perspectiva de los machos, sin tener en cuenta el papel que desempeñan las hembras en la conducta. ¿Podrías explicármelo?

Vaya, menuda sorpresa, se dijo Nate.

—Bueno, creo que hay otros científicos que están haciendo un excelente trabajo sobre la conducta de las madres y las crías, así como de las actividades de los grupos en la superficie, que suponemos que están relacionadas con el apareamiento, pero mi trabajo se refiere a los cantantes y que sepamos todos ellos son machos, así que presto más atención a la conducta de los machos. —Listo, eso tenía que ser suficiente.

—¿De modo que no puedes afirmar rotundamente que las hembras no son quienes controlan la conducta?

—Margaret, tal como mi ayudante me ha señalado en repetidas ocasiones, lo único que puedo afirmar rotundamente acerca de las ballenas jorobadas es que son grandes y están mojadas.

Todo el mundo se rió. Quinn miró a Amy y esta le guiñó un ojo. A continuación se volvió de nuevo hacia Margaret y vio que Libby estaba junto a ella y también le estaba guiñando un ojo. Pero al menos se había distendido la tensión entre los científicos y Quinn advirtió que el capitán Tarwater y Jon Thomas Fuller y su comitiva ya no estaban levantando la mano para hacerle preguntas. A lo mejor habían comprendido que no iban a descubrir nada nuevo. Y seguro que no querían desvelar sus intereses delante de todo el mundo para que les bajaran los humos de una bofetada como a Gilbert Box. Quinn aceptó las preguntas de los no científicos.

—¿Es posible que estén diciendo sencillamente «hola»?

—Sí.

—Si no comen en estas aguas y no es para aparearse, ¿por qué cantan?

—Esa es una buena pregunta.

—¿Cree que saben que los alienígenas se han puesto en contacto con nosotros y que tratan de comunicarse con la nave nodriza?

Ah, cómo me gustan los chiflados, pensó Nate.

—No, no lo creo.

—A lo mejor están usando el sonar para encontrar a otras ballenas.

—Que nosotros sepamos, las ballenas barbadas o desdentadas como las jorobadas, que filtran la comida del agua mediante capas de barbas, no disponen de ecolocalización como las ballenas dentadas.

—¿Por qué están siempre saltando? Las demás ballenas no saltan así.

—Algunos creen que están mudando de piel o que intentan desprenderse de parásitos, pero después de haberlas observado durante años a mí me parece que solo quieren llamar la atención; sentir el aire en la piel. Como los que meten los pies en una fuente. Me parece que así se divierten.

—Me han dicho que alguien irrumpió en su oficina y destruyó todas sus investigaciones. ¿Quién cree que querría hacer eso?

Nate hizo una pausa. La mujer que había intervenido sostenía una libreta de taquigrafía. Una reportera del Maui Times, supuso. Se había puesto en pie para hacerle aquella pregunta como si estuviera en una conferencia de prensa en lugar de en una charla desenfadada.

—Lo que debe preguntarse —dijo Nate— es a quién le importan los estudios sobre los cantantes.

—¿A quién?

—A mí, a algunas personas de esta sala y puede que a una docena de científicos en todo el mundo. Por lo menos de momento. Es posible que a medida que sepamos más cosas se interese más gente.

—¿Así que está diciendo que alguien de esta sala entró a la fuerza en su oficina y destruyó todo lo relacionado con sus investigaciones?

—No. Como biólogos, no debemos aplicar motivaciones donde no las hay ni hacer deducciones sobre una conducta sin datos para defenderlas. Como en la respuesta a la pregunta sobre los saltos de las ballenas. Algunos dirán que forman parte de un sistema de comunicación increíblemente complejo, y puede que estén en lo cierto, pero la respuesta más evidente, y probablemente la correcta, es que se están divirtiendo. Yo creo que el allanamiento no fue más que un acto fortuito de vandalismo que parece motivado. —Qué gilipollez, pensó Quinn.

—Gracias, doctor Quinn —dijo la reportera, tomando asiento.

—Gracias a todos por venir —concluyó Nate.

Aplausos. Nate ordenó las notas mientras la gente se reunía en torno al estrado.

—Eso ha sido una gilipollez —gruñó Amy.

—Una auténtica gilipollez —añadió Libby Quinn.

—Menudo montón de mierda —dijo Cliff Hyland.

—Una charla cojonuda, doc —exclamó Kona—. Estaba poseído por el espíritu de Marley.