7

«Santuario, santuario», gritó la jorobada.

Cuando los visitantes entraban en el Santuario de las Ballenas Jorobadas de la Islas de Hawái (cinco edificios de madera de color celeste con acabados de cobalto situados en la amplia bahía de Maalaea, con vistas a un antiguo estanque de agua salada) la primera reacción solía ser: «Eh, menudo santuario. En esos edificios no caben más de tres ballenas como mucho». Pero enseguida se daban cuenta de que los edificios no eran más que oficinas y centros turísticos. El santuario comprendía los canales que discurrían desde Molokai hasta la Gran Isla de Hawái, entre Maui, Lanai y Kahoolawe, y las costas del norte de Oahu y Kauai, donde había espacio de sobra para un montón de ballenas, y por ese motivo se habían instalado en ellas.

Había un centenar de personas deambulando frente a la sala de conferencias cuando Nathan y Amy entraron en el aparcamiento con la camioneta.

—Parece que hay mucha gente —comentó Amy. Solo había asistido a una de las conferencias semanales del santuario, que había dado Gilbert Box, un arisco biólogo que estaba realizando un estudio con una beca de la Comisión Ballenera Internacional y había disertado con tono monótono sobre números y gráficos hasta que la decena de asistentes habrían matado a una ballena con sus propias manos para que se callara.

—En nuestro caso es normal. El conductismo atrae a más público que las estadísticas. Somos más sexis —dijo Nate con una sonrisa.

Amy resopló.

—Oh, sí, sois la Mae West del mundo de los empollones.

—Somos empollones de acción —repuso él—. Empollones aventureros. Empollones románticos.

—Empollones —insistió Amy.

Nate divisó al esquelético Gilbert Box a un lado de la concurrencia, con un sombrero de paja de ala tan ancha que habría dado sombra a otras tres personas y unas enormes gafas envolventes que habrían valido para protegerse tanto de soldaduras como de explosiones nucleares. Su rostro enjuto aún estaba embadurnado de residuos de óxido de zinc blanco, que usaba como crema protectora cuando salía al agua. Llevaba una camisa caqui de manga larga y pantalones a juego y se apoyaba en una sombrilla blanca de la que nunca se separaba. Faltaba media hora para que se pusiera el sol, soplaba una brisa fresca de la bahía de Maalaea y Gilbert Box se parecía a la muerte dando un paseo después de la cena, preparándose para pasar una atareada noche mandando tumores y ataques al corazón por correo electrónico a unos cuantos millones de afortunados.

Nate lo había apodado «el Conde», en honor al vampiro de Barrio Sésamo que contaba cosas de forma obsesivo-compulsiva. (Nate era demasiado viejo para Barrio Sésamo en preescolar, sin embargo lo vio en cuarto de secundaria mientras cuidaba de su hermano pequeño, Sam.) La gente había reconocido que «el Conde» era un nombre idóneo para un científico que tenía aversión al agua y a la luz del sol y el nombre se había extendido más allá de la esfera de influencia inmediata de Nate y Clay.

El pánico le subió por la columna.

—Sabrán que es un farol. El Conde nos descubrirá en cuanto digamos algo y no tengamos datos para demostrarlo.

—¿Cómo va a saberlo? Hace una semana tenías esos datos. Además, ¿cómo que «nos»? Yo solo manejo el proyector.

—Gracias.

—Ahí está Tarwater —señaló Amy—. ¿Quiénes son esas mujeres con la que está hablando?

—Serán amantes de las ballenas —dijo Nate, fingiendo que le hacían falta todas sus facultades mentales para introducir la camioneta en las cuatro plazas de aparcamiento adyacentes desocupadas. Las mujeres con la que estaba hablando Tarwater eran la doctora Margaret Painborne y la doctora Elizabeth «Libby» Quinn, quienes colaboraban con dos jóvenes marimachos estudiando el comportamiento de las ballenas con sus crías y las vocalizaciones sociales. Nate opinaba que estaban haciendo un buen trabajo, aunque le daba la impresión de que tenía fines feministas. Margaret tenía cuarenta y tantos años, era gruesa y de corta estatura, con una cabellera gris que siempre llevaba recogida en una trenza. Libby tenía casi diez años menos, era delgada y tenía las piernas largas, el pelo corto, rubio entrecano, y no hacía demasiado tiempo había sido la tercera esposa de Nathan Quinn. Lo asaltó otra oleada de angustia completamente distinta. Era la primera vez que se topaba con Libby desde que Amy se había unido al equipo.

—A mí no me parecen amantes de las ballenas —dijo Amy—. Más bien parecen investigadoras.

—¿Ah, sí?

—Parecen empollonas de acción. —Amy volvió a reírse y salió despacio de la camioneta.

—Esa carcajada chillona no es muy profesional —observó Nate, pero la joven ya se estaba dirigiendo a la sala de conferencias con las diapositivas debajo del brazo.

Nate contó más de treinta investigadores entre los asistentes mientras caminaba. Y esos eran solo los que conocía. Además había gente nueva que iba y venía del continente durante toda la temporada: estudiantes de posgrado, equipos de rodaje, reporteros, inspectores del Servicio Nacional de Pesquerías y patrocinadores, todos ellos haciendo dedo con los primeros permisos de investigación que le concedían al santuario.

Por alguna razón, Amy fue en línea recta hacia Cliff Hyland y el capitán Tarwater, el perro guardián de la marina, que en lugar del uniforme se había puesto Dockers y una camisa de Tommy Bahama, pero seguía estando fuera de lugar porque la ropa estaba tan planchada que tenía rayas afiladas, le había sacado brillo a los náuticos y daba la impresión de que le habían conectado una fría barra de hierro en la columna.

—Hola, Amy —dijo Cliff—. Siento lo del allanamiento. ¿Ha sido grave?

—Nos recuperaremos —contestó ella.

Nate se puso detrás de Amy.

—Hola, Cliff. Capitán. —Asintió en dirección a ambos.

—Siento lo del allanamiento, Nate —repitió Cliff—. Espero que no hayáis perdido nada importante.

—Estamos bien jodidos —resumió Nate.

Y Tarwater sonrió… Por primera vez en la historia, pensó Nate.

—No pasa nada. —Amy sonrió y blandió el carrete de diapositivas como si fuera un poderoso talismán.

—Estoy pensando en buscar trabajo en Starbucks —dijo Nate.

—Oye, Cliff, ¿en qué estáis trabajando? —preguntó Amy, que de alguna manera se había acercado tanto al espacio personal de Cliff Hyland que tenía que doblar el cuello hacia atrás y lo miraba con aquellos grandes ojos azules, como una niña fascinada.

Nate dio un respingo. Eso… bueno, eso no se hacía. No se hacían preguntas tan directas.

—En algo para la marina —dijo Cliff. Estaba claro que quería apartarse de Amy pero sabía que sería menos convincente si lo hacía.

Ante la mirada de Nate, Amy se le acercó otro medio metro y restregó la insignificancia de su amigo contra su ego masculino. Entonces se produjo la reacción del joven Tarwater, que parecía irritado por la atención que Amy le estaba prestando a Cliff. O quizá solo estaba irritado porque Amy era irritante. A veces Nate tenía que recordarse que no debía pensar como un biólogo.

—¿Sabes una cosa, Cliff? —continuó Amy—. El otro día estaba mirando un mapa… Prepárate, porque a lo mejor te sorprende… Pero en Iowa no hay costa. ¿Eso no complica el estudio de los mamíferos marinos?

—Claro, ahora que lo dices —se burló Cliff—. ¿Dónde estabas hace diez años, cuando acepté este puesto?

—En el instituto —contestó Amy—. ¿Qué lleváis en ese maletín tan grande que tenéis en el barco? ¿Un equipo de sonar? ¿Estáis haciendo otro estudio de SABF[6]?

Tarwater tosió.

—Amy —la interrumpió Nate—, será mejor que nos preparemos.

—Claro —dijo ella—. Me alegro de veros, chicos.

Siguió adelante. Nate esbozó una breve sonrisa.

—Lo siento, ya sabes cómo es esto.

—Sí. —Cliff Hyland sonrió—. Nosotros tenemos a dos estudiantes de posgrado esta temporada.

—Pero hemos dejado a nuestros grumetes en casa, analizando datos —añadió Tarwater.

Nate y Cliff se miraron como dos leones viejos y desdentados que hubieran perdido el orgullo tiempo atrás, cansados pero confiados, sabiendo que si sumaban sus fuerzas podrían comerse vivo al macho más joven. Cliff se encogió de hombros, casi imperceptiblemente, comunicando con ese gesto: «Lo siento, Nate, ya sé que es un gilipollas, pero ¿qué le voy a hacer? Es financiación».

—Será mejor que entre —dijo Nate, dándose una palmadita en las notas que llevaba en el bolsillo de la camisa. Pasó ante unos cuantos conocidos más, les dijo «hola», y franqueó la puerta, topándose con una pequeña pesadilla: Amy estaba hablando con Libby, su exmujer, y Margaret, la compañera de esta.

Las cosas habían sucedido de la siguiente forma: se habían conocido hacía diez años, durante un verano en Alaska, en un albergue apartado de la isla Baranof, en el estrecho de Chatham, donde los científicos disponían de dos zódiacs de casco rígido y todas las latas de judías, el salmón ahumado y el vodka ruso que quisieran. Nate había ido a estudiar la conducta alimentaria de sus amadas jorobadas y a documentar sonidos sociales que le sirvieran para descifrar el canto que entonaban en Hawái. Libby estaba realizando biopsias entre la población de ballenas asesinas (devoradoras de peces) con el fin de demostrar que en realidad todos los bancos formaban parte del mismo clan y tenían vínculos de sangre. Él se había divorciado de su segunda esposa hacía dos años. A Libby, que tenía treinta, le faltaban dos meses para terminar la tesis doctoral en biología de los cetáceos. Por lo tanto, desde el instituto solo había tenido tiempo para la investigación: había tenido aventuras fugaces con patrones de barco, otros investigadores mayores que ella, estudiantes de posgrado, pescadores y algunos fotógrafos y directores de documentales. No era especialmente promiscua, pero las mujeres que estudiaban a las ballenas se encontraban a la deriva en un mar de hombres y si no querían estar solas toda la vida atracaban de tanto en tanto en puertos convenientes, aunque estuvieran desaliñados. La transitoriedad del trabajo apartaba a muchas mujeres del campo. Por otra parte, Nate trataba de resolver el lado masculino de la ecuación casándose con otras investigadoras, concluyendo que solo alguien igualmente obsesionado, despistado y obstinado toleraría esas cualidades en una pareja. Esta suerte de razonamiento, por supuesto, era una muestra de la victoria del romanticismo sobre la lógica, de la ironía sobre la razón y de la estupidez sobre el sentido común. Lo único que había logrado casándose con otras científicas era que no le preguntasen en qué estaba pensando cuando se acurrucaban en la cama después del coito. Ya sabían en qué estaba pensando, porque ellas estaban pensando en lo mismo: en ballenas.

Ambos eran rubios y esbeltos y estaban curtidos por los elementos y una tarde, mientras desembarcaban los instrumentos de sus respectivas zódiacs, Libby se desabrochó la cremallera del traje de supervivencia y se ató las mangas alrededor de la cintura para moverse con más soltura. Nate comentó entonces:

—Te sienta muy bien.

A nadie, absolutamente a nadie, le sienta bien un traje de supervivencia (a menos que te exciten los hombres de caramelo de color naranja fosforescente), pero Libby ni siquiera se molestó en poner los ojos en blanco.

—Tengo vodka y ducha en mi cabaña —le contestó.

—Yo también tengo ducha en mi cabaña —repuso Nate.

Libby meneó la cabeza mientras recorría fatigosamente el sendero que llevaba al albergue y exclamó por encima del hombro:

—Dentro de cinco minutos habrá una mujer desnuda en mi ducha. ¿Tú también tienes una?

—Ah —murmuró Nate.

Ambos seguían siendo esbeltos, pero ya no eran rubios. Él había encanecido completamente y a Libby le faltaba poco. Ella sonrió al acercarse Nate.

—Nos han contado lo del allanamiento, Nate. Pensaba llamarte.

—No te preocupes —dijo este—. No puedes hacer nada.

—Eso es lo que tú te crees —replicó Amy, que estaba dando saltitos sobre la punta de los pies como si en cualquier momento fuese a explotar o a salir corriendo por toda la sala como si fuera Tigger.

—A lo mejor esto mitiga un poco la pérdida —dijo Libby, quitándose la mochila del hombro y sacando un puñado de cedés con fundas de papel—. Apuesto a que te habías olvidado de ellos. Nos los dejaste la temporada pasada para que extrajéramos los sonidos sociales del fondo.

—Son todas las grabaciones de cantantes de los últimos diez años —añadió Amy—. ¿A que es estupendo?

Nate creyó que iba a desmayarse. Había perdido el trabajo de diez años y había logrado reconciliarse con la pérdida solo para que se lo devolvieran. Puso la mano en el hombro de Libby para sostenerse.

—No sé qué decir. Creía que nos los habíais devuelto.

—Hicimos copias. —Margaret se dirigió hacia Quinn, interponiendo un pie entre el biólogo y su exmujer—. Dijiste que no pasaba nada. Solo las usábamos para compararlas con nuestras muestras.

—No, claro que no pasa nada —asintió Nate. Estuvo a punto de darle una palmadita en el hombro, pero cuando se movió en aquella dirección la mujer dio un respingo, de modo que bajó la mano—. Gracias, Margaret.

Margaret se había interpuesto completamente entre Nate y Libby, haciendo una barrera con el cuerpo, una conducta que sin duda había adoptado mientras estudiaba a las madres con sus crías; las jorobadas hacían lo mismo cuando los barcos o los machos cariñosos se acercaban a las crías.

Amy le arrebató a Libby el puñado de cedés.

—Será mejor que los repase. Seguro que si me doy prisa encuentro unas cuantas muestras relevantes para acompañar a las diapositivas.

—Te acompaño —dijo Margaret, observándola—. Mi letra en los números de catálogo deja bastante que desear.

Y se dirigieron al puesto del proyeccionista, que se hallaba en el centro de la sala, dejando a Libby con Nate, que se estaba preguntando qué era lo que acababa de ocurrir exactamente.

—Sí que tiene un culo extraordinario, Nate —comentó Libby, mirando a Amy.

—Sí —admitió Nate, que no deseaba tener aquella conversación—. Y además es muy inteligente.

En algún momento de la semana anterior una vocecilla en su cabeza había empezado a preguntarse: ¿Será posible que las cosas se pongan todavía más raras? En un lapso de dos minutos Nate había pasado de la angustia al sonrojo, de nuevo a la angustia y por último al alivio, y había acabado echándoles el ojo a otras tías con su exmujer. Claro que sí, vocecita, las cosas siempre pueden ponerse más raras.

—Me parece que Margaret está en una misión de reclutamiento —observó Libby—. Espero que comprobara el presupuesto antes de que nos fuéramos.

—Amy trabaja gratis —contestó Nate.

Libby se puso de puntillas y le dijo en voz baja:

—En ese caso me parece que acaba de abrirse una vacante en el equipo femenino. —A continuación le dio un beso en la mejilla—. Déjalos pasmados, Nate. —Y se fue tras Margaret y Amy.

Clay y Kona aparecieron en ese preciso momento y, para mayor enojo de Nate, Kona le dio un repaso al trasero de Libby.

—Eres un crack, jefe Nate. ¿Quién es esa abuelita salida que te estaba comiendo el morro?

Al igual que muchos hawaianos de pura cepa, Kona llamaba «abuelitas» a todas las mujeres de la generación anterior, aunque lo pusieran cachondo.

—Lo has traído —le dijo Nate a Clay sin volverse a mirarlo.

—Tiene que aprender —repuso este—. Parece que Libby está de buen humor.

—Le está tirando los tejos a Amy.

—Ah, es una ladrona malvada dispuesta a levantarle la Galletita Nevada a un hombre para comerle el punaani. Galletita Nevada pertenece a nuestra tribu.

—Libby fue la tercera mujer de Nate —intervino Clay, como si de alguna manera aquello explicara de inmediato el motivo de que la malvada Libby tratara de robarles la Galletita Nevada de la tribu.

—¡Qué canteo! —exclamó Kona, meneando aquella abultada y gorgónea corona de rastas con aire de muñeca confusa—. ¿Te casaste con una lesbiana?

—Pichas de ballena —añadió Clay, sin argumento ni aclaración alguna.

—Tengo que repasar mis notas —dijo Nate.