6

La wahine ballena

Como biólogo, Nate tenía cierta tendencia a establecer analogías entre la conducta de los seres humanos y la de los animales… seguramente un poco más de lo que era estrictamente saludable. Por ejemplo, cuando reflexionaba sobre la atracción que sentía por Amy, se preguntaba por qué tenía que ser tan compleja. Por qué tenía que haber tantas sutilezas en el ritual de apareamiento de los humanos. ¿Por qué no nos pareceremos más a los calamares comunes?, se decía. El macho nadaba hasta la hembra, le entregaba un bonito fardo de esperma, ella se lo metía debajo del manto cuando le apetecía y después se separaban, habiendo cumplido el deber para con la especie. Sencillo, elegante, desprovisto de matices…

Nate le ofreció una taza de café a la joven.

—Te he servido un poco de café.

—Ya he tomado suficiente, gracias —contestó ella.

Nate dejó la taza en el escritorio al lado del suyo y se sentó ante el ordenador. Amy se había sentado en un taburete alto a la izquierda y estaba repasando los diarios de campo de tapa dura que abarcaban los últimos cuatro años.

—¿Podrás preparar una conferencia con esto? —le preguntó.

Nate se frotó las sienes. Aunque se había tomado un puñado de aspirinas y seis tazas de café le seguía doliendo la cabeza.

—¿Una conferencia? ¿Sobre qué?

—Bueno, ¿sobre qué ibas a hablar antes de que desvalijaran la oficina? A lo mejor podemos reconstruirlo basándonos en las notas de campo y la memoria.

—No tengo tan buena memoria.

—Sí que la tienes, solo necesitas un poco de mnemotecnia y para eso están las notas de campo.

La expresión de Amy era tan franca y confiada como la de una niña. Estaba esperando algo, una sola palabra, para ponerse a buscar lo que necesitaba. El problema era que lo que Nate necesitaba en ese momento no se hallaba en las notas de campo. Necesitaba otra clase de respuestas. No le gustaba que Fuller supiera que habían allanado el complejo. Era demasiado pronto para que se hubiese enterado. Tampoco le gustaba que alguien lo despreciara tanto como aquel tipo. Nate había nacido y crecido en la Columbia Británica y lo que más detestan los canadienses es ofender a los demás. Formaba parte de la identidad nacional. «Sé amable» era una regla no escrita ni pronunciada, pero profundamente arraigada en la psique de toda la nación. (Por supuesto, como en todas las reglas, había excepciones: en algunas regiones de Quebec, donde sus habitantes habían conservado el talante típico de los franceses y de ser «arrogante hasta el punto del enfrentamiento, con la subsiguiente capitulación», y en el hockey, donde todos los canadienses embestían impunemente contra otros seres humanos, los interceptaban y les daban bofetadas, puñetazos, codazos y toda clase de golpes con los palos, mascullaban insultos y palabrotas, cuestionaban el parentesco de los contrincantes y los acusaban de bestialismo, casi siempre, curiosamente, en francés.) Nate no era francocanadiense ni tampoco aficionado al hockey, de modo que la idea de que alguien lo aborreciese tanto que quisiera arruinarle la investigación… lo mortificaba.

—Amy —dijo, tras haberse distraído y regresado a la sala en cuestión de unos instantes… esperaba—, ¿se me ha pasado algo en nuestro trabajo? ¿Hay algo que no veo en los datos?

Amy adoptó la postura de El pensador de Rodin en el taburete, descansando la mandíbula en la mano y frunciendo el ceño con surcos de intensa reflexión.

—Bueno, doctor Quinn, podría contestarle si hubiera compartido conmigo esos datos, pero como solo sé lo que he averiguado o analizado personalmente, he de responder, científicamente hablando, que no tengo ni puñetera idea.

—Gracias —dijo Nate. Sonrió sin querer.

—Dijiste que estabas a punto de descubrir algo. En el canto. ¿De qué se trataba?

—Bueno, si lo supiera, ya lo habría descubierto, ¿no?

—Seguro que sospechas algo. Seguro que tienes una teoría. Cuéntamela y aplicaremos los datos a la teoría. Estoy dispuesta a hacer el trabajo y recomponer los datos, pero tienes que confiar en mí.

—La aplicación de los datos jamás ha beneficiado a ninguna teoría, Amy. Los datos matan las teorías. La teoría está mejor desnuda y pura, sin que la contaminen los datos. Vamos a dejarla así una temporada.

—Así que es cierto que no tienes ninguna teoría.

—Ni la más mínima.

—Mentiroso saco de cabezas de pescado.

—¿Sabes que puedo despedirte? Aunque te contratara Clay, yo tampoco soy completamente superfluo en esta operación. De hecho, estoy al mando. Puedo despedirte. ¿Y cómo vivirás entonces?

—Pero si no me pagas.

—¿Lo ves? Eso mismo. Un concepto perfectamente válido arruinado por la aplicación de los hechos.

—Pues despídeme. —Amy había abandonado la postura de El pensador, adoptando el aire de un elfo oscuro y maligno.

—Me parece que se comunican —dijo Nate.

—Claro que se están comunicando, ceporro. ¿Creías que cantaban porque les gustaba el sonido de sus propias voces?

—Es más que eso.

—¡Pues cuéntamelo!

—¿Quién utiliza la palabra «ceporro»? ¿Qué demonios es un ceporro?

—Es un memo con un doctorado. No me cambies de tema.

—No tiene importancia. Sin los datos acústicos ni siquiera puedo enseñarte lo que pensaba. Además, me parece que mis capacidades cognitivas se están desmoronando.

—¿Qué significa eso?

Significa que estoy empezando a tener visiones, pensó. Significa que aunque me grites, lo que realmente me apetece es cogerte y darte un beso. Ah, estoy bien jodido.

—Significa que todavía estoy un poco resacoso. Lo siento. Vamos a ver qué se puede hacer con las notas.

Amy se bajó del taburete y cogió los diarios de campo.

—¿Adónde vas? —exclamó Nate. ¿La habría ofendido de alguna manera?

—Tenemos cuatro días para preparar una conferencia. Voy a hacerlo en mi cabaña.

—¿Cómo? ¿Sobre qué?

—Se me ha ocurrido: «Las ballenas jorobadas: nuestras mojadas y maravillosas amigas de las profundidades…»

—Habrá muchos investigadores. Biólogos… —la interrumpió Nate.

—«Y por qué tenemos que sacudirlas con palos.»

—Eso está mejor —dijo Nate.

—Lo tengo controlado —contestó ella antes de marcharse.

Por alguna razón, Nate se sintió confiado. Entusiasmado. Solo por un segundo. Después, cuando vio que la joven se iba, lo asaltó una oleada de melancolía y por trigésima vez en lo que iba de día se arrepintió de no haberse hecho farmacéutico, capitán de barco o algo que le hiciera sentirse más vivo, como pirata, por ejemplo.

La Vieja Zorra vivía en lo alto de un volcán y creía que las ballenas le hablaban. Llamó sobre las doce y Nate adivinó que se trataba de ella antes incluso de descolgar el teléfono. Lo supo porque siempre llamaba cuando soplaba demasiado viento para salir.

—Nathan, ¿por qué no has ido al canal? —dijo la Vieja Zorra.

—Hola, Elizabeth, ¿cómo estás?

—No me cambies de tema. Me han dicho que quieren hablar contigo. Hoy. ¿Por qué no has salido?

—Ya lo sabes, Elizabeth. Hace demasiado viento. Puedes ver las olas tan bien como yo.

Desde la ladera de Haleakala, la Vieja Zorra observaba lo que acontecía en el canal con un telescopio astronómico de potencia doscientos y unos prismáticos de «grandes ojos» que semejaban bazucas en estéreo sobre monturas de precisión ancladas en una tonelada de cemento.

—Pues se han enfadado. Por eso te he llamado.

—Gracias, Elizabeth, pero estoy ocupado.

Nate confiaba en que no pareciera demasiado desagradable. La Vieja Zorra tenía buenas intenciones. Y en cierto modo todos dependían de su generosidad, pues aunque les había «donado» el complejo Papa Lani, no se lo había traspasado exactamente. Era una especie de préstamo permanente. Sin embargo, Elizabeth Robinson era muy amable y generosa, aunque estuviera como una cabra.

—Nathan, no estoy como una cabra —dijo ella.

Sí que lo estás, pensó Nate.

—Ya lo sé —contestó—. Pero te aseguro que hoy tengo mucho trabajo.

—¿En qué estás trabajando? —insistió Elizabeth. Nate oyó que estaba tamborileando en la mesa con un lapicero. La mujer tomaba notas durante sus conversaciones. Nate ignoraba lo que hacía con ellas, pero no le gustaba.

—Tengo que dar una conferencia en el santuario dentro de cuatro días. —¿Por qué? ¿Por qué se lo habría contado? Ahora bajaría de la montaña dando tumbos con un Mercedes antiguo que parecía un coche oficial de los nazis, se sentaría entre los espectadores y le haría un montón de preguntas a las que sabía de antemano que no podría contestarle.

—Seguro que no es tan difícil. ¿Cuántas veces lo has hecho ya? ¿Veinte?

—Sí, pero alguien entró en el complejo ayer, Elizabeth. Lo han destruido todo… todas mis notas, las cintas, los análisis…

Hubo un silencio momentáneo al otro lado de la línea. Nate oía la respiración de la Vieja Zorra hasta que al fin dijo:

—Lo siento mucho, Nathan. ¿Estáis todos bien?

—Sí, ocurrió mientras estábamos fuera, trabajando.

—¿Puedo hacer algo? No puedo mandaros mucho, pero si…

—No, estamos bien. Lo que pasa es que tengo que repetir mucho trabajo desde el principio.

Tal vez la Vieja Zorra hubiera estado forrada en algún momento y seguro que volvería a estarlo si vendía el terreno en el que se encontraba Papa Lani, aunque después de la última caída del mercado Nate no creía que le sobrara el dinero. Y aunque le sobrara, el dinero no resolvería el problema.

—Pues entonces vuelve al trabajo, pero intenta salir mañana. Hay un macho grande que me ha dicho que quiere que le lleves un sándwich de pastrami picante con pan de centeno.

Nate sonrió y sofocó una carcajada delante del teléfono.

—Elizabeth, ya sabes que no se alimentan cuando están en estas aguas.

—Solo te estoy transmitiendo el mensaje, Nathan. No te rías de mí. Es un macho grande, ancho, como si acabara de venir de Alaska… Francamente, no sé por qué tiene hambre, es tan grande como una casa. Pero en todo caso, queso suizo y mostaza inglesa picante, lo ha dejado muy claro. Tiene unas marcas muy poco corrientes en la cola. No he podido verlas desde aquí, pero dice que seguro que tú lo reconoces.

Nate sintió un espasmo en la cara.

—Elizabeth…

—Llámame si necesitas algo, Nathan. Y dale recuerdos a Clay. Aloha.

Nathan Quinn dejó que el teléfono se le resbalara de los dedos y salió del despacho dando tumbos como un muerto viviente en dirección a la cabaña, donde decidió echarse una siesta hasta despertarse en un mundo que no fuera tan desesperante y raro.

Se hallaba al borde de un sueño en el que pilotaba despreocupadamente un yate de dieciocho metros de eslora en la Segunda, en el centro de Seattle, apartando a los vehículos más lentos mientras Amy, que llevaba un biquini plateado y estaba sorprendentemente morena, saludaba desde la proa a los curiosos que se habían asomado a las ventanas del segundo piso de las oficinas, deslumbrados por la libertad y la fuerza del poderoso Quinn… al borde de un sueño perfecto, cuando Clay entró en tromba en la habitación. Hablando.

—Kona va a instalarse en la cabaña seis.

—Echa los sedales al agua, Amy —murmuró Nate, que estaba en brazos de Morfeo—. Nos estamos acercando al mercado de la plaza de Pike y tienen pescado.

Clay esperó con una media sonrisa mientras su compañero se incorporaba y se frotaba los ojos para espabilarse.

—¿Estabas pilotando un barco por la calle? —dijo entonces, asintiendo. Todos los patrones de barco tenían el mismo sueño.

—En Seattle —admitió Nate—. En la cabaña seis está la zódiac.

—Hace diez años que no la usamos, se le escapa el aire. —Clay fue al armario que hacía las veces de biombo entre el salón dormitorio y la cocina y sacó un juego de sábanas y toallas—. No te creerías cómo vivía este chico, Nate. En una nave industrial de hojalata al lado del aeropuerto. Había veinte o treinta personas en unos compartimentos minúsculos con jergones en los que no cabía ni un alfiler. La instalación eléctrica consistía en alargadores extendidos sobre el tejado de los compartimentos. Le cobraban seiscientos dólares al mes por eso.

Nate se encogió de hombros.

—¿Y qué? Nosotros también vivimos así los dos primeros años. Como todo el mundo. A lo mejor necesitamos la cabaña seis para otra cosa. Como almacén o algo por el estilo.

—No —repuso Clay—. Ese sitio era una caja de zapatos con riesgo de incendiarse. No va a vivir allí. Es de los nuestros.

—Pero Clay, si solo ha estado un día con nosotros. Seguro que es un delincuente.

—Es de los nuestros —insistió, y eso fue todo. Clay tenía un concepto muy firme de la lealtad. Si había decidido que Kona era de los suyos, era de los suyos.

—Vale —dijo Nate, sintiéndose como si hubiera invitado a merendar a Medusa—. Ha llamado la Vieja Zorra.

—¿Cómo está?

—Como una cabra.

—¿Y tú?

—Me falta poco.