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Oye, colega, ¿a qué viene ese cerebrito?
A la mañana siguiente estaban los cuatro en fila frente al antiguo hotel Pioneer, contemplando las olas de cresta blanca que se estaban formando en el canal más allá del puerto de Lahaina. Las palmeras restallaban a causa del viento. En el rompeolas había dos muchachas que intentaban montar unas olas desiguales a causa del viento que rompían hacia atrás, como el cabello de una corredora.
—A lo mejor se despeja —afirmó Amy. Estaba al lado de Kona y pensaba: Este tío tiene los pectorales tan marcados que si le metieran tarjetas de visita debajo se le quedarían pegadas. Y qué moreno está. De donde venía Amy nadie estaba bronceado y ella no había pasado en Hawái el tiempo suficiente para comprender que para ponerse moreno bastaba con salir a la calle.
—Se supone que estará igual hasta dentro de tres días —repuso Nate. Aunque parecía decepcionado, lo cierto era que estaba extraordinariamente aliviado de que no salieran aquella mañana. Sufría una fastidiosa resaca y tenía los ojos inyectados en sangre detrás de las gafas de sol. Se estaba compadeciendo y pensaba: El trabajo de toda mi vida es una mierda, y si salimos y no me paso toda la mañana vomitando por encima de la borda, acabaré sintiendo la tentación de ahogarme. Preferiría haber estado pensando en ballenas, como siempre. Entonces se dio cuenta de que Amy estaba mirando furtivamente el pecho desnudo de Kona y se sintió aún peor.
—Oye, tío, Kona puede liarse un churro y hacer que se calmen las aguas para mis nuevos coleguis científicos. Podemos subirnos al barco aunque sople el viento —intervino Kona, que estaba pensando: No tengo ni idea de qué demonios estoy diciendo, pero me muero de ganas de irme ahí fuera con las ballenas.
—Desayunaremos en Longee’s y después veremos cómo pintan las cosas —sugirió Clay. Lo que estaba pensando era: Desayunaremos en Longee’s y después veremos cómo pintan las cosas.
Pero nadie se movió. Se quedaron donde estaban, contemplando el canal revuelto. De tanto en tanto una ballena exhalaba y los vapores flotaban sobre las aguas como un fantasma asustado.
—Yo invito —anunció Clay.
Y entonces todos recorrieron la calle Front hasta el restaurante Longee’s, un edificio blanco y gris de dos pisos, estilo Nueva Inglaterra, con revestimiento de madera y grandes ventanas abiertas que daban a dicha calle, al rompeolas de piedra y al canal Auau. A modo de camisa, Kona se puso el harapiento cortavientos Nautica que se había atado alrededor de la cintura.
—¿Te gusta la vela? —le preguntó Amy, señalando el logo de Nautica con un gesto. Pretendía que fuera una observación sarcástica, en represalia por el comentario que había hecho Kona al conocerla: «¿Y quién es esta galletita nevada?». En ese momento Amy acababa de presentarse, pero más adelante se había dado cuenta de que seguramente debería haberse ofendido por que la hubiera llamado «galletita» y «nevada». Era degradante, ¿no?
—Es de cebo para tiburones, Galletita Nevada —contestó Kona, lo que significaba que el cortavientos había pertenecido a un turista. La economía de la comunidad de surfistas de Paia, en North Shore, de la que Kona había salido poco tiempo atrás, se basaba enteramente en los pequeños hurtos, sobre todo en coches alquilados.
Mientras el encargado los llevaba a través del comedor abarrotado hasta una mesa junto a las ventanas, Clay se inclinó sobre el hombro de Amy y susurró:
—Una galleta es algo bueno.
—Ya lo sabía —contestó ella en voz baja—. Como un tomate, ¿no?
—Cuidado —le advirtió Clay en el mismo momento en el que la joven se estrellaba contra un fardo de ambición alopécica de color caqui conocido como Jon Thomas Fuller, el presidente de Ballenas de Hawái S. A., una corporación sin ánimo de lucro que valía decenas de millones, enmascarada como organización científica. Fuller había echado la silla hacia atrás para interceptar a Amy—. ¡Jon Thomas! —Clay sonrió y esquivó a la turbada chica para estrecharle la mano. Fuller no le hizo caso y la cogió de la cintura, bien sujeta.
—Eh, eh —dijo—. Si querías conocerme solo tenías que presentarte.
Ella le aferró las muñecas, le puso las manos encima de la mesa y se echó hacia atrás.
—Hola, me llamo Amy Earhart.
—Ya sé quién eres —la atajó Fuller, levantándose. Era un poco más alto que ella, estaba muy bronceado y delgado, tenía la nariz aguileña y un cabello que se batía en retirada—. Lo que no sé es por qué no has venido a pedirme trabajo.
Entretanto Nate, que estaba pensando en el canto de las ballenas, se había sentado, había abierto uno de los menús y había pedido un café, completamente ajeno al hecho de que se encontraba solo en la mesa. Cuando alzó la vista y descubrió que Jon Thomas Fuller estaba cogiendo a su ayudante por la cintura, dejó el menú y fue a la escena del encuentro.
—Bueno, en parte… —Amy sonrió a las tres jóvenes que estaban sentadas a la mesa de Fuller—. En parte porque tengo un poco de dignidad —hizo una reverencia— y en parte porque eres una sabandija miserable.
La deslumbrante sonrisa de Fuller descendió un grado en la escala de Richter. Las mujeres de la mesa, que llevaban el mismo conjunto de safari de color caqui, emulando a los científicos del Discovery, fingieron que miraban hacia otra parte, limpiándose la boca y bebiendo sorbos de agua, como sin darse cuenta de que una malvada y hermosa investigadora acababa de darle un repaso verbal a su jefe.
—Nate —exclamó Fuller al percatarse de que el hombre acababa de unirse al grupo—, me han dicho que han entrado en tu oficina. Espero que no se llevaran nada importante.
—No pasa nada. Hemos perdido unas cuantas grabaciones —dijo Nate.
—Ah, bueno, bien. Ahora hay muchos indeseables en la isla. —Fuller miró a Kona.
El surfista sonrió.
—Qué canteo, tron, me voy a poner colorado.
Fuller sonrió.
—¿Cómo estás, Kona?
—Dabuten, tron. ¿Bwana Fuller está haciendo maldades?
Hubo reacciones bruscas en todas partes. Fuller asintió antes de volverse de nuevo hacia Quinn.
—¿Podemos hacer algo, Nate? Si te sirve de algo, en nuestras tiendas tenemos muchas grabaciones de cantos. Os haremos descuento de profesionales. Todos estamos juntos en esto.
—Gracias —contestó Nate mientras Fuller tomaba asiento, les daba la espalda y seguía desayunando, despachándolos. Las mujeres de la mesa parecían avergonzadas.
—¿Desayunamos? —dijo Clay, antes de conducir al grupo hacia la mesa.
Pidieron café y lo tomaron en silencio, contemplando el océano desde el otro lado de la calle, sin mirarse siquiera, hasta que se marcharon Fuller y sus acompañantes.
Nate se volvió hacia Amy.
—¿Una sabandija? ¿Qué te pasa, es que vives en una película de James Cagney?
—¿Quién es ese? —quiso saber Amy. Rompió la esquina de una tostada con más violencia de la que era estrictamente necesaria.
—¿Qué es una sabandija? —quiso saber Kona.
—Es un sabor de helado, ¿no? —intervino Clay.
Nate se volvió hacia Kona.
—¿De qué conoces a Fuller? —Nate levantó un dedo y le dirigió una mirada de advertencia, la señal convenida de que nada de jerga rasta ni de gilipolleces.
—Trabajé para él en la franquicia de motos acuáticas de Kaanapali.
Nate miró a Clay como diciendo: ¿Tú lo sabías?
—¿Quién es ese tío? —preguntó Amy.
—Es el director de Ballenas de Hawái —le explicó Clay—. Una empresa disfrazada de proyecto científico. Se valen de la licencia para llevar a los turistas al lado de las ballenas en barcos de veinte metros.
—¿Ese tío es un científico?
—Consiguió un doctorado en biología, pero yo no diría que es un científico. Las mujeres que lo acompañaban son naturalistas. Supongo que hoy hacía demasiado viento incluso para ellos. Tiene tiendas por toda la isla: vende recuerdos de ballenas sin ánimo de lucro. Ballenas de Hawái fue el único grupo científico que se opuso a que se prohibieran las motos acuáticas durante la temporada de ballenas.
—Porque Fuller había invertido en el negocio de motos acuáticas —señaló Nate.
—Yo ganaba seis dólares a la hora —dijo Kona.
—El trabajo de Nate fue decisivo para que aprobasen la prohibición del paravelismo y las motos acuáticas —continuó Clay—. Fuller no nos tiene mucho cariño.
—Puede que ahora el santuario le retire la licencia —añadió Nate—. La ciencia que hacen ellos es mala ciencia.
—¿Y te echa la culpa de eso? —le preguntó Amy.
—Yo… nosotros hemos hecho el estudio acústico más conductista de estas aguas. El santuario nos dio una subvención para que averiguásemos si los sonidos de alta frecuencia de las motos acuáticas y los barcos de paravela afectaban al comportamiento de las ballenas. Llegamos a la conclusión de que así era. A Fuller no le gustó eso. Perdió dinero.
—Va a construir un parque acuático con delfines en la carretera de la bahía de La Perouse —dijo Kona.
—¿Qué? —exclamó Nate.
—¿Qué? —repitió Clay.
—¿Un parque para nadar con delfines? —dijo Amy.
—Sí, tío. Para que los de Ohio vengan a meterse en el agua con esos bichos de morro de botella por doscientos dólares.
—¿Vosotros no lo sabíais? —Amy se volvió hacia Clay. Tenía la impresión de que siempre estaba al corriente de todo lo que acontecía en el mundo de las ballenas.
—Es la primera noticia que tengo, pero no le dejarán a menos que se hagan estudios. —Miró a Nate—. ¿Verdad?
—No podrá hacerlo si le quitan la licencia de investigación —dijo este—. Habrá una inspección.
—¿Y tú estarás en el consejo de inspección? —preguntó Amy.
—El nombre de Nate le daría peso —admitió Clay—. Seguro que se lo piden.
—¿A ti no? —dijo Kona.
—Yo solo soy el fotógrafo. —Clay miró las crestas blancas de las olas del canal—. Parece que hoy no saldremos. Acábate el desayuno y después iremos a pagarte el alquiler.
Nate miró a Clay, perplejo.
—No puedo darle dinero —explicó Clay—. Seguro que se lo fuma. Así que voy a pagarle el alquiler.
—Es verdad. —Kona asintió.
—No seguirás trabajando para Fuller, ¿verdad, Kona? —quiso saber Nate.
—¡Nate! —lo reprendió Amy.
—Bueno, estaba delante cuando encontré la oficina desvalijada.
—Déjalo en paz —insistió Amy—. Está demasiado bueno para ser malo.
—Es verdad —dijo Kona—. La hermana Galletita no dice nada más que la verdad. Estoy buenísimo.
Clay depositó un montón de billetes encima de la mesa.
—Por cierto, Nate, el martes tienes una conferencia en el santuario. Te quedan cuatro días. Sugiero que Amy y tú aprovechéis el tiempo libre para preparar algo.
Nate se sintió como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Cuatro días? Si no tenemos nada. Estaba todo en los discos duros.
—Como acabo de decirte, sugiero que aprovechéis el tiempo libre.