4

Los hombres ballena de Maui

A Clay le gustaban las cosas, le gustaban las personas, los animales, los coches y los barcos. Además, tenía un don casi sobrehumano para encontrar cosas que le gustasen de casi todas las cosas y personas. Cuando recorría las calles de Lahaina saludaba a las parejas de turistas quemados con ropa hawaiana a juego (aunque la mayoría de los nativos los consideraban despojos humanos), pero también intercambiaba lánguidos shaka de dorso (con el puño cerrado y extendiendo los dedos pulgar y meñique; siempre mostrando el dorso de la mano, no la palma, entre los nativos) con un grupito de pandilleros locales en el aparcamiento del ABC Store sin que fruncieran el ceño ni lo maldijeran en lengua nativa, como a casi todos los haoles[3]. La gente sentía que le caía bien, y los animales también; seguramente ese era el motivo de que aún estuviera vivo. Había estado veinticinco años en el agua, entre cazadores y gigantes, y solo había sufrido un percance cuando una ballena franca del sur lo había arrojado de un coletazo sobre la borda de una zódiac, dando vueltas como un dibujo animado. (Ah, también había estado a punto de ahogarse dos veces y había sufrido una hipotermia, pero aquello no había sido culpa de los animales, sino del mar, que puede acabar contigo aunque te guste, como a él.) Clay Demodocus era un hombre feliz porque hacía lo que quería y sentía una afinidad infinita con todo, pero también era lo bastante prudente para no manifestarlo demasiado abiertamente. Tal vez los animales aguantaran tanta sonrisita gilipollas, pero la gente te acababa matando por eso.

—¿Qué tal el chico nuevo? —le preguntó a Nate, tratando de distraerse del yodo que le estaba aplicando en la frente mientras calculaba el tiempo que el monitor nuevo tardaría en llegar a Maui desde el almacén de rebajas de Seattle. A Clay le gustaban los artilugios electrónicos.

—Es un delincuente —contestó Nate.

—Ya se le pasará. Es un hombre de agua. —Para Clay aquello lo decía todo. Eras un hombre de agua o no lo eras. Y si no lo eras… bueno, no valías para nada.

—Llegó una hora tarde y apareció en el sitio equivocado.

—Es nativo. Nos ayudará a lidiar con la policía ballenera.

—No es nativo, Clay, ¡pero si es rubio! Es más haole que tú, por amor de Dios.

—Ya se le pasará. Yo estaba en lo cierto acerca de Amy, ¿no? —dijo Clay. Le caía bien el chico nuevo, Kona, aunque la entrevista de trabajo se había desarrollado de la siguiente manera:

Clay estaba sentado frente al monitor de cuarenta y dos pulgadas, en el que se estaba desplegando una presentación de fotografías mundialmente famosas de ballenas y pinnípedos. Como iba a hacer una entrevista de trabajo, se había puesto sus mejores sandalias de 5,99 dólares del ABC Store. Kona estaba de pie en medio del despacho ataviado con gafas de sol, pantalones abolsados y, como estaba buscando trabajo, una camiseta teñida de rojo tierra.

—El formulario dice que te llamas Pelke… eh, Pelekekona Ke… —Clay echó las manos al cielo, desistiendo.

—Me llamo Pelekekona Keohokalole. El rey guerrero. El león de Sión, tronco.

—¿Puedo llamarte Pele?

—Kona —repuso el joven.

—En tu permiso de conducir pone que te llamas Preston Applebaum y que eres de Nueva Jersey.

—Soy cien por cien hawaiano. Kona es el mejor marinero de la isla, tío. Soy el número uno controlando las idas y venidas de los científicos haoles mientras oprimen a los hermanos nativos y nos roban la tierra y las mejores wahines[4]. Que nos devuelvan la soberanía de una vez, pero antes tenemos que pagar el alquiler, ¿entiendes, bro?

Clay sonrió al muchacho rubio.

—Estás hecho una mierda, ¿verdad?

Kona se despojó de la calma rastafari.

—Mire, yo nací en Hawái mientras mis padres estaban de vacaciones. Le aseguro que soy hawaiano, más o menos, y me hace mucha falta este trabajo. Me echarán de casa si no gano un poco de dinero esta semana. No puedo volver a vivir en la playa de Paia. La última vez me robaron todas mis cosas.

—Aquí dice que tu último empleo fue como calígrafo forense. ¿Qué es eso? ¿Análisis de la escritura?

—Ah, no, verá, eso fue una empresa que monté escribiendo notas de suicidio para otras personas. —No había ni un solo atisbo de jerga en sus palabras, ni un ápice de cadencias reggae—. Las cosas no me fueron demasiado bien. En Hawái nadie quiere suicidarse. Yo creo que me habría ido de maravilla si me hubiese establecido en Nueva Jersey o incluso en Portland. Ya sabe cómo son las empresas: localización, localización y localización.

—Yo creía que eso era para las inmobiliarias. —Lo cierto era que Clay sintió una punzada de oportunidades perdidas, pues aunque se había pasado la vida corriendo aventuras, haciendo lo que le venía en gana y solía sentirse el tipo más tonto de la sala porque se había rodeado de científicos, ahora, mientras hablaba con Kona, había comprendido que jamás había desarrollado todo el potencial que tenía como idiota inocente. Ah… los remordimientos nostálgicos. Le caía bien el muchacho.

—Mire, soy un hombre de agua —insistió Kona—. Sé de barcas, de mareas y de olas, y me encanta el océano.

—¿No te da miedo? —preguntó Clay.

—Pánico.

—Bien. Reúnete conmigo en el muelle mañana a las ocho y media de la mañana.

Ahora Nate estaba frotándose las tiritas en forma de equis que tenía en la frente mientras Clay inspeccionaba los maletines Pelican con instrumentos fotográficos que descansaban debajo de una mesa al otro lado de la habitación. El allanamiento y la subsiguiente tormenta de mierda lo habían distraído de lo que había visto aquella mañana. Pero ahora se cernía de nuevo como una negra nube de dudas y Nate se preguntaba si debía mencionárselo a Clay. En el mundo de la biología conductista no existía nada hasta que se publicaba. No importaba cuánto supiera uno, no era real a menos que hubiese aparecido en una revista científica. Pero en la vida cotidiana la publicación era algo secundario. Si se lo contaba a Clay, lo que había visto se haría real de repente. En cuanto a la atracción que sentía hacia Amy y la comprensión de que habían perdido años de investigaciones, no estaba seguro de que quisiera que fuese real.

—¿Por qué has tenido que pedirle a Amy que se fuera? —quiso saber Clay.

—Clay, yo no me imagino cosas, ¿de acuerdo? En todo el tiempo que hemos trabajado juntos nunca he afirmado nada antes de tener los datos para demostrarlo, ¿no es cierto?

Su compañero apartó la mirada del inventario para ver la expresión consternada en el rostro de su amigo.

—Mira, Nate, si tanto te preocupa el chico podemos encontrar a otro…

—No se trata del chico. —Parecía que Nate estaba sopesando lo que iba a decirle, que no estaba seguro de que debiera decírselo, y de pronto farfulló—: Clay, me parece que esta mañana he visto algo escrito en la aleta de la cola de un cantante.

—¿Qué era? ¿Cicatrices que parecían letras? Yo también he visto eso. Tengo una foto de un delfín con unas marcas de dentelladas en el lomo que parece que dicen: «Zas».

—No, era otra cosa. No eran cicatrices. Decía: «Que te den».

—Ajá —asintió Clay, tratando de que no le diera la impresión de que pensaba que estaba chalado—. Mira, Nate, el allanamiento nos ha alterado a todos.

—Fue antes de eso. Ah, no sé. Mira, creo que está en el carrete de la cámara. Por eso vine a llevarlo al estudio. Entonces me encontré con este jaleo, así que le dije al chico que fuese en mi camioneta, aunque estoy convencido de que es un delincuente. Vamos a dejarlo hasta que vuelva con la película, ¿vale? —Nate se dio la vuelta y contempló el escritorio lleno de cables y componentes como si de repente se hubiera quedado absorto en sus pensamientos.

Clay asintió. Había pasado días enteros en una barca de siete metros de eslora con el delgaducho científico sin que mediara entre ellos más que: «¿Un bocadillo? Gracias».

Cuando Nate estuviera dispuesto a contarle más cosas lo haría. Hasta entonces no insistiría. No había que meterle prisa a alguien que estaba pensando, ni hablarle mientras lo hacía. Era una falta de consideración.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó. Vale, a veces era desconsiderado. Estaba traumatizado por el destrozo del monitor gigante.

—Estoy pensando en que tendremos que recomenzar muchos estudios. Los dispositivos magnéticos están codificados, pero me parece que no se han llevado nada. ¿Por qué lo habrán hecho, Clay?

—Los jóvenes —sentenció Clay, mientras inspeccionaba una lente Nikon en busca de desperfectos—. No falta ninguna de mis cosas y parece que están todas bien, menos el monitor.

—Eso, tus cosas.

—Sí, mis cosas.

—Esas cosas valen cientos de miles de dólares, Clay. ¿Por qué no iban a llevarse tus cosas unos jóvenes? Todo el mundo sabe que ese equipo de Nikon es caro y todos los habitantes de la isla saben que las cajas submarinas también lo son, así que ¿por qué iban a destruir las cintas y los disquetes y dejar todo eso?

Clay dejó la lente y se puso en pie.

—Pregunta equivocada.

—¿Cómo va a ser la pregunta equivocada?

—La pregunta es: ¿A quién le importa nuestra investigación más que a nosotros, a la Vieja Zorra y a una docena de biólogos y amantes de las ballenas en todo el mundo? Reconócelo, Nate, a nadie le importan un comino las ballenas cantantes. No hay ningún motivo. La pregunta es: ¿A quién le importa?

Nate se arrellanó en la silla. Clay estaba en lo cierto. No le importaba a nadie. A la opinión pública, al mundo, le importaba el número de ballenas, de modo que los inspectores, los contadores de ballenas, recopilaban los datos que les interesaban. ¿Por qué? Porque si uno sabía cuántas ballenas quedaban también sabía a cuántas podía matar. A la gente le encantaban los números, los comprendía y creía que servían para demostrar argumentos y ganar dinero. El conductismo… bueno, el conductismo era una cursilería para entretener a los chavales de cuarto con programas educativos.

—Estábamos muy cerca, Clay —se lamentó Nate—. Estamos pasando algo por alto en el canto. Pero sin las cintas…

Clay se encogió de hombros.

—Si has oído una canción las has oído todas. —Lo que también era cierto. Todos los machos cantaban la misma canción todas las temporadas. Tal vez cambiara de una temporada a la siguiente, o incluso evolucionase de algún modo durante la misma temporada, pero todas las ballenas jorobadas de una población determinada entonaban la misma melodía. Nadie había averiguado la razón.

—Obtendremos nuevas muestras.

—Ya había limpiado, filtrado y analizado los espectrógrafos. Estaba todo en los discos duros. Ese trabajo se refería a muestras específicas.

—Volveremos a hacerlo, Nate. Tenemos tiempo. Nadie nos espera. A nadie le importa.

—No hace falta que lo repitas.

—Bueno, es que ahora a mí también empieza a preocuparme —confesó Clay—. ¿A quién demonios le interesa que descubramos el secreto del canto de las jorobadas?

Una sandalia entró volando en la habitación, seguida de la cantarina fanfarria rastafari que anunciaba el regreso de Kona.

—¡Qué pex, ñero! Clay, ya estoy listo. Me agencié el carrete y hierba para esta noche, ya sabes, para darle las gracias a Jah, broder. Paz.

Kona sostenía con una mano el sobre de los negativos y la hoja de contactos y con la otra el envase de un carrete, levantándolo por encima de la cabeza. Lo miraba como si contuviera el elixir de la vida.

—¿Tienes idea de lo que ha dicho? —preguntó Nate, que atravesó corriendo la sala para arrebatarle a Kona los negativos.

—Me parece que lo ha sacado de El Galimatazo[5] —contestó Clay—. ¿Le has dado dinero para que revelara el carrete? No puedes darle dinero.

—Y un recipiente para que lo llenara de hierba sagrada —añadió Kona—. Traeré los papelillos y nos subiremos al barco de Sión, tíos.

—No puedes darle dinero y un envase vacío, Nate. Cree que llenarlo es un deber religioso.

Nate había sacado del sobre la hoja de contactos y la estaba examinando con una lupa. La verificó dos veces, contando cada uno de los fotogramas y comprobando los números de serie que estaban impresos en el borde. Faltaba el fotograma veintiséis. Sostuvo la lámina de plástico de los negativos a la luz, repasó dos veces las imágenes y tres los números de serie de los márgenes antes de tirarlos, examinó los fotogramas de la cola de la ballena que había sacado Amy, atravesó de nuevo la estancia y aferró a Kona por los hombros.

—Maldita sea, ¿dónde está el fotograma veintiséis? ¿Qué has hecho con él?

—Que me lo han dado así, tío. Yo no he hecho nada.

—Es un delincuente, Clay —exclamó Nate. A continuación, cogió el teléfono y llamó al estudio.

Lo único que pudieron decirle fue que habían procesado el carrete como siempre y que lo habían recogido en el mostrador. Una máquina cortaba los negativos antes de que los metieran en las fundas… Quizá hubiera cortado el fotograma. Le regalarían encantados un carrete nuevo por las molestias.

Dos horas después Nate estaba sentado delante del escritorio con un bolígrafo en la mano, mirando fijamente una hoja de papel. Solo mirándola. La habitación estaba a oscuras, con la excepción de la lámpara del escritorio, que apenas alumbraba lo suficiente para que la penumbra se quedara en los rincones, donde se ocultaba lo desconocido. Había una mesilla de noche, un escritorio, una silla y una cama de noventa; al pie de esta había un baúl y encima una manta que hacía las veces de cojín. Nathan Quinn era un hombre alto y se le salían los pies de la cama. Había comprobado que si retiraba el baúl en el que se apoyaba soñaba que se estaba ahogando en las azules aguas del océano y se despertaba jadeando. El baúl estaba lleno de libros, diarios y mantas que había mandado a la isla nueve años atrás y que no había sacado desde entonces. Tuvo un ciempiés del tamaño de un Pontiac que vivía en el rincón derecho del baúl, pero hacía tiempo que se había mudado, tras darse cuenta de que nadie iba a molestarlo, bien podía erguirse sobre los cien cuartos traseros, bufar como un gato furioso y asestar mortíferos mordiscos en los pies desnudos. También había una pequeña televisión, una radio con despertador incorporado, una cocinilla con dos fuegos y un microondas, dos estantes abarrotados debajo de la ventana que daba al complejo y un grabado amarillento de Gauguin de dos muchachas tahitianas entre las ventanas que había encima de la cama. Antaño, antes de que automatizaran las plantaciones, en aquella habitación habría dormido una decena de personas. Nathan Quinn había vivido en habitaciones similares cuando asistía a la escuela de posgrado en la Universidad de Santa Cruz de California. El progreso.

La hoja que había encima del escritorio de Nate, al lado de una botella mediada de ron añejo Myers, estaba en blanco. La puerta y las ventanas estaban abiertas y oía las cálidas ráfagas de aire que zarandeaban las altas copas de los dos cocoteros de delante. Alguien llamó a la puerta y Nate alzó la vista. La figura de Amy se recortaba en la entrada. La joven se adelantó hacia la luz.

—¿Puedo pasar, Nathan? —Llevaba un camisón que le llegaba hasta la mitad del muslo.

Nate tapó el papel con la mano, avergonzado de que no hubiera nada escrito.

—Estaba intentando trazar un plan para… —Miró la botella que había al lado de la hoja y se volvió hacia Amy—. ¿Quieres una copa? —Cogió la botella, buscó un vaso y luego se limitó a ofrecérsela.

Amy meneó la cabeza.

—¿Te encuentras bien?

—Empecé a trabajar en esto cuando tenía tu edad. No sé si tengo fuerzas para empezar de nuevo.

—Es mucho trabajo. Siento mucho lo que ha pasado.

—¿Por qué? No es culpa tuya. Estaba cerca, Amy. Hay algo que se me escapa, pero estaba cerca.

—Seguirá estando en el mismo sitio. ¿Sabes una cosa? Aún tenemos las notas de campo de los dos últimos años. Yo te ayudaré a recuperar todo lo que se pueda.

—Eso ya lo sé, pero Clay tiene razón. A nadie le importa. Debería haberme metido en bioquímica, haberme hecho ecoguerrero o algo por el estilo.

—A mí sí que me importa.

Nate le miró los pies para no mirarla a los ojos.

—Ya lo sé. Pero sin las grabaciones… Bueno, sin ellas… —Se encogió de hombros y bebió un sorbo de la botella de ron—. No puedes beber, ¿sabes? —dijo, asumiendo el papel de profesor universitario, doctor en filosofía y jefe de la investigación—. No puedes hacer nada ni tener nada en tu vida que se interponga en el estudio de las ballenas.

—Vale —dijo Amy—. Solo quería asegurarme de que estabas bien.

—Sí, estoy bien.

—Empezaremos de nuevo mañana. Buenas noches, Nate. —Salió por la puerta.

—Buenas noches, Amy. —Nate se percató de que no llevaba nada debajo del camisón y se sintió sucio por ello. Volvió a concentrarse en la hoja de papel en blanco y antes de que se diera cuenta había escrito «Que te den» con grandes letras mayúsculas y lo había subrayado con tanta fuerza que había desgarrado la hoja.