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Una cerca de alambre de espino en el cielo

Cuando llegó Nate la puerta del complejo de Papa Lani estaba entreabierta. Aquello no auguraba nada bueno. Clay siempre insistía en que pusieran de nuevo el voluminoso cerrojo Masterlock en la puerta cuando abandonaban el edificio.

Papa Lani era un conjunto de edificios de estructura de madera en una superficie de cuatrocientos metros cuadrados al nordeste de Lahaina, en mitad de media docena de campos de caña de azúcar que había donado a la Fundación de Ballenas de Maui una ricachona a la que Clay y Nate se referían afectuosamente como «la Vieja Zorra». La finca consistía en seis pequeños bungalós que antaño habían albergado a los obreros de la plantación, pero ahora se habían convertido en las habitaciones, el laboratorio y las oficinas de Clay, Nate y los ayudantes, científicos o equipos de rodaje que trabajaban con ellos durante la temporada. El complejo les había caído del cielo, considerando los costes de alojamiento y almacenamiento en Lahaina. En honor de la buena suerte que habían tenido, Clay lo había llamado Papa Lani («cielo» en hawaiano), pero hoy, a juzgar por lo que veía Nate, alguien se había dejado abierta la puerta del cielo, y por ella se había colado un ángel destructor.

Antes incluso de apearse de la camioneta, reparó en un maltrecho BMW verde aparcado en el complejo y un rastro de papeles que salía del bungaló que hacía las veces de oficina. Recogió algunos mientras atravesaba el sendero de arena y subía corriendo las escaleras de la cabaña. Dentro reinaba el caos: cajones arrancados de los archivadores, estantes de casetes por los suelos, cintas desparramadas como grandes serpentinas por todas partes y ordenadores tirados con la carcasa abierta y los cables al descubierto. Nate estaba en medio del desbarajuste; no sabía qué hacer ni adónde mirar, se sentía como si lo hubieran violado y estaba a punto de vomitar. Aunque no se hubieran llevado nada, habían esparcido las investigaciones de toda una vida por la sala.

—Ah, que Jah tenga piedad de nosotros —exclamó alguien a sus espaldas—. Esto es un marrón que te cagas, tron[1].

Nate se dio la vuelta y adoptó una posición de artes marciales, aunque de hecho no practicaba ninguna y en el proceso se le había escapado un chillido de niña pequeña. En la puerta se recortaba una silueta con el cabello enmarañado como una gorgona y Nate habría gritado de nuevo si aquella figura no se hubiese adelantado hacia la luz, descubriendo a un adolescente con el pecho desnudo, con sandalias y bermudas de surfista, que lucía una gigantesca maraña de rastas rubias y alrededor de seiscientos pírsines en la nariz.

—Tú no te calientes, tronco, sobre todo no te calientes —le aconsejó el muchacho con voz cantarina. En sus palabras había hierba, tambores metálicos, tontuna, juventud y dos porros de separación de la realidad.

Nate pasó del miedo a la confusión en un instante.

—¿De qué cojones estás hablando?

—Relájate, broder, que se te pira. Kona ha venido a echarte una mano.

Nate estaba tan frustrado que se dijo que a lo mejor se liberaba del impacto que le había causado el laboratorio arrasado estrangulándolo un poco, tampoco hacía falta aplicarle una llave completa, pero contestó:

—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?

—Kona —contestó el chico—. El jefe Clay me contrató ayer para las barcas.

—¿Eres el chico que ha contratado Clay para que se ocupe de las barcas?

—No me rayes, hombre, que acabo de decírtelo. Oye, tron, ¿eres un ninja?

El muchacho hizo un asentimiento, columpiándose las rastas alrededor de los hombros. Nate estaba a punto de gritarle de nuevo cuando se dio cuenta de que seguía manteniendo aquella falsa postura de combate y que seguramente parecía que estaba como una cabra.

Se irguió, se encogió de hombros, fingió que estiraba el cuello y meneó la cabeza con aire arrogante, como había visto que hacían los boxeadores, como si acabara de desarmar a un enemigo peligrosísimo o algo por el estilo.

—Tenías que haberte reunido con Clay en el muelle hace una hora.

—Es que había unas olas flipaaaantes, tron, en North Shore esta mañana. —El chico se encogió de hombros. ¿Qué iba a hacer si no? Unas olas flipaaaantes, tron.

Nate observó al joven surfista con los ojos entrecerrados, comprendiendo que hablaba en una combinación de jerga rastafari surfista y… bueno, gilipolleces.

—Como sigas hablando así te despido ahora mismo.

—Así que tú eres el ichiban gran kahuna de las ballenas, como dice Clay, ¿eh?

—Sí —contestó Nate—. Soy el kahuna número uno de las ballenas. Y estás despedido.

—Vaya fregada, bro —comentó el chico, que volvió a encogerse de hombros y se dirigió hacia la puerta—. Que Jah te bendiga, tron. Buen rollo —canturreó por encima del hombro.

—Espera —exclamó Nate.

El chico se dio la vuelta. Las rastas le envolvieron el rostro como un pulpo peludo atacando a un cangrejo. Escupió una que se le había metido en la boca y estaba a punto de decir algo cuando Quinn levantó un dedo para que se callara.

—Ni una palabra de jerga hawaiana rastafari o estás acabado.

—Oka. —El muchacho esperó.

Quinn recuperó la compostura, contempló el desorden y después al chico.

—Ahí fuera hay papeles tirados por todas partes, contra las verjas y entre los arbustos. Necesito que los recojas y los coloques en un montón ordenado. Que me los traigas. ¿Puedes hacerlo?

El chico asintió.

—Excelente. Soy Nathan Quinn. —Nate le ofreció la mano.

El chico atravesó la estancia y le estrechó firmemente la mano. Nate reprimió una mueca de dolor, le devolvió el apretón y trató de sonreír.

—Pelekekona —anunció el muchacho—. Llámame Kona.

—Bienvenido a bordo, Kona.

El chico examinó la habitación. A pesar de los tensos músculos del pecho y el abdomen, parecía que al decirle cómo se llamaba había perdido parte de sus poderes y se había debilitado de repente.

—¿Quién lo ha hecho?

—No tengo ni idea. —Nate recogió una cinta arrancada de una bobina que había formado una especie de nido de pájaro de plástico marrón—. Tú recoge esos papeles. Yo voy a llamar a la policía. ¿Algún problema?

Kona meneó la cabeza.

—¿Por qué iba a haberlo?

—Por nada. Ahora recoge esos papeles. No tires nada hasta que yo lo vea, ¿eh?

—Entendido, tron —dijo Kona con una sonrisa mientras salía a la luz del sol. Entonces se dio la vuelta y exclamó—: Oye, kahuna Quinn.

—¿Qué?

—¿Cómo es que las jorobadas cantan así?

—¿Tú qué crees? —repuso Nate, y había esperanza en aquella pregunta. Aunque era joven y exasperante y seguramente estaba colocado, el biólogo confiaba sinceramente en que Kona, que no sabía demasiadas cosas, pudiera ofrecerle una respuesta. No le importaba de dónde la sacara ni cómo (además, aún tendría que demostrarla); solo quería saberlo. En ese sentido era distinto de los mediocres, los ambiciosos, los traidores y los presumidos del campo. Nate solo quería saberlo.

—Yo creo que intentan que se derrumben las murallas de Babilonia.

—Vas a tener que explicarme qué significa eso.

—Arreglamos este marrón, nos liamos un churro guapo y lo hablamos, bro.

Cinco horas después Clay entró por la puerta hablando a grandes voces.

—Hoy hemos hecho cosas increíbles, Nate. De las mejores fotos de madres con crías que he tomado en mi vida. —El hombre estaba tan entusiasmado que casi había entrado patinando en la oficina.

—Vale —contestó Nate con una visible falta de entusiasmo. Estaba sentado ante un escritorio, delante de un ordenador recompuesto. El despacho parecía bastante ordenado, aunque la carcasa abierta que había encima de la mesa, de la que brotaban cables desperdigados en una diáspora de unidades de transmisión refugiadas contaba una historia de datos desquiciados—. Alguien ha forzado la entrada y ha destrozado la oficina.

Clay no quiso prestarle atención. Tenía que editar un vídeo estupendo. De pronto, al observar los ventiladores y los cables, cayó en la cuenta de que a lo mejor también habían saboteado el equipo de edición. Se dio la vuelta y reparó en un monitor de pantalla plana de cuarenta y dos pulgadas que estaba apoyado contra la pared; había una larga grieta diagonal que bisecaba el cristal.

—Ah —murmuró—. La madre que me parió.

Amy entró sonriendo.

—Nate, no te lo vas a creer… —Se interrumpió y vio a Clay, que estaba contemplando el monitor roto, el ordenador desparramado encima del escritorio de Nate y los documentos amontonados de cualquiera manera—. Ah —murmuró.

—Alguien ha forzado la entrada —repitió Clay, desolado.

Ella le puso la mano en el hombro.

—¿Hoy? ¿A plena luz del día?

Nate se dio la vuelta en la silla.

—También han registrado los dormitorios. Ya ha venido la policía. —Miró a Clay, que tenía la mirada fija en el monitor—. Ah, eso también. Lo siento, Clay.

—Estáis asegurados, ¿no? —dijo Amy.

Clay no apartó la mirada del monitor roto.

—Doctor Quinn, ¿ha pagado el seguro? —Clay solo lo llamaba «doctor» cuando quería recordarle que había que ser serios y absolutamente profesionales.

—La semana pasada. Y el seguro de la barca.

—Pues entonces no pasa nada —zanjó Amy, y le dio a Clay un empujón, un apretón en el hombro, un puñetazo en el brazo y un pellizco en el trasero—. Encargaremos un monitor nuevo esta misma noche, tontorrón —exclamó con voz cantarina, como una versión gótica del azulejo de la felicidad[2].

—¡Oye! —sonrió Clay—. Tienes razón, no pasa nada. —Se volvió hacia su compañero con una sonrisa—. ¿Han roto más cosas? ¿Se han llevado algo?

Nate señaló la papelera, donde rebosaba una auténtica maraña de cintas de audio.

—Eso estaba tirado por todo el complejo junto con los documentos. Hemos perdido casi todas las cintas grabadas desde hace dos años.

Amy dejó de mostrarse alegre y adoptó el aire de preocupación pertinente.

—¿Y las copias digitales? —Le dio un codazo a Clay, que todavía estaba sonriendo, y este se puso tan serio como ella. Ambos fruncieron el ceño. (Nate grababa todo el audio en cinta analógica y después lo transfería al ordenador para analizarlo. En teoría, había copias digitales de todo.)

—Han borrado los discos duros. No he podido sacar nada. —Nate aspiró una larga bocanada de aire, suspiró, se dio la vuelta en la silla y apoyó la frente en el escritorio con un golpe sordo que estremeció todo el bungaló.

Amy y Clay hicieron una mueca. Había un montón de tornillos encima del escritorio. Clay dijo:

—Bueno, no puede haber sido tan malo, Nate. Lo has recogido todo enseguida.

—El tipo que contrataste llegó tarde y me ayudó. —Nate estaba hablando con el escritorio, sin despegar la cara del punto en el que había aterrizado.

—¿Kona? ¿Dónde está?

—Lo he mandado al estudio. Había un carrete que quería ver lo antes posible.

—Sabía que no iba a dejarnos plantados el primer día.

—Clay, tengo que hablar contigo. Amy, ¿nos disculpas un minuto, por favor?

—Claro —contestó ella—. Iré a ver si se han llevado algo de mi cabaña. —Se fue.

Clay dijo:

—¿Vas a levantarte? ¿O tengo que tumbarme en el suelo para verte la cara?

—¿Puedes traerme el botiquín de primeros auxilios mientras hablamos?

—¿Se te han clavado los tornillos en la frente?

—Me parece que cuatro o cinco.

—Bueno, son de los pequeños, de esos de montaje.

—Clay, tú siempre intentas levantarme el ánimo.

—Yo soy así —dijo este.