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Maui no ka oi

(Maui es el mejor)

Al principio el gracioso de Maui arrojó el sedal desde una canoa y sacó a las islas del fondo del mar. Luego las miró y observó que en el centro mismo de la cadena había una que estaba formada por dos grandes volcanes colindantes, semejantes a afectuosos y desiguales pechos marinos. Entre ambos había un valle profundo que recordaba mucho a un canalillo, cosa que le encantó. Y por eso le puso su nombre a aquella voluptuosa isla, que recibió el sobrenombre de «La isla del canalillo» hasta la llegada de ciertos misioneros que la llamaron «La isla del valle» (porque si hay una cosa que se les da bien a los misioneros es encontrar todo lo divertido y acabar con ello). Después Maui encalló la canoa en una tranquila playita de la costa oeste de su nueva isla y se dijo: «Me apetecen unas copas y un polvo. Voy a echar un casquete en Lahaina».

En fin, transcurrió el tiempo y arribaron a la isla algunos balleneros que trajeron consigo herramientas de acero, sífilis y otras maravillas occidentales, y antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba sucediendo ellos también decidieron que no les vendrían mal unas copas y un poco de marcha. Así que en lugar de girar por el cabo de Hornos hasta Nantucket (para empinar el codo con unas jarras de grog y levantarles las faldas a Hester, Millicent y Prudence, tan deprisa que las pobres creyeran que se habían caído por una chimenea y aterrizado encima de un pepino), atracaron en Lahaina, atraídos por la magia erótica y alcohólica del bueno de Maui. No fueron a Maui por las ballenas, sino por la fiesta.

Y de este modo Lahaina se convirtió en un pueblo ballenero. Lo irónico era que aunque hacía apenas unos años que las jorobadas iban allí a alumbrar a sus crías y entonar sus cantos, y en aquella época los canales hawaianos rebosaban de cantantes de grandes alas, a los balleneros no les interesaban. Las ballenas jorobadas, al igual que sus hermanos los rorcuales (las aerodinámicas ballenas azules, las fin, las sei, las minke y las ballenas de Bryde), eran demasiado veloces para los barcos de vela y los balleneros impulsados por el hombre. No, los hombres fueron a Lahaina para descansar y divertirse durante el trayecto hasta las aguas japonesas, donde cazaban a las grandes ballenas de esperma, que literalmente se quedaban flotando como inmensos troncos descerebrados mientras ellos iban remando hasta ellas y les clavaban un arpón en la cabeza. Hasta que no llegaron los barcos de vapor y exterminaron a las grandes ballenas francas (llamadas de esta forma porque cuando estaban muertas flotaban debido a la grasa y por lo tanto era «franco» matarlas), los cazadores no dirigieron sus arpones contra las jorobadas.

Después de los balleneros vinieron los misioneros, los plantadores de azúcar, los chinos, los japoneses, los filipinos, los portugueses que trabajaban en las plantaciones de azúcar y Mark Twain. Mark Twain acabó volviendo a casa. Los demás se quedaron. Entretanto, el rey Kamehameha I unificó las islas mediante el astuto empleo de armas de fuego contra lanzas de madera y trasladó la capital de Hawái a Lahaina. Algún tiempo después, Amy entró plácidamente en el puerto al mando de una lancha motora Mako de siete metros con un doctor alto y de aspecto atontado arrellanado en el asiento de proa.

La radio emitió un chisporroteo. Amy descolgó y apretó el botón del micrófono.

—Adelante, Clay.

—¿Pasa algo? —Era obvio que Clay Demodocus estaba en el puerto y los estaba viendo. No eran ni las ocho de la mañana. Probablemente estaba preparando la barca para salir.

—No estoy segura. Nate ha decidido tomarse el día libre. Voy a preguntarle el motivo. —Se volvió hacia Nate—: Clay quiere saber el motivo.

—Datos anómalos —respondió Nate.

—Datos anómalos —repitió Amy frente a la radio.

Hubo una pausa antes de que Clay dijera:

—Ah, vale, entendido. Salen en todas partes.

El puerto de Lahaina no era grande. Apenas daba cabida a cien embarcaciones detrás del rompeolas. La mayoría eran catamaranes y cruceros de gran tamaño, de quince a veinte metros de eslora, barcos atestados de turistas embadurnados de crema protectora que zarpaban para cualquier cosa, desde cenar a bordo del crucero, hacer pesca deportiva o bucear en el cráter semihundido de Molokini hasta, desde luego, observar a las ballenas. Las motos acuáticas, las paravelas y los esquís acuáticos estaban prohibidos desde diciembre hasta abril, mientras las jorobadas se hallaban en aquellas aguas, de modo que durante aquella temporada los científicos que estudiaban a las ballenas alquilaban muchos de los barcos más pequeños, que solían dedicarse a aterrorizar a las criaturas marinas en el nombre del entretenimiento. En las mañanas de invierno, en el puerto de Lahaina, era imposible arrojar un coco sin darle a un doctor en biología de los cetáceos (y también era muy posible acertarle de rebote a dos másteres en ciencias que trabajaban en sendas disertaciones).

Clay Demodocus estaba jugando al póquer de mentirosos con uno de estos doctores y un oficial de la marina cuando Amy amarró la Mako en la pasarela que compartían con tres zódiacs de otros tantos yates anclados al otro lado del rompeolas, una lancha motora de nueve metros de eslora y la otra barca de la Fundación para el Estudio de las Ballenas de Maui, el Atontado, que era la barca de Clay, una flamante Grady White Fisherman nueva de seis metros de eslora con una consola central. (No era fácil hacerse con una pasarela en Lahaina y las circunstancias de la temporada habían dictado que la Fundación para el Estudio de las Ballenas de Maui, o sea, Nate y Clay, construyeran una torre humana náutica con otras seis embarcaciones pequeñas todos los días. Había que hacer lo que hiciera falta para pinchar a las ballenas.)

—Es una lástima —comentó Clay mientras Amy le arrojaba la amarra de popa—. Con el día tan bueno que hace.

—Lo tenemos todo menos la medición de un cantante —dijo Amy.

El científico y el oficial de la marina que estaban en el puerto detrás de Clay asintieron como si lo entendieran perfectamente. Clifford Hyland, un científico nativo de Iowa, hirsuto y de cabello ceniciento, estaba al lado del capitán L. J. Tarwater. Este, aunque era joven, tenía el rostro surcado de profundas arrugas, y llevaba un níveo uniforme blanco y estaba presente para asegurarse de que Hyland no derrochara el dinero de la marina. Hyland siempre daba la impresión de sentirse un poco avergonzado y no miraba a los ojos a Amy ni a Nate. El dinero era el dinero, y los científicos lo sacaban de donde podían, pero el dinero de la marina era algo tan… tan despreciable.

—Buenos días, Amy —dijo Tarwater, dedicándole una sonrisa deslumbrante, perfectamente simétrica y perfectamente blanca. Era delgado y moreno y tenía un escalofriante aire de eficiencia. En comparación, se habría dicho que Clay y los restantes científicos habían atravesado corriendo una secadora con una bolsa de roca volcánica.

—Buenos días, capitán. Buenos días, Cliff.

—Hola, Amy —contestó Cliff Hyland—. Hola, Nate.

Nathan Quinn se sobrepuso al aturdimiento como un perro labrador que oye su nombre en un contexto que no tiene relación con la comida.

—¿Qué? ¿Qué? Ah, hola, Cliff. ¿Qué?

Hyland y Quinn habían formado parte de un grupo de trece científicos que se habían instalado en Lahaina en los años setenta (Clay seguía llamándolos «la élite asesina», pues desde entonces todos ellos habían destacado en sus respectivos campos). Lo cierto era que al principio no se habían propuesto convertirse en un grupo, pero lo habían sido desde que todos ellos comprendieron que la única forma en la que serían capaces de mantenerse en aquella isla era sumando sus recursos y viviendo juntos. Así pues, durante años, los trece (y a veces más, cuando podían permitirse sufragar los gastos de sus ayudantes, esposas o novias) habían pasado todas las temporadas en una casa de dos dormitorios que alquilaban en Lahaina. Hyland sabía que Quinn se concentraba tanto en las investigaciones que se ensimismaba, de modo que no le extrañó que el delgaducho científico hubiera vuelto a distraerse.

—Datos anómalos, ¿eh? —dijo, suponiendo que eso era lo que lo había puesto en órbita.

—Ah, no estoy seguro. La verdad es que la grabadora no funciona bien. Se oye un chirrido. Probablemente solo haga falta limpiarla.

Y todos, incluida Amy, lo miraron un instante como diciendo: «Vaya, vaya, hipócrita saco de escupitajos de morsa, es la historia más patética que he oído en mi vida y no has engañado a nadie».

—Es una lástima —repitió Clay—. Con el día tan bueno que hace para salir. ¿Por qué no coges la grabadora de repuesto y vuelves antes de que se levante el viento? —Clay sabía que a su colega le pasaba algo, pero también confiaba en su criterio lo suficiente para no insistir demasiado. Nate se lo contaría cuando considerase que tenía que saberlo.

—Ahora que lo dices —dijo Hyland—, será mejor que nos vayamos. —Se dirigió a su barco, que estaba amarrado en el mismo puerto. Tarwater miró fijamente a Nate apenas el tiempo suficiente para transmitirle antipatía antes de volverse sobre los talones para seguir al científico.

Cuando se fueron Amy dijo:

—Tarwater me pone los pelos de punta.

—Es un buen tipo. Lo único que le pasa es que tiene un trabajo que hacer —repuso Clay—. ¿Qué le pasa a la grabadora?

—A la grabadora no le pasa nada —dijo Nate.

—Entonces, ¿qué es lo que ocurre? Hace un día perfecto. —A Clay le gustaba señalar las obviedades cuando eran positivas. El día era apacible y soleado, no soplaba una brizna de aire y se veía hasta sesenta metros debajo del agua. En efecto, era un día perfecto para estudiar a las ballenas.

Nate le dio los maletines impermeables de los instrumentos.

—No lo sé. Me parece que he visto algo ahí fuera, Clay. Tengo que reflexionar y ver las fotos. Voy a dejar el carrete en el laboratorio y después volveré a Papa Lani para escribir mientras unos informes.

Clay dio un respingo apenas perceptible. Dejar el carrete y redactar informes era tarea de Amy.

—Vale. ¿Y tú, chica? —le dijo—. Me parece que el nuevo no va a presentarse y necesito a una persona en la superficie mientras yo estoy debajo del agua.

Amy se volvió hacia Nate en busca de alguna muestra de aprobación, pero como este seguía descargando maletines sin manifestar ninguna reacción, la joven se encogió de hombros.

—Claro, encantada.

De pronto, Clay se mostró cohibido y arrastró las sandalias. Por un instante pareció un niño de cinco años en lugar de un fornido hombretón de cincuenta.

—Al llamarte «chica» no pretendía menospreciarte porque seas joven ni nada de eso, ya lo sabes.

—Lo sé —asintió Amy.

—Y tampoco estaba haciendo ningún comentario sobre tus habilidades.

—Lo comprendo, Clay.

Este se aclaró la garganta innecesariamente.

—Vale —dijo.

—Vale —repitió Amy. A continuación, cogió dos maletines Pelican repletos de instrumentos, se encaramó al muelle, tiró de ellos hasta el aparcamiento para meterlos en la camioneta de Nate y comentó por encima del hombro—: A los dos os hace falta echar un polvo.

—Me parece que eso es acoso a la inversa —dijo Clay, dirigiéndose a Nate.

—Debo de haber tenido una alucinación —contestó este.

—No, lo ha dicho de verdad —insistió Clay.

Después de que Quinn se fuera, Amy se encaramó al Atontado y soltó la amarra de popa. Miró por encima del hombro el yate de doce metros del capitán Tarwater, que estaba apostado en la proa con aire de anuncio de detergente especialmente áspero; Burnstick Go-Be-Bright, tal vez.

—Clay, ¿alguna vez habías visto a un oficial de la marina de uniforme acompañando a un científico a hacer trabajo de campo?

Clay apartó la mirada de la batería del GPS, que estaba comprobando.

—No, a no ser que el científico trabajara en un barco de la marina. Una vez estuve en un destructor, estudiando los efectos de unos potentes explosivos sobre una población de leones marinos al sur de las islas Malvinas. Querían ver lo que pasaba si detonaban una carga de cuatro mil quinientos kilos cerca de una colonia de leones marinos. Había un oficial de uniforme al cargo.

Amy arrojó la amarra al puerto antes de volverse hacia Clay.

—¿Y cuáles fueron los efectos?

—Pues que volaron en pedazos. Eran un montón de explosivos.

—¿Te dejaron grabar eso para National Science?

—Solo hice unas cuantas instantáneas —dijo Clay—. Me parece que no se esperaban ese resultado. Saqué algunas fotos muy buenas de la lluvia de carne de foca. —Puso el motor en marcha.

—Puaj. —Amy desató los parachoques y los metió en la barca—. Pero ¿no habías visto nunca a un oficial de uniforme trabajando aquí? Quiero decir antes de ahora.

—En ninguna otra parte —repuso Clay. Tiró de la palanca de cambios, hubo una sacudida y la barca empezó a arrastrarse hacia delante.

Amy los apartaba de las barcas circundantes valiéndose de un bichero acolchado.

—¿Qué crees que estarán haciendo?

—Estaba intentando averiguarlo esta mañana cuando aparecisteis. Habían cargado un maletín enorme. Les pregunté qué era, pero Tarwater no quiso darme los detalles. Cliff me explicó que se trataba de algo de acústica.

—¿Equipos direccionales? —quiso saber Amy. A veces los investigadores arrastraban una ristra de hidrófonos que, al contrario que uno solo, eran capaces de detectar el origen del sonido.

—Es posible —admitió Clay—. Pero no tienen cabrestante a bordo.

—¿Cabreante? ¿Qué es lo que intentas decirme, Clay? —Amy fingió que se había ofendido—. ¿Que te cabreo?

Clay le dedicó una sonrisa.

—Amy, soy viejo y tengo novia, así que soy inmune a tus encantos. Por favor, desiste de estos infructuosos intentos de ponerme nervioso.

—Vamos a seguirlos.

—Trabajan a sotavento de Lanai. No quiero rebasar la línea de viento con el Atontado.

—Así que sí que estabas intentando averiguar lo que se proponen.

—Tiré la caña. Pero no pesqué nada. Cliff no me cuenta nada delante de Tarwater.

—Pues vamos a seguirlos.

—A lo mejor hoy logramos algún progreso. Después de todo, hace bueno y puede que no haya una docena de días sin viento en toda la temporada. No podemos perder uno, Amy. Lo que me recuerda una cosa, ¿qué le pasa a Nate? No es propio de él perderse un buen día de campo.

—Ya sabes, está chiflado —dijo Amy, como si se sobreentendiera—. Pasa demasiado tiempo pensando en ballenas.

—Ah, claro. Se me había olvidado. —Mientras salían del puerto, Clay saludó a un grupo de científicos que se había reunido en la gasolinera del puerto para tomar un café. Había veinte universidades y una docena de fundaciones representadas en ese grupo. Él solo había convertido a los científicos que trabajaban en Lahaina en una comunidad social. Los conocía a todos; además, no podía evitarlo: le caían estupendamente las personas que trabajaban con ballenas y le gustaba que la gente se llevara bien.

Se celebraban disertaciones y reuniones semanales en la sede del Santuario de Ballenas del Pacífico de Kihei a las que acudían todos los científicos para hacer amigos, intercambiar información y hasta, en algunos casos, tratar de escamotearles datos interesantes a quienes no arrostraban la carga de la investigación de campo.

Amy también saludó al grupo mientras rebuscaba en uno de los maletines impermeables Pelican de color naranja.

—Venga, Clay, vamos a seguir a Tarwater, a ver qué es lo que se propone. —Sacó unos enormes prismáticos de potencia veinte y se los enseñó a Clay—. Podemos espiarlos desde lejos.

—¿Por qué no vas a proa y buscas ballenas, Amy?

—¿Ballenas? Son grandes y están mojadas. ¿Qué más necesitas saber?

—Los científicos no dejáis de sorprenderme —comentó Clay—. Coge el timón mientras yo busco un lápiz para apuntarme eso.

—Vamos a seguir a Tarwater.