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Grandes y mojadas. ¿Siguiente pregunta?
Amy llamó «cariño» a la ballena.
Medía quince metros, era más ancha que un autobús urbano y pesaba más de treinta toneladas. Con una sacudida precisa de su formidable cola habría reducido la embarcación a astillas de fibra de vidrio, convirtiendo a sus ocupantes en manchas rojas flotando en las azules aguas hawaianas. Amy se inclinó sobre la borda y puso el hidrófono sobre la ballena.
—Buenos días, cariño —dijo.
Nathan Quinn meneó la cabeza, tratando de sofocar las náuseas que le provocaba semejante cursilería, que era tan propia de ella, mientras le miraba subrepticiamente el trasero y se sentía un poco sucio por hacerlo. A veces la ciencia era complicada. Y Nate era un científico. Amy también lo era, pero con aquellas bermudas caquis estaba tremenda, científicamente hablando.
La ballena seguía cantando bajo la superficie y la barca se estremecía con cada una de las notas. La barandilla de acero inoxidable de la proa emitía una vibración audible. Nate sentía la resonancia de las notas más graves en la caja torácica. La ballena se hallaba en una sección del canto llamada «temas verdes», una larga serie de chillidos que semejaban una ambulancia abriéndose paso a través de un pudin. Alguien menos entendido habría supuesto que estaba contenta, que estaba celebrando algo, saludando al mundo a grandes voces para que todo y todos supieran que estaba viva y de buen humor, pero Nate era un entendido, quizá el más entendido del mundo, y a sus expertas orejas la ballena estaba diciendo… Bueno, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo, ¿verdad? Por eso estaban flotando en el zafíreo canal de Maui a bordo de una lancha motora, centrifugando el desayuno en el estómago a las siete de la mañana: nadie sabía por qué cantaban las ballenas jorobadas. Nate se había pasado veinticinco años escuchándolas, estudiándolas, fotografiándolas y azuzándolas con palos y seguía sin saber exactamente por qué cantaban.
—Está croando —anunció Amy, identificando una sección del canto de la ballena que solía darse inmediatamente antes de que la criatura saliera a la superficie. El término científico era que estaba «croando», porque eso era lo que parecía. A veces la ciencia era sencilla.
Nate se inclinó sobre la borda y contempló a la ballena, que estaba suspendida cabeza abajo a unos quince metros bajo la superficie del agua. Las aletas de la cola y el pecho eran blancas y tenían la forma de una uve cristalina en aquellas insondables aguas azules. La enorme bestia estaba tan quieta que se habría dicho que flotaba en el espacio, como el último faro de una extinta raza de viajeros estelares, aunque el sonido que emitía era más propio de una rana arbórea de cinco centímetros que del arcaico vestigio de una especie superior. El hombre sonrió. Le gustaba aquel sonido. La ballena dio un coletazo y salió disparada de su campo de visión.
—Está subiendo —dijo Nate.
Amy se arrancó violentamente los auriculares y empuñó una Nikon motorizada con una lente de trescientos milímetros. Él extrajo el hidrófono a toda prisa, dejando que el cable mojado se enrollara a sus pies, antes de volverse hacia la consola y poner el motor en marcha.
Luego esperaron.
Hubo una exhalación de aire a sus espaldas y cuando ambos se dieron la vuelta observaron una columna de vapor de agua suspendida en el aire, pero estaba lejos, a unos trescientos metros más atrás; demasiado lejos para que se tratara del mismo animal. Eso era lo malo del trabajo en el canal que discurría entre Maui y Lanai: había centenares de cetáceos, tantos que a menudo les costaba distinguir al que estaban estudiando de los demás. Aquella abundancia de ejemplares era al mismo tiempo una bendición y una maldición.
—¿Es el nuestro? —exclamó Amy. Todos los cantantes eran machos. Por lo menos que ellos supieran. Las pruebas de ADN así lo habían demostrado.
—No.
Entonces se produjo una nueva explosión a la izquierda, aunque en esta ocasión mucho más cerca. Nate divisó las palas o aletas blancas de la cola debajo del agua desde cien metros de distancia. Amy apretó el botón de «stop» de su reloj. Él empujó la palanca del acelerador y arrancaron. La mujer apoyaba una rodilla en la consola para sostenerse y enfocaba a la ballena con la cámara mientras la lancha iba dando tumbos. La ballena exhalaba tres o cuatro veces y después sacudía la cola antes de sumergirse. Amy tenía que estar lista en ese momento para obtener una imagen clara de las aletas con el fin de identificarlas y catalogarlas. Cuando se hallaban a treinta metros de la ballena, Nate tiró de la palanca y mantuvo la posición. El animal exhaló de nuevo. Estaban tan cerca que les llegó el vapor aunque, al contrario de lo que habría sucedido en Alaska, no contenía peces muertos ni apestaba como el aliento matutino. Las ballenas jorobadas no se alimentaban cuando estaban en Hawái.
La criatura restalló la cola y Amy disparó dos veces a toda prisa con la Nikon.
—Buen chico —murmuró, dirigiéndose a la ballena, y pulsó el botón del cronómetro por fases del reloj.
Nate apagó el motor, dejando que la lancha motora se posara en la apacible corriente. A continuación, arrojó el hidrófono sobre la borda y apretó el interruptor de la grabadora que estaba colgada de la consola. Amy dejó la cámara en el asiento de delante y sacó un cuaderno de una bolsa impermeable.
—Dieciséis minutos exactos —anunció mientras comprobaba el tiempo y lo anotaba en el cuaderno junto con los números de los fotogramas del carrete de película que acababa de utilizar. Nate le indicó el metraje de la grabadora y las coordenadas del GPS portátil. Amy dejó el cuaderno y ambos prestaron atención. No estaban encima de la ballena como antes, pero se oía el canto a través de los altavoces de la grabadora. Nate se puso los auriculares y tomó asiento para escucharlo.
Así era el trabajo de campo. Algunos lapsos de actividad frenética seguidos de interminables intervalos de espera. (La primera exmujer de Nate había comentado en cierta ocasión que la vida sexual de la pareja podía describirse exactamente de la misma forma, pero aquello había sucedido poco después de que se separaran y se estaba haciendo la estrecha.) Lo cierto era que las esperas en Maui no eran tan malas; diez o quince minutos como mucho. Cuando Nate estaba estudiando a las ballenas francas del Atlántico Norte, a veces esperaba semanas enteras antes de dar con una. Pasaba las horas muertas (literalmente, pues la ballena estaba sepultada bajo el agua) diciéndose que debería haberse buscado un trabajo serio, en el que ganara un salario serio y librara los fines de semana, o al menos haberse dedicado a una rama del campo en la que se obtuvieran resultados más tangibles, como hundir barcos balleneros: haberse hecho pirata. Algo seguro, ya se sabe.
Pero ese día Nate estaba tratando por todos los medios de no fijarse en Amy mientras esta se aplicaba crema protectora. Amy era un copo de nieve en el país de los bronceados. Casi todos los científicos que estudiaban las ballenas estaban buena parte del tiempo en el mar, al aire libre. Prácticamente todos ellos eran intrépidos amantes de la naturaleza que ostentaban las quemaduras del sol y el viento como si fueran cicatrices de batalla, el semipermanente bronceado de mapache de las gafas oscuras y el pelo aclarado o bien la coronilla calva y pelada. Amy, por el contrario, tenía la piel blanca como la leche y el cabello negro, corto y lacio, tan oscuro que bajo el sol de Hawái despedía reflejos azules. Llevaba un pintalabios granate tan improcedente, descabellado y chocante en aquel contexto que resultaba casi cómico y además le daba el aspecto de una gótica del Pacífico, y este, de hecho, era uno de los motivos de que turbara tanto a Nate. (Se decía: un trasero bien formado en el espacio no es más que un trasero bien formado, pero si le pones un trasero bien formado a una mujer tan ingeniosa como ella y le aplicas un poco de turbación lo que obtienes son… bueno, problemas.)
De modo que no la observó mientras se embadurnaba las piernas, los tobillos y los pies con crema protectora de factor cincuenta. No la observó mientras se quitaba la camiseta y se la aplicaba sobre el pecho y los hombros. (El sol del trópico también puede freírte a través de la camisa.) Y sobre todo no se dio por enterado cuando ella le cogió la mano, le echó un chorro de crema y se dio la vuelta, indicándole que se la untara en la espalda, y él obedeció… sin prestarle ninguna atención durante el proceso. Cortesía profesional. Estaba trabajando. Era un científico. Estaba escuchando el canto de la Megaptera novaeangliae («Grandes alas de Nueva Inglaterra», la había denominado cierto científico, demostrando de este modo que los científicos también beben) y no lo fascinaba ese fascinante trasero porque en el pasado había descubierto y analizado datos similares. Según el análisis de Nate, el 66,666 por ciento de las veces las ayudantes con traseros fascinantes acababan convirtiéndose en esposas, que a su vez acababan convirtiéndose en exesposas exactamente el cien por cien de las veces, dejando un margen del cinco por ciento arriba o abajo para el sexo nostálgico después del divorcio.
—¿Te pongo? —preguntó Amy, alargando la mano con la que se untaba la crema protectora.
No le sigas el rollo, se dijo Nate, ni en broma. Si uno contestaba de forma incorrecta a una pregunta como aquella corría el riesgo de perder la cátedra, si acaso la tenía, que no era el caso de Nate, pero de todas maneras… Ni pensarlo.
—No, gracias, esta camiseta tiene protección ultravioleta incorporada —respondió, mientras pensaba en cuánto le ponía Amy.
Esta observó con suspicacia la vieja camiseta con el eslogan de la conferencia «Amantes de las ballenas’ 89» y se limpió la crema restante en la pierna.
—Vale —asintió.
—¿Sabes una cosa? Me encantaría saber por qué cantan —comentó Nate. El colibrí de sus pensamientos había catado todas las flores del jardín antes de posarse de nuevo en la única margarita de plástico que se negaba a darle néctar.
—¿No me digas? —se burló Amy, impasible y sonriente—. Pero si lo descubrieses, ¿qué haríamos mañana?
—Presumir —contestó Nate con una sonrisa.
—Yo me pasaría todo el día escribiendo a máquina, analizando datos, cotejando fotografías, archivando grabaciones de cantos…
—Trayéndonos rosquillas —añadió Nate, intentando ayudarla.
Amy siguió elaborando la lista, contando con los dedos:
—Guardando las cintas vírgenes, lavando los camiones y las barcas, corriendo al estudio fotográfico…
—No tan deprisa —la interrumpió él.
—¿Qué pasa? ¿Es que quieres privarme del placer de ir corriendo al estudio mientras tú acaparas la gloria científica?
—No, claro que puedes ir al estudio, pero Clay ha contratado a alguien para que lave los camiones y las barcas.
La mujer se llevó a la frente una delicada mano, haciendo ademán de desvanecerse, como una bella dama sureña con bermudas sufriendo un desmayo.
—Si me mareo y me caigo por la borda, no dejes que me ahogue.
—¿Sabes una cosa, Amy? —dijo Nate mientras desnudaba la ballesta—. No sé cómo serían los estudios que hacías en Boston, pero en la biología conductista los ayudantes solo se quejan del trabajo humillante y repetitivo y la falta de consideración delante de otros ayudantes. Por lo menos cuando yo era ayudante. Siempre ha sido así, desde hace siglos. Hasta en el Beagle de Darwin había alguien que archivaba los pájaros muertos y ordenaba las fichas.
—Eso no es cierto. Yo nunca he leído nada al respecto.
—Claro que no. Nadie escribe sobre los ayudantes. —Nate sonrió de nuevo, celebrando aquella pequeña victoria. Era consciente de que no estaba dando la talla con la ayudante. Su socio, Clay, la había contratado hacía casi dos semanas y ya debería haberla aterrorizado. Pero en cambio ella lo ninguneaba como si fuera un camarero de Starbucks.
—Diez minutos —anunció Amy, comprobando el cronómetro del reloj—. ¿Vas a dispararle?
—A menos que quieras hacerlo tú misma. —Nate insertó una flecha en la ballesta y metió el impermeable que usaban para «vestirla» debajo de la consola. Era políticamente muy incorrecto atravesar el concurrido puerto de Lahaina con un arma para disparar a las ballenas, así que la ocultaban con un impermeable de modo que pareciera que llevaban una chaqueta colgada en una percha.
Amy negó violentamente con la cabeza.
—Yo pilotaré la lancha.
—Deberías aprender a hacerlo.
—He dicho que pilotaré la lancha —insistió ella.
—Nadie pilota esta lancha.
Nate era el único que pilotaba la lancha. De acuerdo, el Pasmarote no era más que una lancha motora Mako de siete metros de eslora y una joven de veinticuatro años con buenos reflejos podía pilotarla en un día tan apacible. Pero Nate era el único que pilotaba la lancha. Era algo típicamente masculino que se sintiera incómodo ante la idea de que una mujer pilotase un barco o manejara el mando a distancia.
—Sonidos de superficie —observó Nate. Habían grabado todo el ciclo de dieciséis minutos del canto; dos veces, de hecho. Paró la grabadora, extrajo el hidrófono y puso el motor en marcha.
—Ahí está —indicó Amy, señalando las aletas blancas que se movían debajo del agua. La ballena exhaló a apenas veinte metros de la lancha. Nate empujó la palanca hasta el fondo y la embarcación se abalanzó hacia delante. Amy salió despedida y se aferró por los pelos a la barandilla que había al lado de la consola del timón. Nate estaba a unos diez metros a la derecha de la ballena cuando esta subió de nuevo. Sujetó el timón con la cadera, empuñó la ballesta y disparó. El perno rebotó contra el elástico lomo de la ballena y la punta de flecha hueca de acero quirúrgico le arrancó un jirón de piel y grasa en forma de molde de galletas del tamaño de una goma de lapicero antes de que la propia anchura de la punta de plástico interrumpiese la penetración.
El animal sacó la cola del agua y la restalló en el aire, contrayendo aquellos enormes músculos con un sonido semejante al chasquido de un nudillo gigantesco.
—Está cabreado —comentó Nate—. Vamos a hacer la medición.
—¿Ahora? —exclamó Amy. En circunstancias normales habrían esperado otro ciclo de inmersión. Pero estaba claro que Nate creía que era posible que aquella ballena se marchara después de que le hubiesen tomado la muestra de piel. Podían perderla de vista antes de hacer la medición.
—Ahora. Yo disparo y tú manejas el telémetro.
Nate tiró un poco de la palanca para abarcar toda la aleta de la cola con el objetivo cuando la ballena se sumergiera. Amy cogió el telémetro láser, que se parecía mucho a unos prismáticos diseñados para un cíclope. Midiendo la largura de la cola con el telémetro y comparando el tamaño de esta en el fotograma se calculaba el tamaño relativo de la criatura. Nate había ideado un algoritmo que hasta el momento les había indicado la longitud de las ballenas con una exactitud del noventa y ocho por ciento. Hasta hace unos años había que subirse a un avión para averiguar la longitud de una ballena.
—Lista —anunció Amy.
La ballena exhaló y arqueó el lomo, formando una joroba de gran altura, cuando se disponía a sumergirse (por eso los balleneros las llamaban «jorobadas»). Amy apuntó al lomo del animal con el telémetro; Nate enfocó el mismo punto con la telefoto de la cámara y los motores del autofoco realizaron algunos pequeños ajustes para acomodarse al movimiento de la lancha.
La ballena sacudió la cola, que se elevó a gran altura en el aire, pero en ella no se veía el característico patrón de marcas blancas y negras que identificaba a todas las jorobadas, sino que se leían, escritas con enormes letras negras de varios metros de altura sobre el fondo blanco, las palabras «¡Que te den!».
Nate apretó el obturador. Asombrado, se desplomó en la silla del capitán, al tiempo que tiraba de la palanca. La Nikon cayó en su regazo.
—¡Me cago en la leche! —farfulló—. ¿Has visto eso?
—¿El qué? Yo tengo veintidós metros —contestó Amy, mientras bajaba el telémetro—. Probablemente serán veintitrés desde tu posición. ¿Cuáles son los números de los fotogramas? —Alargó la mano hacia el cuaderno mientras miraba a Nate—. ¿Te encuentras bien?
—Muy bien. Es el fotograma veintiséis, pero se me ha escapado —mintió. Estaba barajando mentalmente una enorme pila de fichas y hojeando un millón de resúmenes que había leído en busca de una explicación para lo que acababa de ver. Era imposible que fuese cierto. La película lo demostraría—. ¿No has visto unas marcas extrañas al sacarle la foto de identificación?
—No, ¿y tú?
—No, no tiene importancia.
—No te preocupes, Nate. Lo conseguiremos cuando vuelva a subir —dijo Amy.
—Vamos a volver.
—¿No quieres que intentemos hacer otra medición? —Para una muestra de datos completa hacían falta una fotografía de identificación, la grabación de al menos un ciclo completo del canto, una muestra de piel para obtener el ADN y los porcentajes de toxinas y una medición. Sin ella habrían desperdiciado toda la mañana.
—Volvemos a Lahaina —insistió Nate, contemplando la cámara que tenía en el regazo—. Pilota tú.