Para que el autor pudiera escribir esta novela han sido importantes unas cuantas personas. En primer lugar, debo agradecerles su lectura siempre crítica y constructiva a mis lectores de guardia: Noemí, mi mujer; Juan y Francisca, mis padres; Manuel, mi hermano; Laure, mi agente, y Carlos, mi amigo y compañero de siempre. También he de reconocer, y en este caso muy especialmente, el aliento y las observaciones que recibí de mis editores, Silvia, Pilar y Emili, que estuvieron ahí, empujando este libro, incluso desde antes que existiera.
Por otra parte, tengo que dar las gracias a otros dos amigos, Joaquín y Javier, por el hombro en que me dejaron apoyarme, en momentos y para cuestiones en que pocos otros hombros había. Y a unas cuantas amigas, por lo mismo pero con un matiz especial, por ser lo que son y por haberme ayudado a seguir creyendo en cosas en las que otra gente me inducía a dejar de creer: Esperanza, Nuria, María, Elisa, Manuela, Mireya y Cristina. A esta última, además, le debo unas páginas de la novela.
Y a Laura, Pablo y Judith, por sus sonrisas, por sus esfuerzos, y por haber querido, en su corta edad, ser todos juntos mi familia.
Y a Paloma Ortiz García y Albert Galvany, que tradujeron a un exquisito castellano a Epicteto y a Sunzi respectivamente (aunque al segundo le fui infiel en cierto pasaje de la novela con una traducción anónima de Internet que me venía mejor a mis efectos).
Y a Miguel Ángel Salgado, asesinado a traición en Ciempozuelos (Madrid) el 14 de marzo de 2007. Este libro no es su historia, pero su sacrificio me lo sugirió. Va por él, y por todos los padres que luchan, en condiciones adversas, para seguir cuidando de sus hijos.