Epílogo

La estrategia del agua

Acabamos la jornada muy tarde. Aparte de cerrar todo el papeleo, tuvimos que ocuparnos de otras cuestiones inaplazables, como por ejemplo qué hacíamos con el hijo de Montserrat. Con la conformidad de la juez, lo dejamos aquella noche a cargo de la chica que lo cuidaba, en espera de entregárselo a su tía paterna, que se comprometió a presentarse al día siguiente en Madrid para recogerlo. También de acuerdo con su señoría fijamos para primera hora de la mañana la puesta a disposición judicial de los detenidos. Antes de irme a la cama, al filo de la medianoche, cumplí una promesa. Llamé a Marly, el periodista, y le dije que le convenía enviar un fotógrafo al juzgado en las próximas horas. También le di algunas pinceladas de lo sucedido, que me comprometí a ampliar cuando la juez hubiera tomado declaración a los detenidos y hubiera resuelto acerca de su situación.

Por la mañana, organizamos el dispositivo de traslado de forma discreta. En lo que de mí depende, las personas a las que he de detener y entregar a los jueces se ahorran el espectáculo bochornoso de ser injuriadas por el populacho a la puerta del juzgado. En la acera sólo había unos pocos curiosos, que no estaban al corriente de lo que se desarrollaba ante sus narices, y que vieron desfilar a los cuatro (un desafiante y casi incólume Stefan, un despeinado y ojeroso Monroy, un abatido y envejecido Rovira, y una invariablemente remota y casi principesca Montserrat) con visible desconcierto. Había que reconocer que, salvo por la facha patibularia de Stefan, y el tatuaje que le asomaba a Monroy en el cuello, no eran unos detenidos al uso. El fotógrafo que había enviado Marly pudo captarlos a placer. Y no había otro.

Los interrogatorios, que se prolongaron durante toda la mañana, confirmaron las previsiones. Rovira y Monroy ratificaron ante la juez las declaraciones que habían prestado ante nosotros, de las que, en esencia, se desprendía el papel de Montserrat como inductora principal del asesinato y el de intermediario de Monroy. Ante el peso abrumador de las pruebas, éste reconoció haber participado también en seguimientos y amenazas previas, pero negó haber dado instrucciones precisas al sicario para acabar con la vida de Óscar, descargando sobre éste toda la responsabilidad en cuanto a la ejecución material del crimen. Durante un rato jugó a sugerir que sólo le había pedido que le diera un susto al fallecido, pero el fiscal estuvo hábil y esgrimió en su contra el elevado precio que había satisfecho al sicario, dos pagos de veinte mil euros; la catadura inequívoca del individuo; y el móvil que impulsaba a la inductora. Circunstancias todas ellas que apuntaban claramente al resultado mortal. Ahí Monroy se derrumbó.

En cuanto a Stefan y Montserrat, negaron tozudamente su intervención. El serbio aguantó sin inmutarse la exposición de la retahíla de pruebas materiales que lo inculpaban. Por momentos, parecía como si no estuviera allí, sino en algún remoto campo de batalla de los Balcanes, buscando blancos con la mirilla de su fusil, aspirando el olor a pólvora y dejándose arrullar por el rumor de fondo de los morteros. La mujer, en cambio, hizo sentidas protestas de inocencia, y del dolor que le causaba no poder ver a su hijo, al que por cierto no se había referido ni una sola vez la víspera. En un instante de cinismo ejemplar, admitió haberle dicho alguna vez a Monroy que estaba harta de su ex, pero alegó que si el otro había sacado de ahí el motivo para contratar a un asesino para matarlo, eso no era algo de lo que se la pudiera culpar a ella, y mucho menos exigirle por ello responsabilidad penal.

A mediodía, la juez despachó a Stefan, Monroy y Montserrat a prisión. Al abogado Rovira le impuso una fianza cuantiosa y le permitió volver a casa. Fue curioso ver el contraste, entre su salida como hombre libre (al menos, provisionalmente) y no obstante humillado, y la de Montserrat, como reclusa y sin embargo taconeando con fuerza. Me permití pensar en lo poco que tardaría en percatarse de la conveniencia de adoptar ese perfil bajo, en lo indumentario, que recomienda la etiqueta carcelaria. Pero incluso el chándal que tuviera, y que pudiera hacerse llevar en seguida, debía de pecar de ostentación.

Podían ser cerca de las tres cuando acabó todo. Me disponía a irme cuando oí una voz que me llamaba a mi espalda:

—Brigada, ¿me espera un momento?

Era la juez. Arnau y Chamorro me interrogaron con la mirada, como si de pronto temieran que hubiésemos cometido algún desliz.

—Claro, señoría.

Vino sin prisa hasta nosotros. Llevaba colgado su bolso, un bonito ejemplar rojo de Loewe, y se colocó sobre el cuello el pañuelo a juego. Quizá puse un especial empeño en fijarme en esos dos accesorios porque me recordaban que yo no era como ella, que nunca lo sería, y que, pasara lo que pasara y dijera lo que dijera, no existía posibilidad alguna de que se me expidiera el ticket de admisión en su mundo.

—Estoy sin coche —dijo, cuando llegó a nuestra altura—. Tenía que dejarlo esta mañana en la revisión. ¿Me acercarían a Madrid?

—Cómo no.

Fue, por decirlo de un modo neutro, un viaje diferente. A esa hora no había demasiado tráfico, por lo que no nos llevó mucho, pero nos dio tiempo a vivir un par de momentos dignos de recordarse. Cuando le abrí la puerta del coche, para que ocupara el que solía ser mi sitio, la juez se encontró mis cosas sobre el asiento. Había dejado unos papeles y un libro. Lo cogió y lo examinó con indisimulada curiosidad:

—Misha Glenny. McMafia. ¿De qué va?

—Crimen global —preferí no explayarme.

—Ah. ¿Tendría que leerlo?

—No creo que le viniera mal.

Una vez que nos pusimos en marcha, abrió al azar el volumen y dio con uno de los pasajes que yo había subrayado. Leyó en voz alta:

Para cubrir sus necesidades prácticas y lúdicas, los europeos pueden elegir entre una amplísima gama de productos. A pesar de la ingente oferta de productos de consumo lícitos, una parte significativa de la población (tanto la rica como la pobre) busca fuera del mercado legítimo la satisfacción de sus necesidades. Vaya. ¿Por qué ha subrayado esto, si puedo preguntar?

—Creo que es una observación pertinente. Ayuda a identificar las raíces del mal al que nos enfrentamos. Y a no dejarse embrollar con esas simplezas maniqueas con las que nos dan la lata los simpáticos redentores de la sociedad o los justicieros de tres al cuarto. Piense por ejemplo en lo que hemos estado viendo hoy. Ninguna de esas personas ha violado el Código Penal por angustia o necesidad.

—Eso es verdad. Suena interesante. Me lo compraré, creo.

Parecía obvio que si la juez no se había pedido un taxi, como sin duda podía permitirse, era porque quería decirnos algo. Y no se dio demasiada prisa en abordar la cuestión, pero finalmente lo hizo:

—Me gustaría darles las gracias. Ha sido todo un privilegio trabajar con ustedes. No sé si son los mejores, como dijo su compañero cuando nos presentó, pero me han demostrado ser rigurosos y leales.

—Creo que represento a mi gente si le digo que por nuestra parte el sentimiento es recíproco —declaré, porque me parecía justo.

—Se lo agradezco. No habría apostado por ello cuando lo conocí. Me dio la sensación de que no tenía usted mucha simpatía por mi gremio.

¿Me estaba provocando para que le dijera lo que pensaba? Si era así, no tenía ninguna razón para abstenerme. Así que no la rehuí:

—Los gremios no existen, en realidad. Existen las personas. Y entre las que imparten justicia me he encontrado algunas que me pareció que no tenían el grado de compromiso que yo exigiría para poder vestir la toga judicial y ostentar el poder que eso implica. Sería raro que no me las hubiera tropezado, estando donde estoy. Quizá fueron unas cuantas más de lo que a mí me parecería razonable, pero a fin de cuentas yo no soy nadie y lo que a mí me parezca o me deje de parecer no tiene importancia. Y usted, desde luego, no es una de ellas. Así que, si en algo pudo ser incorrecto mi comportamiento, le debo una disculpa.

Los ojos de la juez brillaron con astucia.

—No, no me la debe. Y tenía pensado soltarle un discurso sobre las dificultades que conlleva este trabajo, como cualquier otro, y sobre lo poco que a veces se entienden las cosas desde fuera, cuando no se está en el pellejo del que ha de decidir, y se ve obligado a hacerlo una y otra vez en condiciones que no son las que desearía, y que además tiene muy poco margen para tratar de enmendar. Pero me parece que voy a ahorrármelo. Creo que, después de todo, no lo necesita.

—Bueno, si cree que debe soltármelo, adelante.

—No. Hemos hecho una buena faena. Mejor limitarse a disfrutar del instante. Por una vez, las cosas han sido más o menos como tendrían que ser. Que eso nos consuele de todas las veces que no es así.

No podía estar más de acuerdo. Aunque ella se opuso, por la hora que era y porque estábamos sin comer, insistí en llevarla hasta su casa. Vivía en un edificio céntrico, de porte señorial. Antes de bajarse del coche, nos estrechó la mano a los tres. Luego cogió su bolso y dijo:

—Espero que volvamos a coincidir. Aunque por otro lado no debería esperarlo. Poco bueno puede ser lo que vuelva a reunimos.

—En todo caso, ya sabe dónde estamos.

—Lo mismo digo. Adiós.

Quién sabía, tarde o temprano aquella juez llegaría a la Audiencia, y quizá más allá. La vida es larga y caprichosa, y en ella a menudo nos esperan, a la vuelta de los años, no sólo las consecuencias de nuestras acciones, sino también nuestras solidaridades y nuestras incomprensiones de otro tiempo. Si volvía a encontrármela, a ella me permitiría contarla entre las primeras, pero más por mérito suyo que mío.

El regreso a la unidad, después de haber terminado un trabajo, siempre me produce una sensación de vacío. Para tratar de paliarla, convertí el humilde almuerzo con mi gente en el comedor de la empresa en una especie de celebración. Que valía como agradecimiento para los tres. A Chamorro por su sensatez, a Salgado por su picardía, y a Arnau por su abnegación; con las que, cada uno a su manera y en momentos decisivos, habían sabido suplir mis deficiencias.

En especial, me pareció que debía resaltar el desempeño del novato.

—Juan —le dije—. Quiero que sepas, y que sepan éstas de paso, algo que te incumbe. En mi informe voy a recomendar que te quedes.

—Ah, ¿estaba a prueba? —preguntó Salgado.

—Como todos, cabo —le recordé—. Pero siendo nuevo hay muchas más posibilidades de llevarse la suela del coronel grabada en el culo. Creo que nuestro guardia ha demostrado que él ya ha superado ese periodo de suspicacia inicial. A eso es a lo que me refiero.

—Gracias, mi brigada —dijo Arnau—. Aunque si me lo permite, no sé qué me emociona más, si su reconocimiento o que me haya llamado dos veces por mi nombre en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Te lo permito. Pero recuerda que todo es transitorio. Y que si dejas de merecer mi confianza vendrá bien que tengas dos nalgas, porque en la que no te dé el zapato del coronel te llevarás impreso el mío.

—Me ha quedado claro.

—Y tutéame, de una vez. Que no voy a arrestarte, hombre.

Estábamos a los postres cuando sonó mi teléfono móvil.

—Sí —lo atendí.

—¿Brigada Be-vi-lac-qua?

—El mismo.

—Soy Magda.

Por un momento, mis neuronas se resistieron a la sinapsis.

—Magda Santacruz —aclaró—. ¿Le pillo bien?

—Ah, sí, disculpe. Estaba terminando de comer.

—Le llamo luego, si le molesto ahora.

—No, en absoluto, dígame.

—Estoy en Madrid. Me preguntaba si sería posible verle.

—Pues… —dudé—. Sí, claro, cómo no.

—No es por nada. Sólo me gustaría darle las gracias personalmente. A usted y a la sargento Virginia, si puede ser. Pero no quiero molestarles, me acerco a donde estén ustedes. Será sólo un momento.

—No, no se preocupe. ¿Dónde está usted ahora?

—Enfrente del lago de la Casa de Campo. Donde los restaurantes. No sé si sabe por dónde le digo.

—Sí, perfectamente. Podemos estar ahí en media hora. ¿Le va bien?

—No quisiera molestarles, de veras.

—No es molestia. Nos vemos ahí.

Cuando colgué, me dirigí a Chamorro:

—La hermana. Quiere darnos las gracias. Si tienes plan, te excuso.

—No. Voy contigo.

—Pero antes tengo que pasar por casa.

—¿Para?

—Cosas mías.

—Mira que eres…

Gracias a los nuevos túneles de la M-30, llegamos en poco más de media hora. Magda estaba sentada en una terraza, disfrutando de la tibia tarde primaveral. En unos columpios cercanos jugaba un niño al que no le quitaba ojo. Lo reconocí, aunque estaba algo crecido respecto de las fotos. La hermana de Óscar se empeñó en pagarnos un café. Cuando nos lo hubieron servido, quiso darnos una explicación:

—Me ha pedido venir aquí. Siempre le gustó mucho este sitio. Y como está al lado de la autovía, no he sabido negarme.

—¿Cómo lo encuentra? —pregunté.

Magda suspiró.

—Raro. Está en una edad muy particular. Creo que se ha construido un tabique mental para poder defenderse. Quizá sea mejor así. Nos espera un trabajo bastante delicado con él. Pero lo haremos.

—Seguro que sí.

—No sólo quería darles las gracias. También quería pedirles perdón. En nuestro primer encuentro los juzgué demasiado a la ligera.

—Olvídelo —dijo Chamorro.

—Estaba muy nerviosa, entiéndanme.

—Olvídelo —insistí.

—Han sido ustedes muy rápidos. ¿Cómo lo han hecho?

Le conté sólo una parte, la que podía compartir con ella sin faltar a mi deber profesional de discreción. Pareció impresionada.

—Han avanzado mucho, desde los tiempos de la historia que contaba aquella película, cómo se llamaba, El crimen de Cuenca

No me ofendí, porque no había malicia en el comentario.

—En todo caso, ha avanzado el país —la rectifiqué—. Recuerde que a aquellos dos desgraciados los condenó un jurado popular.

—Es verdad, salía en la película.

—Antes de que se me olvide. Le he traído algo.

—Ah sí, ¿el qué?

—Algo que tomé prestado. Primero, estos dos libros. Pertenecían a Óscar, estaban en su piso. Los tenía muy anotados, y me sirvieron para conocerlo mejor. Ahora creo que debe tenerlos usted. Para él.

Y señalé al niño. Magda tomó los libros y los miró con interés.

—Epicteto —sonrió—. Lo uso a veces, con mis clientes. Sólo tiene una pega, para mi gusto, que invita a una conformidad excesiva.

—Bueno, lo compensaba con el otro.

—Sunzi —exclamó, mientras su sonrisa se hacía un punto más pronunciada—. También lo uso. Bueno, yo y un montón más. Hay escuelas de negocios donde se estudia como texto obligatorio. Recuerdo haberlo comentado con mi hermano, más de una vez. De aquí sacó la inspiración para su estrategia. La estrategia del agua, la llamaba.

—¿Y en qué consistía, esa estrategia? —preguntó Chamorro.

—En ser como Sunzi dice que es el agua. En no tener forma, para que no puedan darte los golpes. En buscar los resquicios, para hacer inútiles las murallas del enemigo. En evitar las alturas, donde el adversario que dispone de mejores arqueros te acribillará a placer. En resumen, en rehuir el enfrentamiento infructuoso y buscar un terreno de batalla donde tus tropas sean mejores que las del general contrario.

La metáfora era diáfana, pero se tomó el trabajo de traducirla:

—Era lo bastante inteligente como para comprender que no podía responder a la violencia con violencia. Que tampoco tenía sentido empantanarse en el resentimiento, por más que se sintiera víctima de una injusticia. Así no podía ganar, sólo reforzaba la posición del enemigo. Asumió que él tendría que hacer un camino más largo, más penoso, más sutil. Y se puso a ello, porque tenía voluntad de vencer.

Nos quedamos callados. Magda concluyó:

—Supongo que el pobre no contó con que todos los cálculos y toda su estrategia no servirían de nada, contra quien iba a atacarle a traición. Y eso que el propio Sunzi lo advierte: La guerra es el arte del engaño.

Meneé la cabeza.

—No. Al final, su estrategia funcionó. Ganó la guerra.

Magda me miró como si no comprendiera.

—¿Que ganó, dice? Está muerto, brigada. Y ella viva.

—Todos nos morimos. Eso no significa nada.

Miré al niño, que en ese momento se deslizaba sobre un tobogán.

—Su batalla era ese chaval de ahí —dije—. Su paternidad, de la que habían intentado despojarle, y que no quiso ceder y defendió con valor, pero también con éxito. Su guerra no se libraba en los tribunales, sino ahí dentro. En la memoria y el corazón de ese niño. Que reconocerá por siempre a su padre, y a quien jamás se lo podrán quitar. La que ha perdido es ella, que ya no tiene derecho a llamarse su madre. Como diría Epicteto, pudo matar a Óscar, pero no perjudicarlo.

Los ojos de Magda se humedecieron. Los de Chamorro también. Yo todavía no sé muy bien cómo me las arreglé para contenerme.

—Puede ser —concedió Magda—. Por qué no. Trataré de verlo como usted dice. Es mucho más consolador que la otra versión.

—Ocúpese de que el chaval lea un día esos libros, con las anotaciones de su padre. Cuéntele cómo era. Su recuerdo será para él una buena compañía. Le ayudará, en los momentos oscuros. Aunque ya no esté.

Magda se enjugó las lágrimas y esbozó con esfuerzo una sonrisa.

—Creía que los policías eran fríos. Que no se implicaban.

La miré a los ojos.

—Sé de lo que estoy hablando. Crecí sin padre. Y creo que está vivo en alguna parte, pero tengo mucho menos de lo que tiene su sobrino.

Magda inspiró hondo.

—Gracias. Por la confidencia.

—He traído otra cosa —dije—. También estaba en su piso. No lo había pintado, y me he permitido hacerlo yo. Déselo también al chico.

Le tendí la figura de plomo. No le expliqué que era un combatiente de las SS; a fin de cuentas, ese detalle era irrelevante. Dejé que la apreciara sin el postizo de la información histórica, que a veces es más bien deformación, o anécdota superflua. Lo examinó atentamente.

—¿Esto lo ha pintado usted?

—Sí. Así mato el tiempo libre.

—Es usted todo un artista.

—Un amateur, nada más. Pero aplicado, eso sí.

—Lo guardaré —prometió—. Y le contaré a él que lo pintó el hombre que resolvió el asesinato de su padre. Algo dice de usted.

Por un momento tuve dudas sobre si eso que la figura decía de mí, cuando lo interpretara el chaval, le daría una impresión positiva o negativa. Pero mentiría si dijera que llegué a preocuparme.

—No hace falta. Además, no lo hice solo. La sargento, aquí presente, y mis otros compañeros, tienen tanto o más mérito que yo.

—Bueno, yo le diré lo que quiera —me retó—. No podrá impedírmelo.

—Tiene razón. No podré —admití, secundando su sonrisa.

Miró el reloj.

—Se nos hace tarde. Voy a ir llamándolo.

Me puse en pie, y Chamorro conmigo.

—Nosotros nos vamos —dije—. No queremos estorbar. Bastantes novedades ha tenido que asimilar la criatura en tan poco tiempo.

—Es un chaval fuerte. Lo superará.

—Encantado de conocerla, Magda.

—El placer es mío. Y el agradecimiento.

—Nos pagan por esto. Ya sabe dónde estamos, para lo que necesite.

—Mucho gusto, y gracias —se despidió Chamorro.

Echamos a andar hacia el aparcamiento, antes de que trajera al niño. De camino, me permití admirar el azul radiante del firmamento, por encima del perfil de la ciudad. La línea del cielo de Madrid quizá no sea gran cosa, arquitectónicamente hablando (la Almudena no es por cierto el Chrysler Building, ni el Edificio España el Empire State, ni las cuatro exageradas torres advenedizas valen un pimiento al lado de Lower Manhattan o el downtown de Chicago). Pero el caso es que tiene algo, y en especial vista desde allí, desde aquel centenario coto de caza real arrebatado a su antiguo beneficiario por los madrileños.

—Prueba superada —me sacó de mi ensimismamiento Chamorro.

—¿Tú crees?

—Lo creo. Al final, resucitaste.

—Por esta vez.

Todavía aquel sumario dio un par de coletazos, cuando se revelaron las conversaciones de Montserrat con la presidenta de la Audiencia y de Monroy con la ex miss Caty Liébana. Hubo algo de escándalo, pero a ninguna le pasó nada. La magistrada alegó que la habían sorprendido en su buena fe, por medio de aquel Carbajosa, antiguo compañero de facultad. Al ex novio de Caty, que tenía sus propias miserias, no le convino poner la denuncia. Y sus historias cayeron en el olvido, como quizá merecían. Por mi parte, me comprometí a que Óscar Santacruz no corriera igual suerte. Cuando menos, mientras yo aliente sobre este sucio y tramposo mundo, puedo garantizar que su terso recuerdo vivirá conmigo.

Sitges-Viladecans-Getafe-Santiago de Chile-

Belgrado-Bidart-Madrid

21 de septiembre de 2008 - 25 de septiembre de 2009