20

No sin mi abogado

La cafetería en la que Monroy había citado a Chamorro era una de esas, más bien raras en Madrid, donde todo está muy limpio y es de diseño. Mejor me habría caído si hubiera elegido alguna muestra representativa de la hostelería local, con su sello cutre y su olorcillo a fritanga, o ya puestos a quedar en una cafetería, una de esas rancias, con olor a cruasanes y tortitas con nata y parroquia de edad media por encima de los setenta. Pero para ser sinceros, aquel tipo tenía ya muy pocas posibilidades de ganarse mi simpatía. Lo divisamos en la barra, llevando bajo el brazo la revista que nos había dicho que llevaría durante la breve charla telefónica que habíamos mantenido poco antes. Era una de fitness. Decididamente, el chaval no tenía remedio.

—Tú haces de poli buena. Yo de cabrón —murmuré a Chamorro.

Era alto y vestía bien, todo de Hugo Boss, que no poder pagármelo no me impide reconocer el corte. Llevaba en el bolsillo de la americana unas gafas de sol de Prada, cuidando de que quedara fuera la patilla del logo. Por descontado. Al vernos, se dirigió a mi compañera:

—¿La sargento Chamorro?

—Sí, el señor Monroy, imagino. Mi compañero, el brigada Vila.

—Encantado. ¿Les parece que nos sentemos?

—Nos parece. Cortado —dije, y me fui hacia una mesa sin esperarle.

Un par de minutos después, Virginia, que mantenía la diplomacia, y Berto, que le correspondía untuosamente, vinieron con los cafés. Tan pronto se sentaron, yo tomé mi cortado y tiré de forma ostentosa el sobrecillo de azúcar al centro de la mesa. Luego comencé a dar vueltas a la taza sobre el platillo y me quedé mirándole sin abrir la boca.

—Le escuchamos —dijo Chamorro—. Qué quería contarnos.

Monroy tragó saliva. Por su planta y por su pinta se veía que era un tipo acostumbrado a dominar la situación, y le costaba un poco tener que hacer méritos ante un tribunal. Pero se aplicó a la tarea:

—En primer lugar, quiero dejar muy claro que vengo a título personal. Soy amigo de Montserrat Castellanos, ya lo saben, ella me dio su teléfono. Pero Montse no quería que hablara con ustedes. Y supongo que lo comprenden: lo último que ella quiere, ahora que está muerto, es echar más mierda sobre la memoria del padre de su hijo. Pero yo la convencí de que teníamos que contarles lo que sabemos, y como vi que a ella le iba a costar, me ofrecí a venir a hablar con ustedes.

—Ya —dije, mientras alzaba mi taza.

—¿Y qué es eso que saben? —indagó Chamorro.

Monroy puso cara solemne. Como de gran revelación.

—Óscar consumía drogas. Y traficaba con ellas. No puedo decirles a qué nivel. Pero creemos que se metió en un lío. Ya saben lo que pasa, cuando uno entra en ese mundo, y además consume también.

—No, no lo sabemos —dije—. Somos de homicidios. Y usted, ¿cómo lo sabe?

Monroy se quedó seco. Me habría gustado tenerlo conectado a un monitor, para seguir su ritmo cardiaco. Aunque casi podía adivinarlo. Con todo, hizo un esfuerzo y soltó una risita nerviosa.

—No haga caso a mi compañero —dijo Virginia—. Es un poco irónico.

—Eh, sí —balbuceó Monroy, dirigiéndose a ella—, parece que sí que es un poco bromista. Me imagino que eso ayuda, en su oficio.

—Enormemente —dije.

—Pero, dejando eso aparte —intervino Chamorro—, lo cierto es que nos interesaría saber cómo lo supo usted. Que Óscar traficaba, digo.

Aquí Monroy se rehízo un poco.

—Bueno, soy propietario de unos cuantos locales nocturnos, y también llevo la seguridad de otros varios. Para proteger a mi clientela de malos rollos, debo estar al tanto de ciertos asuntos, y sobre todo tener buenas fuentes de información. No sé sí me entienden.

—Más o menos —repuso Chamorro, con dulzura.

—Tiene mucha suerte, su clientela —añadí.

Monroy volvió a carraspear. No lo estaba haciendo nada bien.

—El caso es que, por una de esas fuentes, me llegaron noticias. Y como Montse es buena amiga, y sabía que estaba muy preocupada por la deriva que tomaba su ex, porque cada quince días le entregaba al niño, pedí que me hicieran averiguaciones. Y supe dónde, cuándo, etcétera. Lo hablé con ella y entonces… Bueno, se nos ocurrió la idea.

Chamorro seguía contemplándolo con deliciosa mansedumbre.

—¿Qué idea?

—Pues… Verá, es algo delicado, pero creo que podrán comprenderlo —se notó que la zozobra de Monroy aquí era fingida, preparada de antemano—. Por aquella época Óscar había pedido al juzgado la custodia del niño. Y Montse, aparte de sus intereses legítimos, creyó que no podía permitir que le dieran el niño a alguien así. Mi fuente tenía algunos contactos, entre ellos un confidente de la policía. Y bueno, quizá les parezca mal, pero para ayudar a mi amiga le pedí que animara a ese confidente a denunciar a Óscar. Así quedarían al descubierto sus trapicheos. Y de paso quizá se pensaría lo de seguir con ellos.

La sargento guardó silencio. Luego me miró y volvió a observar a Monroy. Pero continuó callada. Nuestro hombre vaciló.

—Ya, ya sé que no es algo muy presentable, que digamos, pero…

—Pero fue eficaz —lo interrumpí.

—¿Por qué no lo denunció usted? —preguntó Chamorro.

—Yo no tenía la información concreta. Y bueno, para qué engañarnos, no es el tipo de cosas en las que uno quiera aparecer, y más si hay otro modo de conseguir el resultado que se pretende. ¿No cree?

Me incliné sobre la mesa, para mirarle más de cerca.

—Sí —dije, con intención—, cuando uno tiene un problema, siempre es mucho más gratificante que otro se manche las manos para resolverlo. Además, si algo va mal, se le puede echar la culpa. ¿No?

Monroy se echó hacia atrás. Le incomodaba mi proximidad.

—Miren, no cometí ningún delito, aunque puede que no jugara del todo limpio. Y no se lo cuento como algo que me enorgullezca, aunque lo volvería a hacer, si se presentara la situación. Lo que importa, creo yo, es que he venido por mi propia voluntad a contárselo. Y que se trata de algo que me parece que les interesa para su investigación.

No moví un músculo ante su alegato.

—Si no tiene inconveniente, lo que importa lo decidiré yo.

—¿Cómo se llama su fuente? —preguntó Chamorro—. La que le dio la información, y luego animó al confidente de la policía.

—Entenderá que eso no puedo decírselo.

Chamorro sonrió.

—Pues no sé. Sólo hasta cierto punto.

En ese momento me puse bruscamente en pie.

—¿Algo más, señor Monroy? Somos personas ocupadas.

Le costó articular palabra, pero al final lo logró:

—No, es decir… Básicamente era eso.

—Muy bien. Muchas gracias. Buenos días.

Y eché a caminar hacia la salida, sin mirarle a él ni esperar a mi compañera. Me dirigí a paso vivo hacia el aparcamiento donde habíamos dejado el coche. Poco después se me unió Chamorro.

—¿No se te ha ido la mano? —dijo.

—No. No vamos a perder más tiempo con ese fantoche.

Y empecé a marcar el número de Salgado.

—La verdad, mi brigada, es que así de mala leche impones —apreció Chamorro, mientras miraba hacia atrás—. Ni siquiera ha salido aún de la cafetería. Me parece que se ha ido directamente a los lavabos.

—Me la sopla. No, Salgado, no es a ti. Oye, ya hemos hablado con el mierda ese. Quiero que me pases su línea aquí, para oírle.

—En cuanto llame, descuida.

Un par de minutos después, cuando ya estábamos en el coche, de regreso a la unidad, sonó mi móvil. Era la cabo Salgado:

—Mi brigada, Monroy al aparato.

—Pásamelo —dije, y conecté el manos libres para que mi compañera también pudiera oír a nuestro sospechoso mientras conducía.

Pero la primera voz que oímos, tras un par de chasquidos, no fue la de Monroy. Era una mujer, a la que no tardamos en identificar.

—¿Qué, cómo ha ido?

—Bien, bien…

Crucé una mirada con la sargento. No sólo era un patoso y un miserable gallina. También era un mentiroso repugnante.

—Pero, cuenta, dime, ¿qué impresión te han dado?

—Bueno, la chica muy maja. No parecía lesbiana ni nada, por cierto…

Monroy se echó a reír y todo. Chamorro meneó la cabeza.

—¿Y el otro?

—Bueno, un tío bajito, con bastante mala hostia. Sólo le faltaba el bigote.

Mi compañera dio un respingo. Pero se contuvo.

—Vas a ver lo que es mala hostia de verdad cuando te enganche, Big Jim de baratillo —mascullé, aunque no pudiera oírme.

—Pero a ver, cómo se lo han tomado.

—Bien, bien, ya te digo. Para ellos, si tienen algo de instinto policial, ésa es la puta línea. Para ir por otro camino no tienen más que el testimonio de dos tías que te odian, no creo que sean tan gilipollas como para no verlo.

—Tendríamos que contratar a este chico para que hiciera el examen final a los que salen de la academia —dije—. Instinto policial

—¿Y no te han preguntado nada?

—Sí, querían que les diera el nombre de mi fuente. Pero les he dicho que no. Ya saben que estas cosas no se cuentan, y además, era algo que tenía perfectamente calculado. Ellos ya lo han averiguado por su cuenta. No me lo preguntaban más que para comprobarlo. Podía negarme sin problemas. Lo único que ellos necesitan es que les encajen todas las piezas, y eso ya lo tienen.

—Es un crack —dijo Chamorro—. Un cerebro de la manipulación.

—Sí. Fu Manchú, como poco.

—Entonces, ¿me puedo quedar tranquila? ¿De verdad?

—Diría que sí. Tuviste una buena idea. Teníamos que hacer la jugada.

—Bueno, te dejo, que tengo un señalamiento. Hablamos luego.

Ahí colgaron los dos. Chamorro y yo nos quedamos pensativos.

—¿Y bien? —me sondeó.

—Pues ya ves. El ser humano le tiene alergia a la verdad. Sobre todo cuando le es desfavorable. Pero nos viene bien que la haya engañado.

—¿Porqué?

—Porque vamos a ir a por todos. Ya. Y mejor que esté desprevenida.

—¿Ya? ¿Hoy, quieres decir?

—Ajá. Esta cadena tiene un eslabón débil, y como me consta tu inteligencia no hace falta que te diga cuál es. Estamos en condiciones de romperlo ya, y los otros es posible que no los rompamos nunca. Fíjate que con todo y lo nerviosa que estaba, Montse sigue sin decir nada que la incrimine respecto del asesinato, sólo se inculpa de la emboscada para que la policía pillara a Óscar con las papelinas encima.

—Ya me he percatado. ¿De veras estás seguro de que es el momento?

—Al cien por cien, nunca. Pero dudo que tengamos un día mejor.

La sargento asintió.

—Creo que opino como tú. Por si te sirve de algo.

—Me sirve, Vir. Después de oírte decir eso, voy a marcar este número —y levanté mi teléfono— con mucha más determinación.

La juez Fernández-Vadillo no tardó en ponerse. Le conté en resumen lo que había, haciendo hincapié en que había sido Montserrat Castellanos la primera persona con la que había hablado Monroy tras nuestra entrevista, y en lo que se habían dicho. Le hice notar que ella estaba aún confiada, y que Monroy tenía motivos para la inquietud. Ambas circunstancias me ayudaban a respaldar mi petición:

—Quiero detenerlos a todos. Esta mañana.

—¿A Monroy y Montserrat, quiere decir? —preguntó.

—Y al abogado. Preventivamente. Y por razones tácticas.

—¿Tenemos evidencia en las escuchas para eso?

—Como poco, para acusarle de encubrimiento.

—Muy firme lo veo. ¿No tiene ninguna duda, brigada?

—Confíe en mí. Sé lo que hago.

—Me lo ha probado, hasta aquí. Está bien. Si cree que la fruta está madura, adelante. Voy redactando las órdenes y se las paso por fax de aquí a media hora como máximo. ¿Los tienen localizados?

—En todo momento. Ninguno apaga el móvil. Quiero decirle algo, señoría. Ha sido providencial tenerlos intervenidos desde tan pronto. Tengo que agradecerle personalmente el valor para ordenarlo.

—No me dieron poder para no usarlo, brigada. Que vaya bien.

Esta vez no hizo falta recurrir a la caballería, aunque por seguridad organizamos las tres detenciones para practicarlas simultáneamente. Mandé a Salgado a por el abogado Rovira, que en ese momento estaba en la Audiencia Provincial. Lo interceptó en la misma puerta, según salía, para pasmo de curiosos y del propio interesado. Arnau, junto a la cabo Gloria, de la comandancia, que vino a echar una mano en su calidad de enlace para el caso, y un par de GRS, para curarnos en salud, le puso las esposas a Monroy, a quien sorprendieron a la salida de uno de sus locales y que ni siquiera estaba armado. El gorila que tenía allí emitió algún gruñido, pero los GRS eran más altos y más anchos y además llevaban subfusil. Por mi parte, me fui con Chamorro a donde, según su móvil, estaba Montserrat Castellanos: los juzgados de lo contencioso-administrativo de la Gran Vía. También la esperamos en la puerta y, cuando salió, no pude evitar que me impresionara un poco. Las fotos que teníamos de ella no le hacían justicia. Era una mujer muy atractiva, vestida impecablemente, con una estructura ósea notable y una energía que se hacía perceptible en el más ínfimo de sus gestos. Pero estábamos allí para lo que estábamos, y yo era el jefe. Le enseñé mi placa y la tomé del brazo, al tiempo que le anunciaba:

—Guardia Civil. Está usted detenida. No se resista y no la esposaré.

La expresión que entonces adoptó su rostro es difícil de describir. Por un lado, parecía estupefacta, como si acabara de aterrizar en algún escenario completamente irreal. Por otro, en la lentitud con que parpadeó creí leer que sus ojos veían al fin lo que tanto habían estado esperando. Lo que en su día había previsto que terminaría por ocurrir, sin que ello hubiera bastado para disuadirla de su propósito.

—¿Por qué? —dijo al fin.

—¿Necesita que se lo diga?

—Tiene que hacerlo. Es la ley.

Por lo menos no era una pusilánime, como Monroy, ni reaccionaba burdamente, como el sicario. En efecto, era mi deber, y no lo rehuí:

—Por inducción al asesinato a tiros y por la espalda de su ex marido, don Óscar Santacruz García, el pasado miércoles. ¿He sido preciso?

Me sostuvo la mirada. Sin pestañear.

—Bastante. Pero se equivoca. Gravemente.

—Disponemos de unas cuantas horas para hablarlo. En marcha.

A eso de la una y media, los teníamos a todos en los calabozos. Repasé con mi gente las diligencias pendientes. Arnau me alargó un sobre con unos documentos. Antes de abrirlo, pregunté:

—¿Qué es?

—Información detallada sobre Wilson Jara Romero, el colombiano. Por cortesía del sargento Monteagudo. Al final se estiró.

—Se lo agradeceremos, aunque ahora no es lo prioritario. Cuando puedas, échale un vistazo y dime si hay algo que nos sirva para lo que tenemos ahí abajo. ¿Algo más que debamos tener en cuenta?

Salgado se encogió de hombros.

—Por razones de todos conocidas, la escucha está seca. Y antes de que se desconectara el último, nada que tenga que ver con el caso.

Chamorro me mostró unos folios.

—La documentación societaria de Starship Troopers, S. L. Sacada esta misma mañana del Registro Mercantil. Por cierto, acaban de poner un servicio de certificación online. En adelante no hay por qué esperar a que abran la oficina.

—Vaya. Tendré que tragarme mis palabras.

—No todas. Es de pago, y nada económico. En fin, aquí está lo que me pediste.

—A buenas horas. Ya sabemos quién conducía el Mercedes.

—Que sepas que tiene poderes de la sociedad, además.

—También sabíamos que es un aficionado. ¿Algo más?

Los tres negaron con la cabeza.

—Muy bien, pues vámonos a comer. Mejor afrontar el tajo con el depósito lleno. Y así les damos un par de horitas para que hagan examen de conciencia, mientras contemplan las paredes de la jaula.

Sabía bien que no era aquélla, precisamente, una vista que apaciguara el ánimo de nadie. Y eso me convenía, pero también dejar algún tiempo antes de interrogarlos. Así podía hacerles creer a todos que ya había hablado antes con los otros. Un truco viejo, pero útil.

Durante la comida debatimos el orden. Escuché a mi gente, pero me incumbía la responsabilidad de decidir y así lo hice:

—Primero Monroy, luego el abogado y Montserrat la última.

—¿No deberías dejar a Monroy para el final? —dijo Salgado.

—Es del que más sé. Y luego le puedo dar otra vuelta.

—Estoy de acuerdo —me secundó Chamorro.

—Lo haremos Virgi y yo. Pero estad al quite.

Pedí que trajeran a Monroy y que lo metieran en el confesionario. Lo dejé ahí unos diez minutos, antes de entrar con Chamorro. Me llevé unos papeles, que apenas me senté puse boca abajo sobre la mesa.

—Discúlpenos, señor Monroy. Estábamos acabando con otro interrogatorio, hoy se nos amontona el trabajo. ¿Le han dado de comer?

Me miró con gesto desencajado.

—Sí —murmuró.

—Muy bien. Espero que le gustara el menú. Es lo mismo que nos dan a nosotros. Bueno, qué ha pensado en este rato. ¿Va a colaborar?

—Están cometiendo un error —protestó—. Yo no tengo nada que ver…

—Berto, tiempo muerto —lo corté en seco—. Antes de que sigas: lo sabemos todo. Y no sólo lo sabemos. Es que lo podemos probar.

Nos miró sucesivamente a ambos.

—Qué… ¿Qué es lo que saben?

—Joder, tío. Que eres el último. Que los otros ya han largado. Por no hablar de las pruebas materiales, las conversaciones, las localizaciones de tu móvil y el de la víctima… Vamos, ya quisiera tener siempre tan amarradas las cosas. Creo que no has entendido cuál es la cuestión.

—Cuál es.

—Si callas y te comes la pena máxima, o confiesas y entonces atenuamos lo tuyo. A fin de cuentas el tiro por la espalda y con nocturnidad no lo pegaste tú. Son agravantes, que te sonarán. La diferencia puede ser de unos años. Y eres un hombre joven. Tienes que pensar en el futuro. En lo que harás cuando salgas, allá para el 2025. Es decir, si colaboras. Si no, hueles a preso hasta el 2035. Uf, qué lejos.

—Si ya han confesado los otros, ¿para qué necesitas que confiese yo?

Le dejé creer por un momento que me sorprendía.

—No pienses tanto, Berto, no vayas a hacerte daño. Me gusta dejarlo todo bien redondito, soy un poco maniático, por eso me empeño en que me confiesen todos. Pero son cosas mías, tú no te preocupes.

Entonces respiró hondo y respondió:

—Quiero a mi abogado, ahora mismo. Soy inocente. Y eso es todo lo que tengo que decir. No me va a sacar de ahí, haga lo que haga.

Crucé una mirada con Chamorro. Luego me levanté.

—Allá usted, señor Monroy. A mí me da igual. Sea el 2035 pues.

Y le indiqué a la sargento que me acompañara fuera. De reojo vi la cara de funeral que se le quedaba a nuestro sospechoso. O mucho me equivocaba, o aquello no había acabado allí. Repetimos la operación, y la comedia de la llegada con retraso, con Máximo Rovira. El abogado estaba visiblemente nervioso. Tenía un tic facial que repetía a intervalos de dos o tres segundos. Me senté frente a él y le pregunté:

—¿Fuma usted?

—Se supone que lo estoy dejando.

—Le puedo dar un pitillo. No más, que esto es pequeño. Pero luego no aceptaré responsabilidades por su recaída en el vicio.

—Está bien. Gracias.

Tomó con fruición el cigarrillo que le conseguí de un compañero. También tuve que pedirle el mechero, porque ni Chamorro ni yo fumábamos. El abogado dio un par de caladas agónicas.

—Señor Rovira, ¿le han informado de la acusación?

—Algo así —rezongó—. Tengo derecho a la asistencia de un letrado, y quiero disponer de ella antes de que empiece a preguntarme nada.

—Claro, esto es informal. Ahora llamamos a quien nos indique. Pero antes quería ponerle al corriente de lo que nos han contado los otros. Y también, en confianza, de lo que yo pienso al respecto. No sé, con usted tengo una extraña sensación. Algo no es como nos dicen.

—¿Qué les han dicho?

—Que estaba en el complot, desde el principio. Que le pidió a Monroy que buscara al asesino. Que incluso puso el dinero.

—Eso es mentira —saltó, fuera de sí.

—Repito lo que me dicen. Pero no sé, hay algo que… Vaya, que me mosquea. ¿Estaba usted al corriente de que su mujer y Monroy tenían un…? En fin, perdone la crudeza: ¿era usted cornudo y consentidor?

Rovira abrió unos ojos como paelleras.

—¿Cómo?

—Vale, ya me ha respondido.

—Eso no es verdad. Se lo acaba de inventar.

—Tengo grabadas sus conversaciones. ¿Quiere oír una?

De pronto, a Rovira pareció faltarle el aire. El tic se convirtió en una sacudida y el cigarrillo cayó al suelo. Chamorro lo recogió.

—Esto es… Dios —exclamó el abogado—. Lo que faltaba.

Le puse la mano en el antebrazo.

—Señor Rovira, me da que me han mentido sobre usted. Sé que sabía lo que habían hecho, sé que lo encubrió, y puedo probar ambas cosas. Pero estoy dispuesto a creer que lo planearon sin su participación.

Máximo Rovira alzó entonces una mirada atribulada.

—Yo no haría algo así, no estoy tan loco.

—Eso me parece. Y podría asumirlo en mi informe. Pero para terminar de convencerme necesito que me dé algo. ¿Lo considerará?

Bajó los ojos. Vi que se lo estaba planteando.

—No sin mi abogado delante.

—Déme su nombre y su teléfono. Y lo tendrá aquí en lo que tarde en llegar desde donde esté ahora mismo. Se lo prometo.

—Roberto Nadales, se llama. ¿Tiene para apuntar?

Soy hombre de palabra y me gusta demostrarlo, también a los detenidos. Media hora más tarde, Rovira tenía su abogado, un compañero de despacho que se le parecía en casi todo, desde el peinado al traje azul marino y la camisa celeste con puños y cuello blancos. Sólo se los diferenciaba por la corbata, rosa la del otro, azul la que le habíamos quitado a Rovira. Con su colega delante, Rovira se derrumbó, aunque calculadamente. No aceptó otra responsabilidad que la de tener sospechas del complot asesino y no haberlas puesto en conocimiento de la justicia, para lo que invocó la eximente de vínculo afectivo. Leyó un par de veces la declaración y la firmó. Antes de que nos lo lleváramos, se dirigió a su compañero. Con tono agrio y expresión dolida, dijo:

—Si te llama, no la defiendas. Si quieres seguir siendo mi amigo.

El otro se quedó como una estatua de escayola. A decir verdad, llevaba así desde que Rovira había empezado a hablar. Por mi parte, retuve aquella información, que podía sernos provechosa.

Veinte minutos después, Montserrat Castellanos nos esperaba en la sala de interrogatorios. Antes de entrar, le advertí a mi compañera:

—Voy a preguntarle sólo una cosa. Luego es toda tuya. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Abrí la puerta y le cedí el paso. Se acercó a la mesa y tomó asiento frente a la detenida. Yo me senté en la silla que había a un lado. Montserrat nos siguió a ambos con los ojos, sin decir nada, y acabó quedándose fija en Chamorro. Era lo que le resultaba más cómodo.

—Tiene derecho a un abogado —dije—. ¿Ha pensado en alguno?

Se volvió en mi dirección, cautelosa.

—Sí. Máximo Rovira. ¿Le doy el teléfono?

Meneé la cabeza.

—Lástima. Debo informarle de que el señor Rovira está momentáneamente impedido para el ejercicio de la profesión. Aunque, ¿de veras era necesario que se lo dijera? ¿No lo imaginó por sí sola?

No dejo traslucir ninguna emoción. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Roberto Nadales.

—Mire, qué casualidad. Estaba aquí hace un rato. Con un poco de suerte, no habrá ido muy lejos. Tengo su número, voy a llamarlo.

Marqué el número cifra a cifra, recreándome en la operación. Montserrat seguía empecinada en aparentar indiferencia, pero cada vez le debía de costar más. Cuando terminé de marcar, puse el altavoz.

—¿Sí? —contestó el abogado.

—Hola, señor Nadales. Brigada Vila, Guardia Civil. Hemos estado hablando hace un rato, no sé si me recuerda. Tengo a una detenida que pide que sea usted quien se encargue de su asistencia letrada.

—¿Una detenida? Perdone, pero no le oigo muy bien.

—Es que aquí la cobertura falla un poco. Sí, una detenida. Se trata de Montserrat Castellanos García. ¿Acepta usted representarla?

El silencio que en ese momento se hizo en la línea resultó memorable; y la cara de Montserrat fue un digno acompañamiento.

—Lo siento. No puedo aceptar. Ya lo sabe usted.

Cortó la comunicación. La detenida abatió la mirada.

—Ya ve —dije—. Tendrá que pensar en otro.

Permaneció callada durante un espacio de tiempo que alargué a conciencia. Finalmente, me permití interpretar su mutismo:

—Habrá que buscarle uno de oficio, entonces. Tardará un poco en venir. Entre tanto, mi compañera quería hacerle algunas preguntas. Si puede contestarlas, aunque sea oficiosamente, se lo agradecerá.

Me eché hacia atrás. Chamorro tomó el relevo.

—Lo primero de todo, señora Castellanos, conviene que sepa que antes de detenerla hemos reunido muchas pruebas, no sólo de la autoría material del asesinato, sino de la conspiración para ejecutarlo. Y que hemos detenido e interrogado a otras personas, que ante lo aplastante de esas pruebas han reconocido los hechos que se les imputan.

—Me parece bien. Es su trabajo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

Chamorro endureció el semblante.

—Soy yo quien pregunta. Y lo que estoy tratando de decirle es que se piense muy bien lo que me responde. Ni voy a tragarme cualquier cosa, ni está ya en condiciones de negar determinados extremos.

—Pregunte usted. Sé bien lo que le voy a responder.

Saltaba a la vista que no estaba dispuesta a dejarse amilanar. Chamorro hizo como que hojeaba los folios que tenía ante sí y le espetó:

—Una duda que tenemos. ¿Fue usted quien le pidió por su cuenta a Juan Alberto Monroy que buscara un sicario para matar a su ex, o lo hizo en connivencia con su pareja sentimental, Máximo Rovira?

—¿Todas las preguntas van a ir por ahí?

—Más o menos.

—Está bien. Si es así, le voy a dictar mi única respuesta para todas.

La sargento encajó de mala gana la chulería. Continuó Montserrat:

—Apunte. Nunca haría nada contra el padre de mi hijo. Soy inocente.

—No sea sarcástica. Hemos hecho nuestro trabajo. Sabemos que le puso una denuncia falsa. Que hizo que lo detuvieran sin motivo.

—No. Me agredió y tuve que denunciarlo.

—Mire, no espero que de repente sienta el peso de la conciencia. Le estoy dando la oportunidad de reducir su responsabilidad. Dígame algo imaginativo. Qué sé yo, que sólo pidió que le dieran una paliza.

—Soy inocente. Eso es todo lo que tengo que decir.

Mi compañera lo intentó de todas las formas posibles y por todos los flancos que podía atacar sin desvelar nuestras cartas. Pero fue en vano. Y así iba a seguir. Al cabo de un rato, decidí acabar con la farsa:

—Escuche, señora Castellanos. Si yo no fuera lo que soy, le diría que es usted una basura, no sólo por lo que ha hecho, y lo que le ha hecho a su hijo, sino por la gente con la que anda. Y le diría también que puede que ese abogado y ese matón de discoteca a los que se tira tengan el rabo más grande, pero lo que me consta es que no tienen ni la mitad de pelotas que el hombre al que hizo matar a traición; un hombre que con todos sus fallos tenía la dignidad y el coraje que usted no tendrá jamás. Pero soy guardia civil, y como tal me enseñaron que a los ciudadanos se les trata con respeto, incluso cuando delinquen. Así que no voy a decirle nada de eso. Le diré que hace legítimo uso de su derecho a no declararse culpable, que por nuestra parte hemos terminado y que, a partir de aquí, la autoridad judicial decidirá.

No replicó. Y cuando se la llevaron, no se volvió siquiera. Pero yo me quedé más a gusto. Una hora después, Juan Alberto Monroy pidió hablar de nuevo con nosotros. Le mostré un par de documentos y le puse un par de grabaciones. Antes de las nueve, y tras llamar a un abogado, teníamos su confesión firmada. Ya lo decía el viejo Sherlock: ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil.