Esto no es la RENFE
Salgado era una guardia experimentada, y además estaba al corriente de que aquel domingo por la tarde yo andaba ocupado con algo que no iba a abandonar sin un motivo rigurosamente excepcional. Me hallaba en condiciones de deducir, por ambas razones, que no hablaba a la ligera cuando me decía que tenía que acudir a su llamada. Pero con todo y con eso decidí ponerla a prueba, quizá para terminar de acreditar la necesidad ante mí mismo, y de paso ante mi hijo:
—Convénceme. En no más de diez palabras.
Quizá cualquier otra con menos recorrido y menos cuajo habría zozobrado ante el desafío. A Salgado le sobró la mitad del mísero crédito verbal que le había otorgado. Pronunció tan sólo cinco palabras, pero resultaron inapelables. Tras oírlas, sólo pude responder:
—Voy para allá. Y avisa a Virginia y Arnau. Los quiero a los dos allí inmediatamente. Desde el coche te voy diciendo más cosas.
Luego me volví hacia mi vástago, que había estado escuchando sólo mi parte de la conversación, pero que con eso tenía más que suficiente para situarse. Antes de que pudiera abrir yo la boca, dijo él:
—Si tienes que ir, tienes que ir. No te apures. McNulty y compañía están guardados en el disco duro y de ahí no se van a escapar.
Lo miré con gesto de contrición, aunque la culpa no era mía. O sí.
—Lo siento de verdad, tío —dije—. Me paso toda la semana currando y tratando de dejar despejada esta tarde y explota justo ahora.
—Así va esto. No es la RENFE, tú no sabes cuándo pasan los trenes.
—El próximo fin de semana nos desquitamos. Tenemos los tres días.
—Anda. Que te están esperando.
—Bueno, pues recoge, que te acerco a casa.
—Pillo el bus, tengo bono. Así no tienes que desviarte.
—Pero…
Mi hijo negó con la cabeza.
—Que no hace falta, ya no me pierdo.
Por lo menos, conseguí que me permitiera acercarlo a la parada del autobús. Antes de bajar del coche, me dio un beso y me animó:
—Agárralos, Harry. Y retuérceles las pelotas.
—Me temo que no me será posible hacer eso con todos.
—Ya se te ocurrirá algo. Pero ten cuidado, porfa.
Arranqué y durante unos segundos lo miré por el retrovisor, mientras se sacaba los auriculares del iPod y se los encajaba sin prisa en las orejas. Hasta se me humedecieron un poco los ojos. Porque aquel chaval, que llevaba mi sangre, era un tío de una pieza. Y porque la paternidad le vuelve a uno de mantequilla, qué se le va a hacer.
Por el camino le pedí a Salgado que hiciera un par de gestiones internas con la gente de la comandancia y contacté con mi amo y señor para que estuviera al tanto y en caso de necesidad nos ayudara a mover algunos resortes. Por fortuna, no discrepó de mi criterio. Habría sido muy negativo para nuestra relación, ya que le interrumpí mientras veía un partido en el que su idolatrado Real Madrid iba palmando por 0-2. Cuando llegué a la unidad, Chamorro ya estaba allí.
—¿Ya lo has oído? —le pregunté directamente.
—No. Acabo de llegar. Te estábamos esperando.
—¿Procedo? —preguntó Salgado.
—Ponlo.
Subió el volumen de los altavoces que tenía conectados a su ordenador. En el silencio de la oficina desierta, sonó la voz de Monroy:
—¿Sí?
—Soy yo.
Una seca voz de hombre, que apenas alzaba el tono y que gastaba un marcado acento extranjero al hablar el castellano.
—Ah, qué…
—Escucha. He leído periódicos.
—No te preocupes, todo está…
—Calla. Sólo hablo yo.
—Pero ¿pasa algo?
—Pasa. Y no vuelvas a hablar hasta que yo no diga. He visto periódicos, te digo. Me engañaste. Eso valía más.
—¿Cómo? A qué te…
—Si vuelves a hablar, te arrepientes. No digo otra vez. Digo que valía más, por ruido que hace, y por gente de que se trata. Además, tuve problema. Me dejé algo. Tengo que marcharme, ya. Mañana. Y esto es lo que quiero que hagas: traerme otros veinte mil. A las diez. Te digo luego dónde.
—¿Cómo? ¿Ve-ve-veinte mil? Joder, pero ¿tú sabes lo que dices? Es domingo, ¿dónde voy a encontrar yo esa cantidad?
—Mira en tu caja. Yo sé que no tienes que sacar de banco. Veinte mil. Ni uno menos. Necesito ir lejos. A las nueve te llamo para decir sitio.
—Oye, oye…
—Adiós.
Miré a mis compañeras. Salgado se apresuró a añadir:
—El número desde el que llama no es ninguno de los que teníamos localizados. Y su acento se parece al del Goran que le llamó el otro día, pero he comparado las voces. Se trata sin duda de otra persona.
—¿Qué opinas? —le pregunté a Chamorro.
La sargento miró a la cabo, que le aguantó sin pestañear el escrutinio. Hay momentos en que hemos de poner a prueba nuestras ideas preconcebidas, y rara vez salen bien paradas. Son momentos benéficos, porque de ellos se alimenta desde siempre el progreso de la raza humana y también el de los individuos que la integran. Virginia iba a salir más sabía de aquella prueba. No me dejó lugar a dudas:
—Opino que Salgado tiene razón. Es él. Y se larga.
—Que se dejó algo, dice —pensé en voz alta.
—El casquillo —apostó Chamorro.
En ese momento, me di cuenta de algo. Un descuido de veras imperdonable. Desde el viernes a mediodía no había mirado el correo electrónico oficial. Me resistía a hacerlo salvo que fuera imprescindible, por la tirria que le había cogido al programa de gestión de correo, tan farragoso como poco funcional, y que sin duda nos colocaba en desventaja frente a nuestros adversarios, quienes en vez de costosos sistemas corporativos utilizaban correos web gratuitos. Pero era allí, en el buzón de entrada, donde estaba esperándome algo de lo que habría debido estar más pendiente. También Chamorro, dicho sea de paso; pero su fallo bien podía disculparse, porque ella podía pensar que en cuanto lo recibiera se lo pasaría, y que si no lo había hecho era porque por alguna razón se había retrasado más de habitual.
—Esperad —les dije.
La cabo y la sargento me observaron con extrañeza. Que en medio de aquella emergencia, en la que teníamos apenas dos horas para movilizarnos, yo me detuviera a abrir el ordenador, meter todas las contraseñas y mirar el correo, debió de descolocarlas y no poco. Pero más aún se sorprendieron, sobre todo Chamorro, cuando les pedí que fueran a recoger el documento que empezaba a salir por la impresora y descubrieron que se trataba del informe de balística.
—¿Y esto? ¿Lo tenías escondido? —dijo Chamorro.
—Peor que eso, Vir. Se me pasó.
Salgado leyó por encima del hombro de la sargento.
—Ostras. Arma manchada. Y de otro asesinato, nada menos.
—El primer descuido no cuenta —dije—, siempre que sigas dejando limpia la escena en los sucesivos trabajos. Pero sabe que ya tenemos dos casquillos que unen dos historias, y que con ellos empezaremos a tejer nuestra telita de araña. Por eso ha decidido quitarse de enmedio. Y encima ha averiguado que no ha matado a un camello de poca monta, como a lo mejor le dijeron, sino a un tipo que valía más de lo que le pagaron, por lo que estaba en juego y para quién. Un tipo, además, de fuera del negocio, uno de esos cuya muerte se investiga fijo. Por eso le pide a Monroy que le haga de agencia de viajes. Se lo debe.
—Y porque además lo tiene agarrado por los huevos —dijo Salgado—. Sabe que nadie va a ser tan generoso con él como Berto.
—No es para menos. Cómo tratarías tú a un tipo que lleva en el bolsillo un bonohotel a tu nombre valedero por 7000 noches en el Trullo Hilton, y que puede hacerlo efectivo en cuanto se le crucen los cables o le surja algo que le aconseje pasar por el mostrador a canjearlo.
—Yendo él por delante, eso sí —puntualizó Chamorro.
—Razón de más —dije—. Berto sabe lo mucho que le interesa que este tío no caiga. Y no regateará esfuerzos para ayudarle a evaporarse.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Salgado.
—El móvil, ¿es de la compañía de tu amigo? Cómo se llamaba…
—Alfaro. José Luis. No, mala pata. De otra. Aquí no tenemos atajo.
—Eso quiere decir que va a haber que hacerlo a la antigua. O sea, que nos hace falta más gente.
Entonces llegó Arnau. Venía desencajado, jadeante, sin afeitar. Lo recibí como correspondía a mi rango, es decir, sacándole la falta:
—Mecachis, Arnold, no vas a salir nada guapo en la tele.
—¿Me he perdido algo?
Le puse una mano paternal en el hombro.
—Respira. Nada que no puedas recuperar. Virginia, ve poniéndole al día mientras te coordinas con los de la comandancia. Yo voy a hacer un par de llamadas. Esto no podemos dejarlo escapar. Aunque nos la juguemos, tenemos que ir por él con todo el equipo.
Me metí en un despacho de oficiales y descolgué un teléfono. Le llevaba hecho demasiado gasto ese mes al móvil de la empresa, y estaba a punto de llegar al límite a partir del que me obligarían a justificarlo. Marqué el número sin apresurarme, para no confundirme.
—Sí —oí al cabo de unos cuantos tonos. La voz parecía agitada, como si su dueña hubiera tenido que correr hasta donde estaba el teléfono.
—Señoría, soy el brigada Vila. Sé que es domingo. No haría esto sin una buena razón. Pero me gustaría tener su parecer. Y si coincide con el mío, unas cuantas cosas más que en seguida imaginará.
—Adelante, brigada —suspiró—. Ya me he sentado.
Se lo expliqué todo, la conversación que habíamos oído, lo que a partir de ella y del resto de la información recogida en la investigación habíamos interpretado y lo que creía que debíamos hacer sin demora. Para esto último, traté de darle un motivo de peso:
—En condiciones normales, yo no intervendría aún. Pero corremos el riesgo de que se quite de la circulación. Y eso, hoy día, y suponiendo que le diera sin más por cogerse la moto, significa que mañana podría estar ya en Bucarest, o en Liubliana, o en Sofía. En fin, creo que no hace falta que le diga lo laborioso que sería interrogarlo teniendo que pasar antes por una comisión rogatoria rumana o eslovena o búlgara. Por mucho que lo prevea la ley, y por muy de la UE que sean.
La juez Fernández-Vadillo me obsequió con otro de sus característicos silencios en la línea. Luego carraspeó un poco y concluyó:
—Está bien. Voy a llamar al juez de guardia ahora mismo. Comparto su parecer, y creo que debe tener usted lo que necesite.
—En el lote, señoría, habrá que incluir una orden de entrada y registro. Todavía no puedo decirle dónde. Se lo diré sobre la marcha. Cuando veamos a dónde se dirige tras la entrega, si no coge la carretera directamente. ¿Podemos dejar eso abierto de momento?
—Así se lo pido a mi compañero. ¿Y los demás?
—Los demás me preocupan menos. Tienen arraigo, son miedosos y todavía están especulando con la posibilidad de quedar al margen. De momento iremos por éste. Los otros, ya veremos luego. Si lo hacemos bien, no tienen por qué enterarse de nada. Mi impresión personal es que la relación de Monroy con éste no es excesivamente fluida.
—De acuerdo. Usted puede valorarlo mejor. Pero tenga presentes los tiempos. Desde que le eche el guante, corre el reloj.
—No se me olvida, pierda cuidado.
—Gracias, brigada. Y ya siento el domingo que va a tener. Por usted y por su familia.
Me acordé de mi hijo, y me enorgulleció poder citar sus palabras:
—Esto no es la RENFE. Aquí no sabes cuándo pasa el tren.
—Y en la RENFE, depende. Se lo digo yo, que estuve destinada en Vilanova i la Geltrú y tuve la ocurrencia de alquilar piso en Barcelona.
—También conozco el paño, sí.
—Buena suerte, brigada. Estoy con esto abierto y a mano.
No me dio tiempo a hacer la siguiente llamada. Apenas interrumpí la comunicación con la juez, el interlocutor cuyo número me disponía a marcar se me adelantó y me reclamó desde mi teléfono móvil.
—Vila, tienes suerte. Demasiada.
Oyéndole, cualquiera habría dicho que me había tocado una primitiva. Y en cierto modo, así era, y Pereira, que sabía que yo podía apreciarlo en su justa medida, no se perdió en explicaciones:
—Tienes un equipo de seguimiento. Por fortuna, andaban por aquí. No al completo, pero para lo que pides debería bastarte. Van para allá. Y me demuestras gratitud al capitán, que te conozco, y que aunque tú le vayas a decir lo que tiene que hacer, él es oficial y tú no.
—Jamás me llamaría a engaño al respecto, mi teniente coronel.
—Vale. En cuanto a la caza del pichón, también tienes a los de la UEI, así que puedes dejar a los de la comandancia para otra, no sin antes darles igualmente las gracias por las molestias. Con que nos pongan unos pocos para asegurar el lugar tras el abordaje será suficiente.
—Estupendo, mi teniente coronel.
—Y dime cuanto antes si jugamos en casa o en el campo de la pasma.
—Tan pronto lo sepa.
—Hay que seguir el protocolo, que no digan que nos lo saltamos.
—Lo tengo muy en cuenta.
—Bueno, y ahora que he hecho las dos tareas que me pusiste, espero que a tu satisfacción, te pido que me tengas al tanto de cualquier otra cosa que deba saber. En cuanto acabe el partido voy para allá.
—A sus órdenes.
Y mientras Pereira terminaba de ver cómo el club de su devoción prolongaba con una derrota más una desesperante temporada (que el masoquismo es una pulsión tan personal como inescrutable) yo me ocupé con mi gente de ajustar la operación con todos los demás equipos de los que íbamos a depender aquella noche. Hacia las nueve menos cinco, la cosa empezó a ponerse tensa, porque iba a ser muy difícil mantener el tipo ante toda aquella gente a la que habíamos arrancado un domingo de sus hogares si el teléfono de Monroy, que había permanecido inusualmente inactivo durante toda la tarde (ignorando las llamadas entrantes y sin que hubiera salientes) no sonaba y había que desmontar el dispositivo. Pero a las nueve en punto despertó:
—¿Lo tienes?
—Sí, sí, aunque no ha sido nada fácil, ya te dije que…
—Eso no importa. Espero que tengas todo. O te acordarás de mí.
—Está todo.
—Vale. Ponlo en mochila. Vas a Pinto. Apunta calle y número.
La calle tenía un nombre corto, inconfundible; el número era fácil de recordar: el 12. Una vez que lo hubo escuchado, Monroy dijo:
—Ahí a las diez, entonces.
—No, a las nueve y media.
—Pero me dijiste…
—No hay tráfico de salida. Llegas. No falles.
Cuando colgó, aquel desconocido no sólo le había puesto un cohete en la popa a Juan Alberto Monroy Menchaca. Chamorro buscaba histérica la calle sobre la página de Google Maps, mientras yo llamaba a los de la unidad de intervención y Salgado les daba la noticia a los del grupo de seguimiento, que aguardaban con sus vehículos listos en el aparcamiento al pie del edificio. Arnau nos miraba a los tres con cara de espanto, como si de pronto descubriera que había ido a parar a aquel manicomio del doctor Tarr y el profesor Fether que imaginara Edgar Allan Poe, en el marco de alguna inesperada y extravagante celebración de su bicentenario. Había echado de menos la acción, y ahora la acción llamaba a su puerta.
Como dijo el sibilino Heráclito, no es mejor que les sucedan a los hombres las cosas que quieren.
—Recibido. Nos desplazamos a distancia segura —me informó, imperturbable, el oficial al mando de la unidad de intervención.
—Me cago en… Es un polígono industrial —gritó Chamorro.
—Los de seguimiento ya van para allá —dijo Salgado.
—Muy bien —dije, tras colgar el teléfono—. La suerte está echada. Juan, toma las llaves. Conduces tú. A ver de qué eres capaz.
El guardia se aprestó a cazar al vuelo las llaves con una determinación semejante a la que podía haber puesto en atrapar una piruleta que hubiera estado chupando un infectado por el Ebola. Aun así, y en honor a sus reflejos, no se le escaparon. Dejamos a Salgado al pie de la escucha y los demás nos precipitamos literalmente escaleras abajo. Entre las pocas virtudes de los ascensores de la unidad no estaba la de la celeridad, y en aquella coyuntura cualquier minuto contaba.
Para ser la primera vez que le veía conducir un vehículo policial al límite, he de reconocer que Arnau no lo hizo nada mal. Aprovechó los resquicios con decisión y empujó a los conductores distraídos con maniobras inapelables, logrando que alguno se apartara como si estuviera a punto de ser arrollado por un carro blindado. Gracias a su pericia, logramos apostarnos en un tramo discreto de una calle paralela al borde del polígono industrial, a unos seiscientos metros del lugar de la cita, exactamente a las nueve y veintiséis minutos. En ese momento entró en la emisora la voz del jefe de la unidad de seguimiento:
—Controladas todas las posibles salidas. Envío explorador.
Los segundos transcurrieron eternos. Hasta que se oyó otra voz:
—Punto Alfa. Mercedes gris plata. Descapotable.
No pude contenerme:
—Es un capullo. Integral.
—Ni se imagina que podamos estar aquí —dijo Chamorro.
—Aun así.
—Explorador, adelante, sin prisa —ordenó el jefe del seguimiento.
A eso sucedió un silencio que habría podido cortarse. Lo rompió, a las nueve y treinta minutos justos, una voz en la que las palabras se mezclaban con una ruidosa y rítmica respiración:
—Aquí explorador, acabo de rebasar vehículo Mercedes gris. Conductor cien por cien coincidente con descripción de pájaro uno.
—¿Por qué respira así? —preguntó Arnau.
—Porque va en bici —expliqué—. Un delincuente que va en Mercedes nunca podrá imaginar que lo sigue un tío en bici.
—Moto negra, Yamaha —entró de nuevo en la emisora la voz de nuestro explorador—. Va recta hacia Mercedes. Se detiene a su altura. Doblo para recuperar ángulo de visión… Le ha entregado una mochila azul. Confirmo entrega. Pájaro dos, moto negra Yamaha. Cazadora negra, casco negro, pantalones tejanos. No puedo ver matrícula.
—Está bien, explorador, a punto de encuentro —ordenó el jefe.
Un minuto después, informó otra voz, esta vez femenina:
—Punto Delta. Pájaro dos ha salido por aquí. Va a tomar A-4. Moto Yamaha, de 600. Tenemos matrícula. 6198 Foxtrot Tango…
Lo que vino luego fue el ballet habitual de la unidad de seguimientos. Controlando las rutas que podía tomar el objetivo, siempre por delante, esperándolo y no poniéndose nunca detrás de él (donde sólo se colocan los polis de peli, para acechar a malos que no parecen tener retrovisores) lo siguieron sin dificultad. A Monroy lo dejamos ir, porque su teléfono móvil nos permitía localizarlo en todo momento, y también porque convenía soltarle aún un poco más de cuerda, dada la predisposición que parecía tener a ahorcarse él sólito. El motorista nos condujo, a los coches y motos de la unidad de seguimiento en primer término, y al resto un par de kilómetros por detrás, a un barrio residencial de Torrejón de la Calzada, donde se detuvo frente a un chalet adosado. Allí accionó con un mando a distancia la puerta del garaje y desapareció en su interior. Había habido suerte. Le mandé entonces un SMS a Pereira: el partido es en nuestro campo, aviso arbitro.
No era necesario escribirlo en clave, pero me apeteció hacerlo así, quizá por emulación de aquellos colegas que nos habían llevado suavemente a la guarida del lobo. El tiempo que tardamos en obtener los papeles judiciales lo aprovechamos para sellar todas las salidas de la urbanización, con ayuda del personal de la comandancia. Los de la unidad de intervención estudiaron a distancia la casa. La examinaron a unos cientos de metros con sus artilugios ópticos y a unos cientos de kilómetros con las imágenes del satélite. A eso de las dos de la mañana, con todas las bendiciones legales, echaron abajo simultáneamente la puerta de entrada de la vivienda y la de la terraza del piso superior. Las operaciones en casas de varias alturas son más comprometidas, pero las precauciones que habían tomado se revelaron eficaces. Un minuto después del inicio del asalto, el lugar estaba asegurado.
Cuando entramos, uno de los hombres de la UEI, de facciones invisibles bajo su uniforme de extraterrestre, nos indicó que subiéramos. En un dormitorio del segundo piso había un tipo bastante imponente, de más de 1,90 de estatura. Sólo que, tumbado boca abajo, las manos atadas a la espalda con una brida de plástico, en calzoncillos y encañonado por dos subfusiles, no imponía prácticamente nada.
Al pie de la cama había un par de petates. Sobre una cómoda de diseño anticuado, una cartera y un pasaporte. En el rincón, una mochila de color azul. Me acerqué a la cómoda y tomé el pasaporte. Estaba expedido por la República de Serbia. Luego abrí la cartera y en ella encontré una tarjeta de residente español. Los nombres coincidían.
—Así que eres legal y todo —dije, dirigiéndome al detenido—. Y te llamas, si es que tengo que creerme esto, Stefan Milanovic. ¿O esta documentación tan mona te la ha fabricado algún amiguete?
El hombre tumbado en el suelo no dijo nada. Tampoco me miró.
—Vamos, hombre, que sé que me entiendes. Te he oído hablar mi lengua, y muy bien, salvo por la manía de saltarte los artículos.
Hizo un amago de alzar la cabeza. Pero quedó en eso.
—Bueno, se me olvidaba una formalidad. Te hemos despertado para pedirte cuentas por una cosa fea que hiciste el miércoles.
—No sé de qué me hablas —rompió al fin su silencio.
—Yo, sin embargo, sí sé de qué me hablas tú. He oído esa frase barata un millón de veces, lo menos. Tío, eres muy grande, y muy duro con los clientes acojonados, pero eso que acabas de decir me prueba que ni eres muy listo ni tienes tanto carácter. Yo que tú, llegados aquí, me esforzaría por tener un poco de dignidad y no soltar esas pamplinas. Que ya no eres un chaval, para imitar a los gángsteres de la tele.
Stefan, si es que así se llamaba, aparentaba unos treinta y ocho años, y su rostro de facciones quebradas y pétreas, y su cabello entrecano, muy corto, podían invitar a pensar que tuviera alguno más.
—Bueno, Stefi. Tenemos que revolver un poquito por aquí. En seguida vendrán unos señores del juzgado a levantar un acta y luego te daremos algo de ropa, para que no se note el mal gusto que tienes al escoger los gayumbos. A continuación te llevaremos a una nevera que tenemos para enfriar a la gente como tú y te dejaremos meditar unas horitas, antes de seguir charlando. Pero ahora debo pedirte que tengas un poco de paciencia. Te dejo con estos dos amigos. Si te entra sed, o hambre, o pipí, se lo dices a ellos. Vuelvo dentro de un rato.
—Quiero abogado —gritó, al ver que me iba con mi gente.
Me volví y lo observé en silencio durante unos segundos.
—Claro, los que tú quieras. Pero no hay prisa, de momento ya te digo que no te vamos a interrogar. Antes tenemos que registrar esta choza, y luego dormir un poco, que nos has estropeado el domingo.
El serbio hizo un esfuerzo por buscarnos la mirada. Primero a mí, y luego a Chamorro, a la que ojeó de arriba abajo. No sé si le humillaba estar tirado en el suelo y en calzoncillos frente a una mujer, pero era muy posible que así fuera. Se me ocurrió que quizá debía dejar que se pusiera un pantalón, por la cuestión de los derechos humanos. Esos que, saltaba a la vista, él respetaba a carta cabal. Pero aquella noche no me sentía muy meticuloso a ese respecto, así que lo dejé así.
En la casa, que no era un prodigio de buen gusto en cuanto a la decoración (responsabilidad del arrendador, que había dejado notoriamente sus muebles viejos) ni un ejemplo de higiene doméstica, encontramos mucha porquería y mucho trasto inservible y dos clases de objetos que llamaron nuestra atención: por un lado, tres pares de calzado robusto, que embolsamos y enviamos a toda velocidad al laboratorio; por otro, un pequeño arsenal de armas blancas y dos de fuego. La primera, una Tokarev de 7,62 mm de fabricación yugoslava, era a todas luces una concesión a la nostalgia (y nadie mejor que yo para comprender tal cosa). La otra, la de resolver, era harina de otro costal. Una Glock 17, de calibre 9 mm Parabellum. Con un cargador apto para diecisiete tiros, que podían ser dieciocho si el titular tenía el hábito de llevar cebada la recámara. Junto a ella, intervinimos un silenciador Abraxas Titanium de 600 dólares (según la publicidad de las tiendas por Internet con sede en alguno de los estados de Norteamérica donde tales artefactos no son ilegales). Más corto que otros disponibles en el mercado, y con la ventaja adicional de no necesitar un regulador de retroceso. Dicen que no hay tarea ardua, sino herramienta inadecuada. Era evidente que Stefan se había tomado sus molestias para impedir que esta pieza de la sabiduría popular le resultara aplicable.
Los funcionarios judiciales hicieron su labor y se le presentó el acta al detenido. Para entonces ya lo habían vestido, con ropa deportiva, y le habían cambiado las bridas de plástico por unas esposas reglamentarias. Con las manos unidas, trazó un garabato que muy dudosamente era una firma. Daba igual. Como si no quería firmar. El secretario se limitaría en tal caso a dar fe de su negativa a hacerlo. Aprovechando el momento, le enseñé en alto las dos bolsas de plástico con la Glock y el silenciador. Las miró con rostro completamente inexpresivo.
—Qué, te daba pena tirarla, ¿no? Lo puedo entender, sobre todo por el silenciador, que vale una pasta. Pero la tacañería es mala consejera en según qué negocios. Ni Louis Vuitton ni tú os la podéis permitir.
—No es mía, me la prestaron ayer.
—¿Un amigo?
—Algo así.
—Qué maravilla. ¿Te deja también la novia? ¿Y el cepillo de dientes?
Mi comentario cortó en seco el acceso de locuacidad que le había sobrevenido al detenido. Su mirada me taladró con furia.
—No sé —expliqué—, el caso es que hay gente por ahí de la que te esperas cagadas como ésta, y todavía peores. Creo que tú también conoces a alguno. Pero coño, Stefan… Tú sabías perfectamente que ya no podías guardar este trasto, por mucho cariño que le hubieras cogido. Me consta que lo sabías. Lo último con lo que contaba era con poder sostenerlo así algún día. Sinceramente te lo digo. No doy crédito.
—¿Algo más? —me retó.
—Hasta mañana, no. Lleváoslo, por favor.
Entre unas cosas y otras, cuando llegamos a la unidad eran las cuatro y media de la mañana. Dejamos al sospechoso en los calabozos y solicité y obtuve de mis superiores permiso para que mi gente y yo pudiéramos descansar tres o cuatro horas. Volví a citarlos a todos a las nueve, y he de consignar que cuando reaparecí por allí, a las nueve y cinco, los tres ya me estaban esperando. Chamorro tenía además un par de sabrosas novedades. Primero me tendió una ficha de la Interpol. Nuestro Stefan estaba reclamado por un homicidio en Francia y otro en Suecia. Ex militar y ex combatiente de la guerra de Bosnia, las policías de esos dos países lo reputaban un matón a sueldo, sin mayores escrúpulos para pasar de la paliza a la ejecución. Llevaba doce años rodando por Europa, cambiando de país cuando sus trabajos lo comprometían. Su tarjeta de residencia era más falsa que Judas.
—Monroy supo elegir, o lo que tenía le vino al pelo —observé—. Recurrió a la mejor cantera de asesinos a sueldo del continente.
—¿Hay un ranking de eso? —preguntó Arnau.
—Lo dice el libro que estoy leyendo. Y cita a los propios mafiosos.
—McMafia, de un tal Misha Glenny, inglés —dijo Chamorro—. Según el brigada, todos deberíamos leerlo, en cuanto él lo termine.
—Debéis. ¿Y eso otro?
La sargento me tendió dos folios. Dos huellas de calzado.
—Son idénticas —dijo—. Es él.
—¿También guardaba los zapatos, el tío? Está claro que nos hemos dado más prisa de la que imaginaba que pudiéramos darnos.
En esas condiciones, el interrogatorio del detenido era casi una formalidad superflua, pero la intenté. Durante diez minutos, Stefan no respondió a mis preguntas. Me miraba fijamente, con los labios apretados. Cuando volví con las dos huellas de calzado, pareció quedarse descolocado un instante. Luego masculló algo en su idioma.
—¿Cómo dices? —pregunté.
—Que me da igual. Que no diré nada. Y que te den por culo.