Quien no conoce al enemigo
Por mucho tiempo que lleves entregado al innoble oficio de fisgar por las mirillas, pegar la oreja a los tabiques y levantar las alfombras, y por mucho que creas saber sobre la gente en general, o sobre alguna en particular, lo que los humanos hacen y dicen cuando piensan que nadie los mira o escucha nunca deja de sorprenderte. A los pocos minutos de estar siguiendo aquella conversación entre Montserrat Castellanos y Juan Alberto Monroy comprendí por qué le resultaba tan divertida a la cabo Salgado, y hube de admitir que ni remotamente había acertado a sospechar por dónde iban los tiros. Cuando me encasqueté los auriculares, era la voz de Monroy la que sonaba en la línea:
—No sé a ti, pero a mí me ha sabido a poco. Me cuesta llevarlo, Montse.
Se le notaba acuciado, como otras veces, pero de un modo distinto. Salgado me guiñó un ojo: ya sabía lo que yo apenas intuía aún.
—Mira, Berto, esto ya lo hemos hablado antes. Y ahora tenemos preocupaciones un poco más importantes que ésa, ¿no crees?
—Lo sé, lo sé. Qué le voy a hacer, es más fuerte que yo.
—Joder, todos los tíos sois iguales. Ni con el agua al cuello aflojáis.
Miré a Salgado. Asintió, lentamente. Estaba claro: el tono zalamero de él, el reproche que había en la voz de ella. Sólo había una explicación simultáneamente satisfactoria para ambas actitudes.
—Guau —exclamé.
—Sí, ya sé que no está el horno para bollos —se excusó Monroy—, pero es que me he quedado con las ganas. Últimamente no hemos podido…
—Mira, creo que lo hablamos claro. Sin expectativas, sin compromisos. Y en este momento, menos todavía, joder. ¿Has llamado ya?
Por si me faltaba algún indicio para terminar de situarme, la voz de Montserrat acababa de sonar como si fuera la de Catalina la Grande apremiando a hacer algún servicio a su chambelán.
—Todavía no. Verás, es que dudo si…
—Pues no dudes más. ¿En qué hemos quedado? Tú mismo lo sugeriste. ¿No dijiste que es mejor ir tú a ellos que dejar que ellos vayan a por ti? Si la iniciativa la tomas tú, lo que les cuentes es un soplo, una confidencia, como lo quieras llamar. Si son ellos los que van a preguntarte, cualquier cosa que digas va a sonar a la historia que te has inventado para defenderte.
—Sí, pero comprende que me cueste verlo claro…
—Comprendo que por lo que me has dicho ya no vas a poder evitar dar explicaciones. Pues adelántate. Por los dos. Y como si fuera cosa tuya, tal y como dijimos. Como si fuera yo la que no lo viera claro.
Hubo un elocuente silencio en la línea.
—Está bien. Supongo que no hay más remedio.
—Vamos, no lo retrases más. Lo que hay que hacer, cuanto antes. Ahora voy a colgar. Te llamo dentro de media hora. Y no quiero que me digas entonces que sigues deshojando la margarita. ¿Tienes ahí el número que te di?
—Sí.
—Pues vamos. Márcalo. Ahora.
La orden quedó sellada con el abrupto corte de la comunicación.
—¿Qué te parece? —preguntó Salgado.
—Que la gente tiene vidas muy complicadas. Y fatigosas.
Salgado adoptó una expresión picara.
—¿Nunca has jugado a dos bandas?
Le dirigí una mirada glacial.
—¿Y qué le hace pensar, cabo, que en el supuesto de haberlo hecho iba a compartir con usted mis recuerdos al respecto?
—Jesús, que no es delito. Yo sí lo he hecho, no me importa reconocerlo. Y es emocionante, te multiplica las energías. Lo malo es cuando el montaje se te viene abajo. Odio el melodrama. ¿Y tú?
Preferí no contestar. Le señalé la puerta y le dije:
—Anda, ve a tomarte algo. Yo me quedo vigilando esto.
Se resistió, pero acabó claudicando. Durante los veinte minutos que estuvo fuera de la sala de escuchas, Monroy no hizo ninguna llamada. Tampoco atendió las tres que recibió en ese rato. Tan pronto regresó, Salgado me clavó una mirada inquisitiva. Negué con un gesto.
—¿Todavía se lo está pensando? —preguntó.
—Eso parece.
—Vaya. Si sigue así de remolón, su ama dominatrix va a tener que darle unos azotes en el culete con la raqueta de pádel.
—¿Y por qué con la raqueta de pádel?
—No sé, le pega jugar a eso. ¿No crees?
En la pantalla del ordenador se abrió entonces la ventana que indicaba que Juan Alberto Monroy estaba marcando un número.
—Mira, ahí va —dijo Salgado—. ¿Quién será? Qué emoción.
Seguí, conteniendo el aliento, la aparición de las nueve cifras que componían el número en cuestión. A eso de la cuarta algo empezó a mosquearme. Al ver la séptima ya no me quedé a esperar a ver las dos que faltaban. No lo necesitaba. Me arranqué los auriculares y salí en tromba de la sala de escuchas. Corrí como alma que lleva el diablo por los pasillos de la unidad, volviendo a poner en peligro por segunda vez en pocos días la regularidad de mi digestión con un inoportuno sprint. Cuando llegué a nuestra zona de trabajo, Chamorro ya estaba al aparato. Con gesto intrigado, y mientras abría su bloc, decía:
—¿De parte de Montserrat Castellanos? Sí, sí, yo le di este número. ¿Podría saber por favor con quién estoy hablando?
Al verme irrumpir, jadeante y algo descompuesto, se percató de que ocurría algo fuera de lo común. Pero no tardó en descubrir por sí sola de qué se trataba. Con voz neutra y los ojos como platos, anotó:
—Juan… Alberto… Monroy. Ajá.
En cuanto recuperé el resuello, le indiqué con ayuda de la mímica que ganara tiempo. Recurrí para ello al gesto con que marcan los pasos los árbitros de baloncesto, con lo que la sargento captó la esencia de la idea, pero entonces pensé que debía transmitirle un mensaje más preciso. Eché mano a un folio y escribí a toda prisa: EN PERSONA. EL LUNES. NO PUEDES ANTES. Luego lo sostuve en alto para que lo leyera. Mi compañera alzó el pulgar en señal de asentimiento. Arnau, desde su mesa, observaba la escena sin mover un solo músculo.
—Sí, claro, cómo no —dijo Virginia—. Sí, muy bien, mejor en persona. Pero tendrá que ser el lunes, ahora mismo estoy fuera de Madrid, trabajando en otro asunto… No, tampoco mis compañeros estarán disponibles hasta el lunes. Pero podemos quedar a primera hora.
Durante unos segundos asintió en silencio.
—Donde a usted le venga mejor. No, no importa, de veras. Déme el nombre de la cafetería y la dirección. Y allí estaremos.
Escribió deprisa en el bloc.
—Muy bien. ¿Y en qué número puedo localizarle entonces? No, no me sale en pantalla, lo tiene usted oculto. ¿Podría dármelo?
Me guiñó un ojo y dejó asomar la punta de la lengua.
—Sí, a ver…
Y Juan Alberto Monroy, como el perfecto idiota que parecía ser, le dictó a la sargento aquel número que llevábamos todo el día espiando. Chamorro lo apuntó con su caligrafía redonda y visible delectación.
—Muy bien. Muchas gracias, señor Monroy.
Cuando colgó, se me quedó mirando.
—Perdona, no me dio tiempo a llegar antes —dije.
—Estás mayor, mi brigada.
—No creas, he hecho una buena marca.
—Esto es para cagarse, ¿no? —opinó, señalando el bloc.
—Cumple órdenes de Montserrat. Los dos cataplines no, pero uno sí que me lo apuesto a que están liados. Después de todo, el letrado no la debe de tener tan gorda, o a lo mejor resulta que con el estrés consustancial a su negocio de blanqueo de dinero ya no se le levanta.
Arnau seguía como paralizado. La sargento arrugó la nariz.
—Gracias por este momento tan elegante en la conversación.
—Bueno, fue la sospechosa la que introdujo en su día el tema.
—¿Liados, dices?
—Pregúntale a Salgado. O escucha tú misma la grabación.
—Eso le da un nuevo cariz a la historia —dijo, meditabunda.
—Pero nos apunta todavía más hacia el mismo objetivo: Monroy. Si mojaba donde parece, es verosímil que pudieran convencerle para hacer alguna cosa fea. Por mor de seguir mojando, quiero decir.
—Ya lo había captado. ¿Por qué el lunes?
—Quiero que se ponga nervioso. Que se coma las uñas. Que la cague. Y mientras tanto, nosotros estaremos escuchándole.
—Eres perverso, jefe.
—La calle me hizo así. De niño, lloraba con El Principito.
—Me lo puedo creer.
Antes de regresar junto a Salgado, donde supuse que me aguardaban nuevas emociones, quise hacer una comprobación. Por aquello de no dejar de hacer sentir el mando, que decía Maquiavelo.
—Bueno, y vosotros, ¿tenéis alguna novedad?
Chamorro cruzó una mirada con Arnau. Aquellos dos habían empezado a desarrollar una complicidad manifiesta frente al superior, sospecha que me confirmó el guardia al declarar, con cierta ironía:
—Damas y suboficiales primero.
Chamorro sonrió y tomó su bloc.
—He hablado con tu amigo Castillo —dijo—. Me pareció el camino más corto para averiguar la vida y milagros de Juan Alberto Monroy. Y no me he equivocado. Aquí tengo el resumen, completado con algunos datos que he sacado del ordenador. Nacido hace treinta y cuatro años en Madrid, de familia bien, pero mal estudiante. Desde joven empezó a moverse en el mundo de la noche, primero como cliente y luego como empresario. Con poco más de veinte años, papá le dejó dinero para que abriera su primer bar de copas para pijos. Pero como los pijos son caprichosos, el bar le dio dinero durante dos años y luego dejó de estar de moda y pasó dificultades económicas. Según Castillo fue entonces cuando se metió de lleno en dos negocios conexos que había descubierto antes, la seguridad de locales y el suministro discreto de cocaína a los vips, con los que no sólo salió del apuro sino que prosperó rápidamente. Ahora es dueño o socio de al menos una decena de locales en Madrid, y lleva la seguridad de otros tantos, incluido alguno de los más superguay y exclusivos. De esos donde alguna noche puedes encontrarte a un jugador del Real Madrid o a una infanta, para que te hagas una idea. El camino no ha estado exento de percances, porque, como demostró desde joven, Berto tiene su lado impulsivo y las horas que se mete en el gimnasio le han proporcionado la materia prima para resolver algunas situaciones por sí solo, tentación a la que tontamente ha sucumbido alguna vez, aunque más bien en el pasado. De ahí vienen sus denuncias y condenas por lesiones, que nunca han ido a mayores porque siempre ha tenido buena asistencia jurídica. Algo que después de los primeros disgustos se ha ocupado de cuidar, tanto para sí mismo como para los chicos malos y grandes que contrata, y que tienen menos capacidad de cálculo y menos vista empresarial que él. Así es como se convirtió en buen cliente de Máximo Rovira.
—Alias Superpene —apuntó Arnau.
—Y actual pareja de Montserrat Castellanos. O bueno, por lo que acabas de decirnos, una de ellas. Además, según Castillo, Berto dispone de otro paraguas. Sus actividades en el terreno de la seguridad lo han relacionado con matones búlgaros y balcánicos. Los contacta en los gimnasios y les ofrece empleo. Pero también le han permitido establecer vínculos con unos cuantos representantes del orden. Policías, y hasta alguno de los nuestros. Dice Castillo que cuando lo del búlgaro que mató a un chaval de una paliza en uno de los locales que protegía Monroy, recibió una llamada de un sargento de la Dirección General, interesándose por la investigación. Luego resultó que aquel tío estaba en nómina de Monroy, y lo acabaron cambiando de destino. Pero el hecho es que al final nuestro hombre se libró de aquélla.
—Eso me ayuda a entender algunas cosas —dije—. Como que se atreva a llamarte para hacerte confidencias, aunque el aprieto en el que esta vez parece sentirse le haya hecho pensárselo un poco.
—Y quizá explica también que tenga tan poco cuidado. Debe de conocer a mucha gente. Supongo que cree que eso lo va a proteger.
—No de mí. Ha tenido la mala suerte de toparse con un paria piojoso a quien todas sus agarraderas le importan un bledo. Es más, al que incluso le alegraría el día que le diera por tirar de ellas.
Chamorro meneó suavemente la cabeza.
—Tampoco te pases de chulo. Habrá que ir con cuidado.
—Bueno, el lunes lo veremos. ¿Algo más?
En ese momento, Arnau se dio por aludido. Me trajo un papel y me lo entregó. En él había unas fechas, unas horas y unas localizaciones.
—¿Qué es esto?
—La otra cosa que nos pediste —reveló Chamorro.
—Está sacado del seguimiento de las localizaciones de los teléfonos móviles de Santacruz y Monroy en los últimos meses, según las estaciones base de la compañía —dijo Arnau—. A bote pronto hemos visto treinta coincidencias. Incluidas unas bastante significativas, de cierta noche de la semana pasada, cuando Óscar volvía a casa.
Asentí, en silencio, acordándome, cómo no, de aquellos misteriosos motoristas de los que le había hablado a Ainara el difunto.
—Varias de las localizaciones las hemos respaldado además con la memoria del GPS del coche de Santacruz. Y algunas localizaciones del fin de semana pasado del móvil de Monroy coinciden con la ruta que Óscar había introducido en el GPS. Una suerte tenerlo, porque gran parte de ese tiempo el móvil de la víctima estuvo inactivo.
En ese punto intervino Chamorro:
—¿Recuerdas que la hermana de Santacruz nos dijo que había estado con el niño en Cáceres el fin de semana pasado, y que había llamado a la novia con su móvil porque se le había quedado sin batería el suyo?
—No estoy tan senil, Vir. Lo recuerdo.
—Para ponerle la guinda al pastel —añadió Arnau— tenemos localizado el móvil de Monroy en las inmediaciones de la gasolinera de Toledo en la que Santacruz paró a repostar, a la hora en que según el tique del establecimiento abonó el importe del combustible.
—Lo que prueba —deduje— no sólo que lo siguieron, sino que la tarea era tan delicada como para que Monroy se implicara personalmente en ello. Lo que me llama la atención es lo del fin de semana…
—¿Crees que lo intentaron entonces?
—Quizá creyeron que les convenía cargárselo lejos para despistar. Pero no debió de separarse del niño en todo el tiempo. Y entonces reconsideraron el plan y lo cambiaron por el tiro a la puerta de casa. Para reforzar la apariencia de ajuste de cuentas. O qué sé yo. Lo que me parece es que como cerebro criminal nuestro Monroy es un poco aparatoso y más bien improvisador. Se ve que sólo tiene práctica en apalear niñatos bebidos, que es algo bastante menos sofisticado. En fin, sabéis cuál es mi siguiente pregunta, ¿no, mis jóvenes castores?
—Sí —repuso Chamorro—. En la madrugada del miércoles, el teléfono móvil de Monroy, o al menos éste, que es el que tenemos comprobado, no se movió de su casa. Hasta la mañana del día siguiente.
Hice chascar la lengua.
—Lo que no deja de ser sospechoso, en un tipo como él, pero que prueba por lo menos que no es del todo gilipollas.
—¿Crees que estuvo en la escena del crimen?
—Creo que pudo estar cerca. No dejo de pensar en ese Mercedes descapotable en la rotonda. Ahora que sabemos que estuvo en los seguimientos, no descartemos que anduviera por allí para supervisar la acción. Hay que averiguar todo lo que podamos de esa dichosa Starship Troopers, S. L. que tiene alquilado el coche. El lunes sin falta.
—En cuanto abra el Registro Mercantil estará ahí uno de los nuestros para sacar toda la información —aseguró Chamorro.
Arnau aprovechó para formular una queja:
—Parece mentira que en el siglo XXI sigamos sometidos a esta burocracia del siglo XIX. ¿No podrían ponerlo en una página web accesible las 24 horas? Se supone que es una información pública, ¿no?
—¿Y entonces cómo cobraría el registrador? ¿Para qué te crees tú que se comió los temarios de la oposición, para servir al público o para hacerse millonario con las inscripciones y las certificaciones?
—¿Pero no se supone que el servicio a los ciudadanos es lo primero?
—Todavía te chorrea el agua del bautismo, Arny.
—No estoy bautizado. Padres agnósticos —explicó.
—Pues el líquido amniótico, entonces. A los fieles se los atiende sólo después de arreglar los asuntos de los sacerdotes del templo. Siempre ha sido así, y siempre será así, por los siglos de los siglos y pongan lo que pongan en lo alto del templo; ya sea una cruz, una media luna, una hoz y un martillo o la más ejemplar constitución democrática.
—Vale ya —dijo Chamorro—. No quieras contagiarle a todo el mundo tu negatividad. Deja que alguien conserve alguna ilusión, hombre.
—Si tú lo dices. Voy con Salgado.
Y antes de salir, me volví y les dije:
—Buen trabajo, mis cazadores. Es un placer perseguir a los malos con vosotros. Veo que no desaprovecháis mis enseñanzas.
—Y hasta a veces se nos ocurre algo y todo —se burló la sargento.
En la sala de escuchas, Salgado seguía pegada al ordenador. Al verme llegar, me hizo señas para que esperara un momento. Al cabo de un minuto, se quitó los auriculares. Respiró hondo.
—Ufff, otra tanda de emociones. Lo de ahora es nada, parece que Monroy se dedica a controlar a su gente, que hoy es viernes noche y deben de tener bastante tarea. Pero hace un rato acaba de hablar con Montse, para darle cuenta de la gestión. Ya he oído a Virgi, ha estado más dulce que de costumbre, pero puedo anticiparte que a Montse no le ha gustado demasiado el retraso al lunes de su entrevista con Berto. Le ha metido una bronca al chaval de no te menees. Y luego ha llamado muy nerviosa al abogado. Han estado hablando sin tapujos, sobre todo por parte de ella, de cómo lo arreglaron para que trincaran a Santacruz con droga encima el año pasado. Y le ha dicho que tiene que preparar una estrategia de defensa, por si llegan a pedirles cuentas. El abogado ha estado más bien evasivo. Le ha dicho que en cualquier caso sería muy difícil llegar a acusarles de algún delito, que si abren diligencias por eso las archivarán, y que no se ponga histérica.
—Vaya con Maxi —observé.
—Y entonces, ha pasado esto. Te lo he seleccionado.
Abrió un clip de sonido. Entraba Montserrat:
—Joder, que está muerto. No es sólo que…
—No quiero oír hablar de eso, Montse —la interrumpió el abogado, con ostensible malhumor—. De esa mierda no quiero oírte hablar nunca más. ¿Me oyes, joder? Nunca más. Y menos por teléfono, que pareces idiota, cono. Mira, ya lo discutiremos en casa esta noche. Ahora tengo trabajo.
En las dos últimas frases bajó el tono. Pero en las anteriores había osado gritarle. Montserrat Castellanos no daba crédito:
—¿Cómo dices?
—Que tengo trabajo y que hablamos esta noche. Adiós.
Ahí acababa la conversación.
—¿Mola, eh? —juzgó Salgado.
—Y tanto —reconocí—. Que lástima no tener micrófonos instalados en su casa para ver qué se dicen esta noche.
—Estamos al ladito, mi brigada. Al ladito mismo.
—Hasta el rabo todo es toro, Inés. Va a ser un fin de semana largo. Vete donde Arnau y Chamorro y me pactáis los turnos. Yo me quedo cuidando de esto mientras tanto. Vamos, marchando.
La cabo Salgado aún tardó un poco en despegarse de la silla. Parecía haber desarrollado una especie de adicción por aquella mina de oro informativa de la que disfrutábamos por cortesía de la juez Fernández-Vadillo. Entonces me acordé de pronto de ella, y me pareció que no era mala idea ir preparando el terreno, por si la escucha seguía dando frutos a aquel ritmo y había que tomar alguna medida de urgencia. Marqué su número y, no sin antes pedirle disculpas por molestarla en el inicio de su fin de semana, la puse al corriente de los perfiles que iba tomando la conspiración que a todas luces teníamos ante nosotros. No me explayé mucho, porque justo en ese momento a Monroy le entraba una llamada. La juez acogió mis revelaciones con reserva:
—Está bien, pero tampoco hace falta que se precipiten —dijo—. Podemos mantener las escuchas durante el tiempo que sea necesario, siempre dentro de un orden. Prefiero que lo amarren bien.
—Y así lo haremos, no se preocupe. Pero están nerviosos. Vamos a poner un turno para controlar sus teléfonos todo el fin de semana. Tan sólo quería que lo supiera, por si acaso surge algo.
—Muy bien, pues ya lo sé. Y si me lo permite, es viernes por la tarde, esta semana ha sido agotadora y todavía tengo que poner tres sentencias antes de irme a la cocina a prepararle la cena a mi gente.
—Siento haberla molestado, señoría.
—No, por favor. Ya veo que usted está en la oficina aún. Discúlpeme a mí. Pero en algún momento hay que desconectar. Muchas gracias.
Cuando me colgó, no tuve más remedio que admitir que las palabras de su señoría eran juiciosas. Por lo menos para quien pudiera sustraerse a la inercia de la persecución o tuviera cosas mejores que hacer, como debía de ser su caso y quizá no era el mío. En el ínterin, Monroy hablaba con otro tipo de acento eslavo sobre algún problema de cobros que tenían con el dueño de un local, y que parecían dispuestos a resolver por un procedimiento que no era precisamente presentar una demanda contra él ante el juzgado de primera instancia. Cuando acabáramos, podía regalarles una copia de aquellas grabaciones a mis colegas de la policía madrileña. Les iban a dar juego, seguro.
La negociación entre mis subordinados se resolvió con estricta aplicación del sistema de galones. Chamorro se quedó el sábado por la mañana, Salgado el domingo por la tarde y a Arnau le forzaron a elegir el domingo por la mañana. El sábado por la tarde decidieron adjudicármelo a mí, con una insolencia que no me privé de afearles:
—Qué pasa, que el abuelo ya no se divierte, ¿no?
—Dijiste que te dejáramos a ti lo que nosotros no quisiéramos, salvo el domingo por la tarde —me recordó Salgado.
—Está bien. Por lo menos espero que liguéis. Y a ti —dije a Arnau— te quiero aquí como un clavo el domingo a las nueve de la mañana. Llamaré para controlarte a las nueve y media, y espero que para entonces me puedas informar ya de lo que haya habido durante la noche.
—Por supuesto, mi brigada.
—Pues hala, puerta. Me quedo yo un rato más. Y tú, Virginia, aquí mañana a las nueve también. ¿Entendido?
—A tus órdenes.
Me quedé escuchando hasta las diez de la noche. En ese tiempo Monroy tuvo un montón de conversaciones que no aportaban nada a nuestro caso. Montserrat habló con su madre y con unas cuantas amigas que llamaban para ver cómo estaba el niño y cómo estaba ella, y a las que les colocó la misma versión que días atrás a Chamorro, o sea, que Óscar había ido de mal en peor tras el divorcio y que ella ni quería saber en qué había podido meterse. En cuanto al abogado Rovira, optó por apagar el móvil, después de unas cuantas llamadas de Montserrat Castellanos a las que significativamente no quiso responder.
Al final me fui a casa, aburrido y algo embotado. Me preparé una ensalada y un revuelto de gulas, me serví una copa de tinto joven Borsao del Mercadona (caldo de calidad providencial, para economías de bajo perfil como la mía) y me senté delante de la tele. Me puse una tertulia y gracias a ella no tardé en quedarme felizmente dormido.
El sábado por la mañana hice la limpieza y la colada y aún me quedaron un par de horas para empezar a pintar la figura de plomo que había recogido del piso de Óscar Santacruz. Después de una ligera vacilación, opté por decorar su guerrera con el esquema de camuflaje de otoño, dentro de los varios que habían adoptado las unidades Waffen SS al final de la guerra. Me pareció que a la estética de la figura, por su postura y complexión, le convenían más esos tonos tostados, que además combinarían bien con el feldgrau de los pantalones.
Relevé a Chamorro a eso de las cuatro de la tarde, después de un frugal almuerzo. Me dio las novedades, que no eran muchas ni especialmente útiles para nuestros propósitos, y durante toda la tarde estuve pendiente de la escucha. Los teléfonos de Rovira y de Montserrat se mantuvieron en completo silencio, y la actividad del de Monroy me sirvió para familiarizarme con la mecánica de su negocio, en uno de los días de la semana en que tenía mayor actividad. No diré que todo aquello careciera de interés antropológico y sociológico, pero no me aportó nada en relación con el asesinato de Óscar Santacruz. Como la tarde se hizo larga, aproveché para hablar con mi madre y para llamar a mi hijo, con quien quedé para el domingo por la tarde.
A eso de las once y media, y aunque Monroy seguía dirigiendo su tinglado, consideré que ya me había sacrificado demasiado por la causa, y me temí que había tomado una decisión más bien estúpida al obligar a mis subordinados y obligarme a mí mismo a renunciar a una parte de nuestro descanso semanal para estar pendientes de aquello. Me despedí de los dos o tres infelices que había en la sala de escuchas y me fui a dar una vuelta con el coche. La noche estaba despejada y la temperatura era agradable, tanto que me permití conducir con la ventanilla bajada. Me dirigí al centro y tomé la Castellana. Me gustaba recorrerla de noche, sin prisa por llegar a ninguna parte, mirando las luces. La gente infestaba las aceras y los coches la calzada. Madrid se festejaba a sí misma, o lo que fuera que hubiera para festejar, como cualquier otra noche de sábado. Pensé en llamar a algún amigo, y luego en marcar algún número de teléfono tras el que encontrara una voz femenina. Pero finalmente me dio pereza, o quizá debería llamarlo lucidez, y después de despejarme un poco opté por conducir de vuelta a casa. Me metí en la cama y para ejercitar un poco las neuronas tomé al viejo Sunzi, en el ejemplar subrayado por Óscar Santacruz. Había leído aquel libro quince años atrás, por recomendación de un profesor de la academia de suboficiales, y me sorprendió lo poco que lo recordaba. Hay cosas que uno no lee cuando debe, y desde luego yo no me había tropezado con aquel libro cuando mejor podía apreciarlo.
Leyendo aquellas páginas, y los pasajes que Óscar había destacado, pude comprobar hasta qué punto había conformado con arreglo a ellas su estrategia para gestionar el conflicto en que se encontraba inmerso. Pero todo indicaba que había cometido errores de apreciación, tanto sobre el enemigo al que se enfrentaba como sobre el terreno en que disputaba el combate. Me detuve en algo que no había subrayado:
Quien conoce al enemigo y se conoce a sí mismo disputa cien combates sin peligro. Quien conoce al enemigo pero no se conoce a sí mismo vence una vez y pierde otra. Quien no conoce al enemigo ni se conoce a sí mismo es derrotado en todas las ocasiones.
¿Y qué ocurría en el caso que no contemplaba el chino? ¿Qué probabilidades tenía de vencer el general que, conociéndose a sí mismo, no conocía al adversario? ¿Era ése, después de todo, el caso de Óscar?
Con estas cavilaciones pseudoestratégicas me sumí en el sueño. A la mañana siguiente, me desperté a eso de las ocho y media, quince minutos antes de la hora a la que había puesto el despertador. Me duché, hice el desayuno y tomé el teléfono para controlar a mis tropas.
—Buenos días, mi brigada —respondió Arnau, al primer tono.
—¿Qué tal la noche?
—¿La mía o la de nuestros sospechosos?
—De la tuya no tienes que darme cuentas, hombre.
—Sin novedad. Algunas llamadas de Monroy, digamos de negocios, hasta las tres de la mañana. A partir de ahí, silencio total.
—No deja de ser curioso —razoné—. Que desde el viernes no hayan hablado ni una sola vez, Montse y Monroy, quiero decir.
—¿Y qué puede significar eso?
—Ya lo pensaremos. Pero más adelante. Ahora me voy a comprar el periódico. Si hay algo, me llamáis. Pásale el recado a Salgado.
Dediqué media mañana a leer con toda meticulosidad el periódico. Luego eché un par de horas decorando la figura de plomo. Me preparé una comida ligera y a eso de las cuatro fui a buscar a mi hijo. Nos dio tiempo a ver capítulo y medio de The Wire. Íbamos por la segunda temporada, y estábamos riéndonos con las desventuras del pobre McNulty en la lancha patrullera, cuando sonó mi teléfono. Por un segundo, consideré la posibilidad de no cogerlo. Pero lo hice.
—Mi brigada —dijo Salgado—. Lo siento de veras. Tienes que venir. Y cuanto antes mejor. Monroy acaba de hablar con alguien.