El desarme moral
Todavía dio tiempo a que me entraran tres llamadas más antes de que llegáramos a la oficina. Una la despaché a toda velocidad: era el teniente Villalba, del grupo de delitos contra las personas de la comandancia. Llamaba para cubrir el expediente, por hacer como que le importaba aquel muerto del que le habíamos descargado. Lo que necesitaba de su unidad en ese momento ya lo había obtenido gracias al mejor de sus hombres, al que había recurrido por la amistad que tenía con él, y no por las facilidades que me hubiera dado el oficial, así que no estaba yo para hacer con él demasiados gastos protocolarios. La segunda llamada fue de mi teniente coronel, a quien no pude torear del mismo modo. Exigió y naturalmente obtuvo la información más candente del caso, y aun me emplazó para ampliarle mi informe en persona en algún momento de la mañana. Por alguna razón, Santacruz le preocupaba; a él, o al gran jefe, que a Pereira ya lo conocía hasta debajo del agua. Quizá aquel difunto, no demasiado usual, había entrado a funcionar como moneda de cambio en alguna de esas cuentas corrientes de favores y contrafavores que mantienen los grandes pájaros en las alturas en que se mueven ellos. La tercera llamada, cuando ya entrábamos en nuestras instalaciones, fue de la juez María Antonia Gómez Fernández-Vadillo. También a ella hube de mimarla más de lo que a la sazón me apetecía, pero, en honor a la verdad, su señoría se preocupó de que el balance entre lo que me pedía y lo que me ofrecía por su parte arrojara saldo a mi favor. Al final de la conversación, me reiteró su disponibilidad para lo que ahora parecía la clave:
—Aprovechen bien el material que ya tienen, brigada, pero si puede justificarme que hay que pinchar más teléfonos, informe, fiscalía y cuente con que no me cortaré. No me importa que ensanchemos la red, aunque tampoco mantendré muchas escuchas por mucho tiempo. En los próximos días tenemos que ir trazando ya una línea.
—Ponemos nuestros mejores esfuerzos, señoría.
—Me doy cuenta. Gracias, no le interrumpo más.
De todas las personas que se habían metido en mi teléfono móvil, era la única que había preguntado si podía atenderla al descolgar y la única que había prestado alguna consideración a mi tiempo. También era la primera juez que tenía conmigo esa deferencia. Por fortuna, no era mi tipo. No estaba en un buen momento para enamorarme.
Dejé a Chamorro en nuestro cubículo, con las gestiones pendientes, y me fui directo a la sala de escuchas. Encontré allí a Salgado y a Arnau, trabajando codo a codo en sendos ordenadores en cuyas pantallas se veían multitud de ventanas abiertas. Tenían dos blocs y un montón de folios emborronados. Arnau pescaba compulsivamente en la bandeja de gominolas de Salgado. Le aparté el auricular de la oreja:
—Cuidado, Ian, que vas a engordar.
—¿Eh?
Se quitó de golpe los auriculares, y otro tanto hizo Salgado, que acababa de percatarse de mi presencia. Le señalé las gominolas:
—No comas tantas —repetí—. Que te va a salir flotador.
—Son sin azúcar, mi brigada —aclaró Salgado.
—Ah, bueno. Peor me lo pones. Entonces tendrán uno de esos edulcorantes artificiales cancerígenos. ¿Qué se cuentan?
—Puf —suspiró Arnau—. Monroy, una mina para la compañía telefónica. Son las doce y cinco y lleva exactamente veinticuatro llamadas. A este ritmo, se planta en las doscientas al final del día.
—Nos importa la calidad, no la cantidad.
—Lo sé. Pero es que de eso anda sobrado también.
—¿Es decir?
—Cinco tíos de acento eslavo, si no he contado mal. Media docena de pijos, de esos con un Ferrero Rocher en la boca, ya me entiendes. Y no una, sino varias conversaciones que sugieren indicios de delito.
—Los pijos-pijos no toman Ferrero Rocher, es vulgar, se vende en el Carrefour. Nada por debajo de Godiva. ¿Qué delitos?
—Extorsiones, amenazas, intermediación en compra de drogas.
—¿Y todo eso por el móvil? ¿Por su móvil? ¿Estamos espiando a un cretino? No me puedo creer que vaya a ser tan fácil.
—Bueno, nunca habla muy claro —explicó Arnau—. Sus palabras pueden despistar algo, pero fijo que tienen trastienda.
Por un momento, dudé de él. A fin de cuentas, era nuevo. Aunque quizá no era lo mejor para reforzar su autoestima, miré a Salgado.
—Confirmo —se descolgó la cabo, sin tapujos—. ¿Quieres oír una?
—Sí, grábamela en un pendrive —y le di el que llevaba encima.
—Mira, ahora entra otra —dijo Salgado, señalando la pantalla.
—Dame unos auriculares —le pedí.
—¿Hola? ¿Hola?
Era una voz de mujer. Chillona. Me resultaba vagamente familiar.
—Sí, hola, tesoro, ¿cómo estás?
La voz de Monroy, en comparación, parecía serena, casi agradable. Aunque se advertía una ligera impaciencia en su tono. Como si no fuera aquélla la persona con la que en ese momento quería hablar.
—Berto, por fin te oigo —la voz de la mujer se relajó; ahora ya no gritaba, simplemente sonaba como un instrumento desafinado.
—¿Algún problema, Caty, se portan bien los chavales?
—Sí, Berto, estupendamente, no te preocupes, no es eso. Con éstos se puede ir a cualquier sitio, saben estar, no como aquel idiota.
—Ya lo siento, te aseguro que ése no vuelve a trabajar conmigo.
—Oye, te llamaba por otra cosa. Algo que me tiene superquemada.
—Tú dirás.
—Fabio. Me tiene hasta el mismo coño con sus gilipolleces.
—Qué vas a hacerle. Donde no hay, no hay.
—Ya, ya. Por qué te crees que lo largué. Da igual que un hombre folle tan bien, si luego es un hijoputa sin conciencia y sin cerebro.
—Yo qué te voy a decir. Ya sabes lo que opino.
—Pero ahora se ha pasado. ¿Has visto la revista?
—¿Cuál?
—Ha salido esta mañana. Cómprala, si puedes. Cuenta cómo lo hago y cómo lo dejo de hacer, y amenaza con sacar un vídeo casero.
—¿Un vídeo casero?
—Como lo oyes.
—Joder, Caty, ¿dejaste que te filmara?
—No, sí, no sé, hostias… Alguna noche que estábamos muy puestos jugó con el móvil y… No sé lo que puede tener, debe de ser una mierda. Pero no quiero verlo por ahí. Y sobre todo tiene que dejarme en paz. Quiero que le partas las piernas, Berto. Las dos. Y si le abres la cabeza de paso no me importa. Y quiero que le mandes a tíos malos. Los más malos que tengas. A esos búlgaros. Que lo jodan en búlgaro mientras lo apalean. Que lo caguen bien.
—Bueno, Caty, ¿estás segura?
—Segurísima. Lo que cueste. Lo que te pidan los búlgaros. Y cuanto antes mejor, este memo ya ha terminado de tocarme los cojones.
—Podríamos entrarle en casa y buscarle el vídeo.
—¿Y qué arreglamos? ¿Y si ya se ha subido una copia a una cuenta de Internet o algo así? Conociéndole, seguro que lo ha hecho, si tiene algo.
—Bueno, está bien. Pero eso no se monta de un día para otro.
—Cuanto antes, Berto. Por tu madre.
—Vale, vale, me pongo. Pero tú piénsatelo bien. Antes de lanzarlo te pediré que me lo confirmes. ¿Estamos?
—Ya está pensado. Ah, perdona, estoy llegando. Chao chao.
Y aquí se interrumpió la comunicación. Durante unos cuantos segundos, los tres nos miramos sin salir de nuestro asombro.
—Caramba. Cómo está el personal —apreció Salgado, al fin.
—Me equivoco o ésa era… —balbuceó Arnau.
—Catalina Liébana —dije, marcando las sílabas—. Ella, o una tocaya con la voz idéntica y con un ex novio tocayo también.
Una de las cosas más ominosas que tiene vivir en la piel de toro es que por mucho que te empeñes no puedes evitar saber de la existencia de gente como aquella chica, o mejor dicho ex chica, y también ex Miss España y ex mujer de un par de acaudalados empresarios, que un día habían caído aturdidos por su belleza física y otro, mucho más feliz, la habían enterrado en billetes para librarse de ella. Desde entonces, decía que trabajaba inaugurando tiendas, colgándose alhajas o trapos, vendiendo exclusivas y compareciendo en fiestas supuestamente glamourosas, mientras encadenaba sementales de dudosa procedencia a los que investía y despojaba de la categoría de novio con idéntica celeridad. Rondaría los treinta y cinco años, y a juzgar por la conversación, en ella empezaba ya a predominar la mala leche de la jaca resabiada sobre la gracia de la potrilla que la había encumbrado en su día. La eterna historia del ser humano: nacer, crecer, florecer, degradarse.
En eso, Berto Monroy recibió otra llamada:
—Ah, hola, Goran —respondió.
—Qué te pasa, tío. Suenas cabreado.
Goran, por su parte, sonaba a titular de pasaporte extranjero.
—No te lo vas a creer. Me acaba de llamar Miss Bragafloja. Que quiere que le dé una paliza al último capullo que se metió entre las piernas. Al penúltimo, quiero decir. Si pongo un circo, me crecen los enanos.
—¿Y qué vas a hacer?
—Dejar que se le pase el calentón. No estoy yo ahora como para dispersar mis esfuerzos ni mis energías, precisamente.
—Vamos, tranquilo, tronco.
—¿Y tú, qué me cuentas?
—Tengo ya hielo para fiesta de Majadahonda.
—Bueno, ¿y cuándo nos lo sirven?
—Esa misma tarde. Llamarán.
—Vale.
—Y otra cosa.
—¿Qué?
—Que sepas que aguantan lo de avería de año pasado si cosa no va a más. Que si no, ellos se lavan manos, y si tienen que explicar a compañía seguros quién fundió máquina, ellos explican. Siento decírtelo, tío. Pero dicen que de reclamación no quieren saber nada, que eso es cosa tuya.
—Joder, qué cabrones. ¿Es que hoy todo el mundo quiere darme por culo o qué pasa? La culpa es mía, me cago en… Mira que se lo digo a todo Cristo: nunca gastes más de lo que vas a sacar. Y aquí voy yo y me salto mi propia regla. Y de mala gana además, que es lo más grande de todo.
—Cálmate. Ponte en situación peor. Pon que cantan a seguro. ¿Y qué?
—Coño, pues es incómodo, tío. Ya aparece mi pata por ahí.
—Pero en cosa pequeña. No compensa trabajar por eso.
—Colega, cómo se nota que no conoces a los del seguro de aquí. Cuando se pican y huelen a chamusquina, afeitan un huevo. Tendré que llamar al del hielo, y darle algún cromo. ¿Tienes su teléfono a mano?
—Sí. Pero no tardes mucho. Lo cambia con frecuencia.
A esto siguió un dictado de nueve cifras con acento serbocroata.
—Gracias. Hablamos.
Y fin de la conversación. Me dirigí a mis guardias:
—¿Y esto es todo el rato así?
—Pizca más o menos —dijo Arnau.
—El Goran parecía algo más profesional, aunque hablando en clave podría mejorar, lo del hielo es demasiado obvio. Pero el Monroy este es un payaso incompetente. ¿Cómo es que alguien así no lleva ya años colgando pósteres de tetonas en un chabolo de Alcalá-Meco?
—Está nervioso, el chaval —lo excusó Salgado—. Y a lo mejor cree que todavía no hemos tenido tiempo de llegar hasta él.
—Nosotros, vale. Pero me extraña que no tema tener encima a tres o cuatro brigadas distintas de la madera, con esas actividades.
—A lo mejor tiene amigos —sugirió Salgado.
—Si los tiene, es para cagarse. Es un zopenco integral, por mucho que surta de matones a los famosos. O justamente por eso, visto el nivel mental del famoseo patrio. Os voy a dar unos teléfonos que me están mandando los de la Policía. Si esto es lo que me parece, este pardillo engreído va a llamar a uno de ellos dentro de nada.
—¿De quiénes son esos números?
—Todos del mismo. Del narco que le suministró a su confidente la información tendenciosa sobre Óscar Santacruz.
—Qué colaboradora, la competencia —dijo la cabo.
—Por una vez, comunidad de intereses. ¿Y Montserrat?
—Tranquila, o mordiéndose las uñas. Sólo tres llamadas hoy. Y ninguna a Monroy. Su marido, un par de clientes. Nada especial.
—Bueno, tampoco la descuidéis. Pero el hilo es este bobo. Parece que Dios se apiada de nosotros. No tiene media torta.
—No lo subestimes —dijo Salgado—. Tiene una dificultad.
—Cuál.
—Habla con demasiados canallas al cabo del día. Y entre todos ellos tenemos que buscar a uno solo. El que levantó y disparó la pistola.
—Confío en vuestro discernimiento para eso. ¿Y Superpene?
—Le hemos prestado menos atención —dijo la cabo—. En lo que le hemos oído, sólo rollos de abogados. Mucho más aburrido que estas suculentas primicias del cuore que se sacan escuchando al Monroy.
Asentí, mientras trataba de ordenar mis pensamientos.
—Vale, pero no me lo olvidéis. No sé si teníais planes para este fin de semana. Pero habrá que poner un turno a pie de ordenador. Yo me pido libre la tarde del domingo. Cubro lo que nadie quiera o pueda cubrir del resto. Organizaos como queráis con la sargento.
—Bueno, haremos lo que ella mande —se burló Salgado.
—Tampoco es para tanto, Inés —la reprendí—. Anda, no me seas mala.
Regresé junto a Chamorro. Se había ocupado de recoger e imprimir el mensaje de correo electrónico de Morales, con todos los datos de aquel colombiano por cuyo silencio Juan Alberto Monroy estaba dispuesto a pujar y debía de estar rezando todo lo que supiera. Y había hecho algo más: las averiguaciones necesarias para ubicar al arrendatario del Mercedes SLK descapotable. No habían dado un fruto inmediatamente útil, pero sí prometían algún resultado en el futuro.
—Alquilado a una empresa —me informó—. Starship Troopers, S. L.
—¿Starship Troopers? No me lo puedo creer.
—¿Te suena?
—Es una peli. De tíos cachas y macizas que hacen la guerra en el espacio. Una horterada alucinante. ¿Quién llamaría a una empresa así?
—No sé. Habrá que ir al Registro Mercantil a comprobarlo.
—Manda a alguien. Vamos a tener toneladas de conversaciones y decenas de números para analizar. Ese Monroy es una cotorra. Y sus interlocutores dan para llenar unos cuantos círculos del infierno. Este finde lamento decirte que pringamos. Como eres la segunda, elige día, sabiendo que tu brigada se pide libre el domingo tarde.
—Si no hay más remedio… Mira, he encontrado otra cosa.
—¿Dónde?
—En el portátil de Óscar. Me ha dado mal rollo tenerlo desde hace días y no haberlo mirado bien aún. He empezado a navegar por el disco duro mientras averiguaba lo otro y me he tropezado con esto.
Abrió un fichero de Word. No era muy largo. Contenía una serie de anotaciones precedidas cada una por una fecha. Comenzaba nueve meses atrás con una brevísima: Empieza la guerra. Pero ninguna de las anotaciones era muy extensa: la que más, diez o doce líneas.
—¿Qué es? ¿Un diario?
Chamorro me miró con visible complacencia.
—Sí. De operaciones. Creo que nos va a compensar analizarlo más despacio, pero he visto así a bote pronto un par de pasajes. Luego me saco una copia para poder trabajar sobre el documento. Espera a ver si los localizo. Aquí: 24 de febrero. Otra conversación desagradable. Amenazas, inconcretas, grabadas todas con el móvil. O aquí: 8 de abril. Llamada nocturna, número sin identificar. Tipo con acento raro. «Te la estás jugando, cabrón, y no avisamos dos veces». No me ha dado tiempo a grabar. ¿Irán en serio? Bueno, que les den. He comprobado la fecha: la de una de las llamadas que tenemos registradas desde el móvil a nombre del boliviano ese que los compraba a pares. Y esto otro: 20 de abril. Moto negra, otra vez. O me ha parecido la misma. Adelantándome y después parada sobre el puente. O quizá es una paranoia mía. Óscar tenía motivos para estar preocupado. Intentaron achantarlo, antes de dar el paso definitivo.
—Estaba juntando pruebas —comprendí.
—Y no le contaba todo a Ainara.
Me encogí de hombros.
—Qué iba a ganar contándoselo, aparte de asustarla.
—También es verdad.
—Sigue escarbando en ese documento y en ese portátil —le pedí—. A ver si hay algo más que nos sirva. Y vamos a ir preparando otra cosa. En cuanto tengamos las localizaciones de su móvil, vamos a reconstruir sus movimientos, día a día. Se lo pasas a Arnau. Y hacemos lo mismo con Monroy, de momento. Luego ya veremos si nos interesa hacerlo con alguno de sus interlocutores. Usa también la memoria del GPS del coche de Santacruz, por si hubo algún vano de cobertura o tuvo el móvil apagado o sin batería en algún momento. Está claro que lo sometieron a seguimiento, y no una vez ni dos. Vamos a empezar a tejer nudo a nudo la red para atrapar al pájaro que buscamos.
—De acuerdo.
Me restregué los ojos. Por un momento no supe qué hacer. Es lo que tiene estar rodeado de gente eficiente a la que puedes ir encargándole las tareas. Hay quien zanja el problema dándose al solitario de Windows, pero ésa siempre me ha parecido una opción demasiado triste. Prefiero buscarme alguna ocupación. De pronto, recordé algo.
—Voy a prosternarme ante mi señor feudal. Le dije que lo haría antes de comer y la mañana avanza. A ver si hay suerte y lo pillo reunido.
Pero en la misma puerta me salió al paso el guardia Arnau.
—Mi brigada. Tiene que oír esto. Ya.
Lo puse a prueba:
—¿Estás seguro? Iba a hablar con el teniente coronel.
—Con mayor motivo entonces —dijo, al tiempo que se abalanzaba a pinchar el lápiz de memoria en su ordenador.
—Tranquilo, hombre. ¿O le ha llamado la churri del ministro?
Chamorro se permitió sonreír ante la ocurrencia. Arnau maniobró deprisa y una vez que abrió el archivo dio volumen a los altavoces.
—¿Hola?
Monroy sonaba esta vez mucho menos firme.
—Sí, ¿quién llama?
El otro parecía, por contraste, mucho más duro. En guardia.
—Wilson, soy Berto.
—No más nombres, qué se te ofrece.
Monroy debía de estar tragando saliva. Su interlocutor tenía el peculiar seseo de los caribeños, pero ni un ápice de su proverbial dulzura.
—Me ha dicho Gor… Bueno, me dieron el recado.
—No sé de qué recado hablas.
—Sobre los del seguro. Necesito que me cubras. Seguro que se te ocurre una historia. Si les das mi nombre, la cosa se va a complicar.
—No para mí. Y yo no me dedico a inventar historias, lo siento. Serás tú el que tendrás que buscarte una. Es tu asunto. Ya hice bastante con avisarte ayer de que andaban removiendo. Esta mañana me ha llegado que puede que vayan en serio, y esto es lo que hay: si vienen a preguntarme, te paso la pelota. Eso es todo. Ya tuve bastante joda por algo que ni me va ni me viene.
—Me harías un favor. Y no lo pido gratis. Te lo pago.
—¿Con qué?
—Puedo mover más volumen.
—No necesito nada de ti, chaval.
—Joder. Me pones a los pies de los caballos.
—¿Yo? Yo sólo me aparto. Algo habrás hecho mal. Piensa. Chau.
Hasta ahí llegaba la grabación. Escruté en silencio a Arnau. En su honor, y en el de la desenvoltura que iba ganando ante el mando y los desafíos de la investigación criminal, aguantó bien el tipo.
—¿Tienes ahí el número?
—Sí.
—¿Es uno de éstos? —y le tendí la lista de Morales.
Arnau los recorrió deprisa con la vista. Y señaló uno:
—Éste.
—Pues está claro.
—Tengo la sensación de que Monroy se ha convertido de golpe en una especie de leproso —comentó Chamorro, con aire distraído.
—Hay algo que es todo suyo y que nadie quiere compartir —dije.
—Nos sigue faltando alguien.
No hacía falta que me lo recordara.
—El pistolero. Pero aparecerá. Es cuestión de tiempo. Arnau, a la escucha otra vez. Virgi, hazme un reportaje lo más completo posible sobre Monroy y su circunstancia. Yo voy a hablar con el jefe. Si tardo un poco más de la cuenta es que se ha puesto demasiado cachondo.
—Pues tened cuidado. No os arrepintáis luego.
—Lo que es yo, me arrepiento casi siempre. Hasta ahora.
Encontré a Pereira atareado con otro asunto. Algo que acababa de estallarle, una vieja historia en la que de pronto había saltado una nueva pista, al aparecer en una investigación de la Ertzaintza un perfil genético coincidente con el recogido en un asesinato nuestro.
—Hazme un resumen rápido, Vila, que tengo una reunión en el ministerio dentro de media hora. Hay directrices de estrechar todo lo posible la colaboración con ellos, ya sabes, los nuevos tiempos.
Sabía, claro, aunque no tuviera ese tipo de cuestiones tan presentes como las tenía él. Le di cuenta de las novedades con la fastidiosa sensación de que me estaba escuchando sólo a medias. Mi historia ya empezaba a perder lozanía, y ante el cerrojazo informativo los periódicos la habían relegado a las páginas pares e interiores del cuadernillo de Madrid. Eso reducía mucho la presión sobre mi teniente coronel. Pero de algo no se había olvidado, ni dejó de preguntarme:
—¿Algo más sobre la presidenta de la Audiencia?
—Nada. No ha vuelto a llamar a la ex de Óscar. Y dudo que lo haga.
—Bueno, Vila, estupendo trabajo. Lo dejo todo en tus manos. Esto ya lo tienes encarrilado, por lo que veo. Me largo, que no llego.
—Lo que se nos ha cruzado —añadí, cauto— es una llamada pintoresca. Una persona muy conocida, pidiendo algo muy poco edificante.
—Quién. Qué.
—Caty Liébana. Esa que fue Miss España hace ya unos años. Llamó a uno de los sospechosos para encargar una paliza. A su ex novio.
—¿Comprobado?
—Casi. Verificaremos el número. Pero la voz era la suya, o la de una imitadora verdaderamente meritoria.
—Vaya país. Así nos va, con el desarme moral.
—Y usted que lo diga, mi teniente coronel.
Tal vez se olió que no le secundaba en su diagnóstico con excesiva convicción, pero andaba apurado y prefirió dejarlo correr.
—Vale. Copia. El coronel también querrá oír esa grabación.
—Eso imaginaba —declaré, resignado.
—Por razones rigurosamente profesionales —me corrigió.
—No suponía que hubiera otras.
Pereira ya se había puesto la americana y enfilaba a paso ligero el pasillo. Yo lo seguía como podía, procurando no dar la sensación de que era su paje o algo así. Por fortuna, aquello no iba a ser demasiado largo. Había tan sólo unos quince metros hasta los ascensores.
—Y la juez nuestra, ¿contenta? —inquirió.
—Siempre puedo equivocarme, pero parece que sí.
—Muy bien. Mantenla así.
—A sus órdenes.
Respiré al ver cerrarse el ascensor. De pronto, sentí hambre.
Comimos juntos Chamorro, Arnau y yo. De nuevo, Salgado prefirió quedarse pendiente de las escuchas. Aquel mediodía de viernes el comedor se veía mucho menos concurrido. Todos los que no estaban con algo caliente entre manos habían salido de estampida para disfrutar del fin de semana. Entre los que quedábamos, predominaban los contraterroristas y los de crimen organizado y narcotráfico. Tanto unos como otros andaban siempre con operaciones en marcha.
—Mira, ahí está el sargento Monteagudo —dije, indicándole a Chamorro la mesa en que comía uno de nuestros expertos en narcos.
—Ajá —repuso Chamorro, con la boca llena.
—Deberíamos ir a preguntarle por nuestro colombiano, ¿no? Quiero decir, si fuéramos polis concienzudos y todo eso.
—Pues sí, deberíamos.
—Bueno, mejor seguimos comiendo tranquilamente y esperamos a que termine él y pase por nuestro lado.
Después de la acumulación de descubrimientos del día, el almuerzo se desarrolló en un relativo silencio. Ya habíamos especulado todo lo que teníamos que especular. Ahora había que ver el pescado que sacaban las redes y empezar a obrar en consecuencia. Pero Arnau no parecía demasiado feliz con aquella forma de llevar el caso.
—¿No vamos a salir a hacer seguimientos, o algo así?
—¿Mientras sigan dándole al móvil y no lo apaguen? Para qué. Nos quedamos aquí y esperamos tan panchos a que la información nos venga a domicilio. Ya sabemos gracias al teléfono dónde están en cada momento, y podemos rastrearlos tan pronto como nos interese. Llevan su propio GPS incorporado, que además es un chollo, porque se ocupan ellos del coste del servicio y del mantenimiento. El seguimiento es para los malos meticulosos, y si lo son de veras no lo podemos hacer ni tú ni yo, porque nos ficharían en la primera esquina.
—Pues vaya. Había imaginado algo más emocionante.
—No te preocupes. Tarde o temprano habrá que echarles mano. Y si te hace mucha ilusión les pedimos a los de intervención que te den un subfusil para que tires unas ráfagas. Pero no me apuntes a nadie, que las ejecuciones extrajudiciales están prohibidas por nuestra legislación. Mala pata, Arnold, eres poli en un país light. Eso sí, siempre puedes pedirte patrullar por Kabul. En serio, ya sabes que la empresa tiene ahora mismo gente allí. Con eso te sube la adrenalina fijo.
—Tampoco hay que pasarse.
—Por cierto, que allí te llamarían Yahya.
—¿Yahya?
—Sí, el equivalente sarraceno de tu nombre cristiano.
Arnau esbozó una sonrisa resignada.
—Vaya por Dios. Por lo que veo, todavía no he descubierto todas las formas que hay de no llamarme Juan.
—Pues claro que no, Ewan.
—¿Cómo diablos te sabes tantas? —preguntó Chamorro, divertida.
—Ardua investigación. Abre Wikipedia. Escribe juan.
Justo entonces, el sargento Monteagudo y los que estaban comiendo con él se pusieron en pie. Aguardé a que llegaran a nuestra altura y entonces aproveché para echarle el lazo al experto en drogas:
—Monteagudo, ¿te puedo preguntar por alguien? Y perdona que te perturbe con esto la placidez de tu digestión.
—Descuide, mi brigada. ¿De quién se trata?
—Un colombiano.
—Oh, no. No es posible.
Los que venían con él se echaron a reír.
—Vale. No te cachondees, que esto no es lo nuestro. Wilson Jara Romero. Opera en Madrid. No sé muy bien a qué nivel.
—No me suena. ¿Madrid capital? ¿Ha preguntado a la pasma?
—Ellos me lo mandan, y ya me han dado alguna información. Era por si vosotros sabíais algo más, para complementarla.
Monteagudo meneó la cabeza.
—Yo en este momento sólo sé de los tres barcos balizados que tenemos cruzando el charco, y en especial del que para nuestra puñetera suerte llegará a aguas españolas entre hoy y mañana, que es el que nos tiene a éstos y a mí aquí, disfrutando del benemeritan weekend.
—No pasa nada. Era sólo por si acaso. Nunca se sabe.
—Pero puedo mirárselo.
—Si no te es mucha molestia.
—Es más que posible que tenga algún rato muerto. No vea lo despacio que avanza el puto barco sobre la imagen del satélite.
—Gracias.
—A mandar.
Envié a Arnau con Chamorro a la oficina y me fui yo a la sala de escuchas, resuelto a levantar a patadas a Salgado y obligarla a hacer una pausa. Si no quería comer, que se diera un paseo, que ya llevaba ocho horas al pie del cañón. Al verme llegar, me hizo señas para que me pusiera los auriculares. Mientras lo hacía, me informó:
—Monroy y Montserrat. Y está divertido. Mucho.