14

Cosas elementales

Al ver a Ainara llorar, Chamorro se dio cuenta de que se había pasado de brusca, y ella misma se apresuró a reducir el daño. Se acercó, le puso la mano en el hombro y le dijo, con tono maternal:

—Ya está… Discúlpanos. No tenemos más remedio que remover asuntos desagradables. Nos tenemos que cerciorar de todo. En ningún momento he pretendido decir nada que pudiera molestarte.

—Supongo. Pero es que a veces tengo la sensación de que lo estáis investigando a él, en lugar de perseguir a los asesinos.

—Lo uno pasa por lo otro, lamentablemente —le expliqué.

—Si tú lo dices, así será. Bueno, qué más queréis saber.

—Alguna de esas veces que le llamaron, de noche, ¿le dijeron algo, le amenazaron de alguna forma? —preguntó Chamorro.

—Sólo una vez, que yo sepa. Una sola palabra. Y colgaron.

—¿Cuál?

—Gilipollas.

—¿Un hombre o una mujer?

—Hombre.

—¿Lo reconoció?

—No.

—¿Nos podrías hablar un poco del último día? —le pedí.

Ainara se enderezó y se enjugó las lágrimas.

—No hay mucho que contar —dijo—. La noche anterior había dormido en su casa, así que por la mañana salimos juntos. Lo acerqué a la oficina en mi coche, ese día yo libraba y así podíamos vernos más tiempo. Que yo sepa, él pasó la mañana con la rutina normal del trabajo. Fui a comer con él y luego a buscarlo, por la tarde. Lo recogí sobre las siete. Nos fuimos a ver una película y a cenar por ahí. Hacía buena noche y después de la cena nos dimos un paseo largo por Madrid.

—¿Por dónde?

—Por el centro. Gran Vía, paseo del Prado, Atocha, Huertas…

—¿No notaste nada inusual? ¿Nadie sospechoso?

Ainara negó con la cabeza.

—No, lo siento. Me temo que soy muy despistada para eso.

—Y luego lo llevaste a casa.

—Sí. Serían ya las dos y media, o algo más, cuando llegamos. Lo dejé delante del portal y me vine para acá. A la mañana siguiente yo madrugaba, y desde su casa hay una buena tirada hasta mi trabajo.

No pude evitar indagar aquí algo que me intrigaba:

—¿Cómo es que se fue a vivir tan lejos, trabajando en Torrejón?

—Se enteró de la oportunidad por un amigo. El piso le salió muy bien de precio, prácticamente los estaban liquidando. Y la combinación que tenía era muy buena, aunque no lo parezca. Iba por la M-50. Directo y casi sin atascos, con lo que le compensaba vivir tan lejos.

Tenía razón. Me sentí torpe por no haber visto esa ruta. Decididamente, desde que tenía conductora, me estaba atocinando.

—Sabemos que esa misma madrugada, sobre la una y media, recibió una llamada —le dijo Chamorro—. ¿No lo recuerdas?

A la novia de Óscar se le encendió la mirada.

—Sí, ahora que lo dices. Estábamos paseando. Pero no la cogió. Era un número sin identificar. Dijo que a esa hora, pasaba.

Chamorro tuvo entonces una súbita iluminación.

—Otra cosa, Ainara. ¿Oíste a Óscar alguna vez hablar con su ex?

—Más de una vez.

—¿En qué términos?

Ainara nos observó con una especie de displicencia.

—Por qué os creéis que os digo que la investiguéis. Siempre le gritaba, le insultaba, le humillaba. Y más desde que se había embarcado en la pelea por recuperar la custodia del niño. Pero él nunca le devolvía los insultos. Decía que lo había hecho una vez y que se arrepentía. No por la orden de alejamiento, ni por la denuncia, ni por la noche que lo habían tenido detenido. Sino porque esa vez se había convertido en alguien como ella. Y ésa era la manera de perder la partida. Sólo podía ganar demostrando que él era diferente. No devolviendo los golpes donde no tenía sentido hacerlo, donde ella tenía la ventaja, por cómo estaba la ley y por su propio carácter. Y dando la batalla donde ella era inferior, donde sabía que podía hacerle morder el polvo.

—El símil guerrero, otra vez.

—Sí —Ainara volvió a esbozar una sonrisa—. Le servía para todo.

—Está bien —dije—, creo que ya hemos abusado bastante de tu paciencia por hoy. Y no quiero que pierdas ese autobús. Saluda de nuestra parte a Magdalena, y dile que estamos haciendo progresos. No puedo contarte todavía en qué sentido, pero creo que vamos bien encaminados. Tampoco puedo decirte lo que tardaremos en amarrarlo todo. Es un caso laborioso. Pero que sepa, que sepas tú, que estamos en ello a tope. Los dos días que llevo escarbando en su vida me dicen que Óscar era un tipo honrado. Con sus errores y sus flaquezas, como cualquiera, pero buena gente. No pienso dejar su asesinato impune.

—Era un buen hombre, te lo aseguro —dijo Ainara, conmovida—. No se merecía que le hicieran algo así. Para nada, brigada.

Dejamos que Ainara terminara de hacer la maleta. Mientras caminábamos hacia donde habíamos aparcado el coche, me asaltó un sentimiento ambiguo. No terminaba de decidir si la entrevista había sido fructífera o no. Teníamos nuevas impresiones, sí, pero nos había proporcionado pocos datos concretos de los que tirar. Y aunque aquella chica me había convencido de su creencia en que la relación de su hombre con las drogas había sido un percance luego superado, quedaba la posibilidad de que en este punto Óscar hubiera mostrado a Ainara sólo una parte de la verdad. A las malas, y una investigación criminal siempre se plantea en esos términos, nadie conoce a nadie. Estaba aún sumido en estas cavilaciones, cuando sonó mi móvil.

—Sí.

—Vila, ¿se te puede?

—¿Quién es?

—Inspector jefe Morales. La pasma, como decís vosotros.

—No, jamás. Cuerpo Nacional de Policía, siempre.

—Ya, ya. Oye, te hice la gestión.

—Ah, sí. ¿Y?

—Se me ha cerrado en banda. Me ha dicho que se juega el cuello si me da el nombre de quien le proporcionó la información. Sobre todo si después un policía, guardia civil o de la porra va a verlo y el tío se huele en algún momento que ha sido él quien ha dado su nombre. Le he jurado por Dios y por el Rey que sois polis experimentados y que nunca preguntaríais nada que hiciera sospechar que él ha sido el que os puso sobre la pista. Pero se ve que no confía lo suficiente en vuestra pericia policial o que se ha olido que soy ateo y republicano.

—Pues no sé, Morales. ¿Tengo que darte las gracias?

—Siempre irónico, ¿eh? No, claro que no, todavía. La cosa es que algo me ha empezado a oler de puta pena en este tío, en el soplo y en todo lo que hay alrededor de esta historia. Me he despedido de él haciéndole notar mi decepción por su comportamiento y el grave deterioro que ha sufrido a cuenta de esto la amistad que nos unía. En paralelo, les he pedido a dos de mis chavales que me lo vigilen. Mi instinto no suele fallarme, y a estas alturas del partido noto en seguida cuando un tío no me aguanta los ojos. Aquí hay alguna mierda, y si este capullo se ha creído que puede jugar conmigo, la ha metido hasta la ingle. Mira por dónde, a lo mejor el favor me lo vas a hacer tú a mí, y esta gestión me va a servir para hacer limpieza. Te tendré al corriente. De aquí a poco, o éste se hunde, o encuentro yo la forma de hundirlo. Y ya sea por un camino o por el otro, algo averiguaré que pueda valerte.

—Bueno —respondí—. Pues aquí estoy. Sigo esperando.

—No tendrás que esperar mucho. Confía en mí. Salud.

—Estos maderos —dije, una vez que hube colgado.

—¿Qué? —preguntó Chamorro.

—Que nunca me haré a su estilo. En el coche te cuento.

La vuelta a la unidad fue algo más lenta. Chamorro, que al cabo de diez años ya era una avezada navegante por las calles y las autopistas madrileñas, se las arregló para buscar la ruta que nos permitiera ir en sentido contrario al que en cada vía y a esa hora registraba mayor intensidad circulatoria, pero así y todo ya declinaba el día cuando estuvimos de regreso en nuestra oficina. Mientras subíamos en el ascensor, después de dejar el coche en el garaje, la sargento observó:

—Nunca me habías dicho en qué barrio habías pasado tu infancia.

—Nunca me lo preguntaste.

—Ya. Lo que quiero decir es que, al cabo de diez años, sigo sin saber cosas elementales de ti.

—Y yo de ti. Sigo sin saber cómo demonios pudiste tener de novio a aquel tipo. Ya sabes, Conan el Bárbaro.

—Muy gracioso. Pero tú sí sabes dónde viví de niña, por ejemplo.

—A ti te delataba el acento, aunque ya casi lo hayas perdido y sólo se te pegue otra vez cuando vas por allí de vacaciones. Los de Aluche, en cambio, no tenemos ningún acento particular.

Mi compañera adoptó una expresión maliciosa.

—Sí, el ejque

La disequé con la mirada.

—Eso es un comentario de pijo de Serrano. No te pega, Vir.

—Bah, no te enfades.

—No me enfado. Sólo era una información.

—Cómo cambias de tema cuando no te interesa.

—Desde luego que no me interesa. Mi biografía está llena de puntos oscuros. Por eso prefiero no dar demasiados detalles de ella.

—No me creo que sean tantos, los puntos oscuros. Si me preguntaran, diría de ti lo que Ainara de Óscar. Que eres un buen hombre. De todos modos, hay una historia que me debes. Y desde hace unos años.

Inútil tratar de hacer ante ella que no lo recordaba. Era demasiado lista para tragárselo. Así que miré a otra parte y le dije:

—Soy consciente. Pero también te dije que no esperaras saberla pronto. Que podía tardar mucho en encontrar el día de contártela.

—¿La sabré antes de que te jubiles?

—Ni hoy ni mañana, Vir. Ahora tengo otras cosas en la cabeza.

Empujé la puerta de nuestra guarida y sorprendí a Salgado y Arnau en actitud equívoca. Los dos inclinados sobre una mesa, las cabezas muy juntas. Si no ponía cuidado, aquel chico iba a acabar mal. Pensé que era mejor no sobresaltarlos. Golpeé el marco de la puerta.

—¿Interrumpimos?

El guardia y la cabo se incorporaron de golpe. Al hacerlo, la cabeza de Arnau golpeó con un largo flexo articulado. Se oyó un chisporroteo y un olor a cabello quemado se difundió en el aire.

—Co-ño —se quejó Arnau, extinguiendo a manotazos el pequeño incendio que la bombilla halógena acababa de causar en su flequillo.

—Cuidado, guardia, que se supone que trabajas con eso.

—Tenemos novedades. Y suculentas —dijo Salgado.

—¿Sí? —cuestionó Chamorro.

—Ajá. Sentaos y os contamos.

Yo le hice caso. La sargento se quedó de pie. Era terca, a veces.

—Y bien, ¿de qué se trata? —pregunté.

—Avances telefónicos —anunció Arnau, tentándose todavía la frente.

—No me dirás que en la escucha os ha salido alguno de los números sospechosos del listado de llamadas del teléfono de Óscar…

—No, no —dijo Salgado—. Algo mucho mejor.

—A ver, sorprendednos.

—Fui a darle a la cabo esos números —dijo Arnau—, los de las llamadas de madrugada. Para que estuviera pendiente, por si le entraban.

—Pero a mí se me ocurrió que había una cosa que podía hacer con ellos, y sin necesidad de esperar —explicó Salgado—. Llamar a mi nuevo amigo el señor Alfaro, de la compañía de móviles, y pedirle extraoficialmente que me dijera quiénes son los titulares. Y ya puestos, y para aprovechar la llamada, que me contara quién es el dueño de la línea con la que Montserrat Castellanos conectó dos veces esta mañana, y con quien, por cierto, ha vuelto a hablar otra vez esta tarde.

—¿Me estás diciendo que los tres números son de la misma compañía que los de Montserrat y Óscar? —dije, incrédulo.

—Efectivamente.

—Bueno, qué potra. No está mal, tenerla alguna vez.

—Pues sí —se admiró Chamorro.

Teníamos motivos para asombrarnos. Una variante contemporánea de la Ley de Murphy, aplicada al trabajo policial en España, establece que si tienes que pinchar cinco teléfonos, lo más probable es que sean de cinco operadoras distintas. Las ventajas de la libre competencia.

—Y además el señor Alfaro, o bueno, José Luis, que ya hemos cogido confianza —continuó Salgado—, nos ha respondido de maravilla.

—Desembuchad.

Arnau tomó entonces un bloc de la mesa.

—El primer número, desde el que llamaron a Óscar en las madrugadas del 22 y 23 de marzo. Tarjeta prepago a nombre de Jonathan Lobato Ruiz. Que investigado a través del DNI, resulta tener 18 años y vivir en Novelda, Alicante. Lo que en seguida interpretamos como…

—Marcado por error —completó Salgado—. Seguramente quería llamar a alguna Jennifer o Támara que le había dado el número en el último botellón. Pero, o lo anotó mal, o Jennifer o Támara le tomó el pelo.

—El segundo número, desde el que llamaron a Óscar en las madrugadas del 25 de marzo, y 8,15 y 22 de abril. Tarjeta prepago a nombre de Morgan Roberto López Pachacuti, de nacionalidad boliviana, de 29 años, con tarjeta de residencia expedida en Madrid y expirada en abril de 2008. Que a su vez es titular de otras nueve tarjetas prepago, sólo en la misma compañía. La cabo sugiere una explicación.

—Lo descubrimos con aquella banda de búlgaros, ¿recordáis? El negocio de pagar 100 o 200 euros a un mendigo, o a cualquier otro muerto de hambre, para que se compre varias tarjetas prepago dando su nombre, en diferentes días y diferentes tiendas, y luego poderlas utilizar para todo tipo de trapisondas. La forma más sencilla de burlar el control de identidad de los usuarios de teléfonos móviles.

Los miré, a los dos, con cara de haba.

—Bien, veo que sois verdaderamente sagaces buscando el sustrato oculto de las cosas —dije—. Pero hasta aquí, y perdonadme la franqueza, lo que me estáis contando no me pone nada. O bastante poco.

Chamorro se adhirió:

—Eso mismo iba a decir yo.

—Es información, mi brigada —se defendió Salgado—. Algo que nunca podemos despreciar, en este trabajo. El hecho es que a Óscar lo llamaban desde un móvil chungo. Eso nos revela qué tipo de gente tenía hostigándole. Pero es que nos queda lo mejor. Cuéntales, Juan.

—La persona con la que Montserrat ha hablado hoy tres veces: Juan Alberto Monroy Menchaca. De 34 años, vecino de Madrid y protagonista de este abultado historial policial que podéis examinar. Nada que lo haya llevado al trullo. Pero sí multitud de incidentes por agresiones, amenazas y otras alteraciones de la convivencia ciudadana.

La sargento y yo cruzamos una mirada rápida.

—Eso es otra cosa —admití.

—Te he hecho el informe para la juez —dijo Salgado—. Creo que mañana, sin falta, deberíamos tener pinchado su teléfono. Ya lo he negociado con Alfaro, para cuando consigamos la orden judicial.

Chamorro se enredaba un mechón de pelo que se le había soltado del recogido. Lo retorcía una y otra vez detrás de su oreja. Era un gesto que indicaba que su cerebro trabajaba a pleno rendimiento.

—¿Podemos oír la tercera conversación?

—Claro, mi brigada —concedió Salgado, sacando, no sin algún esfuerzo, un lápiz de memoria del bolsillo trasero de sus tejanos.

Lo enchufó en el ordenador de Arnau e hizo un par de clics con el ratón. Luego se reclinó en la silla y dio volumen a los altavoces.

¿Si?

Esta vez era él quien llamaba, y ella la que lo atendía.

—Montse…

—Sí.

La voz de Montserrat seguía sonando apurada. Incluso más: en la forma de pronunciar aquel monosílabo había un matiz agónico.

—A ver, tenemos que estar tranquilos.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Lo que te temías. Están revolviéndolo todo, y han llegado ya a la historia del año pasado. Han tocado al intermediario.

—Joder, Berto, ¿no estabas seguro de que…?

Montserrat Castellanos no podía refrenar los nervios.

—Chssst. Tranqui. Ha hecho lo que tenía que hacer. El dique ha funcionado y el agua no tiene por qué pasar. ¿Estamos?

—¿Tú te fías de ese tío?

—Me fío de lo que tiene que perder. Y de lo que tienen que perder ellos.

—¿A qué te refieres?

—Ese tío es lo que es. Y les sirve. Ya saben que no pueden pedirle todo lo que se les antoje. Sólo es cuestión de aguantarles un poco.

—Joder, Berto, perdóname pero con esa forma de hablar ya es que no sé si te entiendo. Y yo estoy aquí, sola, comiéndome las uñas.

—Bueno, tú no pienses en nada. Sólo es para que lo sepas. Pero si van a hablar contigo, relájate. No hay forma de que te relacionen con alguien a quien ni siquiera conoces. Coño, a quien ni siquiera conozco yo.

—Vale, si tú lo dices.

—Pues eso. ¿Estamos?

—Sí.

—No le des más vueltas. Tienen un homicidio caliente entre las manos, no pueden perder mucho tiempo removiendo una historia antigua.

—Ojalá.

—Oye, y Maxi, ¿dónde anda?

—Hoy está en Andorra. Tenía que ir para unas juntas de accionistas o algo así. No me ha llamado en todo el día. Debe de estar hasta arriba.

—Okey. Si llama le cuentas. No está de más que también lo sepa.

—Vale, vale.

—Hasta luego.

—Adiós.

Y eso era todo. Salgado se cruzó de brazos.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —intervino Chamorro.

—¿Cuál?

—Que Salgado amplíe el informe.

—¿Para?

—Yo le pincharía el teléfono también al abogado —dijo—. Todavía no sé muy bien cuál es el delito, pero esto es una conspiración para delinquir como la copa de un pino y están los tres en el ajo.

Salgado se dirigió a la sargento:

—¿Por qué dices que todavía no sabes cuál es el delito?

—No han reconocido nada sobre el asesinato. Parece que de lo que están hablando todo el tiempo es de otra cosa.

—Sí —la respaldé—. De lo del año pasado. Ahora está claro: de cuando le tendieron, por persona o personas interpuestas, una trampa a Óscar, para que la policía lo detuviera con droga y así desacreditarle de cara a la custodia del niño. Creo que tengo que llamar al inspector jefe Morales, para confirmarle sus suposiciones. De lo que acabamos de oír se desprende que su confidente lo usó vilmente. A no ser que pueda demostrar de alguna manera que lo usaron vilmente a él.

Chamorro se dejó caer en la silla que tenía más a mano.

—No me gustaría estar en el pellejo de ese confidente.

—Ni a mí, pero no ahora, sino con carácter general.

—Un momento —dijo Arnau, como si todavía estuviera procesando la información—. Pero lo que hemos oído, ¿no es bastante?

—¿Para qué?

—Pues, digo yo que podemos probar que esta tía estaba en connivencia con ese individuo para joder a su ex marido. Queda bastante claro el tipo de persona que es, y los contactos que tiene y utiliza.

Por una vez, Arnau no andaba muy fino. Traté de explicárselo:

—Tenemos que conectarlos inequívocamente con el asesinato, y de eso no han dicho ni mu. Y algo más. Puede que ese Monroy, si es que intervino en la muerte de Óscar, que de momento tenemos que respetar su presunción de inocencia, se limitara a una intermediación. Como parece que hizo el año pasado. Y entonces todavía nos quedaría un trecho. Llegar hasta el sicario. Necesitamos al autor material.

—Puf, qué dolor de cabeza —dijo Salgado.

—Hazme lo que ha dicho Chamorro —le pedí—. Amplía el informe. Vamos a pincharle también el teléfono a Superpene.

—¿A quién? Ah, qué gracioso —dijo Salgado, con una risa estentórea.

Chamorro miró de reojo a la cabo. Pero no dijo nada.

—Y hecho eso, cerramos la tienda. Que mañana será otro día largo y ya llevamos dos. Tenemos que reponer fuerzas para rendir.

Arnau levantó el dedo, como un colegial tímido.

—Yo tengo algo más, mi brigada.

Me sobrepuse al cansancio.

—A ver, di.

—He hablado con la abogada de Óscar. La que le llevaba lo de la revisión del divorcio. La he localizado a través de la hermana.

—También le defendió en las dos denuncias. Me ha dado toda la información de los pleitos. Pero me ha dicho que si queremos ahorrar tiempo, nos recomienda hablar con dos personas: la titular del juzgado de violencia contra la mujer de Madrid que absolvió a Óscar de la segunda denuncia, y la psicóloga forense del equipo psicosocial que evaluó a los dos progenitores y al niño para este último juicio.

—¿Te ha dado algún motivo para esa recomendación?

—Sí. Que se saben el asunto. Y, aquí cito más o menos literalmente, que las dos, juez y psicóloga, habían calado ya quién era en realidad Montserrat Castellanos. En fin, no deja de ser la abogada de Óscar.

—Es una pista. Le haremos caso. Contacta primero con la psicóloga, que será la más fácil de abordar. Y mañana vamos a verla.

—De acuerdo.

—Y ahora sí. Largo todos.

Antes de irme, hice varias llamadas. A mi teniente coronel, para que no dejara de saber cómo íbamos. Al inspector jefe Morales, para que tuviera todos los elementos de juicio a la hora de enfocar el problema de su confidente, lo que me agradeció con una vehemencia en la que creí adivinar un rastro de remordimiento por su actitud remolona durante nuestra entrevista. Y por último, llamé a mi madre y a mi hijo, para mantener vivos los lazos que me recordaban que era un ser humano medio normal, y no sólo un buscador de inmundicia. Cuando terminé de hablar con mi hijo, sólo Chamorro seguía allí.

—Qué haces, Vir. ¿No te vas?

—Estaba curioseando un poco en el portátil de Óscar —dijo—. En todo el día no me ha dado tiempo a mirarlo. Y siempre puede haber algo.

—¿No crees que ya tenemos más que de sobra donde mirar?

—Nunca es demasiado. Lo que sepas, quiero decir.

—¿Y qué? ¿Has encontrado algo?

—¿Honestamente?

—Si puede ser.

—Ni me entero de lo que estoy leyendo.

—Apaga eso, anda. ¿Me dejas que te invite yo hoy?

—¿A qué?

—A una caña. A unas tapas. A mi estilo. Cutre, ya sabes.

Mi compañera hizo chasquear la lengua.

—Ay, cómo te gusta dar penita, ¿eh?

—Psé. No especialmente.

—¿Y a dónde me llevarías, si se puede saber?

—¿Te apetece que vayamos al centro? Por donde salieron Ainara y Óscar en su última noche, por ejemplo.

Chamorro torció el gesto.

—La idea es un poco macabra, ¿no?

—Hace tiempo que no voy por esa zona. Me han entrado ganas mientras la escuchaba. Y además, algún sitio conozco por ahí. En otro tiempo, la zona de Huertas era mi cazadero nocturno.

—No preguntaré qué cazabas.

—Poca cosa, en general.

—Vale. Me arriesgaré.

Al final, me dio reparo llevarla a una tasca infecta. Subiendo por Huertas, se me ocurrió hacer una comprobación. Cruzamos hasta la calle Moratín y bajamos media manzana. Un jueves y sin reserva temí que no tuvieran mesa, pero eso era antes de que se desplomara la economía mundial, y con ella tantas de las domésticas. Entré a preguntar y me dijeron que tenían hueco. Regresé a la calle, para informar a Virginia de que había habido suerte. Miraba el local, intrigada.

—¿Y cómo se llama este sitio? ¿No tiene un letrero?

—Ahí arriba. La Vaca Verónica. Es un local para conocedores.

—¿Y me puedo fiar?

—Como de ti misma. No te voy a invitar a unas míseras tapas. No es lo que te mereces, ni sería elegante, después de tu detalle de anoche.

—Está bien. Te sigo.

Tardó un poco, pero acabó aceptando que la había llevado a un restaurante que merecía la pena. Compartimos ensalada de primero y de segundo se fió de mi consejo y pidió la especialidad de carne de la casa, el filet Verónica. Yo hice otro tanto. No nos arrepentimos.

—Creo que es la primera vez que como así de bien contigo —bromeó.

—Lo mío no es falta de paladar, sino de euros.

—Vale, gracias. Ya me da cargo de conciencia que me invites.

—Tú lo hiciste anoche. Y algo bueno tiene la crisis, para mí.

—¿El qué?

—La inflación negativa. Este año no tengo que revisarle al alza la pensión a mi vampiro particular. Puedo permitirme alguna alegría.

—Mira, siempre hay quien gana.

—Ya ves. Como los picapleitos. O los McDonald’s.

Chamorro tomó un sorbo de vino. Luego dijo, cautelosa:

—Para ti, este caso tiene que ser…

Se interrumpió, como si no encontrara la palabra adecuada.

—¿Tiene que ser…?

—Quiero decir… Especial.

—¿Porqué?

—Alguna cosa tienes en común con este hombre, ¿no?

—Sí, cómo lo describiste… Cuarentón divorciado.

—Ni perdón ni olvido, ¿eh? —se quejó.

—Bueno, evito pensar en mi ominosa condición.

—Cómo eres. Nadie ha dicho que sea ominosa, nunca. Pero tiene su lado difícil, que tú conoces. Y tú tienes un hijo, como él.

Ahora fui yo quien hizo una pausa para beber. Luego dije:

—Y también tengo un padre al que no veo desde hace casi cuarenta años. Que ni siquiera sé si está vivo, ahora mismo. Quizá te sorprenda, pero creo que Óscar me ha removido más lo segundo que lo primero. Lo de mi divorcio y lo de mi hijo, mejor o peor lo he ido encajando, con los años. Pero lo otro es algo que no se puede encajar nunca.

No se esperaba la confidencia. Incluso a mí me resultó extraño, habérselo soltado así, a bocajarro. Debía de ser el vino, o la fatiga, que me bajaban la guardia. Tampoco me importaba. Me fiaba de ella.

—Una pregunta, Rubén.

—Dime.

—¿Por qué no has vuelto a casarte?

—Porque el matrimonio es un contrato desventajoso para el hombre, en este país. Al menos el heterosexual, que es el que podría plantearme yo. Ya pagué bastante caro haberlo firmado una vez.

—Bueno, pues prescinde del papel. ¿Por qué sigues solo?

—¿Y tú? ¿Por qué sigues soltera a los treinta y cuatro?

Chamorro bajó la mirada.

—No es mi vocación. Sólo cómo han salido las cosas, por ahora.

—Pero por qué.

—Por las malas experiencias. Mejor sola que mal acompañada.

Las recordaba bien, sus malas experiencias. Todavía podía oír la voz de aquel tipo, cuando tuve que hacerle ver que se la estaba jugando.

—Mi argumento es el mismo. Sólo que al revés.

—¿Cómo?

—Mejor solo que ser mala compañía.

—No entiendo.

—Ni falta que hace.