Olimpo
Monte Olympus, el volcán más alto de Marte, se alza más de veinticinco mil metros sobre las llanuras que lo rodean y el nuevo océano que hay en su base. Dicha base tiene más de seis mil kilómetros de diámetro. Con su cima verde elevándose a más de veinticinco kilómetros de altura, Monte Olympus casi triplica la altura del monte Everest en la Tierra. Las laderas de la montaña, blancas de nieve y hielo durante el día, brillan en rojo sangre esta noche por el sol poniente marciano.
Los afilados acantilados de la base noroeste del monte se elevan en vertical cinco mil metros. En esta noche marciana, la larga sombra del volcán alcanza casi la línea de los tres volcanes de Tharsis en el brumoso horizonte.
El ascensor de cristal de alta velocidad que solía recorrer su camino por esta cara del Olimpo ha sido cortado en dos no muy lejos de la cima de los acantilados, tan limpiamente como por una guillotina. Un poderoso campo de fuerza de siete capas generado por el propio Zeus (la égida) cubre todo el macizo del Monte Olympus de cualquier ataque y titila ahora a la luz roja de la tarde.
Justo más allá de los acantilados, cerca de la base donde el Olimpo se acerca al océano terraformado siglo y medio antes, un millar o más de dioses han venido a congregarse para la guerra. Un centenar de carros dorados, cada uno impulsado por fuerzas invisibles pero tirado visiblemente por poderosos sementales, vuelan por los aires cubriendo cientos de metros sobre la masa de dioses y armaduras doradas reunida en las altiplanicies y playas estriadas de abajo.
Zeus y Hera están al frente de este ejército inmortal, cada figura de seis metros de altura, marido y mujer, ambos resplandecientes con sus armaduras y escudos y armas forjadas por Hefesto y otros dioses hábiles; incluso los altos cascos de Zeus y Hera están forjados de oro puro, entrelazados con microcircuitos, y reforzados con aleaciones avanzadas. Atenea y Apolo faltan temporalmente de la primera línea de esta falange divina, pero los otros dioses y diosas están aquí:
Afrodita está aquí, hermosa incluso con sus arreos de guerra. Su casco está repujado de piedras preciosas; su arco diminuto está hecho para disparar flechas de cristal con puntas huecas rellenas de gas venenoso.
Ares está aquí, sonriendo bajo el ceño de su casco de cresta roja, feliz por la expectación ante el baño de sangre sin precedentes que se avecina. Lleva el arco plateado de Apolo y un carcaj lleno de flechas trazadoras de calor. Matará o destruirá cualquier objetivo al que dispare.
Poseidón está aquí, el sacudidor de la Tierra, enorme y sombríamente poderoso, vestido para la guerra por primera vez en milenios. Diez hombres, incluido Aquiles, no podrían alzar la enorme hacha que Poseidón empuña en su mano izquierda.
Hades está aquí, más oscuro en semblante, humor y armadura que el propio Poseidón, sus ojos rojos brillando desde las profundas cuencas de su casco de batalla. Perséfone se encuentra junto a su señor, armada de lapislázuli, un tridente de titanio sujeto con firmeza entre sus dedos largos y pálidos.
Hermes está aquí, delgado y mortífero, enfundado en su armadura de insecto rojo, dispuesto a teleportarse cuánticamente a la batalla, matar y volver antes de que ningún ojo mortal pueda registrar su llegada, mucho menos la matanza que dejará atrás.
Tetis está aquí, sus ojos divinos enrojecidos de tanto llorar, pero diligentemente vestida con una armadura de guerra, dispuesta a matar a su propio hijo, Aquiles, cuando Zeus así lo quiera.
Tritón está aquí, vestido osadamente con capas de armadura verde y negra: es el olvidado Sátiro de los mundos antiguos, el terror de las doncellas y el violador de niños y niñas, el dios que encontraba placer arrojando los cuerpos de los niños a las profundidades cuando había saciado su placer con ellos.
Artemisa está aquí, la diosa de la caza armada de oro, su arco de guerra en la mano, dispuesta y ansiosa por derramar litros y litros de sangre humana como primer paso para vengar las heridas sufridas por su amado hermano, Apolo.
Hefesto está aquí, armado con llamas y dispuesto a llevar la antorcha al enemigo mortal.
Todos los dioses excepto los convalecientes Apolo y Atenea están aquí ahora, una hilera tras otra de figuras gigantescas, blindadas, silenciosas, a la sombra de los acantilados. Sobre ellos, más dioses y diosas vuelan en sus carros voladores. Por encima de todo, la égida, arma ofensiva y defensiva, titila y acumula energía.
En tierra de nadie, más allá de los dioses, justo donde el brillo de la égida se clava en el suelo y la piedra y continúa hacia abajo, curvándose en una esfera que se extiende un tercio hasta el centro de Marte, están los cuerpos de los dos cerbéridos. Dos perros de dos cabezas de más de seis metros de largo con dientes de acero cromado y espectómetros de masa cromatográfica gaseosa en los morros, los cerbéridos yacen muertos donde Aquiles y Héctor los mataron al llegar al Olimpo hace sólo unas horas.
Treinta metros más allá de los cerbéridos están los restos quemados de los antiguos barracones escólicos. Tras los barracones están los ejércitos de la humanidad, ciento veinte mil hombres esta tarde.
Las fuerzas de Héctor se extienden en hileras en la parte de tierra, cuarenta mil de los más valientes luchadores de Ilión. Paris ha recibido la orden de quedarse en Ilión, encargado por su hermano mayor de la pesada responsabilidad de proteger sus hogares y los seres queridos que están en la antigua ciudad, cubierta ahora por el campo de fuerza de los moravecs, pero más seguramente protegida, Héctor está seguro, por las lanzas de punta de bronce y el valor humano. Pero los otros capitanes y sus contingentes están aquí.
Cerca de Héctor se encuentra el hombre de confianza del supremo comandante troyano, Deífobo, a cargo de diez mil lanceros escogidos. Cerca está Eneas, forjando aquí su nuevo destino, ya no favorecido por los Hados. Tras el contingente de luchadores de Eneas está el noble Glauco a la cabeza de sus filas de carros y a los once mil salvajes licios dispuestos para el combate.
Ascanio de Ascania, comandante de los frigios, está aquí, completamente ataviado de bronce y cuero y ansioso de gloria. Sus cuatro mil doscientos ascanios están deseosos de derramar icor inmortal, si no hay sangre mortal disponible.
Tras los combatientes troyanos, demasiado viejos y demasiado valiosos para liderar a los hombres al combate pero vestidos con armadura de batalla este día y dispuestos a morir si ésa es la voluntad del universo, están reunidos los reyes y consejeros de Ilión: primero el mismísimo rey Príamo con la legendaria armadura forjada con el metal de un antiguo meteorito; luego el viejo Antenor, padre de numerosos héroes troyanos, muchos de los cuales ya han caído en la batalla.
Cerca de Antenor se encuentran los honorables hermanos de Príamo, Lampo y Clitio, y el barbudo y canoso Hicetaón (que hasta este día ha honrado a Ares, el dios de la guerra, por encima de todo), y tras Hicetaón los más respetados ancianos troyanos, Pántoo y Timetes. Junto a estos ancianos hoy, los ojos siempre fijos en su marido, vestida de rojo como si fuera un estandarte vivo de sangre y pérdida, está la hermosa Andrómaca, la esposa de Héctor, madre del asesinado Escamandrio, el bebé conocido por los cariñosos residentes de Ilión como Astianacte, «señor de la ciudad».
En el centro de este frente de batalla de cinco kilómetros de largo, comandando a más de ochenta mil aqueos expertos en la lucha, se alza el dorado Aquiles, hijo de Peleo, ejecutor de hombres. Se dice que es, a excepción de una debilidad secreta, invulnerable. Esta tarde, vestido con la armadura de batalla al completo y arrebolado con la energía suprahumana de su cólera casi inhumana, parece inmortal. El puesto a la derecha de Aquiles ha sido dejado vacío en honor a la memoria de su querido amigo y camarada, Patroclo, de quien se dice que ha sido salvajemente asesinado por Palas Atenea menos de veinticuatro horas antes.
Detrás y a la derecha de Aquiles se sitúa un trío sorprendente: Agamenón, Menelao y Odiseo. Los dos hijos de Atreo están todavía magullados tras su combate singular con Aquiles, y Menelao tiene el brazo izquierdo demasiado herido para sostener el escudo, pero los dos caudillos depuestos han considerado necesario estar con sus capitanes y hombres en este día. Odiseo, al parecer perdido en sus pensamientos, contempla las líneas de batalla humanas e inmortales y se rasca la barba.
Repartidos por el resto de las filas aqueas, en carro o a pie, siempre a la cabeza de sus hombres, están los héroes griegos supervivientes tras nueve años de amarga guerra; Diomedes, todavía vestido con su piel de león y con una maza más grande que la de la mayoría de los hombres; Ayax el Grande, el Goliat de los aqueos, que se alza sobre toda su fila de guerreros, y Ayax el Pequeño, que lidera a sus soldados de Lócride. A un tiro de piedra de estos héroes se encuentra el gran lancero, Idomeneo, a la cabeza de sus legendarios guerreros de Creta, y cerca, alto en su carro, Meriones, ansioso por entrar en combate junto al hermanastro de Ayax el Grande, el maestro arquero Teucro.
En el flanco derecho aqueo, más cerca del océano, una hilera tras otra de hombres armados vuelven sus cascos encrestados para mirar a su caudillo y el más viejo de los capitanes aqueos presente este día, el sabio Néstor, domador de caballos. Néstor se ha colocado por delante de todos los demás en el flanco derecho, con una capa roja y bien visible en su carro de cuatro caballos, así que será el primero en este flanco en caer o el primero en abrirse paso a través de la línea de batalla de los inmortales. En los carros cercanos, obviamente ansiosos por entrar en combate con su padre, están los hijos de Néstor: Antíloco, el buen amigo de Aquiles, y su hermano, más alto y más guapo, Trasimedes.
Un centenar más de capitanes están aquí este día, cada uno llevando su orgulloso nombre y el orgulloso nombre de su padre, liderando juntos a miles de hombres más, cada uno de esos hombres defienden nobles nombres e historias complejas, cada uno llevando los orgullosos nombres de sus padres a la batalla por la gloria y la vida, o para llevárselos consigo a la Casa de la Muerte, este día.
A la derecha de los aqueos, desplegados por la orilla sin ningún orden concreto, silenciosos y verdes, hay varios miles de zeks, los hombrecillos verdes que han salido de sus barcazas y faluchos y esbeltos barcos de vela del Océano de Tetis y el Mar Interior del Valle Marineris y están presentes este día por razones conocidas sólo por ellos mismos, y quizá por su avatar Próspero y el dios simpar llamado Setebos. Esperan mudos a lo largo de la orilla, y ni los griegos ni los troyanos ni los dioses inmortales se les han enfrentado todavía.
Un kilómetro mar adentro, tras los zeks, las velas capturan el rosado atardecer marciano y los remos reflejan el brillo dorado del mar: hay más de un centenar de barcos aqueos. Ahora las velas están sueltas, los remos en alto, y los escudos y las lanzas cubren los costados de los navíos. Crestas amarillas, rojas, púrpura y azules, y los brillantes remates de los cascos son todo lo que puede verse de los más de tres mil combatientes aqueos de esos barcos. En el espacio que hay entre los barcos, negros alerones con punta sobresalen de los mares dorados. Visibles sólo por sus periscopios y la parte superior de sus negras velas metálicas, tres submarinos de misiles balísticos de los moravecs del Cinturón surcan el mar marciano.
A lo largo de tres kilómetros tras los troyanos y aqueos, en tierra, está la infantería de los moravecs del Cinturón: veintisiete mil soldados-escarabajo acorazados de negro, con armas pesadas y ligeras. Las baterías de artillería energética y balística rocavecs se despliegan hasta quince kilómetros tras las líneas del frente, sus proyectores y tubos apuntando al Olimpo y los inmortales congregados. Por encima de todas las líneas humanas y moravecs revolotean y corren ciento dieciséis aparatos voladores, algunos en modo invisible, otros todavía tan osadamente negros como cuando fueron avistados por primera vez. En la órbita, según han informado los moravecs del Cinturón, hay sesenta y cinco naves de combate rodeando Marte en órbitas que van desde apenas un pelo por encima de la atmósfera marciana a varios millones de kilómetros más allá de Fobos y Deimos. El comandante militar moravec sobre el terreno ha informado al moravec europano Mahnmut, quien ha traducido a Aquiles y Héctor, que todo tipo de bombas, misiles, campos de fuerza y armas de energía de esas naves están cargados y preparados. El informe no significa nada para los héroes y no le han hecho caso.
En la misma zona llana, cerca de Aquiles, a la derecha de Odiseo y los Atridas pero apartados, están Mahnmut, Orphu y Hockenberry. Mahnmut ha echado antes un vistazo a los ejércitos congregados y, con la ayuda del comandante troyano Périmo, inmediatamente ha dirigido un carro con el que traer a Orphu a través del túnel cuántico, arrastrando al ioniano flotante detrás como si fuera, en palabras del propio Orphu, «una grúa de tráfico con un cepo». Mahnmut no sabía qué era eso exactamente (sus bancos de datos sobre la Edad Perdida no eran tan obsesivamente completos como los de Orphu) pero se ha prometido averiguarlo algún día. Si sobrevive.
El escólico Thomas Hockenberry, licenciado en clásicas, va vestido con la capa, la armadura y la ropa de un capitán troyano, y aunque parece entusiasmado al contemplar todo eso, por lo visto también tiene ciertos problemas para estarse quieto. Mientras los miles de guerreros que siguen al noble Aquiles esperan casi inmóviles que los últimos componentes de cada ejército, humanos e inmortales, se reúnan, Hockenberry no para de pasar el peso de un pie a otro.
—¿Algún problema? —susurra Mahnmut en inglés.
—Creo que hay algo moviéndose dentro de mis calzones —responde Hockenberry con un susurro también.
Los ejércitos están congregados. El silencio es asombroso: no hay ruido alguno en ningún bando. Se oye sólo el lento susurro de las lejanas olas en la playa, el ocasional relincho de un animal sujeto a un carro de batalla, el suave sonido de la brisa marciana entre los acantilados del Olimpo, el siseo en el aire de los carros voladores y el agudo zumbido de los cazas-avispa, el ocasional choque inadvertido y suave de bronce sobre bronce cuando algún soldado cambia de postura, y el poderoso y omnipresente sonido negativo de decenas de miles de hombres ansiosos que intentan acordarse de respirar con normalidad.
Zeus da un paso al frente, atravesando la égida como un gigante que pasa a través de una cascada.
Aquiles se acerca a la tierra de nadie para enfrentarse al Padre de los Dioses.
—¿TIENES ALGO QUE DECIR ANTES DE QUE TÚ Y TU ESPECIE MURÁIS? —dice Zeus en tono tranquilo pero tan amplificado que llega hasta el último rincón del campo, incluso hasta los hombres de las naves griegas en el mar.
Aquiles se detiene, mira por encima del hombro a las masas de hombres que tiene detrás, se vuelve, mira más allá de Zeus hacia el Olimpo y las masas de dioses que tiene delante, y luego dobla el cuello para mirar al altísimo Zeus.
—Rendíos ahora —dice Aquiles—, y respetaremos las vidas de vuestras diosas para que puedan ser nuestras esclavas y cortesanas.