El Anillo Ecuatorial
Mientras rodaba en la oscuridad de la terraza con Calibán, a Daeman le pareció que el monstruo intentaba arrancarle el brazo. De hecho, eso era lo que intentaba hacer. Sólo las fibras metálicas de la termopiel y la respuesta automática del traje para cerrar todas las aberturas impedía que los dientes de Calibán rasgaran la carne del brazo de Daeman y luego le rompieran los huesos. Pero el traje no salvaría a Daeman mucho tiempo.
El hombre y la bestia-hombre chocaron contra mesas, rodaron entre cadáveres de posthumanos, rebotaron en una viga y volvieron a caer en la microgravedad de una pared de cristal. Calibán no soltaba su presa y agarraba a Daeman de manera férrea con sus dedos largos y prensiles y sus pies palmípedos. De repente la criatura relajó su mordedura, echó atrás la cabeza babosa y se lanzó de nuevo contra el cuello de Daeman. El hombre bloqueó otra vez el ataque con el brazo derecho, fue mordido otra vez hasta el hueso y gimió en voz alta cuando volvieron a rebotar en la barandilla de la terraza. A pesar del cierre automático del traje, la sangre chorreaba en esferas discretas, chocando con el traje de Daeman o la piel escamosa de Calibán.
Quedaron un segundo apoyados contra la barandilla de la terraza y Daeman miró los ojos amarillos de Calibán, a escasos centímetros de los suyos. Sabía que si su brazo mordido no lo bloqueaba, Calibán mordería a través de la máscara de osmosis y le desgarraría la cara en un segundo, pero lo que realmente le pasó por la cabeza en ese momento fue una frase sencilla y un hecho sorprendente: No tengo miedo.
No había ninguna fermería esperando su cadáver para arreglarlo en cuarenta y ocho horas o menos, ningún gusano azul esperando a Daeman: lo que sucediera a continuación seria para siempre.
No tengo miedo.
Daeman vio las orejas del animal, el hocico babeante, los hombros escamosos, y pensó de nuevo en lo físico y carnoso que era Calibán. Recordó de la gruta el obsceno color rosado del escroto y el pene desnudos de la bestia.
Cuando Calibán separó las mandíbulas para abalanzarse nuevamente, y aunque Daeman sabía que no podría bloquear el ataque a su yugular por tercera vez, el hombre avanzó la mano izquierda libre, encontró, los globos colgantes y apretó más fuerte de lo que había apretado jamás en su vida.
En vez de abalanzarse, el monstruo echó atrás la cabeza, rugió tan fuerte que el ruido resonó en el espacio casi sin aire y luego se debatió para liberarse. Daeman se agachó, bajó ambas manos (su brazo derecho sangraba, pero los dedos de esa mano todavía funcionaban), y apretó de nuevo, aguantando mientras Calibán lo arrastraba y se rebullía y pataleaba para zafarse. Daeman imaginó que aplastaba tomates con sus poderosas manos, manos humanas, imaginó que sacaba el zumo a las naranjas, a la pulpa carnosa, y aguantó (el mundo se había reducido a la voluntad de aguantar y apretar) y Calibán rugió de nuevo, agitó el largo brazo y golpeó a Daeman con tanta fuerza que lo hizo volar.
Pasaron varios segundos antes de que Daeman fuera lo bastante consciente para defenderse, o para saber siquiera dónde estaba. Pero la criatura no utilizó esos segundos: estaba demasiado ocupada agitándose y aullando y frotándose, con las rodillas escamosas levantadas mientras intentaba agacharse y encogerse en el aire. Justo cuando la visión de Daeman empezó a aclararse, vio que el monstruo volvía a la terraza, agarraba la barandilla y cruzaba de un salto los tres metros que lo separaban de Daeman. Los largos brazos y garras ya casi lo habían alcanzado.
Daeman tanteó a ciegas entre las sillas y mesas a su alrededor, encontró el tubo de hierro allí donde lo había dejado caer, lo alzó con las manos hasta la altura del hombro y descargó salvajemente el metal contra la cabeza de Calibán. El sonido fue absolutamente satisfactorio. La cabeza de Calibán se torció a un lado y sus brazos y su torso chocaron con Daeman, pero el hombre empujó a la bestia, sintiendo ahora que su brazo derecho se entumecía, y soltó el tubo, saltó hacia la barandilla de la terraza y luego se impulsó con los píes para ascender hacia la salida semipermeable, nueve metros más arriba. Demasiado lento.
Mas acostumbrado a la baja gravedad, impulsado ahora por un odio que estaba más allá de cualquier medida humana, Calibán empleó manos, pies, piernas e impulso para rebotar en la pared de la terraza, se asió a la barandilla con los dedos de los pies, se agachó, brincó y llegó antes que Daeman al panel que había sobre ellos.
Viendo que no podría ganar la carrera hasta el cristal, Daeman agarró una viga que sobresalía a cinco metros por debajo del panel y se detuvo. Calibán aterrizó en el saliente, los brazos extendidos, bloqueando el camino al cuadrado blanco. No había forma de que Daeman pudiera sortear o esquivar aquellos anchos brazos, aquellas afiladas garras. De repente sintió el dolor del brazo desgarrado y mordido golpear su mente y su torso como una descarga eléctrica, luego sintió el creciente aturdimiento como una advertencia de la debilidad y la conmoción que pronto vendrían.
Calibán echó atrás la cabeza, rugió de nuevo, enseñó los dientes, y canturreó:
—¡Lo que yo odio, Él consagra…! ¡Lo que yo como, Él celebra…! ¡No hay amigos para ti… más carne para mí!
Calibán estaba dispuesto a saltar sobre Daeman en cuanto el humano se volviera para escapar.
Al ver las cicatrices en el pecho de Calibán, Daeman sonrió sombríamente. Savi lo hirió con su disparo. No murió sin luchar.
Yo tampoco lo haré.
En vez de volverse para huir, Daeman se colocó sobre la viga, se agachó, hizo acopio de toda la energía que le quedaba en las piernas, agachó la cabeza y se lanzó directamente contra el pecho de Calibán.
Tardó dos o tres segundos en cruzar el espacio que había entre ambos, pero durante un instante el monstruo pareció demasiado sorprendido para reaccionar. La comida no actuaba de manera tan impertinente, las presas no atacaban. Entonces la criatura advirtió que su cena iba hacia él con la termopiel que deseaba, y Calibán enseñó todos los dientes en una sonrisa que se convirtió en una mueca. La bestia envolvió al humano con brazos y piernas en una presa que no soltaría, Daeman lo sabía, hasta que estuviera muerto o medio devorado.
Atravesaron juntos la membrana, Daeman con la sensación de rasgar una cortina de gasa pegajosa, Calibán gritando en el fino aire un instante y en el frío silencio al siguiente. Juntos, salieron al espacio exterior, Daeman agarrando a Calibán tan ferozmente como el monstruo lo agarraba a él, la mano izquierda del humano apretada contra la quijada del monstruo, intentando mantener a aquellos dientes lejos durante los ocho o diez segundos que necesitaba.
El traje de termopiel reaccionó inmediatamente al vacío, tensándose sobre la carne de Daeman, constriñéndose hasta que actuó como un traje de presión, sellando incluso las aberturas moleculares que pudieran dejar escapar sangre, aire o calor al espacio. La máscara de osmosis infló el visor transparente y puso al máximo el movimiento y la purificación de la respiración del hombre. Los túbulos refrescantes de la termopiel permitieron que el sudor natural de Daeman fluyera rápidamente a través de canales, para enfriar la parte de su cuerpo expuesta al sol mientras el calor corporal era transferido a la parte de su cuerpo expuesta a menos doscientos grados a la sombra. Todo esto sucedió en una fracción de segundo y Daeman ni siquiera lo advirtió. Estaba demasiado ocupado empujando hacia arriba el hocico y la mandíbula de Calibán, manteniendo aquellos dientes lejos de su garganta y su hombro.
Calibán era demasiado fuerte. Sacudió la cabeza, la liberó de la presión cada vez más débil de Daeman, y luego abrió la boca para aullar antes de desgarrar la garganta del hombre.
El aire brotó del pecho y la boca de Calibán como agua de una cantimplora pinchada. La saliva se congeló mientras salía al espacio. Calibán se cubrió las orejas con sus manos de largos dedos, pero no a tiempo: globos de sangre se desparramaron por el espacio cuando los oídos de la criatura estallaron. La sangre empezó a hervir en el vacío y, apenas un segundo más tarde, la sangre en las venas de Calibán empezó a hervir también.
Los ojos de Calibán empezaron a hincharse y más sangre brotó de sus lagrimales. Su hocico se movió arriba y abajo mientras su boca gesticulaba como la de un pez, silbando silenciosamente en el vacío, jadeando en busca de aire, pero sin que el aire acudiera. La superficie de los ojos hinchados de Calibán empezó a congelarse y a nublarse.
Daeman casi se había liberado, giró hacia la terraza exterior y casi cayó flotando hacia el espacio, pero logró agarrarse a la barandilla de metal, y luego se aupó mano sobre mano hacia el lugar donde estaba atracado el familiar sonie. No quería correr. No quería darle la espalda a Calibán. Quería quedarse y matar al monstruo con sus manos enguantadas.
Pero una de aquellas manos no funcionaba ahora: su brazo derecho dejó de funcionar y ahora colgaba inútil mientras se impulsaba con los pies los últimos tres metros hasta el vehículo. Harman. Hannah.
Un humano estaría ya muerto, sin protección en el espacio (aunque sabía muy poco de todo, Daeman supo instintivamente eso), pero Calibán no era humano. Escupiendo sangre y aire congelado como un horrible cometa que consumiera su propia superficie al acercarse al Sol, Calibán giraba, se agitaba, encontró asidero en la parrilla de metal de la terraza y se impulsó para atravesar la pared semipermeable, de vuelta al aire y calor relativo.
Daeman estaba demasiado ocupado para mirar. Tras colocarse boca abajo sobre los cojines del conductor, usó la mano izquierda para colocarse la red de cinturones de seguridad, y luego volvió la mirada hacia el estante de metal donde debería encontrarse el panel de control virtual. Estaba desconectado.
¿Cómo lo activo? ¿Qué hago si puedo hacerlo? ¿Cómo lo puso en marcha Savi?
La mente de Daeman estaba en blanco. Su visión se redujo cuando unos puntos negros bailaron ante sus ojos. Estaba hiperventilando y a punto de desmayarse mientras trabajaba frenéticamente para recordar la imagen de Savi pilotando el sonie, activando los controles. No podía recordarlo.
Cálmate. Tranquilo. Tranquilo. Era su voz, pero no era la suya: una voz mayor, firme, divertida. Tómatelo con calma.
Lo hizo, obligando primero a su respiración a volver a un ritmo humano, luego deseando que los latidos de su corazón se calmaran, después concentrando su visión y su mente.
¿No usó Savi alguna orden de voz? Eso no habría funcionado en el espacio. No había aire, ni sonido: eso les había dicho Savi. O tal vez había sido Harman. Daeman estaba aprendiendo de todo el mundo hoy en día. Entonces, ¿cómo? Se obligó a relajarse un paso más, y luego cerró los ojos y trató de recordar la imagen de Savi llevándolos a todos desde el iceberg en aquel primer vuelo.
Pasó una mano bajo este panel, cerca del asidero, para activar las cosas.
Daeman movió la mano izquierda. Un panel de control visual cobró existencia. Capaz sólo de usar la mano izquierda, cerrando los ojos cuando tenía que recordar con mayor claridad, Daeman movió los dedos a través de las secuencias de control del panel virtual multicolor. El campo de fuerza se activó. Un segundo más tarde, un ruido sobresaltó a Daeman y lo obligó a alzar la cabeza, pero sólo era el aire que entraba en el espacio asegurado, como había ordenado con los dedos. Con el aire, llegó una voz:
—¿Modo manual o piloto automático?
Daeman se subió un poco su máscara de osmosis, casi lloró al respirar el primer aire dulce que saboreaba en un mes, y dijo:
—Manual.
La palanca de control encajo en su sitio, rodeada por un aura virtual. La barra pareció sólida en la mano izquierda de Daeman.
Olvidando las ataduras hasta que vio las bandas elásticas liberarse y volar al espacio, Daeman alzo el sonie tres metros sobre la terraza metálica, giró la palanca, dio energía a los impulsores traseros, se desvió, se enderezó rápidamente antes de chocar con el metal en vez de atravesar la ventana y golpeó el cuadrado semipermeable a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.
Calibán estaba esperando en el saliente interior. El monstruo saltó hacia la cabeza de Daeman y su trayectoria fue perfecta, pero el campo de fuerza estaba activado. Calibán rebotó y giró en el vacío del centro de la torre.
Daeman describió un amplio giro, acostumbrándose a conducir, giró la barra de control para añadir más potencia. El sonie iba a noventa o cien kilómetros por hora cuando Calibán alzó la cabeza. Los ojos llorosos de la bestia se abrieron de par en par y la proa del sonie se clavó en el torso del monstruo, haciéndolo volar por el espacio abierto y chocar contra las vigas y cristales del otro lado de la torre.
A Daeman le habría encantado quedarse a jugar (el ansia de hacerlo era más fuerte que el desgarrador dolor de su brazo derecho), pero sus amigos estaban muriendo allá abajo. Hizo girar al sonie y se zambulló directamente hacia el suelo de la ciudad, a más de cincuenta pisos por debajo.
Casi no frenó a tiempo (el sonie rozó la hierba, atravesó las algas e hizo volar hojas muertas), pero entonces Daeman consiguió estabilizar el vuelo y redujo un poco la velocidad. Su agónico viaje de veinte minutos desde la fermería le llevó ahora tres minutos en el vuelo de vuelta.
La pared de entrada no era lo bastante ancha para el sonie. Daeman hizo retroceder la máquina flotante, le dio más impulso, e hizo que la entrada semipermeable fuera permanentemente permeable a partir de ahora. Fragmentos de cristal y metal y plástico siguieron al sonie mientras Daeman lo pilotaba entre los tanques de curación oscuros y vacíos. Dio un respingo cuando captó en algunos de aquellos tanques los cadáveres blancos de aquellos humanos que no habían salvado a tiempo. Entonces detuvo el sonie, desconectó el campo de fuerza y saltó hacia los dos cuerpos que había en el suelo.
Harman le había dejado a Hannah la termopiel azul, quedándose solo con la máscara de ósmosis para los minutos finales. El cuerpo desnudo del hombre parecía demacrado y pálido a la luz de los faros del sonie. Hannah tenía la boca abierta, como en un último y vano esfuerzo por insuflar más aire a sus pulmones. Daeman no perdió tiempo en comprobar si estaban vivos. Usando sólo su brazo izquierdo, los recogió a ambos y los tendió en los dos camastros situados a ambos lados del suyo propio. Se detuvo sólo para salir otra vez, arrojar la mochila de Savi al camastro trasero y lanzar la pistola al reposabrazos del suyo antes de volver a su sitio y activar el campo de fuerza.
—Oxígeno puro —le dijo al sonie cuando empezaba a entrar aire. El aire limpio y frío se volvió más denso, tan puro que Daeman sintió que se mareaba. Tanteó el panel de control virtual, disparando varias alarmas antes de encontrar la calefacción. De la consola y varios respiraderos brotó aire cálido.
Harman empezó a toser primero, y luego Hannah, unos cuantos segundos más tarde. Sus ojos aletearon, se abrieron, finalmente se enfocaron.
—¿Dónde… dónde…? —jadeó Harman.
—Tranquilo —dijo Daeman, dirigiendo lentamente el sonie hacia la salida de la fermería—. Tómate tu tiempo.
—Tiempo… el tiempo… —jadeó el otro hombre—. El acelerador… lineal.
—Oh, mierda —dijo Daeman. Se había olvidado de la estructura que caía hacia ellos, pues no había mirado ni una vez al espacio para verla venir.
Daeman puso el sonie a toda marcha, atravesó el agujero donde antes estaba la membrana y aceleró hacia la salida de la torre.
No había ni rastro de Calibán en la torre. Daeman trazó una amplia curva, atravesó el panel de salida de la torre como si fuera el ojo de una aguja y salió al espacio desde la terraza exterior.
—Oh Dios mío —susurro Harman.
Hannah gritó: el primer sonido que emitía desde que la habían sacado del tanque de curación.
El acelerador lineal de cuatro kilómetros de longitud estaba tan cerca que el anillo de recolección del agujero de gusano de su proa llenaba dos tercios del cielo sobre ellos, ocultando el sol y las estrellas. Los impulsores ardían en los huecos de su absurda longitud, haciendo correcciones de curso finales antes del impacto. Daeman no sabía los nombres de todo en ese momento, pero pudo distinguir cada detalle del brillante entramado, los pulidos anillos ahora surcados por incontables golpes de meteoritos, las filas de tubos refrigerantes, la larga línea de retorno de color cobre a lo largo del núcleo del acelerador principal, las distantes pilas de inyectores, y la esfera de color tierra y mar que no paraba de girar, cubriendo las últimas estrellas de arriba, y la sombra que proyectaba sobre la ciudad de cristal de debajo.
—Daeman… —empezó a decir Harman.
Daeman ya había actuado, girando el anillo de impulsión a toda marcha y sorteando la torre, la ciudad, el asteroide, para lanzarse hacia la gran curva azul de la Tierra mientras el acelerador lineal cubría los últimos cientos de metros bajo ellos.
Las torres de la ciudad quedaron un instante sobre ellos mientras el sonie trazaba una pirueta. Justo un segundo después la enorme masa golpeó la ciudad y el asteroide, la esfera del agujero de gusano chocó contra las torres y la ciudad un segundo o dos antes que la estructura de metal exótico mismo. El agujero de gusano se colapso silenciosamente sobre sí mismo y el acelerador pareció plegarse limpiamente en la nada, pero luego la fuerza del impacto quedó clara cuando los tres humanos se volvieron en sus puestos y giraron el cuello para ver qué ocurría detrás.
No hubo ningún sonido. Eso fue lo que más sorprendió a Daeman, el completo silencio del momento. No hubo ninguna vibración. Ninguna de las habituales pistas terrestres de que estaba teniendo lugar un gran cataclismo.
Pero estaba teniendo lugar.
La ciudad de cristal explotó en millones y millones de fragmentos, cristal brillante y gas ardiente expandiéndose en todas direcciones. Grandes bolas hinchadas de llamas cubrieron un kilómetro, dos kilómetros, diez kilómetros, como intentando alcanzar al sonie que se zambullía, pero entonces los enormes fuegos parecieron plegarse hacia dentro (como una imagen de vídeo reproducida al revés) mientras las llamas consumían los restos de oxígeno.
La ciudad situada en el lado opuesto del impacto fue expelida de la superficie del mundo pétreo. Sus pedazos se dispersaron en un millar de trayectorias discretas mientras el cristal y el acero y los pulsantes materiales exóticos volaban. La mayor parte de los pedazos vivieron su propia orgía de destrucción, recalcados en todas partes por más explosiones silenciosas y bolas de fuego que se autoconsumían.
Un segundo después del primer impacto, todo el asteroide se estremeció, enviando al espacio ondas concéntricas de polvo y gas tras los escombros de la ciudad. Luego el asteroide se rompió.
—¡Rápido! —dijo Harman.
Daeman no sabía lo que estaba haciendo. Lanzó la nave hacia la Tierra a toda velocidad, apenas por delante de las llamas y escombros y olas de gases congelados, pero ahora varias alarmas rojas y verdes y amarillas parpadeaban en la consola de control virtual. Peor que eso, había sonido fuera del sonie por fin: un ominoso siseo y un crujido que creció en segundos hasta convertirse en un rugido aterrador. Peor aún, un brillo anaranjado alrededor de los bordes del sonie se estaba convirtiendo rápidamente en una esfera de llamas y plasma azul eléctrico.
—¿Que pasa? —gritó Hannah—. ¿Dónde estamos?
Daeman la ignoró. No sabía qué hacer con la impulsión y el control de altitud. El rugido aumentó de volumen y la capa de llamas se espesó a su alrededor.
—¿Hemos sido alcanzados? —gritó Harman.
Daeman negó con la cabeza. No lo creía. Pensaba que tal vez tuviera algo que ver con volver a la atmósfera de la Tierra a tanta velocidad. Una vez, en casa de un amigo en Cráter París, cuando Daeman tenía seis o siete años, a pesar de las advertencias de su madre para que no lo hiciera, se deslizó por un largo pasamanos hacia el suelo, a toda velocidad, y resbaló apoyándose en las manos y rodillas desnudas hasta llegar a la gruesa alfombra del amigo de su madre. Se quemó y nunca lo volvió a hacer. Esta fricción le parecía algo parecido.
Decidió no contarle a Harman y Hannah su teoría. Incluso a él mismo le parecía un poco tonta.
—¡Haz algo! —gritó Harman por encima del rugido y los crujidos que los rodeaban. Los pelos y las barbas de ambos hombres estaban erizadas en el centro de aquella locura eléctrica. Hannah (calva, su hermoso pelo desaparecido) miraba alrededor como si se hubiera despertado en un manicomio.
Antes de que el ruido apagara todo lo demás, Daeman gritó a los controles virtuales:
—¡Piloto automático!
—¿Conectando piloto automático? —La voz neutral del sonie era casi inaudible por el rugido de la entrada. Daeman notó el calor a través del campo de fuerza y supo que eso no podía ser bueno.
—¡Conecta el piloto automático! —gritó Daeman con toda la fuerza de sus pulmones.
El campo de fuerza cayó sobre los tres humanos, aplastándolos con fuerza contra sus camastros, mientras el sonie daba una voltereta y los motores de popa ardían con tanta intensidad que Daeman pensó que los dientes iban a salírsele por el otro lado de la cabeza. El brazo le dolía terriblemente con la presión de la deceleración.
—¿Reentrada según rumbo de vuelo preprogramado? —preguntó tranquilamente el sonie, hablando como el sabio idiota que era.
—Sí —-gritó Daeman. Le dolía el cuello por la terrible presión y estaba seguro de que su espalda iba a romperse.
—¿Eso es un afirmativo? —preguntó el sonie.
—¡Afirmativo! —chilló Daeman.
Más impulsores se dispararon, y el sonie pareció rebotar como una piedra en la superficie de un estanque, quedó envuelto dos veces más en el fuego de la reentrada y luego, de algún modo, se enderezó.
Daeman alzó la cabeza.
Estaban volando, tan alto que el borde de la Tierra todavía se curvaba ante ellos, tan alto que las montañas bajo ellos eran visibles solamente por la textura de nieve blanca contra los colores marrones y verdes, pero volaban a fin de cuentas. Había aire ahí fuera.
Daeman vitoreó, abrazó a Hannah y volvió a vitorear, alzando el puño hacia el cielo en gesto de triunfo.
Se quedó inmóvil con el puño y los ojos levantados.
—Oh, mierda.
—¿Qué? —dijo Harman, todavía desnudo a excepción de la mascara de osmosis que ahora colgaba alrededor de su cuello. Entonces el otro hombre alzó la cabeza, siguiendo la mirada de Daeman.
—Oh, mierda.
La primera de un millar de bolas de fuego (escombros de la ciudad o el acelerador lineal o el asteroide roto) rugía junto a ellos a menos de un kilómetro de distancia. Dejó una estela vertical de fuego y plasma de quince kilómetros de largo y casi volcó el sonie con la violencia de su paso. Más meteoritos rugían tras ellos en el cielo ardiente.