Olimpo
No recuerdo que Ares o Hefesto se TCearan mientras me sacaban a rastras del Gran Salón, pero obviamente lo hicieron. La habitación a la que me han arrojado (mi celda de contención) está en la planta superior de un edificio increíblemente alto en el lado este del Olimpo, La puerta se selló tras ellos y no hay ventanas, sino otra puerta que da a un balcón que cuelga a docenas de metros sobre la nada excepto las pendientes del Olimpo justo cuando caen cortadas a pico hasta los acantilados verticales. Al norte está el océano, bronce pulido a la luz de la tarde, y lejos, muy lejos al este, hay tres volcanes que, ahora lo advierto, son volcanes marcianos.
Marte. Todos estos años. Santa Madre de Dios… Marte.
Tirito. Veo la carne de gallina de mis brazos y muslos desnudos y la imagino en mi culo pelado. Siento heladas las plantas de los pies contra el gélido mármol. Me duele el cuero cabelludo después de haber sido arrastrado y el orgullo por haber sido capturado y desnudado con tanta facilidad.
¿Quién me creí que era? Llevo tanto tiempo viendo a dioses y superhéroes que olvidé que no era más que un tipo corriente cuando estaba vivo. Y, ahora, menos que eso.
Creo que los juguetes se me subieron a la cabeza: el arnés de levitación y la armadura de impacto y el brazalete morfeador y el medallón TC y el micrófono direccional y las lentes zoom y el bastón táser y el Casco de Hades. Todas esas chorradas me han permitido jugar a ser un superhéroe unos cuantos días.
Ya no. Papá me ha quitado los juguetes. Y está furioso.
Recuerdo la bomba de Mahnmut y, por costumbre, alzo mi muñeca desnuda para ver la hora. Mierda. Ni siquiera llevo reloj. Pero tienen que faltar sólo unos minutos para que el Aparato del robot estalle. Me asomo al balcón, pero esta cara del edificio no da al Lago de la Caldera, así que supongo que no veré el destello. ¿Derribará la onda de choque este edificio situado en lo alto del Olimpo, o simplemente lo incendiará? Un nuevo recuerdo aflora: imágenes televisivas de hombres y mujeres condenados saltando al vacío desde unas torres en llamas en Nueva York, y cierro los ojos y me aprieto las sienes en un vano intento por deshacerme de esas visiones desatadas. Sólo consigo hacerlas más vívidas. Demonios, pienso, si me hubieran permitido vivir otras cuantas semanas más, si yo me hubiera permitido vivir no cagándola con mis juguetes y el destino de tantas personas, tal vez hubiera recordado toda mi vida anterior. Tal vez incluso mi muerte.
La puerta se abre de golpe detrás de mí y Zeus entra solo. Me vuelvo a mirarlo y regreso a la habitación desnuda.
¿Quieren una receta para perder toda la autoestima? Intenten permanecer desnudos, enfrentándose al Dios de Todos los Dioses que va vestido con botas altas, grebas doradas y armadura de batalla. Además de esa obvia diferencia, está la cuestión de la altura. Quiero decir que yo mido un metro setenta y cinco (no soy bajo, solía decir la gente, incluida mi esposa Susan, sino de «estatura mediana»), y Zeus mide cinco metros esta tarde. La maldita puerta fue hecha para estrellas de la NBA que lleven a hombros a otras estrellas de la NBA, y Zeus ha tenido que agacharse para pasar. Ahora cierra de golpe la puerta tras él. Veo que aún lleva mi medallón TC en su enorme mano.
—Escólico Hockenberry —dice en inglés—, ¿sabes los problemas que has causado?
Intento mirarlo desafiante, pero me contento con no permitir que mis piernas desnudas tiemblen incontrolablemente. Noto que mi pene y mi escroto se contraen hasta alcanzar el tamaño de una nuez y una zanahoria minúscula por el frío y el miedo.
Como si se diera cuenta de ello, Zeus me mira de arriba abajo.
—Dios mío, mira que erais feos los antiguos humanos —murmura—. ¿Cómo puedes ser tan flaco que se te notan las costillas y sin embargo tener barriga?
Recuerdo que Susan solía decir que yo tenía un culo como dos panderos, pero lo decía con afecto.
—¿Cómo hablas inglés? —pregunto, la voz temblando.
—¡CÁLLATE! —ruge el Padre de los Dioses.
Zeus, bruscamente, señala al balcón y me acompaña hasta allí. Es tan enorme que apenas hay espacio para mí, aquí fuera. Me refugio en un rincón, tratando de no mirar hacia abajo. Lo único que este colérico dios de dioses tiene que hacer ahora es alzarme con una mano y lanzarme por encima de la barandilla para conseguir su venganza. Yo me pasaría cinco minutos gritando y agitando los brazos en la caída.
—Has lastimado a mi hija —gruñe Zeus.
¿A cuál?, pienso, desesperado. Soy culpable de conspirar para matar a Afrodita y a Atenea, aunque sospecho que está hablando de Atenea. Siempre le ha tenido afecto a Atenea. Da igual. Conspirar para dañar a un dios, no digamos ya para derrocar a los dioses en general, tiene que ser una ofensa capital. Me asomo de nuevo a la barandilla. Veo la escalera mecánica de cristal serpenteando en la bruma marina de abajo, aunque mis antiguos barracones escólicos, quemados hasta los cimientos, son demasiado pequeños para poder verlos con visión normal. Santo Dios, sí que está lejos.
—¿Sabes qué va a pasar hoy, Hockenberry? —pregunta Zeus, aunque supongo que la pregunta es retórica. Extiende los brazos y apoya los dedos (cada uno la mitad de largo que mi antebrazo) en la barandilla de piedra.
—No.
Él se vuelve a mirarme.
—Eso debe de ser preocupante después de todos estos años de sabiduría escólica —murmura—. Saber siempre lo que va a pasar a continuación aunque los dioses no lo sepan. Debes de haberte sentido como el mismísimo Hado.
—Me siento como un gilipollas —digo.
Zeus asiente. Entonces señala hacía los carros que despegan uno tras otro de la cumbre del Olimpo. Hay centenares.
—Esta tarde vamos a destruir a la humanidad —dice Zeus—. No sólo a esos idiotas de Troya, sino a todos los seres humanos, en todas partes.
¿Qué se puede decir a eso?
—Parece un poco excesivo —consigo decir por fin. Mi bravata sonaría mejor si mi voz no estuviera todavía temblando como la de un niño nervioso.
Zeus contempla los carros que despegan y la masa de dioses y diosas de armaduras doradas que aún esperan para subir a los suyos.
—Poseidón y Ares y otros llevan siglos detrás de mí para que elimine a la humanidad como el virus que es —dice Zeus, hablando más para sí mismo que para mi, creo—. Todos tenemos nuestras preocupaciones… esta Era del Hombre Heroico que ves en Ilión preocuparía a cualquier raza de dioses, demasiada interacción entre su raza y la nuestra… Estarás enterado de la cantidad de nanoingeniería del ADN que hemos transmitido a rarezas como Heracles y Aquiles a través de nuestro libidinoso folleteo con los mortales. Y lo digo literalmente.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Zeus me mira con desprecio. Se encoge de hombros, esos enormes hombros situados a tres metros por encima de mi cabeza.
—Porque vas a morir dentro de unos segundos, así que puedo hablar libremente. En el Olimpo, escólico Hockenberry, no hay ningún amigo permanente ni aliados dignos de confianza ni compañeros leales… sólo intereses permanentes. Mi interés es seguir siendo Señor de los Dioses y Dueño del Universo.
—Debe de ser un trabajo agotador —digo con sarcasmo.
—Lo es —dice Zeus—. Lo es. Pregúntaselo a Setebos o al Silente si lo dudas. Bueno, ¿tienes una última pregunta antes de marcharte, Hockenberry?
—La verdad es que sí —digo. Para mi sorpresa, el temblor ha desaparecido de mi voz y de mis rodillas—. Quiero saber quiénes sois en realidad los dioses. ¿De dónde venís? Sé que no sois los verdaderos dioses griegos.
—¿No lo somos? —dice Zeus. Su sonrisa, los afilados dientes blancos brillando entre su barba gris plateada, no es paternal.
—¿Quiénes sois? —repito.
Zeus Todopoderoso suspira.
—Me temo que ahora no tenemos tiempo para esa historia. Adiós, escólico Hockenberry.
Aparta la mano de la barandilla y se vuelve hacia mí.
Resulta que tiene razón: no tenemos tiempo para la historia ni para nada más. De repente el alto edificio se estremece, cruje, gime. El aire de la cumbre del Olimpo parece espesarse y ondular. Los carros dorados se tambalean en pleno vuelo y oigo los gritos y chillidos de los dioses y las diosas desde el suelo hasta aquí arriba.
Zeus se apoya contra la barandilla, deja caer el medallón TC sobre el suelo de mármol y extiende una mano enorme para apoyarse en el edificio mientras la alta torre se estremece sobre sus cimientos, balanceándose de un lado a otro describiendo un arco de diez grados.
Alza la cabeza.
De repente el cielo se llena de surcos. Oigo estallidos sónicos mientras línea tras línea de fuego cruzan el cielo marciano. Sobre el Olimpo, sobre nuestras cabezas, varias enormes esferas giratorias de negro espacio y rojo magma se abren contra el azul. Son como agujeros taladrados en el cielo mismo y están descendiendo.
Abajo, mucho más abajo, veo más de estos círculos dentados, cada uno del diámetro de un campo de fútbol al menos, girando en la base del Olimpo. Aparecen otros sobre el océano, al norte, algunos abriéndose en el mar mismo.
Se ven millares de hormigas en los círculos que se han posado en tierra, millares, y entonces advierto que las hormigas son hombres. ¿Humanos?
El cielo está lleno no sólo de carros dorados, sino de negras máquinas de afilados bordes, algunas más grandes que los carros, otras más pequeñas, todas con el letal e inhumano aspecto del diseño militar. Más feroces surcos llenan la atmósfera, cayendo hacia el Olimpo como misiles balísticos intercontinentales.
Zeus alza ambos puños hacia el cielo y grita a las pequeñas figuritas de los dioses de abajo.
—¡RECOGED LA ÉGIDA! —ruge—. ¡ACTIVAD LA ÉGIDA!
Me encantaría quedarme para ver de qué habla y qué sucede a continuación, pero tengo otras prioridades. Me lanzo de cabeza entre las poderosas piernas de Zeus, me deslizo sobre el vientre por el suelo de mármol, agarro el medallón TC con una mano y hago girar su dial con la otra.