Las llanuras de Ilión y Olimpo
Dejo la ciudad en llamas en busca de Aquiles y veo el caos extendiéndose hasta el mar. Troyanos y aqueos por igual apartan cadáveres de los cráteres humeantes de las Puertas Esceas y los llevan al borde del agua, y por todas partes hombres confundidos ayudan a sus camaradas heridos a volver a Ilión o a cruzar el foso defensivo que conduce a los campamentos griegos. Como sucede con la mayoría de los bombardeos aéreos de mi época, el ataque es más aterrorizador que efectivo. Imagino que hay varios cientos de muertos (guerreros troyanos y aqueos y civiles de Ilión incluidos), pero la mayoría escaparon ilesos, sobre todo lejos de las murallas que se desploman y los ladrillos que vuelan.
Mientras me acerco a la parte inferior de la Colina de Espinos veo al pequeño robot que se dirige hacia mí, arrastrando a su amigo flotante como si fuera un niño pequeño que tirara de una vagoneta Radio Flyer especialmente grande. Por algún motivo, me siento tan contento de verlos con vida (aunque quizás un término mejor sería decir que «siguen existiendo») que estoy a punto de echarme a llorar.
—Hockenberry —dice el robot, Mahnmut—, estás herido. ¿Es grave?
Me toco la cabeza y el cuero cabelludo. Casi ha dejado de sangrar.
—No es nada.
—Hockenberry, ¿sabes qué fue ese gran estallido?
—Una explosión nuclear —digo—. Podría haber sido termonuclear, pero a pesar de todo el ruido sospecho que fue sólo un arma de fisión. Un poco más grande que la bomba de Hiroshima, tal vez. No sé mucho de bombas.
Mahnmut ladea la cabeza para mirarme.
—¿De dónde eres, Hockenberry?
—De Indiana —respondo sin pensar.
Mahnmut espera.
—Soy escólico —le digo otra vez, sabiendo que él está transmitiendo todo esto a su silencioso amigo a través del enlace de radio que antes llamó tensorrayo—. Los dioses me reconstruyeron a partir de huesos viejos y ADN y algún tipo de fragmento de memoria que extrajeron de los trocitos que encontraron en la Tierra.
—¿Memoria a partir del ADN? —dijo Mahnmut—. No lo creo.
Agito las manos, impaciente.
—No importa —replico—. Soy un muerto ambulante. Viví en la segunda mitad del siglo XX, probablemente morí en la primera mitad del siglo XXI. Estoy un poco pez con las fechas. Estuve un poco pez sobre mi vida pasada hasta hace unas semanas, cuando los recuerdos empezaron a regresar. —Sacudo la cabeza—. Soy un muerto ambulante.
Mahnmut continúa mirándome con esa oscura tira metálica que tiene por ojos. Entonces asiente juiciosamente y me da una patada (con bastante mala idea) en la espinilla izquierda.
—¡La madre que te parió! —grito, saltando sobre la otra pierna—. ¿Por qué has hecho eso?
—Me parece que estás vivo —dice el robotito—. ¿Cómo viniste aquí desde el siglo XX o el siglo XXI de la Edad Perdida, Hockenberry? La mayoría de nuestros científicos moravecs están seguros de que el viaje temporal es imposible a menos que te aproximes a la velocidad de la luz o nades demasiado cerca de un agujero negro. ¿Has hecho alguna de esas cosas?
—No lo sé —digo—. Y desde luego no importa. ¡Mira todo esto!
Indico la ciudad humeante y el caos de las llanuras de Ilión. Algunas de las naves griegas se están haciendo ya a la mar.
Mahnmut asiente. Para tratarse de un robot, su lenguaje corporal es extrañamente humano.
—Orphu se pregunta por qué han interrumpido los dioses su ataque —me dice.
Miro hacia el cascado caparazón que tiene detrás. A veces me olvido de que hay un cerebro ahí dentro.
—Dile a Orphu que no lo sé. Tal vez quieren disfrutar del miedo y el caos un rato antes de descargar el coup de grâce. —Vacilo un segundo—. Eso es francés y… —empiezo a decir.
—Sí, sé francés, por desgracia —dice Mahnmut—. Durante el bombardeo, Orphu me ha estado citando algunas tonterías irrelevantes de Proust en francés. ¿Qué vas a hacer a continuación, Hockenberry?
Miro hacia el campamento aqueo. Las tiendas arden, los caballos heridos corren despavoridos, los hombres se arremolinan, los barcos se aprestan a zarpar, otros se alejan ya de la costa, las velas hinchadas al viento.
—Iba a buscar a Aquiles y Héctor —digo—. Pero con este lío puede que tarde horas.
—Dentro de dieciocho minutos y treinta y cinco segundos va a suceder algo que lo cambiará todo —dice Mahnmut.
Lo miro y espero.
—Planté un… Aparato… allá arriba, en el Lago de la Caldera —dice el pequeño robot—. Orphu y yo lo trajimos desde el espacio de Júpiter. Llevar ese artilugio allá arriba era el objetivo principal de nuestra misión, aunque no tendríamos que haber sido nosotros los que… bueno, eso es otra historia. En cualquier caso, dentro de diecisiete minutos cincuenta y dos segundos el Aparato se disparará.
—¿Es una bomba? —pregunto roncamente. De repente tengo la boca completamente seca. No podría escupir ni aunque mi vida dependiera de ello.
Mahnmut se encoge de hombros a esa extraña manera humana suya.
—No lo sabemos.
—¡No lo sabéis! —exclamo—. ¿No lo sabéis? ¿Cómo habéis podido plantar un… un… Aparato allá arriba y colocar un temporizador si no sabéis qué es lo que va a hacer? ¡Es ridículo!
—Tal vez —dice Mahnmut—, pero para eso nos enviaron aquí… bueno… en realidad nos enviaron allí, los moravecs que planearon esta misión.
—¿Cuánto tiempo has dicho? —pregunto, agarrando el brazalete de supuesto cuero de mi muñeca que me sirve también de cronómetro oculto. El brazalete tiene microcircuitos y pequeños proyectores holográficos para cuando necesito saber la hora.
—Diecisiete minutos y ocho segundos —dice el pequeño robot—. Y contando.
Pongo el contador en mi reloj y dejo visible la pequeña pantalla holográfica.
—Mierda —digo.
—Sí —conviene Mahnmut—. ¿Vas a TCear de vuelta, Hockenberry? ¿Al Olimpo?
Yo me he llevado la mano al medallón TC de mi garganta, pero sólo porque estaba pensando en ganar unos cuantos minutos teleportándome al campamento aqueo para buscar a Aquiles. Pero la pregunta de Mahnmut me hace detenerme y pensar.
—Tal vez debiera —digo—. Alguien tiene que ver qué pretenden los dioses. Tal vez pueda hacer de espía por última vez.
—Y luego, ¿qué? —pregunta el robot.
Ahora me toca a mí el turno de encogerme de hombros.
—Luego volveré a por Aquiles y Héctor. Luego, tal vez, digamos, por Odiseo y Paris. Eneas y Diomedes. Llevaré la guerra a los dioses, transportando a los héroes de dos en dos, como los animales del Arca de Noé.
—No parece una logística de campaña militar demasiado eficaz —dice Mahnmut.
—¿Sabes de estrategia militar, pequeña persona robot?
—No. En realidad, de lo único que sé es de un sumergible que se hundió en Marte y de los sonetos de Shakespeare —dice Mahnmut. Se detiene—. Orphu acaba de decirme que no debería incluir los sonetos en mi curriculum.
—¿Marte? —digo yo.
La brillante cabeza metálica se vuelve hacia mí.
—¿No sabías que el Olimpo es en realidad el volcán Monte Olympus de Marte? Has vivido allí durante nueve años, ¿no?
Durante un segundo, me siento tan mareado que tengo que acercarme tambaleándome a un peñasco y sentarme o temo que acabaré por despertarme en el suelo.
—Marte —repito. Dos lunas, el enorme volcán, el suelo rojo, la gravedad reducida a la que tanto me gustaba regresar después de un largo día en las llanuras de Ilión—. Marte. Que me zurzan. Marte.
Mahnmut no dice nada, sabedor quizá de que ya me ha avergonzado lo suficiente por hoy.
—Espera un momento —digo—. Marte no tiene cielos azules, océanos, árboles, aire para respirar. Vi llegar la primera sonda Viking en 1976. Vi en la tele, años más tarde, décadas más tarde, cuando aquel Sojourner echó a andar y se atascó con una roca. No había océanos. Ni árboles Ni aire.
—Lo han terraformado —dijo Mahnmut—. Y bastante bien, por cierto.
—¿Quién lo ha terraformado? —digo, oyendo la cólera defensiva en mi voz.
—Los dioses —dice Mahnmut, pero percibo un leve matiz de interrogación en su tersa voz rebotica.
Miro mi reloj. Quince minutos treinta y ocho segundos. Planto la pantalla del cronómetro visual delante de los ojos, las cámaras o lo que sea que haya detrás de esa franja que tiene el robot en la cara.
—¿Qué va a pasar dentro de quince minutos, Mahnmut? No me digas que ni Orphu ni tú lo sabéis.
—No lo sabemos.
—Voy a subir a ver qué pasa —digo, agarrando el medallón.
—Llévame —dice Mahnmut—. Yo coloqué el temporizador. Debería estar allí cuando se active el Aparato.
Me detengo de nuevo, mirando al enorme caparazón situado tras Mahnmut.
—¿Vas a desactivarlo? —pregunto.
—No. Ésa era mi misión: entregar y activar el Aparato. Pero si el temporizador no lo dispara, debería estar allí en persona para activarlo.
—¿Estamos hablando… incluso aunque sea una posibilidad remota, del fin del mundo, Mahnmut?
La vacilación del robot me lo dice todo.
—Deberías quedarte con Orphu otros… ah… catorce minutos treinta y nueve segundos —digo—. Tal como está el pobre, el mundo podría acabarse y no saberlo a menos que se lo digas.
—Orphu dice que eres bastante gracioso para ser un escólico, Hockenberry —dice Mahnmut—. Sigo opinando que debería ir contigo.
—Uno —digo—, has agotado hablando todo tu maldito tiempo. Dos, sólo tengo un Casco de Hades y no quiero que me pillen porque los dioses ven un robot caminando a mi lado. Tres… adiós.
Me coloco la capucha del Casco de Hades sobre la cabeza, retuerzo el medallón y me marcho.
TCeo directamente en el Gran Salón de los Dioses.
Parece que están todos excepto Atenea y Apolo, a quienes supongo flotando a estas alturas en los tanques de curación con gusanos azules en los ojos y los sobacos. En los pocos segundos que me quedan antes de que la tortilla alcance el ventilador, veo que los dioses van armados para la guerra: el salón resplandece con corazas doradas, lanzas brillantes, altos cascos con penachos de plumas y escudos pulidos de su tamaño. Veo a Zeus de pie junto a su carro ardiente, a Poseidón con su armadura oscura, a Hermes y Hefesto armados hasta los dientes, a Ares con el arco de plata de Apolo, a Hera ataviada de brillante bronce y oro, y a Afrodita señalándome…
Mierda.
—¡ESCÓLICO HOCKENBERRY! —truena el mismísimo Zeus, mirándome directamente a través del salón abarrotado—. ¡DETENTE!
No es sólo un consejo divino. Cada músculo y tendón y ligamento y célula de mi cuerpo se congelan. Siento el frío detener mi corazón. El movimiento browniano cesa en mí. Mi mano no avanza ni un centímetro hacia el medallón TC antes de convertirme en estatua.
—Quitadle el Casco de Hades, el aparato TC y todo lo demás —ordena Zeus.
Ares y Hefesto saltan y me desnudan delante de dioses y diosas. El casco de cuero es arrojado a un sombrío Hades, quien, vestido como va con una negra armadura brillante de exótico diseño, parece un terrible y sañudo escarabajo. Zeus avanza y recoge del suelo mi medallón TC, lo mira con mala cara y parece a punto de aplastarlo con su puño gigantesco. Los dos dioses terminan de destrozarme la ropa y ni siquiera me dejan el reloj ni la ropa interior.
—Muévete —dice Zeus. Me desplomo en el suelo de mármol y jadeo, sujetándome el pecho. Me duele tanto el corazón cuando empieza a latir de nuevo que estoy seguro de que voy a sufrir un infarto. Hago todo lo posible para no orinarme encima delante de toda esta gente.
—Lleváoslo —dice Zeus, dándome la espalda.
Ares, dios de la guerra, de dos metros y medio de altura, me agarra por el pelo y me lleva a rastras.