El Anillo Ecuatorial
Próspero estaba allí sentado con una larga túnica azul marino cubierta de bordados de colores vivos que representaban galaxias, soles, cometas y planetas. Sostenía un bastón tallado en la mano derecha, manchada por la edad, y apoyaba la palma de su mano izquierda en un libro de treinta centímetros de grosor. El sillón labrado de amplios reposabrazos no era exactamente un trono, pero lo parecía bastante para infundir una sensación de autoridad magistral, reforzada por la fría mirada del magus. El hombre era casi calvo, pero una escasa melena blanca le caía sobre las orejas y caía en rizos hasta el azul de su túnica. La cabeza, antaño imponente, se erguía sobre el cuello arrugado de un anciano, sin embargo el rostro denotaba un carácter firme, férreo. Los ojillos eran fríamente indiferentes si no decididamente crueles, la nariz picuda, la barbilla sobresalía aún de pliegues y arrugas, y mantenía los finos labios de hechicero fruncidos en un antiguo gesto de ironía. Era, naturalmente, un holograma.
Daeman vio a Harman atravesar la membrana semipermeable y caer al suelo por efecto de la inesperada gravedad, igual que le había sucedido a él. Luego, al ver a Daeman sentado en un cómodo sillón sin la máscara de osmosis, Harman se quitó la suya, respiró profundamente el aire fresco y se acercó tambaleándose al otro sillón vacío.
—Es sólo un tercio de la gravedad terrestre —dijo Próspero—, pero debe parecer la de Júpiter después de un mes en casi cero-g.
Ni Harman ni Daeman respondieron.
La habitación era circular, de unos quince metros de diámetro, esencialmente una cúpula de cristal del suelo al techo. Daeman no la había visto durante su ascensión a la ciudad de cristal porque habían llegado por el polo sur del asteroide, pero imaginó que debía parecer un tallo largo y fino de metal con una brillante seta en el extremo. La luz procedía del suave resplandor de una consola circular de control virtual situada en el centro de la habitación, tras Próspero, y de la Tierra y la Luna y las estrellas, desde arriba y alrededor. Había iluminación suficiente para que Daeman distinguiera los ricos bordados de la túnica del mago y la fina talla de su bastón.
—Tú eres Próspero —dijo Harman, el pecho subiéndole y bajándole rápidamente bajo la termopiel azul. El aire fresco de la habitación había sido una conmoción también para Daeman. Era como respirar un vino sabroso y espeso.
Próspero asintió.
—Pero no eres real —continuó Harman. El hombre parecía sólido. La túnica le caía en hermosos pero dinámicos pliegues y frunces en la escasa gravedad.
Próspero se encogió de hombros.
—Es cierto. No soy más que el eco grabado de la sombra de una sombra. Pero puedo veros, oíros, hablar con vosotros y compadecerme de vuestras cuitas. Es más de lo que algunos seres reales son capaces de hacer.
Daeman miró por encima del hombro. Sujetaba la negra pistola sobre el regazo.
—¿Vendrá aquí Calibán?
—No —dijo Próspero—. Mi antiguo sirviente me teme. Teme este recuerdo parlante que soy. Si la bruja de ojos azules que lo parió estuviera en esta isla, esa maldita bruja cuántica Sicorax, se abalanzaría sobre vosotros de inmediato, pero Calibán me teme.
—Próspero —dijo Daeman—, tenemos que salir de esta roca. Volver a la Tierra. Vivos. ¿Puedes ayudarnos?
El anciano apoyó el bastón en su sillón y alzó ambas manos moteadas.
—Tal vez.
—¿Sólo tal vez? —dijo Daeman.
Próspero asintió.
—Como eco de una sombra grabada, no puedo hacer nada. Pero puedo daros información. Podéis actuar si queréis, y si tenéis la voluntad de hacerlo. Pocos de vuestra especie hacen más.
—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó Harman.
Próspero pasó la mano por encima del libro y un holograma se alzó sobre el centro de la consola circular que tenía detrás. Eran el asteroide y la ciudad de cristal vistos desde varios kilómetros de distancia en el espacio. Las torres de cristal dorado rotaban lentamente bajo el punto de observación mientras el asteroide giraba sobre su eje. Daeman miró el atrevido azul y blanco de la Tierra que se veía por las ventanas y advirtió que la imagen estaba sincronizada: era una vista en tiempo real del exterior.
—¡Allí! —exclamó Harman, señalando. Intentó levantarse de un salto, pero la gravedad lo hizo tambalearse y agarrarse al reposabrazos en busca de apoyo—. Allí —repitió.
Daeman lo vio. En un saliente situado a quince o veinte metros de aquella primera alta torre por donde habían entrado, su casco metálico brillando a la luz de la Tierra, había un sonie.
—Exploramos la ciudad —dijo Daeman—. Nunca se nos ocurrió que pudiera haber un vehículo aparcado fuera.
—Parece el sonie que nos llevó a Jerusalén —dijo Harman, inclinándose hacia delante para ver mejor la imagen holográfica.
—Es el mismo sonie —dijo Próspero. Movió de nuevo la mano y la imagen desapareció.
—No —replicó Daeman—. Savi nos dijo que los sonies no podían volar hasta los anillos orbitales.
—Ella no sabía que pudieran —dijo el viejo magus—. Ariel lo liberó de las piedras de los voynix y lo programó para que subiera hasta aquí arriba.
—¿Ariel? —repitió Daeman estúpidamente. Estaba muy hambriento y muy cansado. Rebuscó en su memoria—. ¿Ariel? ¿El avatar de la biosfera de abajo?
—Algo parecido —dijo Próspero con una sonrisa—. Savi nunca llegó a encontrarse con Ariel. Todas sus comunicaciones se hicieron a través de todonet. La anciana siempre pensó que la personalidad de Ariel era masculina, cuando el espíritu prefiere considerarse un avatar femenino.
¿A quién le importa una mierda?, pensó Daeman. En voz alta, dijo:
—¿Podemos volver a la Tierra con el sonie?
—Eso creo —respondió Próspero—. Creo que Ariel lo envió programado para que os devolviera a los tres a Ardis Hall. Otro deus ex machina. No me gusta que la máquina esté aquí.
—¿Por qué no? —dijo Harman, pero luego asintió—. Calibán.
—Sí —dijo Próspero—. Incluso a mí antiguo duende se le retorcerían las articulaciones con convulsiones secas y los nervios con calambres si intentara salir al vacío sin un traje o una termopiel. Pero se olvidó y rompió a mordiscos la de la pobre Savi.
—Había dos trajes más que podría haber conseguido el mes pasado —dijo Daeman, en voz tan baja que ni siquiera era un susurro. La habitación dejó atrás la rebanada de la Tierra y rotó sumergiéndose en la luz de las estrellas. La mitad de la Luna se alzó por encima de Próspero.
—Y lo habría hecho, pero Calibán no es ningún dios —dijo el magus—. Savi no mató a la bestia con la andanada de flechas que le disparó a bocajarro, pero la hirió de gravedad. Calibán ha estado sangrando y recuperándose, internándose en las profundidades de su gruta más honda, donde se cubre las heridas con lodo y bebe sangre de lagarto para recuperar fuerzas.
—Nosotros hemos estado comiendo y bebiendo lo mismo —dijo Daeman.
—Sí —dijo Próspero, mostrando la sonrisa amarilla de un anciano—. Pero a vosotros no os gusta.
—¿Cómo llegamos hasta el sonie? —preguntó Harman—. ¿Tienes comida aquí?
—No a la segunda pregunta —dijo Próspero—, Nadie más que Calibán ha comido en esta pétrea isla durante los últimos quinientos años. Pero sí a la primera. Hay una membrana en la torre de cristal que os dejará pasar a la terraza de lanzamiento. Vuestros trajes puede… puede que os protejan lo suficiente para dejaros cargar el sonie y activar su programa de guía. ¿Recordáis cómo se pilota?
—Yo creo… observé a Savi… quiero decir… —tartamudeó Harman. Sacudió la cabeza como si apartara telarañas. Sus ojos parecían tan cansados como se sentía Daeman—. Tendremos que hacerlo. Lo haremos.
—Tendréis que pasar de nuevo por la fermería y Calibán para llegar a la torre —dijo Próspero. Los ojillos del anciano pasaron de Harman a Daeman, juzgándolos—. ¿Hay algo más que debáis hacer antes de huir de aquí?
—No —dijo Harman.
—Sí —dijo Daeman. Consiguió ponerse en pie y caminar tambaleándose hasta la curva pared-ventana. El reflejo que asomó allí era delgado, tenso y barbudo, pero había algo nuevo en sus ojos—. Tenemos que destruir la fermería —dijo—. Tenemos que destruir todo este maldito lugar.